La cena comenzó en la duodécima hora del día, poco después de la puesta del sol, en una habitación modestamente amueblada en el ala sur de la planta superior. Las ventanas orientales daban a Puzol y las meridionales al Vesubio. Un grupo de esclavos se movía, con premura pero sin molestar, por el comedor y los pasillos adyacentes, encendiendo braseros para calentar el aire fresco de la noche e iluminando las decoradas paredes con una serie de candiles colgantes. No había viento y no se oía cantar a ningún pájaro ni a ninguna otra criatura viva. El único sonido procedente del exterior era el suave murmullo del mar, que parecía un suspiro lejano. Al mirar por la ventana del sur, divisé una sola estrella sobre el Vesubio, resplandeciente en medio del más oscuro de los cielos. La atmósfera de serena opulencia que reinaba en la villa inspiraba esa peculiar sensación de comodidad y espléndida fastuosidad propia de las casas de los ricos.
Gelina, que ya estaba recostada en el triclinio, daba la bienvenida a sus invitados a medida que llegaban, solos o en parejas, todos vestidos con sobrias túnicas negras o azul oscuro. Había sitio para once personas en total, número inconveniente para una cena, pero Gelina solucionó el problema acomodando a la concurrencia en un cuadrado, con tres triclinios en tres de los lados y dos en el restante, uno para sí y otro para Craso. Las pequeñas mesas dispuestas delante de cada triclinio ya estaban preparadas con copas de vino dulce, aceitunas verdes y negras y un aperitivo a base de erizos de mar adobados con salsa de comino. La pintora Iaia y su protegida Olimpia, junto con el polimático, estaban acomodados frente a Gelina; Marco Mumio, Fausto Fabio y Sergio Orata, a su derecha, y Eco y yo a su izquierda, junto al actor Metrobio. Gelina se limitó a presentarnos como Gordiano de Roma e hijo, sin más explicaciones. Sin embargo, por la expresión de sus caras, adiviné que los invitados de Gelina conocían la razón de mi presencia. Sus ojos reflejaban diversos grados de escepticismo, desconfianza y desinterés.
Iaia estaba impresionante con su estola negra como el ébano, sus joyas de plata y el pelo hinchado, recogido y de color magenta (seguramente teñido); sin duda había sido muy hermosa de joven y ahora seducía con esa serenidad y confianza propias de las mujeres que conservan el encanto después de perder la juventud. Tenía los altos pómulos generosamente empolvados y las cejas afeitadas y dibujadas con lápiz.
Aunque Iaia me observaba con frialdad, su joven protegida, una rubia despampanante, me miraba con insolencia, como si mi presencia fuese un desafío para ella. Olimpia podía permitirse el lujo de descuidar su aspecto. A la luz de los candiles, su cabello desprovisto de adornos era una madeja de hilos entrelazados de oro y plata, y el azul de sus ojos, casi violáceo, habría empalidecido y deslucido cualquier maquillaje que se hubiera puesto sobre la inmaculada perfección del cutis. Su estola azul, sin mangas, bordados ni festones, era incluso más sencilla que las que llevábamos Eco y yo. No llevaba joyas y observé algunas manchas en sus dedos y rastros de pintura en el dobladillo de la túnica.
Dionisio, un individuo enjuto de barba gris, con expresión arrogante, me dirigía miradas furtivas mientras jugueteaba con las aceitunas con los dedos de la izquierda. Durante la primera parte de la velada, permaneció callado, como si se reservara para más tarde. Tenía un aspecto misterioso, aunque quizás se debiera a la actitud de presuntuosa sagacidad que adoptaba, al igual que muchos filósofos.
El semblante adusto y reservado de Dionisio contrastaba notablemente con el del diseñador Orata, que compartía el mismo lado de la mesa con el polimático. Orata, calvo salvo por un raleante semicírculo de cabello rojo que le adornaba como una corona triunfal, tenía el aspecto del hombre que ha engordado gracias al éxito. Su cara rechoncha y pensativa parecía fuera de lugar en medio de la melancolía general. Cuando me miró, no pude precisar si le había caído bien de inmediato o si su sonrisa astuta intentaba ocultar otro tipo de reacción. Durante la mayor parte del tiempo me trató con indiferencia, pues estaba demasiado ocupado ordenando a los esclavos asignados a su triclinio que le deshuesaran las aceitunas o le llevaran más salsa de comino.
