XIII

Al salir del antro de la sibila, la caverna atestada de ecos y voces ya no nos pareció tan misteriosa. Era un recinto extraño, sin duda, pero ya no lo veíamos como el lugar aterrador del principio. Aunque el camino de vuelta al templo era escarpado y agotador, no necesitamos agacharnos para recorrerlo y nos resultó más corto que el de ida. El mundo entero parecía haber despertado de un extraño sueño. Incluso la caprichosa niebla se había despejado y la ladera de la colina resplandecía bajo la luz del sol.

El fuego del brasero se había consumido. Las vísceras chamuscadas todavía chisporroteaban sobre la piedra caliente, espantando el enjambre de moscas que revoloteaba a su alrededor. Aunque era una escena desagradable, el olor a carne quemada volvió a recordarme que hacía horas que no comíamos nada. El joven Damón había colgado y desollado el cordero y ahora lo deshuesaba con sorprendente habilidad.

Descendimos por el barranco y desatamos los caballos. La brillante luz del sol se reflejaba en el laberinto de rocas, convirtiéndolo en un lugar tan misterioso como antes, pero de aspecto menos amenazador. Nos dirigimos hacia la costa. Al llegar a la cima de una pequeña loma, una resplandeciente extensión de agua se abrió ante nuestros ojos. No era la limitada vastedad de la Crátera, sino el auténtico mar, un espacio infinito que se extendía hasta Cerdeña y mucho más allá, hacia el oeste, hasta las Columnas de Hércules. La antigua ciudad de Cumas se hallaba a nuestros pies.

Cabalgamos en silencio. En todos nuestros viajes yo suelo mantener una conversación fluida, aunque Eco no pueda responderme con palabras, pero esta vez no se me ocurría nada que decir. El silencio que se cernía sobre nosotros estaba cargado de una inefable melancolía.

El conductor de una carreta nos indicó la casa de Iaia, erigida sobre un peñasco con vistas al mar, en las afueras de la ciudad. No era tan impresionante como otras villas, pero quizás sí la más grande de la ciudad, con dos modestas alas anexas al norte y al sur y algo parecido a un primer piso en la parte oeste. La mezcla de colores que decoraban la fachada era sutil y original: una combinación de tonos azafrán y ocre, con detalles de verde y azul. Por un lado, la casa se alzaba como una figura insolente sobre el fondo marino y por otro parecía una parte integral del paisaje. Las manos y los ojos de Iaia eran capaces de convertir cualquier cosa en arte.

El esclavo de la puerta nos dijo que Olimpia había salido, pero que regresaría pronto, y que había dejado instrucciones para que nos atendieran debidamente. Nos condujo a una pequeña terraza con vistas al mar y nos trajo comida y bebida. Ante un cuenco de puré de avena, Eco comenzó a recuperar la normalidad. Comió con avidez y me alegré de ver que le abandonaba la tristeza. Después de comer, descansamos un momento en la terraza, reclinados en sendos triclinios mientras contemplábamos el mar. Sin embargo, pronto empecé a impacientarme y a preguntar a los esclavos sobre el paradero de Olimpia. Si lo sabían, era obvio que no estaban dispuestos a decírmelo, así que dejé a Eco dormido en el triclinio y me dediqué a pasear por la casa.

Iaia había coleccionado muchos objetos hermosos a lo largo de su trayectoria profesional: refinadas mesas y sillas, pequeñas esculturas tan exquisitamente modeladas y pintadas que parecían vivas, preciosos objetos de cristal, figurillas de marfil y una amplia variedad de pinturas propias y ajenas. Todos estos objetos estaban expuestos en la casa con un gran sentido de la armonía y un talento natural para la belleza. No me extrañaba que hubiera menospreciado el gusto de Licinio en lo referente a pinturas y esculturas.

