Cuando le pedí a Metón que nos indicara el camino que iba hasta la cueva de la sibila, o al menos hasta Cumas, retrocedió negando con la cabeza. Insistí, pero empalideció.
—Yo no —dijo—, la sibila me da miedo. Pero conozco a quien puede decírtelo.
—¿Sí?
—Olimpia va a Cumas todos los días, más o menos a esta hora, a recoger cosas para Iaia y a vigilar su casa.
—¡Qué oportuna! —dije—. ¿Va en carreta o prefiere el lujo de una litera?
—Oh, no. Monta a caballo tan bien como un hombre. Es probable que esté en el establo. Si os dais prisa…
—Vamos, Eco —dije, pero el aludido ya se dirigía hacia la puerta.
Pensaba que Olimpia estaría esperándonos, pero lo cierto es que pareció sorprenderse de verdad cuando la llamé desde el patio. Salía del establo, montada en un pequeño caballo blanco. Se había cambiado la informe prenda de pintora por una estola corta que le dejaba las pantorrillas al descubierto y le permitía montar a horcajadas. Eco fingió admirar el caballo mientras miraba con disimulo la curvatura perfecta de las doradas pantorrillas de la joven, apretadas contra los flancos del animal.
Olimpia aceptó acompañarnos a Cumas, pero tras un momento de vacilación. Cuando le dije que íbamos a ver a la sibila, primero pareció alarmada y luego escéptica. Su desconcierto me sorprendió, pues estaba convencido de que tenía algo que ver con el misterioso anónimo que nos remitía a Cumas. Sin embargo, parecía molesta por nuestra intromisión. Esperó a que Eco y yo pidiéramos sendos caballos al encargado del establo y partimos los tres juntos.
—Metón el esclavo nos ha dicho que haces este trayecto todos los días. ¿No es un viaje muy largo para ir y volver diariamente?
—Conozco un atajo —respondió.
Pasamos entre los pilares coronados con cabeza de toro, salimos al camino y giramos hacia la derecha, como habíamos hecho el día anterior con Mumio, cuando nos mostró el sitio donde habían encontrado la túnica manchada de sangre. Pronto pasamos junto a aquel lugar y continuamos hacia el norte. A nuestra derecha, las colinas estaban cubiertas de olivos, con las ramas cargadas de frutos tempranos, pero no se veían esclavos por ningún sitio. Tras los olivares vinieron los viñedos, luego trozos aislados de tierra cultivada, seguidos por un bosque.
—La tierra que rodea la Crátera es famosa por su fertilidad —comenté.
—Y por cosas más extrañas —replicó Olimpia.
El camino se volvió tortuoso e inclinado. Entre los árboles vislumbré una laguna alargada, que debía de ser el lago Lucrino; estaba separado de las aguas del golfo por una estrecha franja de tierra.
—Allí es donde Sergio Orata amasó su fortuna —le dije a Eco—. Criando ostras y vendiéndoselas a los ricos. Si estuviera aquí, te enseñaría los alrededores y te daría una conferencia.
Eco alzó los ojos al cielo y fingió un exagerado estremecimiento.
La vista se ensanchó y pude ver la orientación del camino que bordeaba la costa, entre el lago y el golfo, y luego giraba hacia el este, donde pasaba por una serie de pequeñas colinas antes de descender una vez más hacia la ciudad de Puzol. Allí avisté varios embarcaderos, pero tal como había dicho Fausto Fabio, pocos barcos grandes.
Olimpia miró hacia atrás.
—Si siguiéramos por el camino convencional, tendríamos que atravesar el lago Lucrino, llegar a medio camino de Puzol y luego girar hacia Cumas. Pero eso sólo es necesario si se va en carro, litera o cualquier otro medio que requiera un camino empedrado. Yo voy por aquí —dijo mientras salía del camino y giraba por un sendero estrecho que se abría entre los arbustos.
Pasamos entre una arboleda que había junto a un cerro pelado y continuamos por un estrecho sendero que parecía un camino de cabras. A la izquierda se alzaban colinas ondulantes, pero a la derecha, hacia el lago Lucrino, la tierra se abría en un abrupto abismo. Abajo, en la ancha y lejana llanura que rodeaba el lago, acampaba el ejército particular de Craso.