El actor Metrobio, reclinado a mi derecha, me saludó con una breve inclinación de cabeza y de inmediato concentró su atención en Gelina. Estaba tendido sobre el costado derecho y ella sobre el izquierdo, de modo que sus cabezas se unían. Hablaban en voz baja y de vez en cuando Metrobio le estrechaba la mano en un gesto tranquilizador. La túnica larga y amplia lo cubría de los pies a la cabeza y aunque a primera vista el lino finamente hilado parecía de un fúnebre tono negro, al observarlo con mayor atención descubrí que era morado oscuro. Llevaba joyas de oro alrededor del cuello y las muñecas y en la mano izquierda una sortija con una piedra preciosa que resplandecía bajo la luz cada vez que alzaba la copa. Se decía que Metrobio había sido el gran amor de Sila, que su compañerismo y amistad habían perdurado más allá de los múltiples matrimonios y alianzas del dictador. Si en su juventud había poseído algún atractivo físico, ya lo había perdido por completo, pero la gran melena blanca le confería un venerable aire de dignidad y las curtidas arrugas de la cara, una especie de belleza tosca. Evoqué la noche, diez años atrás, en que lo había visto actuar para Sila y recordé el hechizo que había producido su presencia. A pesar de que estaba pendiente de Gelina, yo sentía el carismático poder que ejercía sobre los demás, tan ostensible como el aroma de mirra y rosas que perfumaba sus ropas. Ejecutaba cada movimiento con una gracia instintiva y el murmullo suave y sereno de su voz resultaba reconfortante, como el crepitar de la lluvia en una noche de verano o el rumor del viento entre las copas de los árboles.
Sólo mi presencia y la de Eco distinguían aquella reunión de cualquier cena típica en las villas de Bayas: un militar, un patricio, una pintora y su protegida, un polimático, un diseñador, un actor y la anfitriona. El anfitrión estaba ausente —o más exactamente, tendido sobre un féretro de marfil en el atrio—, pero el hombre más rico de Roma ocuparía su lugar. Sin embargo, Marco Craso no se había dignado honrarnos con su presencia todavía.
A pesar de la pintoresca concurrencia, la conversación me decepcionó por lo inconexa. Mumio y Fausto hablaban en voz baja sobre los asuntos del día y sobre las provisiones para el campamento de Craso en el lago Lucrino; Iaia y Olimpia intercambiaban murmullos inaudibles; el filósofo cavilaba sobre su comida, el diseñador se deleitaba con cada bocado, y Gelina y Metrobio manifestaban una absoluta indiferencia hacia el resto de los comensales. Por fin llegó Metón, el esclavo de Gelina, y le susurró algo al oído. La mujer asintió y le ordenó retirarse.
—Me temo que Marco Craso no se unirá a nosotros esta noche —anunció.
Yo pensaba que el clima de tensión se debía a mi presencia o a la atmósfera de duelo que se respiraba, pero en aquel instante todos dejaron escapar un suspiro de alivio.
—¿Lo han retenido los asuntos de Puzol? —preguntó Mumio con la boca llena de erizo de mar.
—Ha mandado decir que cenará solo, que llegará tarde y que no es necesario que sigamos esperándolo.
Hizo un gesto a los esclavos, que retiraron los aperitivos y sirvieron los platos principales: un estofado agridulce de jamón con manzanas, pastelillos de marisco sazonados con alheña y pimienta y filetes de pescado con puerros y cilantro, todo servido en fuentes de plata y acompañado de sopa de cebada, col y lentejas que tomamos en tazones de arcilla.
Con el tiempo, la conversación se volvió más animada y versó principalmente sobre la comida. La comparación de los méritos de la liebre y el cerdo prevalecieron sobre la muerte, el desastre inminente, las ambiciones políticas y la amenaza de Espartaco. También se debatió el tema de la carne, declarada incomestible por unanimidad. Fausto Fabio afirmó que el ganado no tenía otra utilidad que la de su piel, aunque el filósofo Dionisio, que hablaba en tono didáctico, nos informó de que los bárbaros del norte preferían la leche de vaca a la de cabra.
