IX

Me estremeció un dolor agudo en la cabeza, como si alguien me clavara una aguja. Abrí los ojos y vi a Eco que me observaba con los labios fruncidos en una mueca de concentración. Alargó la mano para tocarme un punto de la frente, donde acababa el cuero cabelludo, pero se la aparté con un gruñido. Hizo un gesto de comprensión y retrocedió cabeceando.

—¿Tan mal está? —pregunté mientras ponía los pies en el suelo y me inclinaba para mirarme en el espejo. Incluso a la luz cenicienta del alba, el chichón era evidente, una abultada protuberancia que parecía más dolorosa de lo que realmente era. Eco cogió la túnica mojada con una mano y el remo con la otra y me miró con aire de reprobación, como si me pidiera explicaciones.

Comencé contándole la entrevista con Craso: las manchas de sangre en la estatua de Hércules, la prueba de que Lucio Licinio había sido asesinado en la biblioteca y la obstinada indiferencia de nuestro cliente. Luego le hablé de la lámpara del cobertizo del embarcadero, del ruido intermitente que sugería que alguien arrojaba algo al agua, de la bajada abrupta, del embarcadero desierto, del golpe que me habían dado con el remo y de la lucha en el agua.

Eco cabeceó furioso y golpeó el suelo con el pie.

—Sí, fui un estúpido, aunque un estúpido con suerte. Debería haberte sacado de la cama para que vinieras conmigo en lugar de ir a investigar solo. O, mejor aún, debería haber traído a Belbo conmigo y dejarte a ti en Roma para cuidar de Bethesda. —Esa última sugerencia le enfureció aún más—. No sé quién me golpeó. En el cobertizo y en el embarcadero no vi nada extraño, al menos anoche. ¡Cómo detesto el agua!

Recordé el ardiente trago de agua salada, la lucha y los pataleos. Mis manos comenzaron a temblar y tuve la sensación de que me faltaba el aire. La furia de Eco se desvaneció y me rodeó con un brazo, estrechándome con fuerza. Recuperé el aliento y le di unas palmaditas en la mano.

—Y por si la aventura en el cobertizo del embarcadero no fuera suficiente, cuando volví encontré esto en la cama.

Me acerqué a la ventana y cogí la figurilla. La piedra negra y porosa parecía húmeda. Durante la noche, me había despertado varias veces y la había visto mirándome con fijeza desde la ventana, con la horrible cara misteriosamente iluminada por la luz del candil y los ojos rojos y resplandecientes. En una ocasión creí, que se movía, que movía el cuerpo en una especie de danza… pero fue sólo un sueño, claro.

—¿Qué te recuerda? —Eco se encogió de hombros—. He visto algo parecido antes. Me recuerda a una diosa doméstica de los egipcios, una diosa de los placeres y la comodidad. La llaman Besa y es una enana repulsiva que trae dicha y frivolidad a las casas. Es tan fea que si no sabes que es un personaje benigno, llega a dar miedo. Tiene una boca enorme, entreabierta, los ojos dilatados y una nariz puntiaguda. Sin embargo, ésta no es Besa. Para empezar, es hermafrodita; ¿ves los minúsculos senos y el pequeño pene? Además, el estilo no es egipcio. Parece hecha con una piedra de aquí, ese material blando, negro y poroso que se encuentra en las laderas del Vesubio. Supongo que no es fácil de trabajar, porque es demasiado quebradizo, así que no podemos asegurar si se ha hecho con tosquedad o sólo con rapidez. ¿Quién puede haber creado una criatura semejante? ¿Y por qué la han puesto en mi cama?

»La hechicería es muy frecuente aquí en la Crátera, mucho más que en Roma. Hay mucha magia indígena entre los naturales que descienden de los primitivos habitantes de la zona, que son anteriores a los romanos. Luego vinieron los griegos con sus oráculos. Sin embargo, esta figurilla me parece tallada por alguien del Mediterráneo oriental, más por una mujer que por un hombre. ¿Qué piensas, Eco? ¿Crees que algún esclavo de la casa quiere echarme una maldición? ¿O tal vez…?

Eco dio una palmada e hizo un gesto hacia la puerta, detrás de mí, donde el pequeño esclavo Metón aguardaba con una bandeja de pan y fruta. Noté que miraba con nerviosismo de un sitio a otro de la habitación y, antes de girarme a mirarlo, escondí la figurilla detrás de mi espalda. Le sonreí y me devolvió la sonrisa. De repente arrojé la figurilla sobre la bandeja.