Habían apostado tiendas a lo largo de toda la costa. Pequeñas columnas de humo ascendían desde los fuegos donde cocinaban y varios jinetes galopaban a lo largo de la llanura, levantando nubes de polvo. Los soldados marchaban en formación o practicaban con la espada por parejas. El entrechocar de las espadas y los escudos resonaba en el valle junto con los gritos de una voz grave, demasiado lejana para comprender lo que decía, pero inconfundible. Marco Mumio gritaba órdenes a un grupo de soldados alineados en solemne formación. Cerca de allí, delante de la tienda más grande, estaba Fausto Fabio, fácilmente reconocible por su melena rojiza. Reclinado sobre la tienda, conversaba con Craso, que estaba sentado en una silla plegable sin respaldo. Craso lucía todas las galas militares: sus pertrechos plateados brillaban a la luz del sol y su enorme capa roja resplandecía como una gran mancha de sangre en el paisaje polvoriento.
—Dicen que se está preparando para luchar contra Espartaco —observó Olimpia mientras contemplaba el espectáculo con expresión de disgusto—. El Senado tiene sus propias tropas, pero sus filas han quedado diezmadas tras las derrotas de la primavera y del verano, de modo que Craso está formando su propio ejército. Fabio me ha dicho que hay seiscientos hombres en el lago Lucrino, Craso ya tiene cinco veces ese número en otro campamento de las afueras de Roma y cuando el Senado dé su aprobación, podrá reunir más hombres aún. Craso dice que ningún hombre puede considerarse verdaderamente rico a menos que sea capaz de mantener a su propio ejército.
Mientras observábamos el campamento, se oyó un gong y los soldados comenzaron a congregarse para la comida del mediodía. Los esclavos iban y venían entre las ollas burbujeantes.
—¿Reconoces las túnicas? Los esclavos de la cocina pertenecen a la casa de Gelina —explicó Olimpia—. Allí están, afanándose por alimentar a los mismos hombres que dentro de un par de días les cortarán el cuello.
Eco me tocó el brazo y señaló a lo lejos, donde la tierra yerma de la llanura se convertía en bosque. Habían talado una ancha franja de árboles y un grupo de soldados construía un circo provisional junto al bosque. Después de cavar un profundo agujero en la tierra, habían aplanado la superficie y construían una alta muralla rodeada por gradas de asientos. Agucé la vista y alcancé a distinguir a un grupo de hombres con casco en el interior del circo, fingiendo un combate con espadas, tridentes y redes.
—Se preparan para los juegos fúnebres —susurré—. Los gladiadores ya deben de haber llegado. Allí lucharán pasado mañana en honor de Lucio Licinio y allí también…
—Sí —dijo Olimpia—, allí matarán a los esclavos. —Su rostro adquirió una expresión hostil—. Los hombres de Craso no deberían haber talado esos árboles, porque pertenecen al bosque del lago Averno, que está más al norte. El bosque del Averno es sagrado y nadie puede atribuirse la posesión de sus árboles. Derribar unos pocos ya es una falta de respeto, pero talar tantos sólo para satisfacer los ambiciosos planes personales de Marco Craso es un terrible acto de arrogancia. Si no me creéis, preguntad a la sibila cuando la veáis.
Continuamos cabalgando en silencio por la cresta de la colina, luego volvimos a internarnos en un bosque y comenzamos un descenso escalonado. El bosque se volvió más espeso y los árboles cambiaron de aspecto. Sus hojas ya no eran verdes, sino casi negras y sus ramas retorcidas se elevaban como dedos que perforasen el aire. El sotobosque se pobló de arbustos espinosos y racimos colgantes de líquenes. A nuestros pies crecían hongos sin cuento. El sendero de cabras desapareció y tuve la impresión de que Olimpia se orientaba por instinto entre los árboles. Nos envolvió un profundo silencio, roto sólo por las pisadas de nuestros caballos y el canto lejano de un extraño pájaro.
—¿Siempre viajas sola? —pregunté—. Supongo que en un lugar tan solitario no te sentirás segura.
