Hace mucho tiempo, existió un rey de los romanos llamado Tarquino el Soberbio. Un día, una sacerdotisa llegó a Roma desde la cueva de Cumas y le ofreció nueve libros de conocimientos secretos. Estos libros estaban hechos de hoja de palma y como no eran continuos como los rollos, las páginas podían colocarse en cualquier orden. A Tarquino le pareció muy extraño. Además, aunque los libros estaban escritos en griego y no en latín, la sacerdotisa afirmaba que contenían todo el futuro de Roma. Dijo que aquellos que los estudiaran comprenderían todos los fenómenos extraños a través de los cuales los dioses manifiestan su voluntad en la tierra, como cuando los patos vuelan hacia el norte en invierno, el agua se enciende en llamas o los gallos cantan al mediodía.
Tarquino consideró su oferta, pero la suma de oro que ella le pedía era demasiado elevada. Así que le dijo que se fuera y añadió que cien años antes, el rey Numa había establecido los sacerdocios, los cultos y los rituales de los romanos y que dichas instituciones bastaban para comprender la voluntad de los dioses.
Aquella noche, aparecieron tres bolas de fuego sobre el horizonte y la gente se asustó. Tarquino mandó llamar a los sacerdotes para que le explicaran el fenómeno, pero comprobó con desconsuelo que éstos eran incapaces de hallar una explicación.
Al día siguiente, la sacerdotisa volvió a visitar a Tarquino y le ofreció seis libros de conocimientos, aunque le exigió el mismo precio que había pedido por nueve el día anterior. Tarquino quiso saber qué había ocurrido con los otros tres libros y ella respondió que los había quemado durante la noche. Tarquino, ofendido por el hecho de que le pidiera lo mismo por seis libros que por nueve, le ordenó que se marchara.
Aquella noche, tres remolinos de humo se elevaron por encima del horizonte. Entre la fuerza del viento y la luz de la luna, estos remolinos adoptaron unas formas grotescas y ominosas. La gente volvió a asustarse, convencida de que se trataba de la señal de un dios furioso. Tarquino llamó a sus sacerdotes, pero éstos se mostraron perplejos una vez más.
Al día siguiente, la sacerdotisa volvió a visitar al rey. La noche anterior había quemado otros tres libros y ahora le ofrecía tres por el mismo precio que había solicitado por los nueve. A pesar de su enfado, Tarquino le pagó lo que pedía.
Así fue como, a causa de las vacilaciones de Tarquino, los Libros Sibilinos se obtuvieron de forma fragmentaria. Por eso el futuro de Roma no se conoce con exactitud y los auspicios o augurios no resultan siempre exactos. Tarquino se convirtió en una figura admirada por obtener los libros sagrados y al mismo tiempo odiada por no comprarlos todos. La sibila de Cumas adquirió una legendaria reputación por su sabiduría. Se la respetaba tanto por su gran capacidad como sacerdotisa cuanto por su habilidad para regatear, ya que logró vender tres libros por el precio de nueve.
Desde entonces, los Libros Sibilinos se convirtieron en objeto de veneración. Sobrevivieron a los reyes de Roma y se convirtieron en el bien más sagrado de los romanos. El Senado decretó que se guardaran en un cofre de piedra, bajo tierra, en el templo de Júpiter del monte Capitolino, encima del Foro. Los libros se consultaban sólo en momentos de grandes calamidades o cuando aparecían augurios inexplicables. Los sacerdotes que se ocupaban de estudiar los libros estaban obligados, bajo amenaza de muerte, a guardar el secreto de su contenido, incluso delante del Senado. Sin embargo, un detalle curioso sobre su versificado contenido llegó a oídos del pueblo; la clave estaba en los acrósticos; si se yuxtaponían, las iniciales de cada verso explicaban el tema de cada estrofa. Semejante obra de ingenio podría haber enloquecido a cualquier mortal, pero sin duda fue un juego de niños para la voluntad divina.
