Nuestros aposentos eran cómodos y consistían en una pequeña habitación en el ala sur con dos lechos increíblemente blandos y una gruesa alfombra en el suelo. Al este, una puerta comunicaba con una pequeña terraza que daba a la cúpula que techaba los baños. Eco protestó porque desde allí no podíamos ver el golfo, pero le respondí que debíamos estar agradecidos a Gelina por no habernos alojado en el establo.
Se quitó la túnica interior y probó la cama, dando saltos sobre ella hasta que le di una palmada en la frente.
—¿Qué piensas de la situación, Eco?
Eco permaneció con la vista clavada en el techo durante unos instantes y se llevó la mano abierta a la nariz.
—Sí, esta vez estamos ante un muro de ladrillo. Supongo que me pagarán de todos modos, pero ¿qué espera de mí esta mujer en sólo tres días? Bueno, en realidad, dos: mañana y el día del sepelio. Luego vendrán los juegos fúnebres y, si Craso se sale con la suya, la ejecución de los esclavos. Pensándolo mejor, tenemos un solo día, porque ¿qué podemos hacer el día del entierro?
Así que respóndeme, Eco, ¿has reconocido a algún asesino durante la cena?
Eco describió con gestos la larga cabellera de Olimpia.
—¿La protegida de la pintora? No lo dirás en serio.
El joven sonrió y con un dedo imitó una flecha atravesándole el corazón.
Me reí por lo bajo y me envolví los hombros con la túnica.
—Al menos uno de los dos tendrá sueños agradables esta noche.
Apagué los candiles y permanecí un buen rato sentado en la cama, con los pies descalzos sobre la alfombra. Contemplé por la ventana las frías estrellas y la luna en cuarto creciente. Junto a la ventana había un pequeño arcón donde guardaba la túnica manchada de sangre y nuestras pertenencias, incluidas las dagas que habíamos traído de Roma. Un espejo colgaba de la pared, encima del arcón. Me levanté y caminé hacia mi propia imagen, claramente iluminada por la luna.
Vi a un hombre de treinta y ocho años, con un aspecto asombrosamente saludable a pesar de sus frecuentes viajes y de su arriesgada profesión: hombros robustos, cintura ancha y unas cuantas hebras grises veteándole los rizos negros; un hombre que no podía considerarse joven, pero tampoco viejo. La cara no era especialmente hermosa pero tampoco fea, tenía la nariz chata, algo ganchuda, mandíbula ancha y ojos castaños de mirada seria. Un hombre con mucha suerte, no excesivamente mimado por la Fortuna, pero tampoco despreciado por ella. Un hombre con una casa en Roma, un trabajo estable, una mujer hermosa que compartía su cama y se encargaba de las tareas domésticas y un hijo que perpetuaría su apellido. Que la casa fuera una destartalada chabola que le había dejado su padre, que su trabajo tuviera mala reputación y fuera peligroso con frecuencia, que la mujer fuera una esclava y no una esposa, y que el hijo fuera adoptado y mudo, tenía poca importancia; a pesar de todo, era un hombre con mucha suerte.
Pensé en los esclavos de La Furia, en el repugnante hedor de sus cuerpos, en la expresión de infelicidad que había en sus ojos, en la absoluta inutilidad de su desesperación. Eran propiedad de un hombre que nunca vería sus rostros ni conocería sus nombres, que ni siquiera sabría si estaban vivos o muertos hasta que un ayudante le presentara una solicitud, pidiendo más esclavos para reemplazarlos. Pensé en el muchacho que me había recordado a Eco y a quien el cómitre había querido castigar y humillar, pensé en la sonrisa patética con que me había mirado, como si yo tuviera el poder de ayudarlo, como si el simple hecho de ser un hombre libre me convirtiera en un dios.