Sergio Orata parecía experto en el comercio de especies y otras exquisiteces orientales. En una ocasión había llegado hasta Partia para investigar las posibilidades del mercado y en el Éufrates lo habían invitado a beber un brebaje local, hecho de cebada fermentada, que los partos preferían al vino.
—Era del color de la orina —dijo riéndose— y tenía exactamente el mismo sabor.
—¿Cómo lo sabes? ¿Acaso te ha dado por beber orina? —preguntó Olimpia, inclinando la cabeza con fingido recato para que un mechón rubio le cubriera un ojo. Iaia la miró de soslayo y reprimió una sonrisa. La calva de Orata se tornó roja de rubor y Mumio rió con estridencia.
—Mejor orina que alubias —exclamó Dionisio—. Ya conocéis el consejo de Platón: por la noche hay que penetrar en el reino de los sueños con el espíritu puro.
—¿Y qué tiene que ver eso con las alubias? —preguntó Fabio.
—¿No sabes lo que decían los pitagóricos? La flatulencia causada por las alubias impide que el alma busque la verdad.
—Vaya, como si fuera el alma y no el vientre lo que se llena de gases —exclamó Metrobio, que se inclinó hacia mí y bajó la voz—: Estos filósofos… Ninguna idea es demasiado absurda para ellos. Y éste me suena a charlatán: todo le sale por la boca y nada por el otro extremo.
Gelina, inmune a aquella demostración de ingenio y grosería, comía en silencio. Picoteaba del plato con nerviosismo y pedía que le llenaran la copa más a menudo que los demás.
Metrobio comenzó a instruirme sobre las diferencias entre la cocina de Roma y la de Bayas.
—En el mercado local hay una gran variedad de marisco fresco y, como es natural, se encuentran especies marinas que en Roma no existen, pero las diferencias son más sutiles. Por ejemplo, cualquier cocinero te dirá que las mejores ollas se hacen de una arcilla especial que se encuentra sólo en las cercanías de Cumas. En Roma, esas ollas son carísimas y difíciles de conseguir, pero aquí hasta el pescador más pobre tiene una, por eso preparamos toda clase de platos rústicos, sublimes y sencillos al mismo tiempo, como la sopa de cebada. También tenemos las famosas judías verdes de Bayas, más dulces y tiernas que las de cualquier otro sitio. El cocinero de Gelina prepara un plato con judías verdes, cilantro y cebollino picado, digno de las Bacanales. Ah, pero los esclavos comienzan a retirar el plato principal y eso significa que pronto vendrá el segundo.
Las bandejas de plata que traían los esclavos, resplandecientes a la luz de los candiles, contenían peras asadas, rellenas y aromatizadas con canela, castañas asadas y queso adobado con licor de cereza fermentado. Fuera, el intenso azul del cielo se volvió negro y se cubrió de estrellas rutilantes. Gelina sufrió un escalofrío y ordenó que acercaran los braseros. Las llamas danzarinas se reflejaban en las fuentes de plata, de modo que los manjares de las mesas parecían flotar sobre albercas de fuego.
—Es una pena que Marco Craso no esté aquí para disfrutar de semejante banquete —dijo Metrobio mientras cogía una pera rellena y aspiraba su aroma—. Aunque si estuviese aquí, ahora estaríamos hablando todos de política, de política y de política.
—Sobre la que algunas personas no saben nada —replicó Mumio fulminándole con la mirada—. Una buena discusión política serviría para que ciertos individuos tuvieran la boca cerrada, para variar —añadió; se introdujo una castaña en la boca y se lamió los labios.
—Se comporta en la mesa como un bárbaro —me dijo Metrobio en un aparte.
—¿Qué has dicho? —exclamó Mumio, echándose hacia adelante.
—Que tienes un apetito bárbaro. Se nota que haces mucho ejercicio.
Mumio retrocedió muy despacio, mirándole con suspicacia.
—Tal vez deberíamos hablar de un tema que nos interese a todos —sugirió Metrobio—. ¿Qué tal el arte? Iaia y Olimpia lo crean, Dionisio lo contempla y Orata lo compra. ¿Es verdad, Sergio, que te han contratado para construir y decorar un nuevo estanque de peces para uno de los Cornelios, en Miseno?
—Así es —dijo Sergio Orata.