El joven dejó escapar un gemido.

—¿Has visto esto antes? —le pregunté con tono acusador.

—No —susurró y a juzgar por la forma en que desviaba la mirada parecía decir la verdad.

—Pero sabes qué es y de dónde viene, ¿no?

Metón se mordió los labios y guardó silencio. La bandeja le temblaba tanto que una manzana rodó hacia un costado y cayó sobre un puñado de higos. Cogí la bandeja y la dejé en la cama, cogí la estatuilla y se la puse delante. La miró bizqueando y cerró los ojos con fuerza.

—¿Y bien? —insistí.

—Si te lo digo, no sirve…

—¿A qué te refieres? Habla con claridad.

—Si te lo explico, la prueba puede salir mal…

—¿Has oído eso, Eco? Alguien quiere ponerme a prueba. Me pregunto quién y por qué.

Metón se encogió bajo mi mirada.

—Por favor, yo tampoco lo entiendo bien, lo que pasa es que lo oí por casualidad.

—¿Oíste? ¿Cuándo?

—Anoche.

—¿Aquí, en esta casa?

—Sí.

—Supongo que oirás muchas cosas en tus idas y venidas por la villa.

—A veces, pero nunca lo hago adrede.

—¿Y a quién oíste anoche?

—¡Por favor!

Lo miré durante un momento, luego retrocedí y suavicé la expresión de mi cara.

—¿Sabes por qué estoy aquí?

—Creo que sí —dijo asintiendo con la cabeza.

—Estoy aquí porque tú y muchas otras personas corréis un grave peligro. Quiero ayudarte en lo que pueda.

—Ojalá fuera verdad… —murmuró en voz muy baja y con cara de escepticismo.

—Es verdad, Metón. Creo que conoces bien la gravedad de la situación. —Sólo era un niño, demasiado joven para enfrentarse a los planes de Craso. ¿Habría visto ajusticiar a un hombre alguna vez? ¿Tenía la edad suficiente para comprender lo que ocurría?—. Confía en mí, Metón. Cuéntame de dónde viene la estatua.

Me miró largamente y luego volvió la vista, imperturbable, hacia la grotesca figurilla que tenía entre las manos.

—Eso no puedo decírtelo —dijo por fin. Eco se le acercó con expresión amenazadora; lo detuve con un brazo—. Pero sí puedo decirte…

—¿Qué, Metón?

—Que no debes enseñarle la estatuilla a nadie ni tampoco hablar de ella. Además…

—¿Sí?

Se mordió el labio inferior.

—Cuándo salgas de la habitación, no la lleves contigo. Déjala aquí, aunque no en la mesa ni en el alféizar de la ventana.

—¿Dónde, entonces? ¿Donde la encontré?

Metón parecía aliviado, como si al pronunciar las palabras por él, estuviera salvando su honor.

—Sí, pero…

—¡Habla con claridad, recontra!

—Debes dejarla al revés de como la encontraste.

—¿Quieres decir boca abajo?

—Sí y…

—¿Con los pies hacia la pared?

Asintió y se apresuró a mirar a la estatua.

—¡Fíjate cómo me mira! ¿Qué he hecho?

—Lo que debías —le aseguré mientras quitaba la estatuilla de su vista—. Tengo un encargo para ti. Devuelve este remo al cobertizo del embarcadero. Ahora vete y no le digas a nadie que has hablado conmigo. ¡A nadie! Y deja de temblar o se darán cuenta. Has hecho lo que debías —repetí mientras cerraba la puerta detrás de él—. Eso espero —añadí.

Después de un rápido desayuno nos dirigimos a la biblioteca. Por todas partes había esclavos que barrían, cargaban bultos o esparcían deliciosos olores desde la cocina, pero no se veía a nadie más.

Aún brillaban algunos candiles en los pasillos y las sombras acechaban en los rincones más apartados, pero la mayor parte de la casa estaba sumida en una tenue luz azul. Pasamos junto a una gran ventana que daba al este. Desde allí vimos que el sol, todavía oculto detrás del Vesubio, proyectaba un halo dorado sobre las laderas de la montaña. Era la primera hora del día y los romanos ya debían de estar levantados, la mayoría por lo menos, porque los habitantes de la Crátera llevan una vida más relajada.