Estaba cansado, pero no podía conciliar el sueño. Cogí una silla de un rincón y me senté a contemplar mi propia cara en el espejo. Pensé en el joven Apolonio y las notas de su canción resonaron en mi cabeza. Recordé la anécdota que había contado el filósofo sobre el mago Eúnus, que echaba fuego por la boca y condujo a sus compañeros a una insensata rebelión. En algún momento debí quedarme dormido y empezar a soñar, porque creí ver a Eúnus en el espejo, detrás de mí, susurrando, con una corona de fuego en la cabeza y pequeñas llamas saliendo de sus orificios nasales y de entre sus dientes. Sobre mi otro hombro se alzó la cara de Lucio Licinio, con un ojo entornado y cubierto de sangre, un cadáver parlante cuyo suave murmullo resultaba ininteligible. Golpeó el suelo, como si intentara decir algo en clave. Yo sacudí la cabeza, perplejo, y le pedí que hablara más alto, pero entonces comenzó a manar sangre de sus labios. Parte de la sangre cayó sobre mi hombro y sobre mi regazo. Bajé la vista y vi la capa ensangrentada, retorciéndose y siseando, atestada de gusanos, de los mismos gusanos que habían devorado al dictador y al rey de los esclavos. Quise apartar la capa, pero no podía moverme.
Entonces sentí una mano fuerte y pesada sobre mi hombro, una mano que no pertenecía al mundo de los sueños, sino a la realidad. Abrí los ojos sobresaltado y en el espejo vi la cara de un hombre que parecía acabar de despertar de un profundo sueño, con la mandíbula floja y los ojos soñolientos. Parpadeé, deslumbrado por la luz del candil, y vi en el espejo la amenazadora figura de un gigante con uniforme militar. Su cara, sucia de tierra, tenía un aspecto desagradable y ridículo, como el de una máscara de comedia. Identifiqué en el acto la clase a la que pertenecía: era un guardaespaldas, un asesino profesional. Me pareció una cruel injusticia que hubieran mandado a un esbirro para matarme antes de haber empezado a causar problemas.
—¿Te he despertado? —Su voz era ronca pero sorprendentemente amable—. He llamado a la puerta, pero juraría que me has respondido, por eso he entrado. Al verte sentado en la silla, supuse que estarías despierto.
Arqueó una ceja. Le miré con estupefacción. Ya no estaba seguro de estar despierto ni cómo había conseguido colarse aquel individuo en mi sueño.
—¿Qué haces aquí? —pregunté.
—Marco Craso quiere verte abajo, en la biblioteca. —En su fea cara se dibujó una sonrisa de simpatía—. Si no estás ocupado, naturalmente.
* * *
Invertí un momento en ponerme las sandalias y me puse a buscar una túnica a la luz del candil, pero el guardaespaldas me dijo que fuera tal como estaba. Durante nuestra breve conversación, Eco no dejó de emitir suaves ronquidos. El día había resultado agotador y disfrutaba de un sueño inusualmente profundo.
Nos dirigimos hacia el atrio por un largo pasillo recto; una escalera de caracol nos condujo al jardín, donde las pequeñas lámparas dispuestas en el suelo proyectaban extrañas sombras sobre el cadáver de Lucio Licinio. La biblioteca estaba a escasa distancia de allí, en el ala norte. El guardia me señaló una puerta a la derecha y se llevó el dedo a los labios.
—La señora Gelina duerme —dijo a modo de explicación. Poco más allá abrió una puerta a la izquierda y me invitó a pasar.
—Gordiano de Roma —anunció.
En el fondo de la habitación, un individuo envuelto en una capa y de espaldas a nosotros estaba sentado ante una mesa cuadrada. Junto a él había otro guardaespaldas. El individuo se giró un poco, lo suficiente para mirarme por el rabillo del ojo, e hizo un gesto a los dos guardaespaldas para que se retiraran.
Después de una larga espera se levantó, dejó a un lado la capa sencilla que llevaba, una clámide griega que los romanos suelen ponerse cuando visitan la Crátera, y se volvió a saludarme. Llevaba una túnica normal de tejido resistente y corte sencillo. Se le veía algo desaliñado, como si hubiera llegado al galope. Me dedicó una sonrisa cansada, pero franca.
—Conque tú eres Gordiano —dijo mientras se reclinaba sobre la mesa atestada de papeles—. Supongo que sabes quién soy.
—Sí, Marco Craso.