El olfato me condujo a la habitación donde Iaia y Olimpia preparaban los pigmentos. Seguí el rastro de una extraña mezcla de olores por un pasillo hasta llegar a un recinto atestado de potes, braseros, almireces y manos de mortero. Había docenas de cuencos de arcilla amontonados, unos grandes y otros pequeños, pero todos rotulados por la misma mano que había firmado el retrato de Gelina. Abrí las tapas y observé las plantas secas y los minerales en polvo. Unos los conocía, como la rúbrica sinópica, que se hace con hierro oxidado de Sínope; el cinabrio hispano de color sangre; la arena morada de Puzol; el azul índigo, que se obtiene con raspaduras de añil egipcio.

Otros recipientes no contenían pigmentos, sino hierbas medicinales: eléboro blanco y negro pulverizados, que a pesar de ser venenosos tienen otros muchos usos; el llantén (llamado irónicamente holósteon, «puro hueso», por los griegos, a causa de su blandura, igual que llaman «dulce» a la bilis), con sus raíces delgadas, semejantes a cabellos, muy útil para cicatrizar heridas y curar luxaciones; semillas blancas de almorta, buenas para aliviar la hidropesía y calmar la ira. Cuando me disponía a tapar un pequeño cuenco lleno de acónito, llamado también anapelo y matalobos, oí un carraspeo a mi espalda. El esclavo de la puerta me miraba con reprobación desde el pasillo.

—Ten cuidado y no metas la nariz en esos cuencos —dijo—. Algunos contienen polvos venenosos.

—Sí —asentí—, ya he visto el acónito. Dicen que nació de la espuma de Cerbero cuando Hércules lo sacó de los infiernos. Por eso crece cerca de las puertas que conducen al infierno, como la Boca del Hades. Según me han dicho es bueno para matar alimañas… o personas. Me pregunto para qué lo guardará tu ama.

—El escorpión pica —respondió el esclavo con brusquedad— y sin embargo se mezcla con vino para hacer emplastos.

—Ah, tu ama debe de ser muy sabia en estos menesteres.

El esclavo se cruzó de brazos y me miró con ojos venenosos. Puse con cuidado el cuenco en un estante y salí de la habitación.

Decidí dar un paseo por los acantilados de las afueras. El sol de la tarde era cálido y el cielo parecía de cristal. Una hilera de nubes cubría el horizonte azul, sobre el que revoloteaban y chillaban las gaviotas. La neblina que escondía la costa una hora antes había desaparecido y la sibila de Cumas comenzó a parecerme irreal, igual que los vapores que cubrían el lago Averno, como si todo lo que había ocurrido desde nuestra partida de Bayas por la mañana se redujera a un simple sueño. Tragué a bocanadas el aire del mar y me sentí súbitamente cansado de la villa de Bayas y de sus misterios. Deseé estar en Roma, caminando por las bulliciosas calles de la Subura, contemplando a los niños que juegan al trigón en las plazas. Añoraba la íntima quietud de mi jardín, la comodidad de mi propia cama y el olor de la comida de Bethesda.

De repente vi a Olimpia que subía desde la playa por un sendero estrecho, con un pequeño cesto en una mano. Aunque estaba a una distancia considerable, me di cuenta de que sonreía, pero no como solía hacerlo en casa de Gelina, sino con una sonrisa auténtica, radiante de satisfacción. También noté que el dobladillo de su corta estola de montar estaba oscuro, como si hubiera paseado por la playa, con las piernas sumergidas en el agua hasta la rodilla.

Oteé la distancia para calcular de dónde venía. El sendero se perdía de vista entre un grupo de rocas y no parecía que hubiera ninguna playa en aquel sector de la costa. Si había querido recoger conchas o criaturas marinas, sin duda había sitios mejores y más seguros, en los alrededores de Cumas.

