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—De joven no me habría rebajado a pintar al fresco. Pintaba al encausto, sobre lienzo o madera, sirviéndome de un caballete, pero mi mentor me enseñó que jamás debía pintar al fresco en una pared. Decía: «Los pintores de paredes son simples trabajadores, mientras que a los que pintan con caballete se los trata como si fueran las mismísimas manos de Apolo. Los pintores de caballete reciben toda la gloria, todo el oro. Adquiere reputación pintando en caballete y todos se apelotonarán a tu alrededor como palomas en el Foro». Oye, menudo golpe te has dado en la frente.

Iaia tenía un aspecto muy distinto al de la noche anterior, durante la cena. Ya no llevaba joyas ni túnica elegante, sino una prenda amplia y sin forma, de manga larga, que caía hasta el suelo. Estaba confeccionada con lino basto y salpicada por todas partes con manchas de pintura. Su joven ayudante vestía de forma semejante y estaba aún más hermosa a la luz del día. Parecían sacerdotisas de una extraña secta cuyos miembros se pintaran las ropas en lugar de la cara.

La claraboya inundaba la pequeña antecámara circular con un cono de luz amarilla, alrededor del cual se arremolinaba un torbellino de azules y verdes marinos, poblados por bancos de peces plateados y misteriosos monstruos de las profundidades. Las figuras transmitían una notable sensación de movimiento y estaban coloreadas con asombrosa pericia, mientras el agua daba la impresión de alcanzar una profundidad inconcebible. Yuxtapuestos y con los brazos estirados, Eco y yo habríamos podido tocar ambos muros, pero en algunos lugares las turbias profundidades parecían alejarse hasta el infinito. Si no hubiera sido por los andamios y los trozos de tela que había en el suelo, la escena habría resultado alarmantemente real, como una pesadilla en que uno muere ahogado.

—Por supuesto, ahora ya no necesito mendigar para obtener encargos —continuó Iaia—. Amasé una fortuna en los buenos tiempos del pasado. ¿Sabías que en mi mejor época me pagaban más que a Sópolis? Es verdad. Todas las damas ricas de Roma querían que la extraña joven de Cízico les hiciera un retrato. Ahora pinto lo que quiero y cuando quiero. Este proyecto no es más que un favor que le hago a Gelina. Un día, cuando salíamos de los baños, frescas y relajadas, se quejó de la vulgaridad de este recinto. Entonces tuve una visión e imaginé peces por todas partes. Peces volando sobre nuestras cabezas y pulpos retorciéndose a nuestros pies, mientras los delfines nadaban entre las algas. ¿Qué te parece?

—Impresionante —respondí.

Eco echó un vistazo a su alrededor y agitó las manos, como si las tuviera mojadas. Iaia se echó a reír.

—Ya está casi terminado —dijo—. No queda mucho por pintar. Ahora sólo tenemos que fijar los colores diluidos en agua con un barniz encaustado, por eso nos ayudan los esclavos. No es un trabajo complicado, pues se reduce a barnizar con un pincel, pero tengo que vigilarlos para que no estropeen nada. Olimpia, llama la atención a aquél de allí, el del andamio superior. Está poniendo una capa demasiado espesa y tapará los colores.

Olimpia nos miró desde arriba y sonrió. Yo di un pellizco disimulado a Eco, cuya expresión boquiabierta no se debía precisamente a la obra de arte que nos rodeaba.

—En los viejos tiempos jamás habría aceptado un encargo como éste —continuó Iaia—. Mi mentor no me lo hubiera permitido. Imagino su reacción, habría dicho: «Demasiado vulgar y decorativo. Pintar historias o leyendas con una intención moral es una cosa, ¡pero pintar peces! Los retratos son tu fuerte, Iaia, sobre todo los retratos de mujer; ningún hombre sabría pintar a una mujer ni la mitad de bien que tú. Sin embargo, después de mirar estas llamativas cabezas de pescado, ninguna dama romana permitiría que la retrataras. ¡Buscaría elementos satíricos en cada pincelada!». Bueno, eso es lo que habría dicho mi viejo mentor, pero ahora, si quiero pintar peces, por Neptuno que pintaré peces. Creo que me han quedado maravillosos.