Era un poco mayor que yo, pero tenía muchas más canas, lo cual no me sorprendió teniendo en cuenta las desventuras y tragedias de su pasado, incluida su huida a Hispania después del suicidio de su padre y del asesinato de su hermano a manos de los enemigos de Sila. Lo había visto con frecuencia en el Foro, pronunciando discursos o supervisando sus intereses en el mercado, siempre rodeado de un amplio cortejo de secretarios y aduladores. Me sentí un poco acobardado al verlo en una situación tan íntima, con el cabello enmarañado, los ojos soñolientos y las manos sucias de empuñar las riendas. A pesar de su enorme riqueza, no dejaba de ser humano. «Craso, rico como Creso» decía el refrán; la imaginación popular de Roma lo pintaba como hombre de costumbres extravagantes. Sin embargo, los que eran lo bastante poderosos para moverse en su círculo, daban una imagen distinta de él, basada en su aspecto exento de pretensiones. Si Craso era codicioso no era por el lujo que puede comprar el oro, sino por el poder que éste es capaz de conferir.
—Es extraño que no nos hayamos conocido antes —dijo con su delicada voz de orador—. Por supuesto, he oído hablar de ti. Conozco ese caso de las vestales que ocurrió el año pasado; tengo entendido que conseguiste salvarle el pellejo a Catilina. También sé que Cicerón alaba tu trabajo, aunque de una forma algo ambigua, y que Hortensio te admira. Tu cara me resulta familiar, supongo que del Foro. No suelo contratar a hombres libres como tú. Prefiero servirme de los hombres que ya poseo.
—¿Y poseer a los hombres de que te sirves?
—Me has entendido perfectamente. Si quiero construir una villa nueva, por ejemplo, resulta mucho más práctico comprar un esclavo educado o educar a un esclavo brillante que ya me pertenece que contratar a un arquitecto de moda por un precio exorbitante. Prefiero comprar un arquitecto a contratar sus servicios, de ese modo puedo utilizarlo una y otra vez sin ningún gasto adicional.
—Algunas de mis cualidades superan las de cualquier esclavo —dije.
—Sí, supongo que sí. Por ejemplo, un esclavo no habría podido sentarse a la mesa de Gelina ni interrogar a sus invitados. ¿Has sacado alguna conclusión desde tu llegada?
—En efecto, lo he hecho.
—¿Ah sí? Pues háblame de ellas. Después de todo, soy yo quien te ha contratado.
—Creí que me había mandado a buscar Gelina.
—Sí, pero has venido en mi barco y el dinero para pagarte saldrá de mis arcas. Eso me convierte en tu contratante.
—Así y todo, y con tu permiso, preferiría mantener mis descubrimientos en secreto temporalmente. A veces la información es como el zumo de las uvas, necesita fermentar en un sitio oscuro y tranquilo, lejos de ojos curiosos.
—Entiendo. Bueno, no voy a presionarte. Con franqueza, creo que tu presencia aquí es una forma de perder mi dinero y tu tiempo. Sin embargo, Gelina insistió en que vinieras, y como el muerto era su marido, accedí a complacerla.
—¿Y no sientes ninguna curiosidad por saber quién mató a Lucio Licinio? Según tengo entendido era tu primo y administraba tu propiedad desde hacía muchos años.
—¿Acaso hay alguna duda con respecto a los asesinos? —preguntó encogiéndose de hombros—. Sin duda Gelina ya te habrá hablado de los esclavos fugitivos y de las letras que aparecieron garabateadas a los pies de Lucio. Es intolerable que le ocurra una cosa así a uno de mis parientes y en mi propia casa. No puedo pasarlo por alto.
—Sin embargo hay razones para creer que los esclavos no cometieron el crimen.
—¿Qué razones? Oh, perdón, olvidaba que tu cabeza es una especie de tonel oscuro donde la verdad fermenta con lentitud —dijo con sonrisa amarga—. Seguro que a Metrobio se le ocurrirían mejores chistes sobre el tema, pero yo estoy demasiado cansado para intentarlo. Ah, estos libros de contabilidad son un desastre. —Se volvió para estudiar los rollos desplegados sobre la mesa, como si hubiera perdido todo interés por mi presencia—. No tenía idea de que Lucio fuera tan descuidado. Ahora que se ha marchado Zenón, no hay forma de entender estos documentos…
—¿Has terminado conmigo, Marco Craso?
Estaba tan concentrado en las cuentas que no pareció oírme. Eché un vistazo a la habitación. El suelo estaba cubierto con una alfombra gruesa y decorada con un dibujo geométrico negro y rojo. A derecha e izquierda, había estanterías atestadas de rollos, unos amontonados y otros ordenadamente dispuestos en casilleros. La pared opuesta a la puerta tenía dos ventanucos que daban al patio delantero, cerrados para evitar el frío y cubiertos con cortinas de color rojo oscuro.
