VI

—¿Nadie vio o escuchó nada aquella noche?

—No —respondió Gelina.

—Y sin embargo, que el nombre de Espartaco esté incompleto parece indicar que quienquiera que lo escribiese fue interrumpido y se vio obligado a huir. Es muy extraño.

—Puede que sólo se asustaran —dijo Mumio.

—Puede. ¿Y faltaba algo de la casa a la mañana siguiente, aparte de los dos esclavos?

Gelina reflexionó un momento y negó con la cabeza.

—Nada.

—¿Nada? ¿Ni monedas ni armas? ¿Cuchillos de cocina? Lo lógico es que unos esclavos que huyen saqueen la casa en busca de armas y dinero.

—A menos que, como tú mismo has dicho, les interrumpieran —señaló Mumio.

—¿Y caballos?

—Es verdad —dijo Gelina—, aquella mañana desaparecieron dos caballos, pero con la confusión nadie lo notó hasta que volvieron solos por la tarde.

—Sin caballos no pueden haber ido demasiado lejos —murmuré.

—Ya veo que das por sentado lo mismo que todos —dijo Gelina cabeceando—; que Zenón y Alexandros mataron a Lucio y huyeron para unirse a Espartaco.

—¿Qué otra cosa puedo pensar? El jefe de la casa aparece asesinado en el atrio, dos esclavos desaparecen y parece evidente que huyeron a caballo. Además, uno de los esclavos es un joven tracio, igual que Espartaco, tan orgulloso de su infame compatriota que tuvo la insolencia de escribir su nombre a los pies de su amo muerto. No hace falta tener mi experiencia para comprender lo sucedido. Desde hace varios meses, en toda Italia se repiten hasta la saciedad episodios parecidos, con ligeras variantes. ¿Qué falta te hago yo? Como ya dije a Fausto Fabio, no me dedico a buscar esclavos fugitivos. Lamento los absurdos esfuerzos que habéis malgastado para traerme, pero no acabo de entender lo que quieres de mí.

—¡La verdad! —exclamó Gelina con desesperación—. Cicerón dijo que tienes buen olfato para rastrearla, como un jabalí que busca trufas.

—Ahora entiendo por qué Cicerón me ha tratado con tanto desprecio todos estos años. Para él soy un zoológico, no un hombre.

Los ojos de Gelina relampaguearon. Mumio frunció el entrecejo con talante sombrío y por el rabillo del ojo vi que Eco hacía una mueca de compromiso. Le rocé el pie por debajo de la mesa para darle a entender que todo estaba bajo control y me respondió con una mirada cómplice y un misterioso suspiro de alivio. He tenido innumerables entrevistas con clientes ricos, en múltiples circunstancias, pero incluso aquellos que más me necesitan y desean sinceramente mi ayuda, son exasperantemente lentos para ir al grano. Prefiero tratar con comerciantes normales y sencillos tenderos, hombres que dicen lo que quieren sin rodeos. Los ricos parecen pensar que tengo que adivinar sus necesidades sin que me las digan y un poco de brusquedad o de fingida grosería contribuye con frecuencia a acelerar el proceso.

—No me entiendes —dijo Gelina con desánimo.

—No, no te entiendo. ¿Qué es lo que quieres de mí? ¿Por qué me has traído con tanto misterio y de una forma tan extravagante? ¿Cuál es la razón de este juego tan extraño, Gelina?

Su rostro perdió toda vitalidad. Como una máscara flexible, su serenidad se convirtió en simple resignación, mitigada por el pequeño exceso de vino.

—No puedo decir más de lo que he dicho. No tengo fuerzas para contártelo todo. Pero a menos que se descubra la verdad… —se interrumpió y se mordió los labios— todos morirán, absolutamente todos —añadió con un murmullo ronco—. No puedo soportar el sufrimiento, la pérdida…

—¿Qué quieres decir? ¿Quiénes morirán?

—Los esclavos —dijo Mumio—. Todos los esclavos de la casa.

De repente sentí frío y noté que Eco también temblaba, aunque el aire era cálido y suave.