Parecía fascinada por su propio talento, una inmodestia que quizás podría perdonarse en una pintora en las últimas etapas de una carrera prácticamente concluida.

—Comprendo que te hayas hecho famosa por tus retratos —le dije—. He visto el de Gelina en la biblioteca.

Su sonrisa se desvaneció.

—Sí, lo hice el año pasado. Gelina lo quería para Lucio, como regalo de cumpleaños. Trabajamos durante semanas, en la terraza privada que tiene Gelina en el ala norte de la casa, en su habitación, donde Lucio no entraba nunca, para que fuera una sorpresa.

—¿Y a Lucio no le gustó?

—La verdad es que no. Aunque se hizo especialmente para incrustarlo en la pared de la biblioteca, encima de su mesa, Lucio dejó claro que no lo quería allí. Si has visto la biblioteca, habrás reparado en su gusto… en esas horribles esculturas de Hércules y Mirón. El cuadro que había encima de la mesa era aún peor, una espantosa pintura que pretendía representar a los Argonautas acosados por las arpías. Era tan vergonzoso que no entiendo cómo se atrevía a recibir visitas en esa estancia. Una pintura infame pintada por algún mediocre desconocido de Neápolis: un caos de senos desnudos, garras estiradas y guerreros muy rígidos con la espada en la mano. ¿No es verdad, Olimpia?

La joven miró hacia abajo y se echó a reír.

—Era una pintura malísima.

—Al final, Lucio accedió a quitarla para incrustar en la pared el retrato de Gelina, pero fue muy desagradable. Gelina había encargado una alfombra a juego y él no dejaba de quejarse por el gasto. Aquel episodio la hizo llorar muchas veces. La avaricia es tradicional en esta casa. Lucio era un fracasado, un impostor. ¿Qué sentido tiene vivir en una villa como ésta si hay que contar cada sestercio antes de gastarlo?

Una extraña tensión se apoderó de la estancia. Olimpia dejó de sonreír, a uno de los esclavos se le cayó un tarro de barniz y soltó una maldición. Hasta los peces parecieron moverse con inquietud.

—Entremos en los baños —dijo Iaia, bajando el tono de voz—. Están todos vacíos y la luz es deliciosa a esta hora del día. Deja que el chico se quede aquí a mirar cómo trabaja Olimpia.

La planta de los baños femeninos era muy parecida a la de los masculinos, aunque de dimensiones más reducidas. La vista que podía contemplarse desde la terraza era más o menos la misma y el golfo resplandecía bajo el sol naciente con miles de diminutos puntitos de luz plateada. Caminamos alrededor de la piscina circular, cubierta por olas de vapor en el aire fresco de la mañana. Nuestras voces susurrantes producían un extraño eco debajo de la alta cúpula.

—Creía que Lucio y Gelina eran una pareja feliz —dije.

—¿Te parece una mujer feliz?

—Su marido acaba de sufrir una muerte horrible. No esperaba encontrarla muy risueña.

—Su estado actual no se diferencia mucho del anterior. Entonces era desdichada por culpa de él y ahora gracias a él y a su complicada muerte.

—En el cuadro no parece desdichada. ¿Es una imagen ficticia?

—La imagen es un reflejo de lo que era. ¿Por qué parece tan feliz y serena en el retrato? Tal vez porque posó y lo pinté en una habitación donde Lucio no entraba jamás.

—Tenía entendido que se habían casado por amor.

—Así fue y ya ves las consecuencias de estos enlaces. Conozco a Gelina desde que era pequeña, desde antes de que se casara. Su madre y yo teníamos la misma edad y éramos íntimas amigas. Cuando Gelina se casó con Lucio, yo no me creí con derecho a criticarla, pero ya sabía que esa relación sólo causaría desdichas.

—¿Cómo podías estar tan segura? ¿Acaso era Lucio un malvado?