Entre las ventanas, encima de la mesa donde trabajaba Craso, había una pintura de Gelina. Era un retrato de extraña distinción, acariciado por la vida, como dicen los griegos. En el fondo se alzaba el Vesubio, con el cielo azul arriba y el mar verdoso abajo, mientras la imagen de Gelina, en primer plano, irradiaba una profunda sensación de elegancia y serenidad. Era evidente que la autora se sentía muy orgullosa de su trabajo, pues en el rincón inferior derecho se leía IAIA CIZICENA. Escribía las aes con caprichoso ringorrango, inclinando el trazo horizontal hacia la derecha.
A ambos lados de la mesa había sendos pedestales bajos y gruesos sobre los que se alzaban broncíneas estatuillas del tamaño del antebrazo de un hombre. Craso había arrojado descuidadamente la clámide sobre la de la izquierda, de modo que no podía verla, pero la de la derecha representaba a Hércules con la clava al hombro, cubierto sólo con una de piel de león, con la cabeza del león como capucha y las patas alrededor del cuello. Era una obra extraña para una biblioteca, pero de una calidad indiscutible. Las crines del león se habían modelado con minuciosidad y la textura de la piel contrastaba con la lisa musculatura del semidiós. Según pude observar, Lucio Licinio había sido tan descuidado con las obras de arte como con la contabilidad, pues daba la impresión de que la estriada piel de la leonina cabeza comenzaba a oxidarse.
—Marco Craso… —comencé otra vez.
Suspiró y me despidió con un ademán sin alzar la vista.
—Sí, puedes marcharte. Supongo que ha quedado claro que no siento el menor entusiasmo por tu proyecto, pero te ayudaré en lo que sea necesario. Acude siempre a Fabio o a Mumio primero y si ellos no pueden solucionarte el problema, ven a verme; aunque no te garantizo que puedas encontrarme. Tengo muchos asuntos que resolver antes de regresar a Roma y no dispongo de tiempo. Lo fundamental es que cuando haya concluido todo, nadie pueda decir que no intentamos averiguar la verdad o que no actuamos con justicia —añadió mientras volvía la cabeza, para dedicarme una cansina y falsa sonrisa de despedida.
Salí al pasillo y cerré la puerta detrás de mí. El guardia se ofreció a indicarme el camino a mi habitación, pero le dije que estaba bien despierto. Me detuve un momento en el atrio central, para volver a mirar el cadáver de Lucio Licinio. Se había puesto más incienso, pero tanto el olor a corrupción como el perfume de las rosas parecían haberse intensificado con la llegada de la noche. Cuando estaba a mitad de camino, me volví con brusquedad.
Al verme volver, el guardia se mostró sorprendido y desconfiado. Insistió en entrar en la biblioteca y consultar con Craso antes de dejarme pasar. Por fin salió al pasillo y cerró la puerta, dejándonos otra vez solos.
Craso seguía pendiente de la contabilidad. Ahora estaba sentado y se cubría sólo con la túnica interior, pues se había quitado la de montar y la había arrojado sobre el busto de Hércules. Durante los escasos minutos que yo había estado fuera, un esclavo le había llevado una copa humeante de la que bebía a pequeños sorbos. La habitación estaba impregnada del olor a menta de la infusión.
—¿Sí? —preguntó alzando una ceja con impaciencia—. ¿Acaso he olvidado decirte algo?
—Es una pequeñez, Marco Craso, y es probable que me equivoque por completo —dije mientras levantaba la túnica de la escultura de Hércules.
La tela aún conservaba el calor del cuerpo. Craso me miró con expresión de fastidio, pues era obvio que no estaba acostumbrado a que cualquier desconocido tocara sus objetos personales.
—Una escultura muy interesante —observé, mirando a Hércules desde arriba.
—Supongo que sí. Es una copia del original que tengo en la villa de Faleri. Lucio la elogió cierta vez que vino a visitarme, así que mandé hacer otra igual para él.
—Qué ironía, entonces, que la hayan utilizado para matarlo.
—¿Cómo?
—Creo que ambos estamos bastante familiarizados con el aspecto de la sangre para reconocerla a simple vista, Marco Craso. ¿Qué crees que es esta sustancia rojiza incrustada en los pliegues de la piel del león?