—¿Quién podría hacerme daño en este bosque? ¿Bandidos, bandoleros, esclavos fugitivos? —Olimpia miraba al frente, de modo que no alcanzaba a verle la cara—. Este bosque está consagrado a Diana y ha pertenecido a ella durante miles de años, incluso antes de que llegaran los griegos. Diana lleva un gran arco para proteger sus dominios. Cuando afina la puntería, ningún corazón palpitante puede escapar a sus flechas. Aquí siento tanto miedo como una liebre o un halcón. Sólo quien penetre en este bosque con intenciones perversas corre peligro. Los bandidos lo saben y por eso no entran. ¿Tú tienes miedo, Gordiano?
Una nube oscureció el sol. Los rayos de luz se desvanecieron y una brisa lúgubre atravesó el bosque. Me asaltó una extraña sensación, como si la noche reinara dentro del bosque, la luna reemplazara al sol y la oscuridad surgiera de los huecos de los árboles moribundos y desde las profundas sombras de las ramas caídas. Todo permanecía en silencio e incluso el ruido de los cascos de nuestros caballos parecía apagado, como si la tierra húmeda se tragara los sonidos a cada paso. Me sumí en una misteriosa modorra, pero no como si estuviera a punto de dormirme, sino como si acabara de despertar en un mundo donde todos mis sentidos estuvieran aletargados.
—¿Tienes miedo, Gordiano?
Miré fijamente su nuca, su melena suave y dorada, e imaginé algo asombroso: que si se daba la vuelta, no vería su hermoso rostro, sino una cara horrible de contemplar, una máscara hostil y ceñuda, con ojos crueles, la cara de una diosa colérica.
—No, no tengo miedo —respondí con un murmullo ronco.
—¡Bien! Eso significa que tienes derecho a estar aquí y que te encuentras a salvo.
Se volvió y me miró con la cara inofensiva y sonriente de siempre. Suspiré aliviado.
El bosque se oscureció y nos envolvió una bruma densa y persistente. El aroma del mar se fundía con el olor húmedo a hojas podridas y a cortezas mohosas. Pero de repente nos asaltó otro olor, el hedor del azufre al hervir. Olimpia señaló un claro a nuestra derecha y cabalgamos hacia la cresta de una roca desnuda. Un banco de niebla procedente del mar se cernía sobre nosotros y a nuestro lado se abría un gran abismo. Debajo, se arremolinaba una enorme nube de vapor, rodeada por un círculo de árboles oscuros y de copa envolvente. A través del vapor, alcanzaba a distinguir la superficie de un gran pozo negro, cuyo turbio contenido burbujeaba, siseaba y escupía.
—La Boca del Hades —susurré.
Olimpia hizo un gesto afirmativo.
—Algunos creen que fue aquí donde Plutón arrojó a Proserpina a los infiernos. Dicen que debajo de ese estanque de barro azufrado, en lo más profundo de las entrañas de la tierra, corren multitud de ríos que separan el reino de los vivos del reino de los muertos. El Aqueronte, el río de la desdicha, y el Cocito, el río de las lamentaciones. También el Flegetonte, el río del fuego, y el Leteo, el río del olvido. Todos desembocan en la gran laguna Estigia, por donde Caronte conduce a los espíritus de los muertos hacia los desolados páramos del Tártalo. Dicen que Cerbero, el perro guardián de Plutón, de vez en cuando se suelta y escapa al mundo de la superficie. Un granjero de Cumas me contó que había oído al monstruo en los bosques del Averno y que las tres cabezas aullaban al unísono bajo la luz de la luna llena. Otras noches escapan del lago Averno los terribles lémures, los espíritus perversos de los muertos que toman posesión de los cuerpos de los lobos y vagan por el bosque. Sin embargo, Plutón los obliga a regresar por la mañana. Nadie puede escapar de su reino durante mucho tiempo. —Olimpia apartó los ojos del horrible espectáculo y se volvió para mirar a Eco, que la contemplaba con ojos dilatados como platos—. Resulta extraño que todo esto pueda existir tan cerca de la civilización, de las comodidades de Bayas y sus villas, ¿verdad? —añadió—. En casa de Gelina, el mundo parece hecho de luz que danza sobre el agua y frescas brisas saladas. Es fácil olvidar a los dioses que viven debajo de las piedras húmedas y a los lémures que habitan en los estanques azufrados. El lago Averno estaba allí antes que los romanos y los griegos. También los bosques estaban aquí, igual que todas las fumarolas humeantes y los pozos burbujeantes y hediondos que rodean la Crátera. Dentro del mundo de los vivos, éste es el sitio más cercano a los infiernos. Las bellísimas casas y las luces resplandecientes que bordean la Crátera son como una máscara, un enigma, tan insubstanciales como una burbuja, pues debajo de ellas el azufre ruge y bulle, como lo ha hecho siempre. Mucho después de que las casas hermosas se pudran y las luces se apaguen, la vomitante Boca del Hades seguirá abierta para recibir el alma de los muertos.