Al verla acercarse, me escondí detrás de una piedra. Luego me asomé con la intención de vigilarla sin que me viera y noté un movimiento por el rabillo del ojo. A un centenar de pasos de distancia, vi una figura que podría haber sido mi propia imagen en un espejo si yo hubiera tenido una capa con capucha y una barba puntiaguda. Al igual que yo, el filósofo Dionisio vigilaba furtivamente a Olimpia, oculto detrás de una roca al borde del acantilado.

No me vio y me moví con cuidado alrededor de la roca, intentando esconderme de ambos a la vez. Me alejé a toda prisa del acantilado, hasta perderme de vista. Me apresuré a volver a la casa y me reuní con Eco en la terraza.

Olimpia llegó pocos minutos después. El esclavo le dijo algo entre murmullos y ella se dirigió a otra habitación. Cuando reapareció, unos instantes más tarde, se había cambiado la estola por otra seca y no llevaba el cesto.

—¿Fue provechosa la visita a la sibila? —preguntó con una sonrisa de simpatía.

Eco frunció el ceño y desvió la mirada.

—Tal vez —dije—. Lo sabremos cuando volvamos a Bayas.

Olimpia pareció desconcertada, pero nada podía enturbiar su eufórico estado de ánimo. Se paseó por la terraza y acarició las plantas que florecían en las macetas.

—¿Hay que volver en seguida? —preguntó.

—Eso parece. Eco y yo aún tenemos trabajo que hacer y supongo que la casa de Gelina será un verdadero caos, como suele ocurrir la víspera de un entierro importante.

—Ah, sí, el entierro —murmuró Olimpia con seriedad.

Asintió meditabunda y cuando inclinó la cabeza para oler las flores, casi se le borró la sonrisa de los encantadores labios.

—El aire de mar te sienta bien —dije. Con los ojos brillantes y el cabello dorado al viento, estaba más hermosa que nunca—. ¿Has ido a dar un paseo por la playa?

—Sí —respondió desviando la mirada—, un paseo corto.

—Hace un momento, cuando entraste por la puerta, me pareció ver que llevabas un cesto en la mano. ¿Has estado recogiendo erizos de mar?

—No.

—¿Caracolas?

—En realidad, no fui a la playa —dijo, obviamente incómoda, y sus ojos perdieron el brillo—. Fui a dar un paseo por el monte y, ya que insistes en saberlo, recogí algunas piedras. Iaia las utiliza para decorar el jardín.

—Entiendo.

Nos marchamos poco después. Mientras atravesábamos el vestíbulo en dirección a la puerta, vi que Olimpia no se había preocupado por esconder el cesto, sino que lo había dejado a la vista, frente al banco del esclavo encargado de la puerta. Cuando la joven salió al exterior, me quedé rezagado, me acerqué al cesto y levanté la tapa con el pie. Dentro había sólo un pequeño cuchillo y unos mendrugos de pan.

La travesía por el laberinto de rocas y por las yermas colinas azotadas por el viento fue muy distinta bajo la intensa luz del sol, aunque cuando penetramos en el bosque que rodeaba el lago Averno, me asaltó la misma sensación misteriosa de soledad que había experimentado en el camino de ida. De vez en cuando miraba hacia atrás, pero si Dionisio nos seguía, se las ingeniaba muy bien para mantenerse fuera de nuestra vista.

Cuando llegamos al borde del abismo, le dije a Olimpia que quería detenerme.

—Pero ya te he enseñado la vista —protestó—. No querrás verla de nuevo. Piensa en el hermoso día que hará en Bayas.

—De todos modos, quiero volver a verla —insistí.

Mientras Eco buscaba un sitio donde amarrar los caballos, localicé el sendero a la izquierda de la cornisa, tal como había dicho la sibila. El comienzo del sendero estaba cubierto de arbustos y ramas secas y el camino era impreciso y obviamente poco transitado. No había señales de pisadas recientes en la tierra humedecida por la niebla, ni siquiera huellas de animales. Me abrí paso entre los arbustos, con Eco pegado a los talones. Olimpia protestó, pero nos siguió.