Craso se levantó de la silla y observó la estatuilla con atención, la levantó con las dos manos y la llevó debajo del candil. Por último la dejó sobre la mesa y me miró con seriedad.
—Tienes una vista muy aguda, Gordiano, pero me parece muy improbable que para matar a mi primo Lucio un individuo transportara un objeto tan pesado por el pasillo y por el atrio y volviera a traerlo.
—No movieron la estatua —dije—, sino a tu primo. —Craso no parecía convencido—. Piensa en la postura que tenía el cadáver cuando lo encontraron, la propia de un hombre que ha sido arrastrado. En realidad, no hay tanta distancia desde aquí al atrio como para que un hombre fuerte no pueda arrastrar un cadáver.
—Sería aún más sencillo si hubieran sido dos —dijo y comprendí que se refería a los esclavos fugitivos—. Pero ¿dónde está el resto de la sangre? Debería haber más en la estatua y el cuerpo tendría que haber dejado un rastro.
—No si colocaron un trozo de tela debajo de la cabeza y luego lo usaron para limpiar las manchas de sangre.
—¿Se ha encontrado algún trozo de tela así?
—Marco Craso, perdona mi insolencia si te ruego que no reveles este secreto a nadie más, aunque ya lo saben Gelina, Mumio y dos esclavos. Sí, se ha encontrado una tela empapada en sangre, que alguien quiso arrojar al mar.
—Esa tela manchada de sangre ¿es uno de los descubrimientos que has mencionado antes, uno de los secretos que prefieres no compartir conmigo mientras las pruebas fermentan en tu cabeza? —me preguntó con suspicacia.
—Sí. —Me puse en cuclillas y comencé a buscar rastros de sangre en el suelo.
Una capa no era lo más indicado para limpiar la sangre de una alfombra, pero bajo la débil luz del candil era imposible notar manchas.
—Pero ¿para qué crees que los asesinos querrían mover el cuerpo?
Levantó la estatua con la mano izquierda y pasó un dedo de la derecha sobre la sangre incrustada. Volvió a dejar la estatua en la mesa con una mueca de asco.
—¿Por qué dices asesinos, en plural?
—Los esclavos…
—Quizás arrastraron el cuerpo y escribieron las letras del nombre de Espartaco para culpar a los esclavos y ocultar la verdad.
—O quizás los esclavos llevaron su cuerpo al sitio más notorio de la casa para hacerlo público, para asegurarse de que todos vieran el cadáver y el nombre.
No tenía respuesta para aquello. Una duda conducía a la otra.
—Parece difícil que el asesinato se llevara a cabo en esta habitación sin que nadie oyera nada, sobre todo si se produjo después de una discusión o si Lucio hizo ruido para pedir ayuda. Gelina duerme justo al otro lado del corredor y los ruidos la habrían despertado.
—Que Gelina pueda oír algo es mucho suponer —dijo Craso con una sonrisa sarcástica.
¿Por qué?
—Duerme como un lirón. Habrás reparado ya en su desmesurada afición por el vino. No es un hábito nuevo y Gelina no movería un músculo aunque desfilara por el pasillo un tropel de bailarinas con címbalos.
—Entonces hay que preguntarse por qué mataron a Lucio en la biblioteca.
—No, Gordiano. La pregunta sigue siendo la misma: dónde están los dos esclavos fugitivos. No es sorprendente que Zenón, su secretario, asesinara a Lucio en la habitación donde solían trabajar juntos. El joven caballerizo, Alexandros, podía haber estado con ellos, pues según tengo entendido sabía leer y hacer cuentas y Zenón a veces lo empleaba como ayudante. Puede que el responsable del crimen fuera Alexandros. Un caballerizo debería tener fuerza suficiente para arrastrar a Lucio por el pasillo y un tracio tendría la osadía de garabatear el nombre de su compatriota en el suelo. Algo le interrumpió mientras lo hacía y huyó antes de terminar.
—Sin embargo, nadie lo interrumpió. El cuerpo no fue descubierto hasta la mañana.