—No presumo de ser una gran conocedora de la naturaleza humana, Gordiano, sobre todo cuando se trata de juzgar a los hombres —dijo después de una larga pausa—. ¿Sabes cómo me llamaban en los viejos tiempos? Iaia Cizicena, la Eterna Virgen, y tenían razón. Tengo poca experiencia con los hombres y no me arrogo ningún talento para juzgarlos. Estoy segura que mis impresiones sobre el carácter de un hombre son mucho menos fiables que las de cualquier otra mujer. Sin embargo, los juicios basados en la experiencia tienen un límite. Hay otras formas más seguras de predecir el futuro —añadió con la vista fija en los remolinos de vapor que cubrían el agua.

—¿Y qué futuro predices para esta casa y sus habitantes?

—Un futuro tenebroso y horrible. —Se estremeció—. Pero si quieres que conteste la pregunta anterior, te diré que Lucio no era un hombre malvado, sólo débil. Un hombre sin visión de futuro, sin energía, sin ambición. Si no hubiera sido por Craso, él y Gelina se habrían muerto de hambre hace mucho tiempo.

—Quien posee una villa y un centenar de esclavos está muy lejos de morirse de hambre.

—¡Lucio no poseía nada! Tengo entendido que todo lo que ganaba lo empleaba en mantener este palacio y una fachada de esplendor. Cualquier otro hombre habría aprovechado su relación con Craso para amasar una fortuna propia, pero Lucio no. Se contentaba con seguir así, tomaba lo que le ofrecían y no pedía más, como un perro mimado que mendiga a su amo las sobras de la mesa. Era evidente que la misma mano que lo hizo ascender de posición lo tenía sometido. Craso parecía haberse propuesto que Lucio fuera siempre un súbdito servil y agradecido, jamás un igual o un rival, y Craso tiene sus métodos para mantener a la gente en su sitio. Pero Gelina merecía algo mejor. Ahora está en manos de Craso y ni siquiera puede decidir si los esclavos de su propia casa deben vivir o morir.

—¿Y si ocurriera lo segundo? —Iaia seguía con la vista fija en el vapor y no respondió. Caminamos alrededor de la piscina en silencio—. A pesar de sus diferencias, creo que Gelina ha sufrido mucho por la muerte de su marido —dije en voz baja— y sufrirá aún más si Craso lleva a la práctica su terrible plan.

—Sí —dijo Iaia con voz débil y distante—. Y no será la única que sufra.

—Si el asesino de Lucio es alguien de esta casa, no creo que pueda permanecer al margen y ver morir a tantas personas por su culpa.

—No son personas —me corrigió—, sino esclavos.

—Aun así…

—¿Y qué importancia tiene que mueran noventa y nueve esclavos, si es en beneficio de un hombre rico? ¿No es ése el estilo romano?

No encontré respuesta a esa pregunta y la dejé junto a la piscina, con la vista fija en las profundas aguas azufradas.

Aquella tarde encontré a Eco subido a un andamio, con un pincel de cerdas de caballo en la mano. Olimpia estaba detrás de él y guiaba sus pinceladas con una mano suavemente apoyada en la de él.

—Un solo movimiento ondulante —decía ella—. La capa de barniz debe ser delgada y uniforme.

—Eco —grité desde abajo—, no sabía que tuvieras talento para la pintura.

Eco se sobresaltó, pero Olimpia miró hacia abajo con una sonrisa divertida.

—Tiene muy buen pulso —dijo.

—Estoy seguro, pero ahora tenemos que irnos. Vamos, Eco.

Bajó del andamio con torpeza, ruborizado y aturdido. Cuando salimos al pórtico, miró nerviosamente hacia atrás.

—¿Te ofreciste a ayudarla o fue Olimpia quien sugirió que te subieras con ella al andamio? —Eco indicó lo segundo con un gesto—. Ah, de modo que fue ella quien se te arrimó y te pasó un brazo por los hombros. —Eco asintió con arrobo y frunció el entrecejo al ver mi mueca—. Yo no me fiaría de la amistad de esa jovencita. No seas tonto, no estoy celoso, pero hay algo inquietante en su forma de sonreír.