Debido al misterio que rodeaba a estos libros, pocas personas saben con exactitud lo que se perdió de ellos hace diez años, cuando en las últimas convulsiones de la guerra civil se declaró un incendio en el monte Capitolino y se consumió el templo de Júpiter, penetrando en el cofre de piedra y reduciendo los Libros Sibilinos a cenizas. Sila culpó a sus enemigos y sus enemigos lo culparon a él, pero en cualquier caso no fue un comienzo prometedor para los tres años de reinado del dictador. ¿Tendría Roma futuro, ahora que los Libros Sibilinos no podían predecirlo? El Senado envió emisarios a todos los rincones de Grecia y Asia, en busca de textos sagrados que pudieran reemplazar a estos libros. Oficialmente, esta misión se encomendó con la plena aprobación de los sacerdotes y del Senado. Sin embargo, para los que respetaban la ley divina pero desconfiaban de las instituciones humanas, una búsqueda tan carroñera ofrecía inimaginables oportunidades a los estafadores y falsificadores.
El hecho de que nadie recurriera a la sibila de Cumas cuando desaparecieron los libros, ilustra con absoluta claridad el profundo deterioro que había sufrido su reputación, por lo menos en Roma. Sin duda, la vía más lógica para recuperar los antiguos libros habría sido volver a sus fuentes. ¿O acaso el Senado se resistió a hacerlo por temor a otro regateo con la sibila de Cumas?
En la zona de la Crátera, la sibila sigue siendo objeto de veneración, sobre todo por los habitantes de las antiguas ciudades griegas, donde se usa la clámide en lugar de la toga y se habla más el griego que el latín, no sólo en los mercados, sino también en los templos y en los tribunales. La sibila es un oráculo en el sentido oriental; ella o, para ser más exactos, esa criatura sin género, constituye una fuerza mediadora entre lo humano y lo divino, capaz de tocar ambos mundos. Cuando la sibila entra en el cuerpo de una de sus sacerdotisas, ésta puede hablar con la voz del propio Apolo. Estos oráculos han existido desde el comienzo de los tiempos, en Persia, en Grecia y en remotas y antiguas colonias griegas como Cumas. Sin embargo, los romanos nunca acabaron de abrazar esta tradición y prefieren que individuos inspirados interpreten la voluntad de los dioses observando columnas de humo o agitando alubias dentro de una calabaza a escuchar el mensaje divino directamente. Los habitantes locales todavía veneran a la sibila de Cumas y la obsequian con ganado o monedas, pero la élite romana que puebla las grandes villas de la costa no la acepta y prefiere buscar la sabiduría en los filósofos que los visitan u honrar con su fe los respetables templos de Júpiter y Fortuna en los foros de Puzol, Neápolis y Pompeya.
No me sorprendió encontrar el templo de Apolo, anexo al santuario de la sibila, bastante deteriorado. Nunca había sido un edificio grandioso, a pesar de las leyendas sobre Dédalo y sus suntuosos ornamentos de oro. Ni siquiera era de piedra, sino de madera, y estaba presidido por una estatua broncínea de Apolo sobre un pedestal de mármol en el centro. Las columnas pintadas de rojo, verde y azafrán estaban coronadas por un techo circular, segmentado por dentro en espacios triangulares decorados con imágenes de Apolo contemplando episodios diversos de la vida de Teseo: la pasión de Pasífae por el toro y el nacimiento del Minotauro de Creta; el sorteo de los siete jóvenes atenienses que se sacrificaban anualmente a la bestia; la construcción del gran laberinto de Dédalo; el dolor de Ariadna; la muerte del monstruo a manos de Teseo; la fuga aérea de Dédalo y su desdichado hijo Ícaro. Algunas de las pinturas parecían muy antiguas y estaban tan desgastadas que era casi imposible distinguirlas; otras habían sido restauradas recientemente y resplandecían con vivos colores. Era evidente que se estaba llevando a cabo una restauración y yo creía conocer a la responsable.