—Puede que gritara una lechuza o que un gato moviese un guijarro —dijo Craso encogiéndose de hombros—. O puede que el tracio no hubiera aprendido aún la letra C y tuviera que detenerse —añadió con desenfado mientras se restregaba los ojos con el índice y el pulgar—. Perdóname, Gordiano, pero creo que ya he tenido bastante por hoy. Hasta Marco Mumio se ha ido a la cama y creo que deberíamos imitarlo. —Levantó al Hércules de la mesa y lo colocó en el pedestal—. Supongo que éste será otro de tus secretos en fermentación, así que sólo se lo diré a Morfeo en sueños.
La luz del candil que alumbraba el pasillo había perdido intensidad. Pasé junto a la puerta de Gelina de puntillas, a pesar de la afirmación de Craso de que nada podría despertarla. En la penumbra, me asaltó una misteriosa sensación. Aquél era el mismo camino por donde habían arrastrado el cuerpo sin vida de Lucio. Miré hacia atrás y casi deseé haber aceptado el ofrecimiento del guardaespaldas de acompañarme a mi habitación.
Me detuve un rato en el atrio iluminado por la luna. El lugar estaba tranquilo, pero no enteramente silencioso. En el centro del luminoso atrio, el rumor persistente de la fontana resonaba con intensidad suficiente para apagar los movimientos de un hombre. Pero ¿habría bastado para sofocar el agudo chirrido de un cuchillo al grabar las letras en una losa? Sólo de pensar en aquel ruido me dio dentera.
Por el rabillo del ojo percibí una figura extraña, una especie de velo blanco que flotaba junto al féretro. El corazón comenzó a palpitarme con fuerza y retrocedí, pero entonces advertí que era sólo una columna de humo del incienso, iluminada fugazmente por un azulado rayo de luna. Me estremecí, pero lo atribuí al aire húmedo de la noche.
Subí las escaleras hasta la planta superior. Giré por un pasillo que no debía y me perdí. Aunque los candiles iluminaban los pasillos a tramos regulares y las ventanas dejaban entrar la luz de la luna, estaba totalmente desorientado. Intenté guiarme por los sonidos para determinar la situación del golfo, pero sólo oí el suave rumor del agua caliente que corría por las famosas cañerías de Orata, ocultas bajo el suelo y detrás de las paredes. Al pasar junto a una puerta cerrada me pareció oír una risa ligera. Habría jurado que se trataba de la voz grave de Marco Mumio, a la que replicaba una voz más aguda. Seguí andando y llegué junto a una puerta abierta, desde donde se oía un ronquido sordo y regular. Me asomé al interior, escudriñando la oscuridad, y entreví el abultado perfil de Sergio Orata, tendido en un amplio lecho coronado por un baldaquín del que colgaban paños de gasa. Regresé al pasillo y apresuré el paso hasta llegar a la sala semicircular donde Gelina nos había recibido.
Recordé con fastidio sus palabras: «Tú debes de ser Gordiano, el que llaman el Sabueso», y agradecí a los dioses que no hubiera nadie presente para reírse de mí. Había llegado al extremo norte de la casa después de girar, en lo alto de las escaleras que partían del atrio, en la dirección opuesta a la que me convenía. Estaba a punto de volverme cuando decidí salir a la terraza para tomar un poco de aire fresco y despejarme la cabeza.
Bajo el cuarto creciente, el golfo era una gran lámina de plata, salpicada por pequeñas olas negras y rodeada de colinas. Las lámparas de las casas lejanas parecían horadar las laderas de las montañas. Aunque unas cuantas nubes de forma irregular, iluminadas por la luna, surcaban el cielo, el resto de su superficie estaba tachonado de estrellas. Fascinado por aquella vista, estuve a punto de ignorar el pequeño resplandor de una lámpara en la playa, donde la tierra descendía de forma abrupta para fundirse con el mar.
Gelina había hablado de un cobertizo en un embarcadero. Un saliente rocoso y las altas copas de los árboles me ocultaban a medias el paisaje, pero justo debajo de donde me hallaba alcancé a distinguir un fragmento de tejado y algo parecido a un embarcadero que se adentraba en el agua. También reparé en unos leves resplandores y al aguzar el oído tuve la impresión de que las periódicas apariciones de la lámpara coincidían con un suave chapoteo, como si alguien arrojara algo al agua en silencio.
Miré alrededor, en busca de una escalera, y descubrí que el camino de descenso comenzaba justamente en el extremo de la terraza donde me encontraba. Comencé a bajar con cuidado.