Alguien nos llamó desde atrás y al volverme vi a Metrobio y a Sergio Orata, acompañados por dos esclavos.

—¿Vais también a los baños? —preguntó el diseñador con un bostezo que indicaba que acababa de levantarse de la cama.

—Sí —respondí—, ¿por qué no?

Mientras Orata y Eco se relajaban en los baños calientes, yo acepté el ofrecimiento de Metrobio de compartir su masajista. Nos desnudamos y nos tendimos lado a lado sobre unos camastros, en el vestuario. El esclavo pasaba de uno a otro, sobándonos los hombros y palmeándonos la espalda. Era un hombre alto y enjuto, con una fuerza extraordinaria en las manos.

—Si yo fuera rico —gruñí—, me haría hacer esto todos los días.

—Yo soy rico —replicó Metrobio— y lo hago. ¿Cómo te has hecho ese horrible chichón en la frente?

—Oh, no es nada. Un dintel más bajo de lo previsto. ¡Ah, qué bien! Ahí, ahí, en el hombro… Estos baños son de miedo, ¿verdad? Eco y yo los visitamos ayer, poco después de llegar. Mumio quería enseñarnos el sistema de cañerías y luego el joven que cantó anoche, creo que se llama Apolonio, le dio un masaje. Pero dudo que el tal Apolonio sea tan bueno como tu esclavo.

—No sabría decirte —dijo Metrobio poniéndose de costado, con la cabeza apoyada en una mano, y mirándome con súbita desconfianza.

—¿No? Puesto que vienes tan a menudo a esta casa, creí que habrías tenido oportunidad de usar los servicios de Apolonio.

Metrobio carraspeó y arqueó una ceja.

—Mollio es el único que me da masajes. Me lo regaló Sila, hace muchos años, y conoce cada músculo dolorido y cada hueso crujiente de este cuerpo viejo y cansado. Un joven inexperto como Apolonio podría dislocarme una articulación.

—Sí, supongo que Mumio puede correr ese riesgo, pues no es muy delicado. Parece fuerte como un buey.

—Y casi tan listo.

—Mollio, por favor, repite eso, repite eso. No sé por qué, Metrobio, pero me da la sensación de que no simpatizas con Marco Mumio.

—Me resulta indiferente.

—Lo detestas.

—Bueno, lo confieso. Anda, Mollio, atiéndeme a mí. Gordiano ya ha tenido bastante.

Me quedé tendido en éxtasis total, tan relajado como masa de pan recién sobada. Cerré los ojos y vi estrellas de mar y pulpos, acompañadas de extraños quejidos. Ahora le tocaba gemir y jadear a Metrobio.

—¿Por qué le odias tanto? —pregunté.

—Nunca me gustó Mumio. Ni siquiera la primera vez que lo vi.

—Pero debe de haber ocurrido algún incidente, te habrá ofendido de algún modo.

—Oh, muy bien, te lo contaré —dijo suspirando—. Todo ocurrió hace diez años, poco después de que Sila se convirtiera en dictador. Como recordarás, Sila redactaba listas de proscritos y las mandaba poner en el Foro, ofreciendo una recompensa a cualquiera que le entregara la cabeza de sus enemigos.

—Lo recuerdo bien.

—Fue un proceso desagradable, pero inevitable, pues había que limpiar la República. Para que Sila pudiera restaurar el orden y poner fin a años de guerra civil, había que eliminar a la oposición. De lo contrario, los conflictos y venganzas hubieran continuado eternamente.

—¿Y qué tiene que ver eso con tus problemas con Mumio?

—Las villas de los enemigos de Sila las confiscaba el Estado y se vendían en subastas públicas. No hace falta decir que los beneficiarios de las supuestas subastas públicas eran los amigos y correligionarios más próximos a Sila. ¿De qué otro modo un simple actor como yo podría haber conseguido una villa en la Crátera? Sin embargo, en la lista había otras personas antes que yo.