El templo estaba situado en un escondrijo, rodeado por tres lados con muros irregulares de piedra. Era la única superficie plana de la empinada ladera, que más allá estaba cubierta de piedras. Las enormes rocas parecían haber quedado paralizadas en medio de un desprendimiento y estaban cubiertas de árboles retorcidos, cuyas ramas se estiraban como si quisieran sujetarse para evitar la caída. La sacerdotisa caminaba delante de nosotros serena e impasible, en perfecto equilibrio, mientras Eco y yo la seguíamos resbalando y tropezando, enviando chorros de guijarros colina abajo y sujetándonos de las ramas.
En aquel sitio aislado y resguardado del viento reinaba una serena quietud. Sobre nuestras cabezas, la niebla se esforzaba por alcanzar la cumbre y ascendía en jirones, convirtiendo el lugar en una extraña amalgama de oscuridad y luz solar.
Dentro del templo, la sacerdotisa se volvió a mirarnos. Sus rasgos permanecían ocultos en la oscuridad, debajo de la capucha, y su voz surgía tan extraña como antes, tal y como, según Esopo, hablarían los animales si pudieran, forzando la garganta infrahumana para producir sonidos humanos.
—Por lo visto, no habéis traído una vaca.
—No.
—Ni una cabra.
—Tampoco.
—Sólo los caballos, que no sirven para sacrificarse a los dioses. ¿Tienes dinero con que comprar un animal para el sacrificio?
—Sí.
Pidió una suma que no me pareció exagerada; la sibila de Cumas ya no era, al parecer, la temible regateadora de antaño. Saqué el dinero de la bolsa y me pregunté si Craso me lo abonaría en concepto de gastos profesionales.
Cuando la sacerdotisa cogió las monedas, vi su mano derecha sólo por un instante. Como imaginaba, era la mano de una anciana, de dedos sarmentosos y piel manchada. No llevaba anillos ni pulseras, aunque noté que sus dedos estaban manchados de pintura verde esmeralda, como la que Iaia había usado aquella misma mañana para retocar el mural.
No sé si ella también reparó en la mancha o si estaba demasiado deseosa de coger el dinero, pues me arrebató las monedas y volvió a esconder la mano entre las mangas de la túnica. También noté que los bordes de las mangas eran de un rojo más oscuro que el resto; estaban manchadas de sangre.
—¡Damón! —gritó—. ¡Trae un cordero!
Como surgido de la nada, un niño pequeño asomó la cabeza entre dos columnas y desapareció rápidamente. Unos instantes después, reapareció con un cordero balando sobre sus hombros. No era una criatura de corral, sino un animal bien atendido y engordado en el templo para el sacrificio, limpio, cuidadosamente lavado y cepillado. El niño lo colocó sobre un pequeño altar, frente a la estatua de Apolo. El animalito baló al sentir el contacto con el mármol frío, pero el niño consiguió calmarlo con caricias y susurros al oído, mientras le ataba las patas con destreza. Acto seguido se alejó y volvió con una espada de plata con la empuñadura engastada en gemas y granates. La sacerdotisa cogió la espada y se situó delante del cordero, dándonos la espalda; alzó el arma y comenzó a murmurar una serie de conjuros. Yo esperaba una ceremonia más larga y quizás una serie de preguntas, por eso me sobresalté cuando la espada descendió de repente con vertiginosa rapidez.
La sacerdotisa era hábil y mucho más fuerte de lo que había imaginado. La espada se hundió con precisión en el corazón del cordero y lo mató en el acto. Pese a algunos movimientos convulsivos y a las salpicaduras de sangre, el animal entregó la vida al dios sin emitir un solo gemido, ni siquiera una queja. ¿Morirían los esclavos de Bayas con la misma sumisión? En ese instante un frío súbito descendió sobre el lugar, aunque el aire estaba tranquilo. Era obvio que Eco también lo había sentido, pues noté cómo temblaba a mi lado.
La sacerdotisa abrió la parte delantera del cordero, desde el pecho hasta el vientre, y comprendí la razón de las manchas de sangre de sus mangas. Buscó durante unos instantes y encontró lo que buscaba. Se volvió hacia nosotros con el corazón palpitante del animal y una parte de sus entrañas en las manos. La seguimos a un rincón del templo, muy cerca de allí, donde se había esculpido un tosco brasero en el muro de piedra. El niño ya había encendido el fuego.