—Explícate, Marco Mumio.

El aludido se puso rígido, como un capitán que da instrucciones a su lugarteniente.

—¿Sabes que el verdadero dueño de la casa es Marco Licinio Craso?

—Ya había llegado a esa conclusión.

—Muy bien. La cuestión es que la noche del asesinato, Craso volvía de Roma con su cortejo; Fabio y yo íbamos con él. Estábamos ocupados montando el campamento en la llanura contigua al lago Lucrino, a unas millas de aquí, con los reclutas.

—¿Reclutas?

—Soldados, muchos de ellos veteranos que estuvieron a las órdenes de Craso durante las guerras civiles.

—¿Cuántos soldados?

—Seiscientos.

—¿Una cohorte completa?

—Bueno, tal vez lo sepas ya —dijo Mumio tras observarme un instante con aire de desconfianza— porque en Roma todo el mundo habla de ello. Marco Craso anda cabildeando entre los grupos de presión para que el pleno del Senado le permita reunir su propio ejército para marchar contra Espartaco.

—Pero ésa es misión de pretores y cónsules, de funcionarios elegidos por el pueblo…

—Por desgracia, los funcionarios elegidos por el pueblo han fracasado. Craso tiene el talento militar y los medios económicos necesarios para aplastar a los rebeldes de una vez por todas. Ha venido desde Roma para reclutar hombres y para consolidar su respaldo político y social aquí, en la Crátera. Cuando esté preparado, presionará al Senado para que le encomiende esta misión especial.

—Lo que le faltaba a la república —dije—, otro padre de la patria con ejército privado.

—¡Es exactamente lo que Roma necesita! —exclamó Mumio—. ¿O prefieres ver cómo una turba de esclavos saquea todo el país?

—Pero ¿qué tiene que ver eso con el asesinato del primo de Craso o con mi presencia aquí?

—Te lo explicaré: la noche del asesinato de Lucio, habíamos acampado junto al lago Lucrino. A la mañana siguiente, Craso reunió a su escolta y nos dirigimos a Bayas. Llegamos aquí, a la villa, pocas horas después de que encontraran el cadáver de Lucio. Como es natural, Craso estaba furioso. Yo mismo organicé pelotones para buscar a los esclavos fugitivos, pero aunque la búsqueda ha continuado durante mi ausencia, no han aparecido. Y ahora llegamos al meollo de la cuestión: el sepelio de Lucio Licinio tendrá lugar después del séptimo día de duelo, es decir, pasado mañana. Para el día siguiente, Craso ha decidido organizar juegos fúnebres con gladiadores, como dicta la antigua tradición. Los juegos se llevarán a cabo los idus de septiembre, con la luna llena; fecha propicia para unos juegos sagrados.

—¿Y cuando los gladiadores acaben los combates? —pregunté recelando la respuesta.

—Todos los esclavos de la casa serán ejecutados en público.

—¿Puedes creerlo? —murmuró Gelina—. Incluso los ancianos y los inocentes; todos morirán. ¿Has oído hablar alguna vez de una ley semejante?

—Oh, sí —dije—, se trata de una ley antigua y veneranda que nos han legado nuestros antepasados. Si un esclavo mata a su amo, todos los esclavos de la casa deben morir. Estas medidas drásticas mantienen a los esclavos en su sitio. Algunos aducen que el esclavo que ha visto asesinar a su amo, por dócil que sea, se corromperá con ese pensamiento y no volverá a ser digno de confianza. El asesinato de un amo a manos de un esclavo es una atrocidad insólita… o al menos lo era antes de Espartaco. Sin embargo, ante la alternativa de matar a todos los esclavos de la casa o castigar sólo a los bribones, los herederos prefieren conservar sus propiedades. Craso tiene fama de codicioso, ¿por qué quiere ejecutar a todos los esclavos de su casa?

—Para que sirva de escarmiento —explicó Mumio.

—Pero morirán niños y ancianas —protestó Gelina.