—¿Incluido Mumio?

—Así es. En esa época a Craso le iba muy bien y era casi tan importante como Pompeyo. Con el tiempo, se pasó de listo y puso a Sila en un brete. Sin duda recordarás el escándalo de aquel inocente que se añadió a la lista de Sila sólo para que Craso se quedara con sus propiedades.

—Hubo más de un escándalo así.

—Sí, pero Craso era un romano de noble cuna, un general, un héroe de la batalla de la Puerta Colina y tenía que estar por encima de la escoria. Aunque aquel asunto sólo le valió una reprimenda de Sila, antes de que sucediera, Craso era el primero en todo, inmediatamente después de Pompeyo, y sus hombres recibían más favores y atenciones que los viejos amigos y seguidores de Sila.

—Como tú.

—En efecto.

—Supongo que Mumio se vio más favorecido que tú en algún asunto y Sila se puso de su parte.

—Nos disputábamos la misma propiedad.

—¿Un edificio o una persona?

—Un esclavo.

—Ya entiendo.

—No, no lo entiendes. Aquel joven había sido propiedad de cierto senador de Roma y una vez le oí cantar en un banquete. Era de la misma ciudad etrusca que yo y cantaba en un dialecto que yo había aprendido de niño. Me hacía llorar con sólo oírle. Cuando me enteré de que lo vendían con el resto de los esclavos de la casa, me dirigí de inmediato al Foro. Resulta que el subastador era amigo de Craso y que Mumio quería al mismo esclavo, también por su forma de cantar, de modo que ignoraron mis ofertas y Mumio compró el lote entero de esclavos por el precio de una túnica de segunda mano. Cuando pasó por mi lado para recoger el recibo, me trató con arrogancia y cambiamos amenazas. Desenvainé el cuchillo, pero el lugar estaba lleno de hombres de Craso y tuve que huir para salvar la vida, mientras todos se burlaban de mí. Fui a ver a Sila y le pedí que hiciera justicia, pero se negó a intervenir. Me dijo que Mumio era un hombre demasiado cercano a Craso y que en aquel momento no podía permitirse el lujo de ofender a éste.

—De modo que tu enemistad con Mumio se debe a un muchacho.

—Eso no fue todo. Dos años después, se cansó del esclavo y decidió librarse de él, pero se negó a vendérmelo por puro y simple rencor. En ese entonces, Sila ya estaba muerto y yo no tenía influencias en Roma, pero escribí a Mumio y le rogué, con la mayor humildad posible, que me vendiera al muchacho. ¿Sabes lo que hizo? Enseñó la carta en un banquete y se rió de ella. Luego exhibió también al joven y se aseguró de que la anécdota llegara a mis oídos.

—¿Y qué pasó con el esclavo?

—Mumio se lo vendió a un traficante de esclavos que se marchaba a Alejandría y desapareció para siempre. ¡Mollio! —exclamó—. Esta mañana tus manos parecen inútiles.

—Ten paciencia, señor. Tu espalda está tan rígida como la madera y tus hombros parecen cerrojos oxidados.

Se abrió la puerta y una corriente de aire fresco trajo consigo la voz aguda y estridente de Sergio Orata.

—Y debajo de este suelo y de las paredes hay más conductos —decía—. Puedes ver los orificios que expulsan el aire caliente, a intervalos regulares. —Eco lo seguía y asentía sin excesivo entusiasmo. Orata iba desnudo, con una toalla grande atada a la cintura—. Gordiano, tu hijo es un buen alumno, el mejor oyente que he conocido. Creo que el joven podría tener talento para las obras de ingeniería.

—¿De veras? —Miré a Eco por encima del hombro del gordinflón y vi su expresión aburrida. Sus pensamientos estaban sin duda en un medio más salobre, flotando con Olimpia en el paisaje marino de la antecámara de los baños femeninos—. Yo también lo creo, Sergio Orata. Aunque le cuesta hacer preguntas complejas; recuerdo que ayer quiso saber la forma en que desaparecía el agua después de circular por los distintos baños. Le dije que suponía que algún sistema de cañerías la conducía al golfo, pero mi explicación no pareció satisfacerle.