El sendero descendía en una pendiente zigzagueante de suelo rocoso y yermo. La oleada de aire tórrido que nos envolvió traía consigo un olor a azufre aún más intenso, que nos obligó a cubrirnos la cara con las mangas de la túnica. Llegamos a una ribera ancha de lodo amarillento. El lago no era una superficie uniforme de líquido, como parecía desde arriba, sino una serie de charcas de azufre comunicadas entre sí, cubiertas por nubes de vapor y separadas por puentes de piedras, que podían servir para pasar al otro lado, siempre que un hombre se atreviera a correr el riesgo y pudiera sobrevivir al calor y al olor. El hedor de los pozos burbujeantes era casi intolerable, pero creí detectar un olor aún más nauseabundo en el aire fétido dominante.

Alcé la vista y me encontré directamente debajo de la cornisa de la que habíamos descendido. En la pared del precipicio no se veía ninguna cueva o hueco que pudiera servir de refugio. Cabeceé, dudando más que nunca de la palabra de la sibila.

—¿Quién querría esperarnos aquí? —pregunté a Eco con un gruñido—. Me parece mucho más probable que aparezca el Minotauro que uno de los esclavos fugitivos de Gelina. —Eco miró de un extremo al otro de la ribera, hasta donde la densa bruma se lo permitía. Luego alzó las cejas y señaló algo en el borde del agua, a pocos pasos de distancia.

Yo ya había visto aquel objeto, pero no le había prestado atención, convencido de que se trataba de un madero o de alguna excrecencia natural arrastrada por el lago. Pero entonces lo observé con atención y me sobresalté al percatarme de lo que era.

Eco y yo caminamos despacio hacia él, seguidos por Olimpia. Sumergido a medias en el pozo, la mayor parte de aquel objeto había sido devorada por el lodo hirviente y corrosivo. Los restos estaban descoloridos, salpicados de barro y sufrían un rápido proceso de putrefacción. Examinamos lo que quedaba de aquella cabeza humana, unida a unos hombros todavía cubiertos por trozos de tela desteñida. La cara estaba enterrada en el barro y en la parte posterior de la cabeza se veía una calva rodeada por una corona de pelo gris. Eco retrocedió aterrorizado y miró fijamente las aguas turbias, como si creyera que aquella cabeza había salido del lago en lugar de caer en él.

Sin dejar de cubrirme la nariz con la manga, cogí una rama y la enganché a los hombros amputados con la intención de girar la cabeza. No fue tarea fácil, pues la carne del rostro parecía haberse derretido en el barro. Cuando por fin conseguí mi objetivo, nos resultó casi imposible sostener la mirada, pero los rasgos de la cara aún conservaban integridad suficiente para que Olimpia la reconociera. La joven boqueó en busca de aire, con el cuerpo tembloroso, y gimió con la boca protegida por la manga:

—¡Zenón!

Antes de que se me ocurriera qué hacer con la cabeza, Olimpia tomó la decisión por mí. Se inclinó y con un grito desgarrador cogió la cabeza por el poco pelo que le quedaba y la arrojó al lago. La cabeza surcó la bruma, dibujando una estela temblorosa y ondulante, y cayó con un ruido más parecido a un golpe sordo que a un chapoteo. Durante un mágico instante, el tiempo se detuvo y la cabeza flotó sobre la bullente caldera. El vapor se abrió con un silbido y por entre la bruma me pareció que la cara abría los ojos y nos miraba con la misma desesperación con que un hombre a punto de ahogarse observa a los que permanecen en la orilla. Luego se hundió en el lodo y desapareció por completo.

—Ahora la Boca del Hades se lo ha tragado para siempre —murmuré sin dirigirme a nadie en particular, pues Olimpia ya corría por el sendero, llorando y dando traspiés, mientras Eco se inclinaba a vomitar en la orilla.