V

Se oyó un golpe atronador en la puerta y un esclavo corrió a ver quién era. La puerta se abrió pesadamente, iluminando el oscuro pasillo con un halo de luz tenue que envolvió a una figura gruesa, de hombros robustos, cubierta con la amplia capa roja de un oficial militar. Marco Mumio atravesó el pequeño jardín, en dirección a nosotros, pisoteó un cuadro de hierbas aromáticas y dio un codazo soberbio al delicado fauno.

Se detuvo ante el cadáver y frunció el ceño al ver la herida.

—Ya lo habéis visto —dijo mientras hacía infructuosos esfuerzos por volver a cubrir con hiedra la cabeza del difunto—. Pobre Lucio Licinio. Supongo que Fabio ya te lo ha explicado todo.

—Todo no —dije.

—Excelente. Informarte no es su misión. Sabía que no podría tener la boca cerrada ante un extraño, pero es posible que aún podamos convertirle en soldado —dijo con una amplia sonrisa.

—Pareces de buen humor —respondió Fabio, fulminándole con la mirada.

—He venido corriendo con mis hombres desde Miseno. Un buen galope después de varios días en el mar agiliza las articulaciones. Eso, unido al aire de la Crátera, basta para poner de buen humor a cualquiera.

—De todos modos deberías bajar el tono de voz por respeto al muerto.

La sonrisa de Mumio se perdió entre su barba.

—Lo siento —murmuró y regresó a la fuente, para mojarse la mano y llevarse los dedos húmedos a la frente inclinada.

Miró con actitud incómoda al muerto y luego a cada uno de nosotros, esperando una señal que le indicara que se había disipado su irreverencia hacia el espíritu de Lucio Licinio.

—Deberíamos ir a ver a Gelina —dijo por fin.

—Yo no —dijo Fabio—. Tengo asuntos que atender en Puzol y debo estar de regreso antes del anochecer, de modo que no me queda mucho tiempo.

—¿Y dónde está Craso? —preguntó Mumio mientras Fabio se alejaba.

—También en Puzol, ocupándose de sus propios asuntos. Se marchó esta mañana; dijo a Gelina que no lo esperase hasta la hora de la cena.

La puerta, tirada por un esclavo invisible, oculto entre las sombras, pareció abrirse por arte de magia cuando Fabio llegó ante ella. El patricio salió a la luz y desapareció.

—¡Vaya pedante! —murmuró Mumio—. A pesar de sus aires de grandeza, dicen que su familia ni siquiera pudo pagarle un tutor decente. Tiene sangre noble, pero uno de sus antepasados vació las arcas de la familia y nadie más volvió a llenarlas. Craso lo contrató como lugarteniente sólo para hacerle un favor a su padre, pero aún no ha demostrado mayor talento como militar. Podría nombrar varias familias plebeyas que se han distinguido más que la suya en el último siglo. —Esbozó una sonrisa desdeñosa y luego llamó a un niño esclavo que en ese momento cruzaba el atrio—. Eh, Metón, ve a buscar a tu ama y dile que ha llegado su invitado de Roma. En cuanto nos hayamos refrescado un poco en los baños, iremos a verla.

—¿Es necesario? Después de tantas prisas para traerme hasta aquí, ¿es preciso que perdamos el tiempo en un baño?

—Tonterías. No puedo presentarte a Gelina oliendo a caballo de mar —rió el propio chiste y me puso una mano en el hombro para alejarme del cadáver—. Además, lo primero que se hace al llegar a Bayas es bañarse. Es como rezar a Neptuno antes de hacerse a la mar. Aquí las aguas están vivas, ¿no lo sabías? Es necesario rendirles homenaje.

Por lo visto, el aire tranquilizante de la Crátera era capaz incluso de suavizar la férrea y monótona disciplina de Mumio. Pasé un brazo por los hombros de Eco y seguí a nuestro anfitrión mientras sacudía la cabeza con asombro.

* * *

Lo que Mumio había denominado baños con indiferencia era en realidad una instalación imponente que parecía haberse construido sobre un terraplén natural de la colina, frente al golfo. El espacio estaba cubierto por una gran bóveda artesonada y pintada de dorado, con un orificio circular en la cúspide que permitía la entrada de un chorro de luz blanca y pura. Debajo había una piscina circular, con peldaños concéntricos que conducían al interior y la superficie empañada por remolinos de vapor azufrado. Al este, una arcada conducía a una terraza con vistas al golfo y amueblada con mesas y sillas. La piscina estaba rodeada en semicírculo por una serie de puertas de madera, pintadas de color rojo oscuro, con tiradores dorados en forma de pez, con la cabeza y la cola incrustadas en la madera. La primera puerta conducía a un vestuario con calefacción y las demás, según nos explicó Mumio mientras nos quitábamos la túnica, contenían baños de distintos tamaños y formas, llenos de agua a distintas temperaturas.

—Construidos por el famoso Sergio Orata en persona —dijo Mumio con jactancia—. ¿Has oído hablar de él?

—No.