La sacerdotisa arrojó las vísceras dentro de la piedra ardiente y se oyó un fuerte siseo seguido de una pequeña explosión de vapor. El vapor se elevó un instante y retrocedió hacia la roca, como sorbido por sus fisuras. La sacerdotisa removió las entrañas con un palo y el olor a carne chamuscada me recordó que nos habíamos saltado la comida del mediodía. Mi estómago rugió. Luego la sacerdotisa echó un puñado de una substancia sobre la piedra candente y produjo otra nube de humo. El aire se impregnó de una fragancia singular, como de cáñamo quemado, que me mareó inmediatamente. A mi lado, Eco osciló con tanta violencia que estiré el brazo para sostenerlo, pero cuando lo cogí del hombro me miró de forma extraña, como si hubiera sido yo el que había perdido el equilibrio. Percibí un movimiento por el rabillo del ojo y vi que alrededor y por encima del gran muro de piedra, entre las grietas y las sombras, habían aparecido rostros extraños.
Estas apariciones son características de los santuarios y ya había tenido oportunidad de verlas antes. Sin embargo, es inevitable que siempre nos asalten temores y dudas cuando el mundo cambia y las fuerzas de lo desconocido se ponen de manifiesto.
Aunque no alcanzaba a ver su cara sombría, sabía que la sacerdotisa me miraba y que había notado que estaba preparado. Esta vez nos condujo hacia un sendero empinado y rocoso que atravesaba la ladera de la colina y luego hacia un barranco oscuro de aspecto insondable. Tuve la impresión de que nos dirigíamos a un sitio muy lejano y el camino era tan escarpado que tuve que agacharme y caminar a gatas. Miré hacia atrás y vi que Eco me había imitado. Sin embargo, por extraño que pareciera, la sacerdotisa caminaba erguida, con toda la normalidad del mundo.
Por fin llegamos a la entrada de la cueva. Una vez en el interior, me rozó la cara una brisa fresca y húmeda que olía misteriosamente a flores podridas. Al mirar hacia arriba, descubrí que la cueva no era un túnel, sino una estancia alta y ventilada, rodeada de pequeños orificios y grietas irregulares. Estas aberturas admitían un suave resplandor crepuscular y el murmullo del viento que se colaba por ellas creaba un sonido discordante, que unas veces parecía música y otras un coro de plañideras. En ocasiones un solo sonido se elevaba sobre los demás y luego se apagaba de forma gradual, como el trino de la flauta de un sátiro, la voz estridente de un famoso actor que oí de niño o el suspiro que deja escapar Bethesda antes de levantarse por las mañanas.
Nos adentramos aún más en la cueva hasta llegar a un punto donde las paredes se estrechaban. La oscuridad aumentó y el coro de voces se perdió en la distancia. La sacerdotisa nos detuvo con un gesto. En la oscuridad, su túnica roja se veía totalmente negra, tan oscura que parecía un agujero móvil en la penumbra gris. Se subió a una pequeña plataforma de piedra, parecida a un escenario, y por un instante me pareció verla bailar, pues la túnica negra giraba, se retorcía y se plegaba sobre sí misma. Entonces se oyó un aullido largo y quejumbroso que me puso los pelos de punta. Aquellas contorsiones no formaban parte de una danza, sino del acto con que la sibila tomaba posesión del cuerpo de la sacerdotisa.
La túnica negra cayó al suelo, convertida en un montón de harapos. Eco dio un paso al frente para tocarla, pero lo detuve. Un instante después, la túnica volvió a llenarse y a elevarse. La sibila de Cumas comenzó a adquirir forma ante nuestros ojos. Parecía más alta que la sacerdotisa, más grande que la vida misma. Alzó las manos y se quitó la capucha de la cabeza.