—Gordiano, permíteme explicártelo para que lo entiendas —Mumio parecía un capitán taciturno que se dirigiera a las tropas antes de una batalla dudosa—. Craso ha venido a Campania y a la Crátera en busca de apoyo para que le concedan la misión especial de acabar con Espartaco. Las medidas del Senado han sido desastrosas: ejércitos romanos vencidos, generales humillados y enviados a casa con deshonor, cónsules forzados a dimitir a causa de la furia popular y un estado que se caracteriza por el vacío de poder. Y toda esta calamidad la ha provocado una banda andrajosa de delincuentes y esclavos fugitivos. Italia entera se debate entre el temor y la indignación.

»Craso es un buen capitán, como lo demostró con Sila. Con su riqueza y el honor que ganará con la derrota de Espartaco, es evidente que llegará a cónsul. Mientras hombres mediocres rehuyen esta misión, Craso tiene la fuerza y la oportunidad de llevarla a cabo. El romano que venza a Espartaco se convertirá en un héroe y Craso tiene intenciones de ser ese hombre.

—Porque de lo contrario ese hombre será Pompeyo.

—Es posible —dijo Mumio con una mueca—. La mitad de los senadores de Roma ha huido a sus casas de campo para salvar sus propiedades y la otra mitad se muerde las uñas mientras espera que Pompeyo vuelva de Hispania y reza para que el Estado sobreviva hasta entonces. ¡Como si Pompeyo fuera otro Alejandro! Lo único que se necesita para aplastar a Espartaco es un capitán competente. Si el Senado da su beneplácito, Craso puede hacerlo en unos meses. Puede reunir a los supervivientes de las legiones italianas, sumarles su propio ejército privado, formado sobre todo por sus vasallos del sur, y convertirse en el salvador de la república de la noche a la mañana.

—Entiendo —dije mientras contemplaba el golfo y el Vesubio que se alzaba detrás—. Por eso el asesinato de Lucio Licinio es algo más que una tragedia.

—¡Es una vergüenza inconcebible, eso es lo que es! —exclamó Mumio—. Craso pide al Senado que le entregue la espada para castigar a Espartaco y mientras tanto los esclavos cometen un asesinato en su propia casa y huyen tranquilamente. En el Foro se troncharán de risa cuando se enteren. Por eso está obligado a impartir un castigo ejemplar, a apoyarse en las tradiciones y en la antigua ley; y cuanto más implacable sea, mejor.

—Para convertir una ignominia en una ventaja política.

—Exactamente. Lo que podría ser un desastre podría convertirse en la victoria propagandística que necesita. La gente dirá: «¿Que Craso es benévolo con los esclavos fugitivos? ¡Ni pensarlo! En Bayas ajustició a todos los esclavos de una casa, hombres, mujeres y niños. No tuvo compasión y encima convirtió la matanza en espectáculo público, en una fiesta. ¡Es el hombre que necesitamos para detener a Espartaco y a su turba de maleantes!».

—Sí, ya entiendo.

—Pero Zenón y Alexandros son inocentes —dijo Gelina con cansancio—. Estoy segura. Lucio tiene que haber sido asesinado por otra persona, de modo que no hay razón para castigar a los esclavos. Pero Craso se niega a escucharme. Doy gracias a los dioses por la comprensión de Marco Mumio. Entre los dos convencimos a Craso de que te mandara a buscar a Roma. La Furia era el único medio de que disponíamos para traerte a tiempo y Craso fue muy generoso por permitir que me sirviera de ella. También se ofreció a costear tus servicios, sólo para animarme, pero ya no puedo pedirle más favores ni aplazamientos. Tenemos muy poco tiempo; sólo faltan tres días para los juegos fúnebres; después…

—¿Cuántos esclavos hay en total, sin contar a Zenón y Alexandros? —pregunté.

—Ayer pasé la noche en vela contándolos: son noventa y nueve. Eran ciento uno con Zenón y Alexandros.

—¿No son demasiados para una villa?