Al principio, el sendero era una rampa empedrada que daba un giro de ciento ochenta grados, luego se estrechaba y se convertía en una escalera de pendiente pronunciada que se unía a otra sucesión de peldaños que bajaba de otra parte de la villa. La escalera desembocó en un camino adoquinado que serpeaba por la ladera de la colina, bajo una arcada de árboles y grandes arbustos. Pronto perdí de vista la villa y durante un trecho tampoco pude ver el cobertizo del embarcadero.
Por fin giré en ángulo, vi el tejado debajo y más allá el extremo del embarcadero que se adentraba en el agua. Una lámpara brilló en el embarcadero; hubo un chapoteo y desapareció el resplandor. Perdí pie en ese mismo instante y patiné sendero abajo, levantando un rocío de grava que cayó como granizo sobre el techo de la construcción.
Me quedé inmóvil en medio del silencio que siguió, contuve el aliento y agucé el oído, arrepentido de no haber llevado conmigo el puñal. La luz no reapareció, pero oí otro chapoteo súbito y fuerte, seguido por una pausa silenciosa, y luego ruidos entre la vegetación, como los que haría un ciervo asustado al huir. Me levanté y corrí colina abajo hasta que se acabó el camino. Entre el final del sendero y el cobertizo se alzaba un sombrío muro de impenetrable oscuridad, formado por árboles y enredaderas. Avancé despacio, consciente del ruido que producía al pisar la hierba y del suave golpeteo del agua contra el embarcadero.
Al otro lado del círculo de sombras, el cobertizo y el embarcadero estaban iluminados por la luna. El embarcadero se extendía unos dieciséis metros dentro del agua; no tenía barandilla, pero estaba jalonado a ambos lados por una sucesión de norayes. No había ningún bote amarrado a ninguno y el embarcadero estaba vacío. El cobertizo era una construcción sencilla, cuadrangular, con una sola puerta que daba al embarcadero. La puerta estaba abierta.
Salí al claro de luna y me dirigí hacia la puerta. Escruté el interior con el oído atento, pero no oí nada. Una ventana alta dejaba entrar suficiente luz para distinguir rollos de cuerda en el suelo, unos remos amontonados junto a la puerta y una serie de herramientas indefinidas colgadas en la pared del fondo. Los rincones estaban en penumbra y en el silencio absoluto que reinaba sólo se oía mi respiración, la de nadie más. Retrocedí y eché a andar por el embarcadero.
Caminé hasta el final, donde el disco incompleto de la luna parecía flotar sobre el agua, muy cerca de donde terminaba el embarcadero. A ambos lados, la costa semicircular estaba salpicada de luces de villas distantes, y a lo lejos, cruzando las extensas aguas tranquilas, las lámparas de Puzol semejaban estrellas. Miré hacia un lado del embarcadero, pero no había nada que ver en el agua negra, a excepción del reflejo de mi propia cara ceñuda. Volví sobre mis propios pasos.
El golpe no pareció provenir de ningún sitio concreto, fue como un mazo invisible surgido de un abismo tenebroso. Me dio en la frente y me hizo trastabillar hacia atrás. No sentí dolor, sólo un vértigo incontenible. El mazo invisible salió otra vez de la oscuridad, pero esta vez lo vi: era un remo corto y fuerte. Evité el segundo golpe más por casualidad que por otra cosa, pues un hombre que se tambalea es un blanco inestable. A pesar de los puntos de colores que flotaban ante mis ojos, puede distinguir a la figura oscura y encapuchada que me había golpeado.
Luego vino el agua. A menudo, los hombres que me contratan me preguntan si sé nadar y aunque suelo decir que sí, es mentira. Grité, chapoteé y de algún modo me las arreglé para permanecer a flote y llegar hasta el embarcadero, aunque allí me aguardaba el encapuchado con el remo en alto.
Intenté cogerme a un noray y mis dedos resbalaron sobre el musgo verde. El remo descendió para golpearme la mano, pero me las ingenié para cogerlo. Tiré con fuerza. Aunque mi verdadera intención era salir del agua y no arrojar a ella a mi contrincante, éste perdió el equilibrio y un instante después se unió a mí en las aguas oscuras.