Aunque era casi imposible distinguir su rostro en la oscuridad, creí ver sus rasgos con una claridad sobrenatural. Me reproché haber acariciado la sospecha de que la sacerdotisa pudiera ser Iaia. Estaba ante la cara de una vieja y pese a que en algunos rasgos superficiales se parecía a la pintora (la boca, los pómulos altos y descarnados y la frente altiva), era obvio que ningún mortal podía proferir sonidos semejantes o poseer unos ojos así, tan brillantes como la luz que entraba por las grietas de la cueva.
La sibila comenzó a hablar y se abrazó el busto. A medida que el dios comenzaba a respirar en su cuerpo, su pecho se movía y un sonido entrecortado surgía de su garganta. Una brisa súbita sopló a nuestras espaldas y agitó su cabellera como una cortina de hebras ondulantes. La sibila luchaba, se resistía a someterse al dios y quería expulsarlo de su cerebro, como un caballo que trata de derribar al jinete. Su boca se llenó de espuma y por su garganta surgieron una serie de sonidos parecidos al zumbido del viento en la caverna o al gorgoteo del agua en una cañería. Poco a poco, el dios consiguió dominarla y calmarla. Entonces escondió la cara entre las manos y se incorporó despacio.
—El dios está conmigo —dijo con una voz que no era ni femenina ni masculina.
La sibila parecía limitarse a pronunciar palabras que tenían otro origen. Noté que Eco tenía la frente perlada de sudor, los ojos desorbitados y los orificios nasales dilatados. Le cogí la mano para darle ánimos en la oscuridad.
—¿Para qué habéis venido? —preguntó la sibila.
Quise responder, pero sentí un nudo en la garganta. Tragué saliva y lo intenté otra vez.
—Nos dijeron… que viniéramos —respondí con una voz que sonaba extraña a mis propios oídos.
—¿Qué buscáis?
—Hemos venido buscando la verdad… sobre ciertos hechos acaecidos en Bayas.
—Venís de la casa del muerto, Lucio Licinio —dijo con un ademán afirmativo.
—Sí.
—Y buscáis la respuesta a un enigma.
—Queremos saber cómo murió… y quién lo mató.
—No fueron aquellos a quienes se ha acusado —dijo la sibila con vehemencia.
—Pero no tengo pruebas de ello y a menos que demuestre quién mató a Licinio… todos los esclavos de la casa serán ajusticiados. El hombre que desea hacerlo sólo piensa en sus propios intereses… no en la justicia. Será una gran tragedia. ¿Puedes decirme el nombre del hombre que mató a Licinio? —La sibila guardó silencio—. ¿Puedes revelarme su rostro en un sueño?
La sibila clavó los ojos en mí y un escalofrío me recorrió el cuerpo. Negó con la cabeza.
—Pero es lo que debo saber —protesté—, es la verdad que busco.
Volvió a negar con la cabeza.
—Si un general viniera a rogarme que matara a sus enemigos, me negaría a hacerlo. Si un médico acudiera a pedirme que curara a un paciente, lo echaría de aquí, porque la función del oráculo no es hacer el trabajo de los hombres. Sin embargo, si esos mismos hombres vinieran a buscar información, yo les satisfaría. Si tal fuera la voluntad del dios, comunicaría al general dónde se esconden sus enemigos o confiaría al médico dónde encontrar una hierba para curar a su paciente.
»Pero, ¿qué puedo hacer por ti, Gordiano de Roma? Descubrir la verdad es tu trabajo y yo no voy a hacerlo por ti. Al revelarte la solución, te despojaría del único medio que puede permitirte alcanzar tu objetivo. Si te limitas a ofrecer un nombre a Craso, se reirá de ti o te castigará por levantar falso testimonio. La verdad que buscas no servirá de nada, a menos que la encuentres tú solo, valiéndote de tus propias habilidades. Deberás probar todo lo que afirmes y aunque es la voluntad del dios que te preste mi ayuda, no haré tu trabajo por ti.