—Hay viñedos en el norte y en el sur —dijo Gelina con aire ausente—, y también están los olivares, los establos, el cobertizo del embarcadero…

—¿Están enterados los esclavos de los planes de Craso?

Mumio miró a Gelina, que a su vez me miró a mí con las cejas arqueadas.

—Casi todos están bajo vigilancia en el pabellón anexo, al otro lado de los establos —dijo en voz baja—. Craso no deja salir a los esclavos que trabajan en el campo y sólo me ha permitido conservar a aquellos que fueran indispensables en la casa. Son conscientes de que están vigilados, pero ninguno conoce toda la verdad. Por supuesto, no hay que decírsela. Cualquiera sabe lo que podría ocurrir si los esclavos sospecharan…

Asentí con un gesto, aunque no veía la necesidad de guardar el secreto. Aparte del joven Apolonio, no había alcanzado a verle la cara a ningún esclavo de la casa. Sólo había visto una sucesión de cabezas inclinadas y miradas huidizas. Aunque nadie les hubiera dicho nada, era evidente que lo sabían.

Nos retiramos de las habitaciones de Gelina, que parecía agotada por nuestra visita. Cuando salíamos de la estancia semicircular, me volví y la vi coger la crátera del vino para volver a llenar la copa.

Mumio nos condujo de vuelta al atrio y me señaló la palabra ESPARTA garabateada sobre las baldosas. Las letras eran del tamaño de mis dedos y tal como había dicho Mumio, parecían haberse escrito a toda prisa, más arañadas que cinceladas. Cuando Fabio Fausto nos había invitado a entrar en la casa, yo las había pisado sin darme cuenta. Era fácil pasarlas por alto en la tenue penumbra del vestíbulo. Qué extraños me parecían ahora el atrio y el vestíbulo, con las máscaras mortuorias de los antepasados mirándonos desde las hornacinas, el bucólico fauno haciendo cabriolas en la fuente, el muerto en las andas de marfil y el nombre inconcluso del hombre más temido y odiado de toda Italia garabateado en el suelo.

La luz del atrio se volvía turbia. Pronto sería hora de encender las lámparas y de cenar, pero aún tenía tiempo de cabalgar hasta el sitio donde habían encontrado la capa. Mumio llamó al joven Metón, que trajo la túnica y al esclavo que la había encontrado, y cabalgamos hacia el norte.

La capa era tan corriente como la había descrito Gelina, una prenda oscura, de color barro, ni vieja ni nueva. No tenía ningún motivo decorativo o bordado que indicara si se había tejido en la zona o en otro sitio, ni si era la capa de un rico o de un pobre. La sangre cubría gran parte de la tela y además de la mancha principal, situada en un costado, tenía salpicaduras y lamparones por todas partes. Daba la impresión de que le habían cortado un trozo del borde; ¿tal vez para arrancar una insignia o escudo delator?

El esclavo la había encontrado en una zona estrecha y retirada del camino, junto a un empinado risco que daba al golfo. Alguien debía haberla lanzado desde la cima del risco, con la intención de arrojarla al agua, pero la capa había quedado enganchada en un arbolillo pelado que sobresalía de la pared rocosa, a unos pasos del camino. Un hombre a pie o a caballo no la habría notado, salvo que se asomara al borde del risco. De hecho, el esclavo, montado en un carromato alto, apenas la había entrevisto al ir al mercado y no la había cogido hasta su regreso de Puzol, tras mirarla con más atención y pensar que podía ser importante.

—El muy necio dice que no pensaba cogerla porque vio que tenía sangre —dijo Mumio entre dientes—. Supuso que estaba estropeada y que no le serviría para nada. Sólo después se le ocurrió que la sangre podía ser de su amo.

—O de Zenón o Alexandros —señalé—. ¿Quién más sabe que han hallado la capa?

—Sólo el esclavo que la encontró, Gelina y el joven Metón. Y ahora también tú, Eco y yo.

—Bien. Creo que aún nos queda alguna esperanza, Marco Mumio.