—¡Ah, los propietarios de la Crátera y su amor por los estanques decorativos! ¡Cómo se recrean con sus barbados salmonetes! He oído decir que algunos senadores ponen nombre a cada pez y los alimentan con sus propias manos desde que son pequeños. Y que cuando los salmonetes crecen, se niegan rotundamente a comérselos.
—Oh, para ya, Metrobio —dijo Gelina, sonriendo por fin—. Nadie puede ser tan tonto.
—¿Que no? Se dice que los Cornelios quieren rodear su nuevo estanque con toda clase de hermosas estatuas, no para que las disfruten sus visitantes, sino para regocijo de los peces.
—¡Tonterías! —exclamó Gelina, que en cuanto vaciaba la copa estiraba el brazo para que el esclavo escanciador volviera a llenársela.
Metrobio añadió con absoluta seriedad:
—Y el caso es que los salmonetes… Detesto propalar infundios, pero se dice que los salmonetes de los Cornelios son tan ignorantes que no saben diferenciar un Policleto de un Polidoro. Si cambiaras la cabeza de Juno por la de Venus no se darían cuenta. ¿Os lo imagináis? —Todo el mundo se echó a reír. Metrobio agitó un dedo ante Orata—. De modo que ten cuidado, Sergio, con las estatuas que pones en el estanque de Cornelio. No vale la pena gastar una fortuna por un Salmonete Loco que no notará la diferencia.
Orata se ruborizó sin perder la serenidad, pero Mumio parecía a punto de sufrir un ataque. Fausto Fabio le contenía apretándole el muslo con la mano izquierda, con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos, mientras con la diestra se llevaba la copa a los labios para ocultar su propia sonrisa.
A Gelina se le soltó la lengua de repente.
—Si queréis hablar de arte, podríamos comentar el proyecto de Iaia para la antecámara de los baños femeninos. ¡Es maravilloso! En las cuatro paredes, desde el suelo hasta el techo, hay pulpos, calamares y delfines haciendo cabriolas. Hace que me sienta tan serena y protegida como si estuviera en el fondo del mar. Y unos matices del azul… marino, celeste, verdoso como las algas. ¡Me encanta el azul! ¿A ti no? —Sonrió a Olimpia, algo achispada—. La túnica que llevas es de un azul precioso y te queda divinamente con el pelo rubio. ¡Cuánto talento tenéis las dos!
—Gracias, Gelina —dijo Iaia con los labios fruncidos—, pero creo que todos los presentes ya han visto la obra en curso.
—No —respondió Gelina—, Gordiano no lo ha visto, ni Eco, su encantador retoño. Hay que enseñárselo todo, ¿entendéis? No hay que ocultarles nada, absolutamente nada. Para eso están aquí, para ver, para observar. Dicen que Gordiano tiene buen ojo y mejor olfato. No me refiero al ojo del experto en obras artísticas ni al olfato del cocinero, sino al del perro cazador que sabe rastrear la presa. Por algo le llaman el Sabueso, digo yo. Mañana podrías enseñarle tu trabajo, Iaia, y permitirle contemplar los peces voladores y los calamares. No veo por qué no, mientras no haya mujeres en los baños de las mujeres… quiero decir mujeres bañándose, claro. Anda, di que sí. Estoy segura de que Gordiano aprecia el arte tanto como cualquiera de nosotros.
Olimpia alzó una ceja, me miró primero a mí con frialdad y luego a Eco, que se turbó con su mirada. Iaia, imperturbable, sonrió y asintió.
—Por supuesto, Gelina, será un placer enseñar nuestra obra a Gordiano. Quizás por la mañana, cuando hay mejor luz. Y ya que hablamos de arte, sé que Dionisio está escribiendo una nueva obra, aunque todavía no nos ha contado nada de ella.
—Es porque Craso siempre le manda cerrar el pico —me susurró Metrobio al oído.
—He tenido que interrumpir temporalmente la redacción de la comedia —dijo Dionisio con sonrisa forzada—. Los acontecimientos de los últimos meses, y en especial de los últimos días, han desviado mis pensamientos hacia asuntos más serios. Estoy enfrascado en un tratado de tema más actual: un análisis de las anteriores rebeliones de esclavos, con algunas observaciones sobre la mejor forma de evitarlas en el futuro.