Cabeceé. ¿De qué podía servirme la sibila si se negaba a pronunciar un simple nombre? ¿Y si lo ignoraba? Me avergoncé de albergar sentimientos tan impíos, pero al mismo tiempo sentí como si me retiraran un velo de los ojos mientras la sibila volvía a adquirir un aspecto sospechosamente parecido al de Iaia.
Eco me rogó atención con un tirón de la manga. Alzó dos dedos de una mano y puso hacia abajo otros dos de la otra: era la seña con que quería decir un hombre: dos hombres. Luego enlazó con una mano la muñeca de la otra, como símbolo de cadenas, la seña con que aludía a los esclavos: dos esclavos.
Me volví hacia la sibila y pregunté:
—¿Puedes decirme si los dos esclavos desaparecidos, Zenón y Alexandros, están muertos o vivos? ¿Dónde puedo encontrarlos?
La sibila hizo un enfático gesto de aprobación.
—Una buena pregunta. Te responderé que uno de ellos está escondido y el otro a la vista de todos.
—¿Sí?
—También te diré que éste fue su primer destino después de huir de Bayas.
—¿Éste? ¿Vinieron a tu cueva?
—Acudieron en busca de la ayuda de la sibila. Y vinieron como inocentes, no como culpables.
—¿Dónde puedo encontrarlos?
—Al que está escondido lo encontrarás a su debido tiempo y al otro lo hallarás en el camino de regreso a Bayas.
—¿En el bosque?
—No.
—¿Entonces dónde?
—Hay una cornisa rocosa que da al lago Averno…
—Sí, Olimpia nos enseñó el lugar.
—A la izquierda del abismo encontrarás un sendero estrecho que conduce al lago. Cúbrete la boca y la nariz con la manga de la túnica y desciende hasta la boca misma del pozo. Allí te aguardará.
—¿A quién te refieres? ¿Al espíritu de un hombre escapado del Tártalo?
—Lo reconocerás en cuanto lo veas. Te recibirá con los ojos muy abiertos.
No cabía duda de que era un sitio ingenioso para esconderse, pero ¿qué hombre acamparía en la propia orilla del Averno, entre el azufre y el hedor de los espectros de los muertos? Para mi gusto, la cima de la roca ya estaba demasiado cerca del Averno y la sola idea de descender a la orilla misma me producía escalofríos. Por la forma en que Eco me apretaba el brazo, supe que el plan le disgustaba tanto como a mí.
—¿Por qué no habla el chico? —preguntó la sibila con brusquedad.
—Porque es mudo.
—Falso.
—No, es verdad. No puede hablar.
—¿Acaso nació mudo?
—No, pero cuando era muy pequeño cogió las mismas calenturas que mataron a su padre y desde entonces no ha vuelto a hablar. Al menos, eso me dijo su madre antes de abandonarlo.
—Ahora podría hablar si lo intentara. —¿Cómo podía sugerir algo semejante? Quise protestar, pero ella me interrumpió—. Déjale que lo intente. ¡Vamos, muchacho, di tu nombre!
Eco la miró con aprensión y luego con un misterioso brillo de esperanza en los ojos. Era otro momento extraño en un día lleno de extraños momentos y casi llegué a creer que lo imposible podía hacerse realidad en la casa de la sibila. Eco también debió de creerlo, pues su garganta tembló y sus mejillas se tensaron.
—¡Di tu nombre! —repitió la sibila. Eco hizo fuerza. Su cara se ruborizó y sus labios temblaron—. ¡Dilo!
Eco lo intentó, pero de su garganta no salió un sonido humano, sino un gruñido ahogado, distorsionado, desagradable y ronco. Cerré los ojos, sufriendo su propia vergüenza, y se apretó contra mi pecho, tembloroso y sollozante. Lo estreché con fuerza entre mis brazos y me pregunté por qué la sibila nos exigía un precio tan alto, la humillación de un joven inocente, a cambio de lo poco que nos había dado. Respiré hondo y mis pulmones se llenaron del aroma a flores podridas. Me armé de valor y abrí los ojos, dispuesto a censurar a aquella mujer, sin importarme que fuera la intermediaria de un dios; pero la sibila había desaparecido.