—¿Sí? —Sus ojos se iluminaron. Era extraño que un militar como él, insensible y capaz de tratar con asombrosa crueldad a los remeros de su barco, tuviese tanto interés por salvar a los esclavos de la casa de Gelina.

—No lo digo porque haya encontrado una solución al enigma, sino porque las cosas están más confusas de lo que deberían. Por ejemplo, es evidente que el asesino usó una especie de porra para matar a Lucio Licinio. Pero ¿por qué, si tenía un cuchillo a mano?

—¿Un cuchillo?

—El asesino empleó una hoja afilada para escribir el mensaje. ¿Y por qué arrastraron el cadáver a otro sitio, en lugar de dejarlo donde cayó?

—¿Qué te hace pensar que fue así?

—La postura que describió Gelina. Fíjate: las piernas estiradas, los brazos por encima de la cabeza… no parece la postura más lógica del hombre que cae al suelo después de recibir un golpe en la cabeza, sino la de un cuerpo arrastrado por los pies. ¿Desde dónde lo arrastraron y por qué motivo? Además, está lo de la capa.

—¿Sí?

—No hay forma de saber de quién es la sangre que hay en ella, pero por el momento, y puesto que es tan abundante, vamos a suponer que procede del difunto. Gelina nos dijo que no había mucha sangre en el suelo, debajo de la herida, y sin embargo es evidente que Lucio debe de haber sangrado con profusión, lo cual nos induce a pensar que usaron la capa para embeber la sangre. Sin embargo, dudo que la prenda haya pertenecido a Lucio. Después de ver la opulenta casa en que vivía, no puedo creer que fuera a elegir una capa tan vulgar. No; podría ser la mejor capa de un hombre sencillo, la capa normal de un rico que quisiera conservar la anticuada austeridad romana o simplemente la capa que un hombre o una mujer podrían usar para pasar inadvertidos por la noche… la capa de un asesino.

»Sospecho que es una prenda comprometedora; si no, ¿por qué se llevó lejos de la escena del crimen y se quiso arrojar al mar? ¿Y por qué se cortó un pedazo del borde? Si es cierto que los esclavos fugitivos mataron a Lucio, fue una audacia que quisieran alardear al respecto garabateando en el suelo el nombre de Espartaco. Pero en ese caso, ¿por qué quisieron esconder la capa después de proclamar con tanto descaro su adhesión a los esclavos rebeldes? ¿Por qué no la dejaron bien visible, para que todos se horrorizaran al verla? Creo que tenemos que obrar con discreción para que nadie más sepa que hemos encontrado la capa. El verdadero asesino ha de creer que logró arrojarla al agua. La cogeré y la esconderé entre mis cosas.

Eco, que escuchaba con atención, comenzó a tirar de mi túnica. Ante su insistencia, le entregué la capa manchada de sangre. Entonces señaló las salpicaduras de sangre e hizo una serie de gestos con la palma abierta.

—¿Qué dice? —preguntó Mumio, intrigado.

—Eco tiene razón. La sangre está más concentrada en un círculo, como si esa parte se hubiera aplicado a una herida abierta. En el resto de la capa, la sangre se distribuye en manchas del tamaño de un puño, como si se hubiera usado para limpiar la sangre, quizás del suelo.

Eco hizo otra pantomima: se echó atrás y se llevó una mano a la nuca, luego extendió los dos brazos, como si arrastrara un objeto pesado. Gesticulaba con tanto entusiasmo que temí que se cayera del caballo.

—¿Qué dice ahora? —preguntó Mumio.

—Eco señala la posibilidad de que la capa fuera colocada primero debajo de la cabeza del hombre, para absorber la sangre mientras lo arrastraban por el suelo. Luego el asesino podría haberla usado para limpiar las manchas de sangre de la habitación donde se produjeron los golpes, así como las que hubieran quedado en el camino.

Mumio se cruzó de brazos.

—¿De verdad ha dicho todo eso?