—¿Rebeliones anteriores? —preguntó Gelina—. ¿Quieres decir que ha habido otras antes de la de Espartaco?
—Oh, claro que sí. La primera de la que tenemos noticia sucedió hace ciento veinte años, después de la guerra con Aníbal. La victoria de Roma se consumó capturando a un sinfín de cartagineses, que quedaron retenidos como rehenes y prisioneros de guerra. Los esclavos de los cartagineses también fueron capturados y vendidos como parte del botín. Muchos rehenes y esclavos se concentraron en la aldea de Setia, cerca de Roma. Los rehenes urdieron un plan para escapar y convencieron a sus antiguos esclavos, prometiéndoles la libertad si se sublevaban contra los nuevos amos y los ayudaban a volver a Cartago. Pocos días después iban a celebrarse combates de gladiadores en Setia y el plan consistía en rebelarse entonces y arremeter contra al pueblo por sorpresa. Por fortuna, dos esclavos revelaron la conspiración al pretor de Roma, que reunió un ejército de dos mil hombres y se dirigió a Setia. Los cabecillas de la conspiración fueron detenidos, pero muchos esclavos huyeron de la ciudad. Aunque al final se detuvo o ajustició a todos, antes sembraron el terror en toda la región. Los dos esclavos que habían delatado a sus compañeros recibieron a cambio la libertad y veinticinco mil piezas de bronce.
—¡Ah! —exclamó Gelina, que había estado escuchando con los ojos muy abiertos—. Me encantan las historias con final feliz.
—Si hay algo más aburrido que la política, es la historia —dijo Metrobio con un bostezo—. En tiempos de crisis como los actuales, creo que Dionisio haría un mayor servicio al mundo escribiendo una comedia decente que desenterrando desgracias del pasado.
—¿De qué demonios hablaría un hombre como Sila con un hombre como tú? —murmuró Mumio.
Metrobio le lanzó una mirada venenosa.
—Yo podría preguntar lo mismo sobre ti y tu…
—Por favor, nada de rencillas después de la cena —rogó Gelina—. Es malo para la digestión. Continúa, Dionisio. ¿Cómo te enteraste de esa historia tan fascinante?
—A menudo doy gracias a Minerva y a la sombra de Heródoto por la magnífica biblioteca que tu difunto esposo reunió con tanto esmero —respondió Dionisio con sutileza—. Para un hombre como yo, residir en una casa llena de sabiduría resulta tan alentador como vivir en una casa llena de belleza. Por fortuna, en esta villa nunca me he visto obligado a elegir entre las dos cosas. —Gelina sonrió y el bonito cumplido provocó un murmullo de aprobación entre la concurrencia—. Pero, para continuar con mi relato, os diré que la abortada rebelión de Setia es el primer ejemplo que he encontrado de sublevación general o de intento de fuga por parte de un grupo grande y organizado de esclavos. Con los años, se produjeron otras situaciones similares, tanto en Italia como en otros sitios, pero he podido encontrar poca información al respecto y no parecen tener mayor importancia si se las compara con las dos guerras de esclavos de Sicilia, la primera de las cuales comenzó hace sesenta años, justamente el año en que yo nací. Cuando era niño, oí muchas anécdotas sobre ella.
»Parece que en aquella época los terratenientes de Sicilia comenzaron a acumular riquezas y a reunir un gran número de esclavos. La riqueza volvió arrogantes a los sicilianos y la constante llegada de esclavos procedentes de las provincias conquistadas en África y Oriente hacía que sus amos los trataran con muy poca consideración, pues era fácil reemplazarlos cuando se encontraban debilitados por el trabajo o la desnutrición. De hecho, muchos terratenientes enviaban a los esclavos a trabajar como pastores sin la ropa ni la comida adecuada. Cuando estos esclavos se quejaban a causa de su desnudez o del hambre, sus amos les aconsejaban que robaran ropa o comida a los viajeros que encontraran en los caminos. Por eso, a pesar de su riqueza, Sicilia se convirtió en un territorio anárquico y peligroso.
»Había un terrateniente, llamado Antígenes, famoso por su desmedida crueldad. Fue el primer isleño que marcó a sus esclavos con hierro candente para identificarlos, una práctica que luego se popularizó en toda Sicilia. Cuando un esclavo acudía a él, para pedirle comida o vestimenta, lo golpeaba, lo encadenaba y lo humillaba públicamente antes de mandarlo a trabajar de nuevo, tan desnudo y hambriento como antes.