—¿De veras? —dijo Orata, complacido. Eco me miró con perplejidad, pero cuando Orata se giró le hice un guiño—. Entonces tendré que explicárselo con todo detalle, sin pasar nada por alto. Ven conmigo, jovencito.

Orata desapareció del otro lado de la puerta y Eco lo siguió con cansancio.

Metrobio se echó a reír, pero cuando Mollio volvió a pellizcarle y palmearle la espalda, reaccionó con un gruñido.

—Sergio Orata no es tan estúpido como parece —dijo con una sonrisa burlona—. Tiene una buena cabeza sobre los hombros, siempre está haciendo cálculos y contando beneficios. No cabe duda de que es muy rico y según los rumores, siente debilidad por el juego y por las bailarinas. Sin embargo, en esta casa parece un dechado de virtudes, porque está muy lejos de ser tan codicioso como Craso o tan perverso como Mumio.

—No sé mucho sobre Craso —confesé—, sólo lo que se dice a sus espaldas en el Foro.

—Cree todo lo que oigas. En realidad, me sorprende que no haya robado la moneda de la boca del cadáver.

—En cuanto a Mumio…

—Un cerdo.

—A mí me parece un hombre contradictorio. Su vena cruel es innegable; pude comprobarlo en el viaje hacia aquí; ordenó que apremiaran al máximo a los remeros de La Furia sólo por ejercicio. Fue la escena más aterradora que he visto en mi vida.

—Eso es muy propio de Mumio, con su estúpida disciplina militar. La disciplina es el dios que esgrime para excusar todos sus actos crueles, por perversos que sean, del mismo modo que Craso es capaz de justificar cualquier crimen que le reporte beneficios. Son las dos caras de una misma moneda, opuestos en muchos sentidos, pero básicamente iguales.

La crítica me pareció extraña en boca de un fiel aliado de Sila; en fin, como dicen los etruscos, el amor es ciego ante la corrupción, pero la envidia reconoce todos los vicios.

—Y sin embargo —añadí—, creo vislumbrar en ambos cierta debilidad, una delicadeza que se adivina a través de su coraza. La armadura de Mumio es de acero y la de Craso de plata, pero ¿quién necesita una armadura si no es para esconder su vulnerabilidad?

Metrobio arqueó una ceja y me miró con expresión astuta.

—Gordiano de Roma, es probable que seas más perspicaz de lo que pensaba. ¿Cuáles son esas debilidades que manifiestan Craso y su lugarteniente?

—Aún no sé lo suficiente sobre ellos para responderte.

—Busca y encontrarás, Sabueso —dijo Metrobio asintiendo con la cabeza—. Pero ya hemos hablado bastante de esos dos. —Se giró y dejó que el esclavo le levantara los brazos por encima de la cabeza—. Cambiemos de tema.

—Bueno, tal vez puedas decirme algo de Lucio y Gelina. Según tengo entendido, sois buenos amigos.

—Así es.

—¿Y Lucio?

—¿No acabas de ver la habitación que ha pintado Iaia?

—Sí.

—Entonces también debes de haber visto el retrato de Lucio.

—¿Qué?

—Sí, la medusa que está sobre la puerta.

—¿Qué? Ah, ya veo, es una broma.

—En absoluto. Mírala bien la próxima vez que vayas allí. Aunque el cuerpo es de medusa, tiene la cara inconfundible de Lucio. Es un golpe buenísimo, sobre todo porque el propio Lucio nunca se habría percatado de la burla. Eleva el mural a la categoría del arte supremo. En una época se decía que Iaia era la mejor retratista de Roma y con razón.

—De modo que Lucio era como una medusa.

—El hombre más inútil que he conocido —gruñó Metrobio—. Un simple banco de apoyo para los pies de Craso, aunque cualquier banco tendría más personalidad que él. Está mejor muerto que vivo.