—Y aún me he quedado corto traduciéndole. Bueno, eso es lo que tenemos con respecto a la capa, pero lo más preocupante es el hecho de que los dos caballos que faltaban regresaran al establo al día siguiente. No creo que Zenón y Alexandros los abandonaran voluntariamente, a no ser que consiguieran otros en algún sitio.

Mumio cabeceó.

—Mis hombres hicieron averiguaciones; aquel día no hubo ningún robo de caballos en la zona.

—Por lo tanto, Zenón y Alexandros tuvieron que seguir a pie. En una región tan civilizada como ésta, con caminos transitados, es muy improbable que consiguieran escapar, dados la desconfianza y el temor que hay hacia los esclavos fugitivos y la rápida persecución que emprendieron tus hombres.

Eco cruzó las manos para imitar el movimiento de un barco en el mar. Mumio pareció desconcertado al principio, pero no tardó en iluminársele la cara.

—Por supuesto que interrogamos a los navieros. Ningún transbordador de Pompeya a Herculano habría llevado a dos esclavos fugitivos y tampoco se robó ninguna embarcación. De cualquier modo, ninguno de los dos hubiera sabido maniobrar un barco.

—Entonces ¿qué posibilidades nos quedan? —pregunté.

—Puede que estén escondidos en los alrededores —respondió Mumio encogiéndose de hombros.

—O bien, cosa harto más probable, que estén muertos.

La luz comenzaba a desvanecerse con rapidez. El risco proyectaba una larga sombra sobre el agua. Miré hacia atrás, en dirección a la villa, y por encima de los árboles divisé una parte del tejado y finas columnas de humo, señal de que estaban encendiendo los fuegos de la noche. Di la vuelta al caballo.

—Dime, Mumio, ¿quién vive en la villa actualmente?

—Sólo Gelina y algunas personas más. En Bayas está acabando la temporada de vacaciones y este año no ha habido muchos visitantes, ni siquiera en primavera. Yo estuve aquí en mayo, con Craso, Fabio y otras personas. Bayas parecía una sombra de lo que fue. Con la amenaza de Espartaco y los piratas, todo el mundo teme salir de Roma.

—Ya veo, ¿pero quién hay aquí ahora?

—Déjame pensar. Gelina, por supuesto. Y Dionisio, su filósofo particular. Dice que es polimático, escribe teatro e historia, y aunque cree que sus conversaciones son muy ingeniosas, a mí me hace dormir de aburrimiento. También está Iaia, la pintora.

—¿Iaia? ¿Una mujer?

Mumio asintió.

—Es de Cízico. Craso dice que hacía furor cuando él era joven y que había pinturas suyas en las mejores casas de Roma y de la Crátera. Estaba especializada en retratos, sobre todo de mujeres. No se ha casado, pero le ha ido muy bien sola. Ahora está retirada y pinta por placer, mientras instruye a su joven ayudante. Están pintando una antecámara de los baños de las mujeres, como favor a Gelina.

—¿Y quién es la ayudante de Iaia?

—Olimpia. De Neápolis, al otro lado del golfo.

—¿Una muchacha? —pregunté.

—Preciosa —me aseguró Mumio y los ojos de Eco se iluminaron—. Iaia la trata como a una hija. Tienen una pequeña villa propia en la costa de Cumas, pero a menudo permanecen aquí durante días, trabajando por la mañana y haciendo compañía a Gelina por la noche.

—¿Estaban en la casa la noche que murió Lucio?

—No. En Cumas.

—¿Queda lejos de aquí?

—No mucho, una hora a pie y bastante menos a caballo.

—Además del filósofo y las pintoras, ¿hay algún otro invitado en la casa?

—Sí, dos —respondió Mumio tras reflexionar un momento.

—¿Y estaban aquí la noche del asesinato?

—Sí, pero ninguno de los dos podría considerarse sospechoso de asesinato.