»Antígenes tenía un esclavo favorito a quien regalaba y humillaba al mismo tiempo, un sirio llamado Eúnus que alardeaba de ser mago y hechicero. Eúnus se dedicaba a describir sueños en que los dioses le habían hablado, A la plebe le gustan estas historias, aunque las cuente un esclavo. Pronto comenzó a ver a los dioses a plena luz del día, o a fingir que los veía, y a hablar con ellos en lenguas extrañas mientras los demás le contemplaban maravillados. Incluso escupía fuego por la boca.
—¿Fuego? —preguntó Gelina, atónita.
—Es un viejo truco escénico —explicó Metrobio—. Se hacen dos orificios en los extremos de una nuez o algo parecido, se llena la nuez con una substancia combustible, se enciende y se introduce en la boca. Luego basta con soplar para que salgan llamas y chispas. Cualquier prestidigitador de la Subura sabe hacerlo.
—De acuerdo, pero fue Eúnus quien importó el truco de Siria —dijo Dionisio—. Su amo lo exhibía en los banquetes, donde el esclavo entraba en trance, escupía fuego y revelaba el futuro. Cuanto más estrambótico era lo que contaba, mejor lo recibía el público. Por ejemplo, una vez le dijo a Antígenes y a sus invitados que se le había aparecido una diosa siria prometiéndole que él, un simple esclavo, se convertiría en rey de toda Sicilia, pero que no debían temerle porque mantendría una actitud muy justa y tolerante con los amos de los esclavos. A los invitados de Antígenes les pareció una historia muy divertida y premiaron a Eúnus con manjares de la mesa, rogándole que recordara su generosidad cuando fuera rey. Poco sospechaban el siniestro curso que tomaría el destino.
»Un buen día los esclavos de Antígenes decidieron rebelarse contra su amo, pero primero consultaron a Eúnus para preguntarle si los dioses los favorecerían. Eúnus les dijo que la rebelión sería un éxito, pero sólo si actuaban con brutalidad y sin vacilaciones. Aquella noche, los esclavos, unos cuatrocientos en total, celebraron una ceremonia en el campo, donde intercambiaron juramentos y practicaron ritos y sacrificios, tal como les había aconsejado Eúnus. Presas de una sanguinaria enajenación, irrumpieron en la ciudad, mataron a los hombres libres, violaron a las mujeres e incluso pasaron a cuchillo a los niños. Capturaron a Antígenes, lo desnudaron, lo azotaron y lo degollaron. Luego los esclavos engalanaron a Eúnus, le pusieron una corona de oro en la cabeza y lo proclamaron rey.
»La noticia de la sublevación se propagó como el fuego a lo largo de la isla e incitó a otros esclavos a la rebelión. Se sublevaron grupos de esclavos rivales y, aunque algunos tenían la esperanza de que acabarían enfrentándose entre sí, lo cierto es que se unieron, acogiendo en sus filas a toda clase de forajidos. La fama de su victoria trascendió las fronteras de Sicilia y provocó el caos general. Se levantaron ciento cincuenta esclavos en Roma y más de mil en Grecia, mientras se producían conflictos semejantes en distintas regiones de Italia y Grecia. Sicilia degeneró en una auténtica anarquía.
»Los esclavos rebeldes se habían apoderado de Sicilia y habían proclamado rey a Eúnus. El pueblo llano, por otra parte, manifestó su resentimiento hacia los ricos apoyando a los esclavos. A pesar de la anarquía, la rebelión se llevó a cabo con inteligencia, pues los esclavos torturaron y mataron a los terratenientes, pero tuvieron la precaución de no destruir cosechas o bienes que pudieran resultarles útiles en el futuro.
—¿Y cómo acabó todo? —preguntó Gelina.
—Enviaron tropas desde Roma. Hubo una serie de batallas en toda Sicilia y aunque durante un tiempo los esclavos parecían invencibles, por fin un gobernador romano, Publio Rupilio, logró sitiarlos en la ciudad de Tauromenio. El sitio se prolongó hasta que los insurgentes sucumbieron al hambre, tras haber llegado al punto de practicar el canibalismo. Comenzaron por comerse a sus hijos, luego a sus mujeres y por fin se devoraron entre sí.