La miré estupefacto, asombrado de que semejantes palabras pudieran surgir de los labios de una criatura tan joven y llena de vida. Interceptó mi mirada, sonrió con aire misterioso e hizo girar a su caballo.
—No es bueno contemplar el Averno durante mucho tiempo ni respirar sus vapores.
El camino comenzó a descender de forma gradual. Por fin dejamos atrás el bosque y salimos a un paisaje de pequeñas colinas cubiertas de hierba, alternadas con rocas blancas de formas irregulares. A medida que nos acercábamos al mar, las colinas se volvían más ventosas y áridas, mientras la niebla se elevaba y pendía sobre nuestras cabezas como velos rasgados. Las rocas, esparcidas a nuestro alrededor como los huesos rotos y corroídos de un gigante, se volvieron tan grandes como casas. Tenían formas fantásticas, estaban rodeadas de bordes afilados y atravesadas por túneles serpenteantes y nidos de gusanos.
Atravesamos un laberinto de rocas hasta llegar a un entrante oculto en la ladera de una colina, de forma parecida a la sangría del codo. El estrecho desfiladero estaba salpicado de rocas caídas y de árboles a los que el viento había conferido las más extrañas formas.
—Aquí os dejo —dijo Olimpia—. Buscad un sitio donde amarrar los caballos y aguardad. La sacerdotisa vendrá a buscaros.
—Pero ¿dónde está el templo?
—Ella os conducirá a él.
—Pensé que el santuario de la sibila se encontraba en un templo grandioso.
Olimpia hizo un ademán afirmativo.
—¿Te refieres al templo que Dédalo construyó aquí al llegar a la tierra, después de su larga huida? Dédalo lo erigió en honor de Apolo, lo decoró con láminas de oro repujado y lo cubrió con un techo dorado. Al menos eso dicen en Cumas. Sin embargo, aquel templo de oro no es más que una leyenda, a no ser que la tierra se lo haya tragado hace mucho. Aquí ocurren esas cosas de vez en cuando: la tierra se abre y devora casas enteras. En la actualidad, el templo está en un sitio oculto entre las rocas, cerca de la entrada de la cueva de la sibila. No os preocupéis, la sacerdotisa vendrá. ¿Le habéis traído algún obsequio de oro o de plata?
—He traído las pocas monedas que tenía en mi habitación.
—Con eso bastará. Ahora tengo que marcharme —dijo mientras agitaba con impaciencia las riendas de su caballo.
—¡Espera! ¿Cómo te encontraremos?
—¿Para qué queréis encontrarme? —respondió con un deje de desagrado en la voz—. Os he traído tal como me pedisteis. ¿No podéis encontrar el camino de regreso? —Miré el laberinto de rocas. La neblina había descendido, formando un remolino, y el viento silbaba entre las piedras. Me encogí de hombros con expresión dubitativa—. Muy bien —añadió Olimpia—. Cuando hayáis terminado con la sibila, cabalgad un trecho hacia el mar. Desde la cima de una colina cubierta de hierba veréis la ciudad de Cumas. La casa de Iaia está al final de todo. Si… —titubeó, insegura— …si no estoy allí, un esclavo os hará pasar. Esperadme.
—¿Y en qué otro sitio podrías estar?
Se alejó sin responder y desapareció entre las rocas.
—¿Cuál será ese asunto tan importante que la lleva a Cumas todos los días? —me pregunté en voz alta—. ¿Y por qué está tan interesada por deshacerse de nosotros? Bueno, Eco, ¿qué opinas de este lugar? —Eco se encogió y se estremeció, y no precisamente de frío—. Estoy de acuerdo contigo. Aquí hay algo que me pone los pelos de punta. —Miré hacia el laberinto de rocas que nos rodeaba. El viento gemía y silbaba entre sus agujeros—. Con estas piedras de bordes quebrados, es imposible ver más allá de unos metros en todas direcciones. Podría haber un ejército entero oculto entre ellas, un asesino detrás de cada piedra.