—Aun así…

—Muy bien. El primero es Sergio Orata, el constructor de los baños del ala sur y de quien ya te he hablado. Es de Puzol y tiene varias villas en la zona de la Crátera, pero pasa la mayor parte del tiempo en casa de otras personas. Así son las cosas por aquí: los ricos se invitan mutuamente a sus villas y están siempre yendo de un sitio a otro. Gelina dice que Sergio estaba hablando de asuntos profesionales con Lucio cuando le informaron de que Craso estaba en camino y quería consultar algo con ambos. Decidió quedarse para ahorrar desplazamientos inútiles. Estaba en la casa la noche del asesinato y sigue aquí, alojado en unos aposentos del ala norte.

—¿Y el otro huésped?

—Metrobio; tiene una villa al otro lado del golfo, en Pompeya.

—¿Metrobio? El nombre me resulta familiar.

—Es un actor famoso; antaño era el intérprete femenino más admirado de Roma. Era uno de los protegidos de Sila y consiguió su villa gracias a él, cuando se entregaban las propiedades confiscadas al enemigo al círculo de amistades del dictador.

—Ah, ya recuerdo, una vez asistí a una de sus representaciones.

—Yo nunca tuve esa suerte —dijo Mumio con un deje sarcástico en la voz—. ¿Era una obra de Plauto o alguna creación propia?

—Ninguna de las dos cosas. Dedicaba un absurdo homenaje burlesco a Sila en una fiesta privada en casa de Crisógono, hace años.

—¿Y tú estabas allí?

Por lo visto, Mumio no podía creer que me moviera en ambientes tan distinguidos y libertinos.

—Nadie me invitó; de hecho mi presencia no fue muy bien recibida. Pero ¿qué hace Metrobio aquí?

—Es un gran amigo de Gelina. Los dos se pasan las horas cotilleando sobre chismes locales. Al menos eso me han dicho, porque, confidencialmente, no soporto estar mucho tiempo en la misma habitación que él.

—¿Te disgusta?

—Tengo mis razones.

—Sin embargo no lo crees sospechoso de asesinato.

—Déjame decirte algo, Gordiano. He matado a muchos hombres, siempre de forma honrosa y en combate, pero matar es siempre matar. He matado con espada, con porra e incluso con las manos desnudas y sé bien lo que significa quitarle la vida a otro hombre. Créeme, aunque hubiera tenido razones para hacerlo, Metrobio carece de valor para haber golpeado a Lucio en la cabeza.

—¿Y qué me dices de Zenón y Alexandros, los dos esclavos?

—No lo creo probable.

—Pero tampoco imposible. —Mumio se encogió de hombros—. Bueno —continué—, sabemos que la noche del asesinato en la casa se encontraban las siguientes personas: Dionisio, el polimático residente; Sergio Orata, el diseñador de Puzol; y Metrobio, el actor retirado. Iaia la pintora y su ayudante Olimpia suelen estar aquí, pero aquella noche no estaban.

—Por lo que sé. Todos los miembros de la casa dicen que estaban solos, en su propia cama. Nadie oyó nada, lo cual es perfectamente posible, a juzgar por la distancia que separa el atrio de las alcobas. Los esclavos niegan asimismo haber oído nada, lo que también parece lógico, teniendo en cuenta que duermen en sus propias dependencias, junto a los establos.

—Pero habrá algún esclavo de guardia durante la noche —dije.

—Sí, pero en los jardines, no en la casa. Sigue una ruta circular, que le permite vigilar el camino que conduce a la casa y a la costa. Dicen que los piratas han saqueado villas de la costa, aunque por lo que sé, nunca en Bayas. Cuando los esclavos escaparon, el vigilante debía de estar en la parte trasera de la casa, porque no vio nada.

—¿Sospechas de alguien? ¿Crees que los residentes o los invitados son más sospechosos que los esclavos? —A modo de respuesta, Mumio se limitó a encogerse de hombros y a mirarme con expresión ceñuda—. Entonces, Mumio, no puedo por menos de preguntarme por qué derrochas tanto tiempo y energía ayudando a Gelina a demostrar la inocencia de los esclavos.

—Tengo mis razones —dijo con voz cortante, la mandíbula proyectada hacia adelante y la mirada fija en el frente. Espoleó el caballo y partió al galope hacia la villa.