—Sin embargo, Gelina lo amaba.

—¿De veras? Bueno, supongo que sí. Como decimos en Etruria, el amor es ciego.

—Hace un momento pensaba en ese mismo proverbio. Supongo que Gelina es una sentimental; parece muy preocupada por el destino de los esclavos.

—Si Craso insiste en matarlos, será un derroche inútil —dijo Metrobio encogiéndose de hombros—, pero estoy seguro de que le dará otros. Craso tiene más esclavos que peces hay en el mar.

—Me sorprende que Gelina convenciera a Craso de que mandara un barco a buscarme.

—¿Gelina? —preguntó Metrobio con una sonrisa extraña—. Aunque ella fue la primera en mencionar tu nombre, dudo que convenciera a Craso de que invirtiera tanta energía y dinero por unos simples esclavos.

—¿Qué quieres decir?

—Creí que ya lo sabías. Hay otra persona deseosa de ver a los esclavos libres de las garras de la muerte.

—¿A quién te refieres?

—¿Quién viajó hasta Roma sólo para traerte?

—¿Marco Mumio? ¿Un hombre que casi mata a todos los galeotes por un simple capricho? ¿Por qué iba a mover un dedo para salvar a los esclavos de Gelina, sobre todo si eso significa desafiar la voluntad de Craso?

—Pensé que lo sabías —dijo Metrobio con expresión misteriosa—. Cuando dijiste que Mumio tenía una debilidad… —Frunció el ceño—. Me decepcionas, Sabueso. Puede que seas tan tonto como pensaba al principio. Anoche, durante la cena, estabas sentado junto a mí y viste con la misma claridad que yo las lágrimas en los ojos de Mumio al oír cantar al esclavo. ¿Crees que lloraba por simple sentimentalismo? Cuando Mumio llora, es porque su corazón está roto.

—¿Quieres decir que…?

—El otro día, cuando Craso decidió que los esclavos debían morir, discutieron durante mucho tiempo. Mumio estuvo a punto de arrodillarse para implorarle que hiciera una excepción; pero Craso insiste en que sean castigados todos, incluso el hermoso Apolonio, por indefenso o inocente que sea el joven, o por más que Mumio lo desee. Por eso, el día después del entierro, Mumio tendrá que contemplar cómo sus propios hombres llevan al joven al circo y lo matan con todos los demás esclavos de la casa. Me pregunto si los decapitarán uno a uno. Ocuparía toda la tarde y hasta el morboso público de Bayas podría impacientarse. A lo mejor encargan el trabajo sucio a los gladiadores; capturarán a los esclavos con redes y los matarán a lanzazos…

—De modo que Mumio quiere salvarlos a todos sólo por Apolonio.

—Desde luego. Está dispuesto a ponerse en evidencia sólo por salvar al muchacho. Todo comenzó la última vez que estuvo aquí con Craso, en primavera. Fue amor a primera vista, como un ciervo herido de un flechazo entre los ojos. En verano le escribió una carta al joven desde Roma. Lucio la interceptó y se indignó.

—¿Porque era pornográfica?

—¿Una carta de Mumio pornográfica? No, por favor. Estoy seguro de que no tiene ni la imaginación ni el talento literario necesarios para algo así. Por el contrario, se trataba de una carta casta y cautelosa, como si fuera una epístola de Platón a un discípulo, llena de recatadas alabanzas a los valores espirituales de Apolonio y a su trascendental belleza. Algo por el estilo.

—Pero Lucio se casó por amor. Debería haberlo comprendido.

—Lo que escandalizó a Lucio fue la falta de decoro de la situación. Las relaciones entre un ciudadano y un esclavo suyo son aceptables, porque nadie necesita enterarse; pero que un ciudadano escriba cartas al esclavo de otro constituye una vergüenza para todos. Lucio se quejó a Craso, que a su vez debe de haber hablado con Mumio, porque ya no hubo más cartas. Pero Mumio siguió enamorado. Quiso comprar a Apolonio, pero para hacerlo tenía que hablar con Craso y con Lucio. Uno u otro se negó a vender, tal vez Lucio, para vengarse de Mumio, o Craso para evitar que su lugarteniente le diera nuevos motivos de oprobio.