La biblioteca estaba desierta y sin guardias. Abrí las ventanas, para que entrara toda la luz posible. Eco fue a la derecha de la mesa y buscó la mancha de sangre en la cabeza de Hércules, para confirmar lo que le había dicho, y se estremeció al sentir el frío procedente del patio de grava, que se colaba por las ventanas. Cogió la clámide que Craso había dejado sobre la otra estatua, un centauro, y se envolvió los hombros con ella.

—Yo en tu lugar no cogería esa capa, Eco. No sé cómo puede reaccionar un hombre como Craso cuando gente de nuestra clase toca sus objetos personales.

Eco se encogió de hombros y comenzó a recorrer lentamente la habitación, con la vista fija en los rollos de las estanterías. Casi todos estaban cuidadosamente liados, guardados en fundas de tela o piel, e identificados con pequeñas etiquetas.

Daba la impresión de que las obras literarias, destinadas a distraer o instruir, llevaban etiquetas verdes o rojas y estaban repartidas de forma caprichosa, amontonadas en altos y estrechos estantes. Los documentos relativos a transacciones comerciales, por el contrario, estaban ordenados con mayor cuidado en compartimentos individuales y llevaban etiquetas azules o amarillas. En total había cientos de rollos que cubrían las paredes desde el suelo hasta el techo.

Eco emitió un pequeño silbido.

—Sí, es impresionante —asentí—. Creo que nunca había visto tantos rollos juntos en un mismo sitio, ni siquiera en casa de Cicerón. Pero por el momento preferiría que miraras al suelo. Creo que jamás se ha fabricado una alfombra más indicada para camuflar manchas de sangre, con esos dibujos rojos y negros. Sin embargo, si Lucio sangró en el suelo, y el asesino sólo usó una capa para limpiar la sangre, debería haber dejado algún rastro.

Eco se sumó a mi escrupuloso examen del dibujo geométrico. Aunque ya había más claridad, cuanto más observábamos el complicado dibujo, más desconcertante nos parecía.

Entre los dos recorrimos la alfombra palmo a palmo. Eco se echó al suelo y comenzó a caminar a cuatro patas, como un perro, pero sin ningún resultado. Si había caído alguna gota de sangre en la alfombra, un dios la había convertido en polvo y la había eliminado soplando.

El suelo embaldosado que enmarcaba la alfombra no resultó más revelador. Levanté un extremo de la alfombra, por si la habían corrido para ocultar alguna mancha de sangre, pero no encontré nada.

—Puede que a Lucio no lo mataran en esta habitación —dije suspirando—. Debió de sangrar en algún sitio y el único sitio idóneo es el suelo. A menos… —Me dirigí hacia la mesa—. A menos que estuviera de pie aquí, que sería el punto más lógico dentro de la biblioteca, frente a la mesa. El golpe fue frontal, no posterior, de modo que debía de estar de cara a su atacante. Además, fue en el lado derecho, no en el izquierdo, así que tenía que estar mirando hacia el norte, con el perfil izquierdo hacia la mesa y el derecho al descubierto. Para golpearle en la sien derecha, el atacante tuvo que servirse de la mano izquierda. Éste es un detalle muy importante, Eco, pues cualquiera que levante una estatua pesada para usarla como arma tenderá a hacerlo con su mano más hábil; lo que quiere decir que el asesino era zurdo. Lucio caería de costado sobre la mesa… —Eco se arrojó servicialmente sobre los montones de documentos que Craso había estado repasando la noche anterior. Se puso boca abajo, con un brazo detrás y el otro estirado—. En ese caso, la sangre podría haber salpicado por encima de la mesa, en la pared, de donde pudieron limpiarla con facilidad. No veo ninguna mancha, aunque puede que las salpicaduras llegaran más arriba… —Me arrodillé encima de la mesa. Eco me imitó y estudiamos con atención la pintura de Gelina—. Encausto sobre lienzo enmarcado en madera negra con incrustaciones de nácar, fácil de limpiar, y empotrado en la pared. Si hubiera caído alguna mancha de sangre sobre la pintura, dudo mucho que el asesino se hubiera atrevido a restregar la cera, por temor a dañarla… en el caso de que fuera capaz de distinguir la sangre entre tanto pigmento.

»¿No es maravilloso observar cuántos colores hay en una pintura cuando se mira desde tan cerca? A esta distancia, la firma de Iaia es muy grande, pero su color parece más rojo cinabrio que rojo sangre. Los pliegues de la estola de Gelina son rojinegros y sin duda eligió estas alfombras para que combinaran con la prenda. Rojo por aquí, negro por allí y… ¿ves lo que yo veo?