—¡Ay! ¿Y qué pasó con el mago? —murmuró Gelina.
—Huyó de Tauromenio y se ocultó en una cueva, hasta que Rupilio lo obligó a salir. Así como los esclavos se habían comido unos a otros, su rey apareció semidevorado por los gusanos, los mismos que, según se dice, atormentaron al gran Sila durante los últimos años que pasó en la Crátera, antes de morir de apoplejía; lo cual demuestra que esas voraces criaturas, como la escoria de la especie humana, son capaces de alimentarse de cualquier dirigente, por sublime o mediocre que sea. Los hombres de Rupilio sacaron a Eúnus de la cueva, mientras gritaba y se desgarraba la carne, y lo encerraron en una mazmorra en Murgantia. El mago continuó teniendo visiones, cada vez más horribles, que terminaron en auténticos delirios. Por fin los gusanos lo consumieron y tal fue el desdichado fin de la primera rebelión importante de esclavos.
Se hizo un profundo silencio. Los invitados de Gelina permanecieron impasibles, a excepción de Eco, que parecía atónito, y de la joven Olimpia, cuyos ojos brillaban a causa de las lágrimas. Mumio se removió en el triclinio. Por fin, los suaves pasos de un esclavo que llevaba una fuente vacía a la cocina rompieron el silencio. Observé las caras de los esclavos encargados de servir la mesa, erguidos en sus puestos, junto a cada comensal. Ninguno me devolvió la mirada; tampoco se miraban entre sí. Todos tenían la vista fija en el suelo.
—Bueno, Dionisio —dijo Metrobio, cuya voz sonó inusualmente estridente después del silencio—, ya tienes el argumento para una estupenda comedia. Titúlala Eúnus de Sicilia y déjame dirigirla a mí.
—¡Por favor, Metrobio! —exclamó Gelina.
—Lo digo en serio. Sólo te falta ponerle los personajes habituales. Veamos: un torpe terrateniente siciliano y su hijo, que por supuesto estará enamorado de la hija de un vecino; luego el tutor del hijo, un esclavo bueno que sentirá la tentación de unirse a la rebelión, pero que al final optará por la lealtad y salvará de la chusma a su joven amo. Podemos crear varias escenas grotescas con Eúnus, hacerlo aparecer echando fuego por la boca o delirando. Presenta al general Rupilio como un fanfarrón; confundirá al buen esclavo con Eúnus y querrá crucificarlo; en el último momento, el joven amo rescatará al esclavo bueno y así le devolverá el favor de haberle salvado la vida. Al final, la rebelión se sofoca entre bastidores y la obra acaba con una alegre canción. Ni el mismo Plauto sería capaz de concebir un argumento semejante.
—Y que lo digas —dijo Iaia con segundas.
—Es una idea un poco desagradable —señaló Orata—, dadas las actuales circunstancias.
—Es probable que tengas razón —admitió Metrobio—. Quizás lleve demasiado tiempo lejos de los escenarios. Continúa, Dionisio. Espero que la siguiente calamidad que cuentes sea tan divertida como la anterior.
—Me temo que voy a desilusionarte —dijo Dionisio tras aclararse la garganta—. Después de la de Eúnus se han producido varias rebeliones de esclavos en Sicilia, pues en esa isla parece haber algo que incita a la depravación entre los ricos y a la rebelión entre los esclavos. La última y más importante sucedió en Siracusa, hace treinta y cinco años, cuando Mario era cónsul. Fue tan importante como la de Eúnus, pero me temo que el anecdotario es mucho menos pintoresco.
—¿No había magos que echaran fuego por la boca? —preguntó Metrobio.
—No —respondió Dionisio—, sólo miles de esclavos peligrosos que saquearon, violaron, mataron, coronaron falsos reyes y desafiaron el poder de Roma, hasta que un general crucificó a los cabecillas, encadenó a los demás y restauró la ley y el orden.
—Y así será —dijo Fausto Fabio con actitud sombría— cada vez que los esclavos sean tan insensatos como para alterar el orden natural de las cosas.
Orata y Mumio asintieron con sabiduría.