Emergió a mi lado, me golpeó en el pecho con el codo e intentó llegar al embarcadero. Lo cogí de la capa, intentando con desesperación trepar sobre él para subir al muelle. Luchamos y pataleamos. Los ojos me escocían a causa de la sal, abrí la boca y tragué una ardiente bocanada de agua salada. Le di un golpe a ciegas.
Creo que acabó por darse cuenta de que si luchaba conmigo moriríamos los dos sin remedio. Se apartó de mí, se alejó a nado del embarcadero y se dirigió a la orilla cubierta de vegetación, al otro lado del cobertizo. Me aferré al resbaladizo poste de amarre y lo vi alejarse, como un monstruo marino lastrado por el peso de sus ropas empapadas. Su cabeza encapuchada subía y bajaba. Cuando estuvo a una distancia prudencial, trepé con esfuerzo al embarcadero y permanecí allí unos instantes, hasta recobrar el aliento. Mi atacante desapareció entre las sombras, al otro lado del cobertizo. Lo oí salir del agua, resbalar, chapotear y luego correr entre la vegetación.
El mundo volvió a estar en silencio, roto sólo por el murmullo de mi respiración agitada. Después de incorporarme, me llevé la mano a la frente y sentí un dolor punzante, pero no palpé sangre. Anduve haciendo eses, con las piernas temblorosas pero con la cabeza despejada.
No debería haber ido al cobertizo del embarcadero por la noche, solo y sin armas. Habría tenido que ir con Eco, con una linterna y con un cuchillo afilado, pero ya era demasiado tarde. Saqué el remo del agua para utilizarlo como arma y corrí hacia el pie del sendero. Era fatigoso y empinado, pero lo subí corriendo, escudriñando cada rincón oscuro y blandiendo el remo ante el invisible asesino que podía acechar en la oscuridad. El sendero se transformó en escaleras, las escaleras en rampa y la rampa en terraza, donde por fin me sentí a salvo. Hice una larga pausa para recuperarme y entonces sentí el frío de mi túnica mojada. Caminé a toda prisa por la casa en sombras, tembloroso y con el remo todavía en la mano, hasta que llegué a mi habitación.
Entré y cerré la puerta detrás de mí. Eco roncaba como un bendito. Extendí el brazo y acaricié el suave mechón de pelo que le cubría la frente, embargado por una súbita ternura y el deseo de protegerlo. Pero ¿de quién o de qué? Estaba helado, empapado y demasiado cansado para dar un paso más. Me quité la túnica mojada y me sequé lo mejor que pude con una manta. Volví a ponerla en la cama y me tendí de espaldas, deseoso de dormir.
Algo duro y puntiagudo se me clavó en la espalda y me incorporé de un salto. Por lo visto no habían acabado las sorpresas aquella noche.
Percibí un bulto oscuro sobre la almohada. Salí desnudo de la habitación para coger un candil del pasillo y a su tenue resplandor estudié el objeto que habían dejado en mi cama. Era una figura del tamaño de una mano, tallada en piedra negra y porosa, una criatura grotesca de rostro repulsivo. Sus ojos eran dos pequeños fragmentos de cristal rojo que destellaban bajo la luz. Lo que me había pinchado la espalda era su nariz puntiaguda y corva.
—¿Habrase visto cosa más fea en la vida? —murmuré.
Eco me respondió con un ruidito gutural y se volvió hacia la pared, profundamente dormido. Al igual que Gelina, no se habría despertado aunque un tropel de bailarinas con címbalos desfilara ante la puerta. Dejé el pequeño monstruo en el alféizar de la ventana porque no se me ocurrió qué otra cosa podía hacer con él y porque estaba demasiado cansado para pensar.
Puse el candil en una mesa y lo dejé encendido, no porque confiara en la protección de la luz, sino porque estaba demasiado agotado para apagarla. Me dejé caer en la cama y me dormí casi inmediatamente, pero poco antes de que Morfeo me llamara, me estremecí al comprender por qué habían puesto la estatuilla en mi cama. Fuera cual fuese la intención, hacerme un regalo, una advertencia o echarme una maldición, se trataba de brujería. Estaba en la región de la Crátera, donde la tierra exhala azufre y vapor, donde los antiguos pobladores practicaban la magia y donde los colonos griegos habían introducido nuevos dioses y oráculos. La idea agitó mis sueños, pero nada, ni siquiera un tropel de bailarinas con címbalos en el pasillo, me habría mantenido despierto un instante más.