Desmontamos y condujimos a los caballos hacia el recodo de la colina. La franja gastada que había en una rama retorcida indicaba el sitio donde muchos otros habían amarrado el caballo antes que nosotros. Cuando estaba atando a los animales, noté que Eco me tiraba de la manga con urgencia.
—¿Qué…?
Me detuve en seco. Una figura, que parecía salida de la nada, pasó entre dos rocas por el mismo sendero que había seguido Olimpia. La niebla envolvente sofocaba el sonido de los cascos de su caballo, de modo que el jinete se alejó tan silencioso como un espectro. Apenas pudimos verlo un instante, envuelto en una capa oscura con capucha.
—¿Qué opinas? —susurré.
Eco saltó a la roca más alta entre las circundantes y trepó hasta lo alto, aferrándose a las grietas. Luego oteó el panorama. Por un instante su cara pareció iluminarse, pero luego se ensombreció otra vez. Me agitó una mano, pero continuó con la vista fija en el laberinto de rocas. Se cogió la barbilla e hizo un gesto descendente con los dedos.
—¿Una barba larga? —pregunté y Eco asintió—. ¿Quieres decir que el jinete es Dionisio, el filósofo? —Eco volvió a asentir—. ¡Qué extraño! ¿Todavía puedes verlo? —Eco frunció el entrecejo y negó con la cabeza. Luego su cara se iluminó otra vez. Imitó una flecha con el dedo, describiendo una curva ascendente y otra descendente, y señalando algo a mayor distancia. Luego describió con gestos los rizos de Olimpia—. ¿Puedes verla? —Hizo un ademán afirmativo, seguido muy pronto por otro negativo. Era evidente que había desaparecido de su vista—. ¿Y tienes la impresión de que el filósofo la sigue?
Eco miró unos instantes más, bajó la vista con expresión preocupada y asintió despacio.
—¡Qué raro! Si no puedes ver nada más, baja.
Eco permaneció inmóvil un instante, luego se sentó sobre la roca y se deslizó hasta aterrizar con un gruñido. Luego corrió hacia los caballos y señaló las riendas amarradas.
—¿Quieres que los sigamos? No seas ridículo. No tenemos razones para pensar que Dionisio quiere hacerle daño. Quizás ni siquiera vaya tras ella. —Eco se llevó las manos a la cintura y me miró del mismo modo que Bethesda cuando quiere darme a entender que soy retrasado mental—. Muy bien, admito que es extraño que pase por el mismo sendero intransitado sólo unos momentos después que nosotros; a no ser que tenga una razón secreta. Quizás nos siguiera a nosotros y no a Olimpia, en cuyo caso lo hemos despistado. —Pero Eco no estaba satisfecho y se cruzó de brazos con una mueca de fastidio—. No —dije con firmeza—. No vamos a perseguirlos y tú tampoco vas a hacerlo solo. Olimpia ya debe de haber llegado a Cumas. Además, no creo que una joven tan fuerte y competente como Olimpia necesite protegerse de un viejo de barba gris como Dionisio.
Eco arrugó la frente y dio un puntapié a una piedra. Luego, con los brazos todavía cruzados, echó a andar hacia la roca, como si pensara subir otra vez. Un instante después, se quedó paralizado y se volvió, al mismo tiempo que yo.
La voz era extraña y desconcertante, ronca, silbante, apenas reconocible como voz de mujer. Su propietaria llevaba una capa con capucha de color rojo sangre y tenía las manos ocultas dentro de las anchas mangas, de modo que ninguna parte de su cuerpo resultaba visible. Entre la espesa sombra que ocultaba su cara, la voz surgía como el gemido de un fantasma desde la Boca del Hades.
—¡Vuelve aquí, joven! La muchacha no corre ningún peligro. Tú, por el contrario, eres un intruso y estarás en peligro hasta que el dios vea tu cara desnuda y decida si fulminarte con un rayo, o abrir tus oídos a la voz de la sibila. ¡Ahora, reunid el valor suficiente y seguidme los dos!