—Basta de desgracias —dijo Gelina de repente—, cambiemos de tema. Ya es hora de que nos divirtamos un poco. ¿Por qué no recitas algo, Metrobio? —El actor negó con la cabeza canosa y Gelina no insistió—. Entonces oigamos una canción. Sí, una canción es lo que necesitamos para animarnos un poco. Metón… ¡Metón!, llama a ese joven que canta divinamente, ya sabes a quién me refiero. Sí, al hermoso griego de sonrisa dulce y rizos oscuros.
Noté una expresión extraña en la cara de Mumio. Mientras esperábamos la llegada del esclavo, Gelina bebió otra copa de vino y nos instó a que la imitáramos. Dionisio fue el único que declinó la invitación; no obstante, un esclavo le sirvió un espumoso brebaje verde en una copa de plata.
—¡Por Hércules! ¿Qué es eso? —pregunté.
—Dionisio se lo toma dos veces al día —dijo Olimpia riendo—, antes de la comida y después de la cena, y quiere convencernos de que hagamos lo mismo. Es una poción con un aspecto horrible, ¿verdad? Pero si Orata puede beber orina…
—No era orina, sino cebada fermentada. Yo sólo dije que parecía orina.
Dionisio se echó a reír.
—Esto no contiene nada tan exótico, o tan vulgar, como la orina. —Bebió de la copa y cuando la dejó en la mesa, tenía los labios teñidos de verde—. Tampoco es una poción, pues no tiene nada de mágico. Contiene berro y hojas de parra trituradas, junto con una mezcla de hierbas medicinales preparada por mí: ruda, para agudizar la vista; laserpicio, para fortalecer los pulmones; ajo, para dar energía…
—Lo que explica por qué Dionisio es capaz de hablar durante horas e incluso días enteros sin desfallecer… aunque su público sí lo haga —dijo Fabio con jovialidad.
Entre las risas generales, llegó un joven griego con una lira. Era Apolonio, el esclavo que había atendido a Marco Mumio en los baños. Noté que Mumio bostezaba y demostraba poco interés por el cantante, pero su bostezo parecía demasiado estudiado y su mirada ausente ocultaba cierta inquietud. Los esclavos redujeron la intensidad de los candiles y el comedor quedó en penumbras. Gelina pidió una canción con título griego, «una canción alegre», según nos aseguró, y el joven comenzó a tocar.
Apolonio cantaba en un dialecto del que yo sólo entendía algunas palabras y frases sueltas. Quizá fuera una égloga, porque hablaba de verdes campos, grandes montañas y nubes aterciopeladas; o quizá una leyenda, porque su gloriosa voz pronunció el nombre de Apolo y alabó la luz del sol sobre las rielantes aguas de las Cícladas. «Como gemas en un mar de oro», cantó. «Como los ojos de una diosa en el rostro de la luna». Quizá fuera una canción de amor, pues le oí hablar de cabellos negros como el azabache y de una mirada penetrante como una flecha. O quizá fuera una elegía fúnebre, pues el estribillo repetía una y otra vez «Nunca más, nunca más, nunca más».
Fuera lo que fuese, jamás habría dicho que se trataba de una canción alegre. Tal vez no era la canción que Gelina esperaba, pero ella la escuchó con seria concentración y poco a poco su cara adquirió un aspecto tan desolado como el de aquella tarde, cuando la había conocido. Ningún invitado sonreía e incluso Metrobio escuchaba con los ojos entornados y una expresión de reverencia. A pesar de la tristeza de la canción y del sentimiento del intérprete, sólo vi derramar una lágrima entre el público. La vi correr por la mejilla cenicienta de Marco Mumio: una esquirla de cristal, resplandeciente a la luz de los candiles, que se perdió rápidamente entre la barba, aunque no tardó en despuntar otra.
Me concentré en Apolonio, cuyos temblorosos labios entreabiertos entonaban una melodía que parecía contener todo el dolor y la desesperación del mundo. Sentí un escalofrío y se me puso la carne de gallina, aunque no por la emotividad de la canción ni por la súbita bocanada de aire fresco que penetró en la estancia, sino porque recordé que tres días después él también estaría muerto, como los demás esclavos de la casa, y que jamás volvería a cantar.
Frente a mí, oculto entre las sombras, Marco Mumio se cubrió la cara y lloró en silencio.