Eco asintió con nerviosismo. Sobre un fondo verde, donde ningún pintor podría haber cometido un error semejante, había una serie de gotitas del color rojo negruzco de la sangre seca. Eco escudriñó el cuadro con atención y luego señaló más gotas, en el fondo, en la estola, en distintas partes de la base del cuadro, incluso sobre la primera letra de la firma de Iaia.

Cuanto más mirábamos, más manchas descubríamos. A la creciente luz de la mañana, las gotas parecían florecer ante nuestros ojos, como si el propio cuadro llorara sangre. Eco hizo una mueca y yo le respondí con otra: ¡qué golpe tan brutal tuvieron que darle a Lucio Licinio para que salpicara tanta sangre! Me alejé del cuadro, asqueado.

—Parece una ironía que Lucio haya manchado con su propia sangre el retrato de la mujer con quien se casó por amor —murmuré— y que haya acabado aquí, postrado ante su imagen. ¿Crees que podría tratarse de un amante celoso? ¿Acaso lo mataron aquí a propósito, frente al retrato? Debe de haber sido una escena impresionante: el marido muerto, desplomado sin vida ante la imagen serena de su esposa. Pero si alguien lo hizo así adrede, ¿por qué arrastraron el cadáver e invocaron el espíritu de Espartaco? —Bajé de la mesa y Eco hizo lo mismo—. La sangre tuvo que salpicar la mesa, aunque luego se limpiara. Por lo tanto, no podía haber documentos encima, pues los habrían manchado y habría sido imposible limpiarlos. Se pueden limpiar las manchas de sangre de la madera barnizada, pero no del pergamino ni del papiro. Me pregunto, sin embargo… Ayúdame a apartar la mesa de la pared.

Fue más fácil decirlo que hacerlo. La mesa era pesada, demasiado pesada para que un hombre pudiera levantarla solo. Aunque tirábamos uno de cada extremo, fue un trabajo duro. Derribamos la silla, arrugamos la alfombra y la pata de la mesa chirrió al raspar el suelo. Pero como recompensa final, tanto en la pared como en el borde lateral de la mesa distinguimos sangre, restos de una substancia rojiza y pegajosa que había caído en un sitio imposible de limpiar. La sangre de Lucio se había deslizado por la mesa, hasta formar un pequeño charco en el estrecho espacio entre la mesa y la pared, dejando señales en ambas.

Eco arrugó la nariz.

—Es otra prueba de que Lucio fue asesinado aquí, aunque no creo que la necesitáramos —dije—. Pero ¿qué nos indica esto? No tiene sentido que los esclavos fugitivos limpiaran la sangre, sobre todo si estaban orgullosos del crimen. Sin embargo, necesitaremos una prueba de más peso para hacer cambiar de opinión a Craso. Eco, ayúdame a poner la mesa en su sitio. Oigo pasos en el pasillo.

En el preciso momento en que yo levantaba la silla y Eco alisaba la alfombra, una cara inquisitiva se asomó por la esquina.

—¡Metón! Eres justo la persona que quería ver. Pasa y cierra la puerta, por favor.

Hizo lo que le ordenaba, aunque con actitud vacilante.

—¿Estás seguro de que deberíamos estar en esta habitación? —murmuró.

—Metón, tu ama dejó bien claro que podía entrar en cualquier parte de la casa, ¿no es verdad?

—Sí, pero nadie ha entrado nunca en esta habitación sin permiso del amo.

—¿Nadie? ¿Ni siquiera las mujeres de la limpieza?

—Sólo cuando el amo las dejaba pasar, pero incluso entonces él o Zenón tenían que estar presentes.

—Pero aquí no hay nada que un esclavo pueda robar… ni monedas, ni joyas, ni chucherías.

—Una vez entré; quería mirar de cerca el caballo…

—¿El caballo? Ah, la estatua del centauro.

—Sí, eso. El amo me descubrió y se enfureció, aunque rara vez se enfada. Se le puso la cara muy roja y me gritó tanto que creí que iba a morirme de las palpitaciones que sentía en el pecho. —Metón dilató los ojos al recordar la escena. Infló las mejillas y sacudió la cabeza, como quien intenta recuperarse de una terrible pesadilla—. Mandó llamar a Alexandros y le ordenó que me azotara aquí mismo. Lo normal habría sido que lo hiciera Clito, que también trabaja en los establos y disfruta dando azotes, pero tuve la suerte de que Clito estuviera trabajando ese día en Puzol. Tuve que inclinarme y tocar el suelo mientras Alexandros me daba diez golpes con un palo. Lo hizo sólo porque el amo se lo ordenó. Estoy seguro de que los golpes podrían haber sido más fuertes, pero aun así me hicieron llorar.