—Y Mumio ha de soportar que ejecuten al esclavo.

—Sí. Ha intentado ocultar su dolor ante Fausto Fabio, ante el resto del cortejo de Craso y sobre todo ante sus hombres, pero todos lo saben. En un pequeño ejército privado, las noticias vuelan. Su conversación con Craso en la biblioteca, postrado a sus pies y urdiendo los argumentos más absurdos para salvar a Apolonio, fue un auténtico drama.

—Supongo que todo sucedió a puerta cerrada…

—No pude evitar oír todas sus palabras a través de las ventanas que dan al patio. Mumio suplicaba por la vida del joven y Craso invocaba la firme soberanía de la ley romana. Mumio pidió una excepción y Craso le ordenó que dejara de actuar como un imbécil. Creo que incluso llegó a llamarlo «antirromano», el peor insulto que un soldado como Mumio puede recibir de su capitán. Si te parece que Gelina está desolada, deberías haber oído a Mumio aquel día. No sé cómo reaccionará cuando una espada romana corte la carne joven y tierna de Apolonio y el hermoso esclavo comience a sangrar…

Metrobio cerró los ojos con suavidad y su cara adquirió una expresión extraña.

—¡Sonríes! —exclamé.

—¿Y por qué no? Mollio da los mejores masajes de toda la Crátera. Me siento estupendamente y estoy listo para darme un baño.

Metrobio se incorporó y alzó los brazos, mientras el esclavo lo envolvía con la toalla. Me senté y me sequé la frente sudorosa.

—¿Son imaginaciones mías o en esta casa hay quien espera con alegría la ejecución de los esclavos? —pregunté en voz baja—. Un romano debe buscar justicia, no venganza.

Metrobio no respondió, se volvió muy despacio y salió de la habitación.

* * *

—Es una pena que seas peor nadador que yo —dije a Eco mientras salíamos de los baños. Me miró con expresión ofendida, pero no discutió lo evidente—. Nuestra próxima tarea será inspeccionar las aguas que rodean el embarcadero. ¿Qué arrojarían anoche? ¿Y por qué? —Miré hacia abajo desde la terraza de los baños y alcancé a ver el cobertizo y la mayor parte del embarcadero. No había nadie en los alrededores. La costa estaba jalonada de rocas escarpadas y las aguas parecían lo bastante profundas para intimidarme—. Me pregunto si ese chico, Metón, sabrá nadar. Sin duda nació aquí, en la Crátera, ¿y no son todos los chicos de la zona buceadores y nadadores, incluidos los esclavos? Si conseguimos encontrarlo pronto, quizás podamos examinar el cobertizo y sus alrededores antes del mediodía.

Lo encontramos en la planta superior y cuando nos vio corrió hacia nosotros con una sonrisa en los labios. Cuando me disponía a hablarle, me cogió de la mano y tiró de ella.

—Debes volver a tu cuarto —susurró.

Intenté conseguir una explicación, pero se limitó a negar con la cabeza y a repetir lo mismo. Eco y yo corrimos detrás de él. La habitación estaba inundada de luz. Todavía no habían hecho las camas, pero intuí que alguien había estado allí. Miré de reojo a Metón, que me devolvió una mirada furtiva desde la puerta. Levanté las mantas de mi cama. La horrible figurilla había desaparecido y en su lugar había un trozo de pergamino con un mensaje escrito en letras rojas:

CONSULTA A LA SIBILA DE CUMAS

DATE PRISA

—Bien, Eco, esto cambia nuestros planes. No habrá natación esta mañana. Alguien ha conseguido que los propios dioses se dignen transmitirnos un mensaje.

Eco estudió el trozo de pergamino y me lo devolvió. No pareció notar, como yo, que el trazo horizontal de todas las aes se inclinaba abruptamente hacia la derecha.