—Ya veo. ¿Te gusta el tal Alexandros?

—Claro. Alexandros gusta a todo el mundo —respondió con los ojos brillantes.

—¿Y Zenón? ¿También lo apreciabas?

—Zenón no le gustaba a nadie —dijo encogiéndose de hombros—, pero no porque sea cruel o pendenciero como Clito, sino porque es un vanidoso, sabe idiomas y se cree superior a los demás esclavos. Además, se tira muchos pedos.

—Parece realmente desagradable. Dime una cosa, la noche que mataron a tu amo, ¿había alguien levantado? ¿Quizás tú o algún otro esclavo? —Metón negó con la cabeza—. ¿Estás seguro? ¿Nadie vio ni oyó nada?

—Todo el mundo habla de ello, pero nadie sabe qué ocurrió. Al día siguiente, la señora nos dijo que si sabíamos algo, debíamos contárselo al amo Craso, a Mumio o a Fabio. Si alguien hubiera visto u oído algo, estoy seguro de que lo habría dicho.

—¿Y no corren rumores entre los esclavos?

—No. Si alguien hubiera dicho algo, me habría enterado. No es que tenga la costumbre de escuchar las conversaciones ajenas, pero…

—Ya entiendo. Tu trabajo te lleva de un sitio a otro de la casa, de habitación en habitación, desde el alba hasta el anochecer, mientras los cocineros, los caballerizos y los encargados de la limpieza están en el mismo lugar todo el día y chismorrean entre sí. No debes avergonzarte de ver u oír cosas. Yo vivo de eso. La primera vez que te vi, supe que eras el que más sabía de la casa. —Me miró maravillado y sonrió con timidez, como si nadie hubiera reconocido hasta entonces su auténtico valor—. Dime, Metón, ¿crees que aquella noche estuvo Zenón aquí con tu amo?

—Es posible. Con frecuencia trabajaban después de anochecido, a veces hasta muy tarde, sobre todo si un barco acababa de llegar o estaba a punto de zarpar para Puzol, o si el amo Craso estaba de camino hacia aquí.

—¿Y Alexandros? ¿También podría haber estado aquí?

—Es probable.

—Pero ¿no viste a nadie entrar o salir de esta habitación aquella noche? ¿No oíste nada en el atrio o en los establos?

—Duermo en un pequeño cuarto con otros esclavos —dijo—, al otro lado del ala este de la casa, detrás de los establos. Por lo general, soy el último en acostarme. Alexandros se reía y decía que nunca había visto un chico que necesitara menos horas de sueño. Cualquier otra noche, podría haber estado levantado, yendo de un sitio a otro, y podría haber visto lo que quieres saber. Pero aquella noche estaba tan cansado de hacer recados y llevar mensajes… —la voz se le quebró—. Lo siento.

—No tienes por qué, Metón —dije mientras le ponía las manos en los estrechos hombros—, pero respóndeme a una última pregunta: ¿estuviste levantado anoche y anduviste de un sitio a otro?

—Ayer fue un día agotador —respondió con aire pensativo—, porque llegasteis con Mumio en La Furia y hubo mucho trabajo extra para la cena…

—¿De modo que te fuiste a dormir temprano?

—Así es.

—Entonces, ¿no viste nada inusual ni oíste a nadie en los pasillos, en la colina o en el cobertizo del embarcadero?

Metón se encogió de hombros con impotencia y se mordió los labios, apenado por tener que defraudarme. Lo miré con seriedad y asentí con un gesto.

—Está bien. Sólo quería comprobar si sabías algo que yo no sé. Pero antes de que te vayas, quiero que veas algo.

Lo conduje por el hombro hasta la estatua del centauro.

—Mírala todo lo que quieras y si lo deseas, tócala. —Metón me miró para asegurarse de que hablaba en serio, luego extendió la mano con dedos temblorosos y ojos brillantes, pero de repente retiró la mano y se mordió un labio—. No pasa nada —dije—. No permitiré que nadie te castigue.

Ni dejaré que Marco Craso te ejecute, pensé, aunque no me atreví a hacer un juramento tan imprudente en voz alta. La propia Fortuna podría oírme y castigarme por hacer promesas que ni siquiera un dios podría estar seguro de cumplir.