—El puzolano más famoso del mundo y el hombre que convirtió Bayas en lo que es en la actualidad. Él creó los primeros viveros de ostras en el lago Lucrino y así forjó su fortuna. Luego se hizo ingeniero de baños y estanques para peces, y comenzaron a lloverle encargos de los propietarios de las villas de toda la Crátera. Esta casa tenía un baño muy modesto, pero con el permiso de Craso, y por supuesto con su dinero, Lucio Licinio añadió una planta y un ala nuevas; además mandó reconstruir los baños, para lo cual contrató a Sergio Orata, que diseñó y ejecutó el proyecto. Personalmente, yo prefiero una pequeña gruta en el bosque o un baño corriente de la ciudad. Estos lujos son absurdos, ¿verdad? Impresionantes, pero excesivos, como dicen los filósofos.

Mumio se estiró para alcanzar un gancho de bronce clavado en la pared y que tenía la forma de las cabezas de Cerbero. Colgó las sandalias en dos cabezas y el cinturón en las fauces abiertas de la tercera. Se quitó la cota de malla y comenzó a desabrocharse el correaje.

—Sin embargo, son de admirar los progresos de la fontanería. En este mismo punto surge un manantial de agua caliente, por eso el primer propietario decidió instalar el baño aquí…, por eso y por la vista. Cuando Orata se encargó de la reconstrucción, diseñó las cañerías de modo que unos baños tuvieran siempre agua caliente y otros recibiesen también agua fría de otra fuente de la colina. Es posible pasar del baño más frío al más caliente y viceversa. En invierno, algunas de las habitaciones se caldean con el agua del manantial caliente, cuyos conductos atraviesan el suelo. Este vestuario, por ejemplo, se mantiene caliente durante todo el año.

—Impresionante —asentí, mientras me quitaba la túnica interior y comenzaba a acomodarla en uno de los compartimentos empotrados en la pared. Mumio me detuvo y llamó a un esclavo viejo y jorobado que estaba apostado en un rincón, a una distancia prudencial de nosotros.

—Toma, lleva esto a lavar —ordenó señalando mi ropa, la de Eco y su propia túnica—. Tráenos algo decente para una audiencia con tu ama.

El esclavo cogió las prendas, nos observó un momento para calcular las tallas y se marchó de la habitación.

Desnudo, Marco Mumio parecía un oso de espaldas anchas, abdomen prominente y el cuerpo cubierto de espeso vello negro, excepto donde tenía cicatrices. Eco demostró especial curiosidad por un largo surco que atravesaba su pectoral izquierdo, como un sendero en medio de un bosque.

—La batalla de la Puerta Colina —dijo Mumio con orgullo mientras miraba hacia abajo y se señalaba la cicatriz—. El momento más glorioso de Craso… y también el mío. Fue el día en que recuperamos Roma para Sila; el dictador nunca olvidó lo que hicimos por él. Me hirieron en seguida, pero por fortuna fue en el lado izquierdo, lo que me permitió seguir usando la mano con que empuñaba la espada. —Imitó la acción con saltos hacia adelante y movimientos de la mano derecha, haciendo que la maciza espada que le colgaba entre los muslos oscilara de un lado a otro—. En el fragor de la batalla, no noté que me habían herido, sólo sentí una ligera quemazón. Sólo por la noche, cuando iba a llevarle un mensaje a Craso, me desmayé. Estuve inconsciente dos días y dicen que estaba blanco como el mármol. Pero todo eso sucedió hace diez años, cuando yo era casi un niño. No sería mucho mayor que tú ahora —le dijo a Eco con una palmada en el hombro.

Eco le sonrió y con disimulo y curiosidad buscó nuevas cicatrices en el cuerpo de Mumio, que en realidad no escaseaban. Su torso y sus extremidades estaban salpicadas de pequeños cortes y orificios, fácilmente perceptibles porque interrumpían el abundante vello que le cubría la piel.

Mumio se ató una toalla a la cintura y nos indicó que lo imitáramos, luego nos condujo de vuelta a la sala abovedada con la piscina circular. Comenzaba a refrescar y el vapor ascendía en grandes nubes desde el agua, con un siseo continuo y un fuerte olor a azufre.

—¡Apolonio! —exclamó Mumio sonriendo de oreja a oreja y se dirigió a grandes zancadas al otro lado de la piscina, donde había un joven esclavo vestido con una túnica verde, envuelto en la neblina.

Al acercarme, me sorprendió la extraordinaria belleza del esclavo. Su espesa cabellera era de color negro azulado, como el cielo en una noche sin luna, y sus ojos tenían un intenso tono azul. La frente, la nariz, las mejillas y la barbilla eran de una tersura total y gozaban de las serenas proporciones con que los griegos definían la perfección. Los labios gruesos y arqueados parecían esbozar una sonrisa y aunque no era alto, debajo de los amplios pliegues de la túnica se adivinaba un cuerpo atlético.

—¡Apolonio! —repitió Mumio y se volvió a mirarme—. Comenzaré por el baño más caliente —anunció señalando la puerta del fondo— y a continuación recibiré un vigoroso masaje de Apolonio. ¿Y tú?

—Creo que primero probaré estas aguas —dije mientras sumergía un pie en la piscina principal y lo retiraba con rapidez—. U otras menos calientes.

—Prueba las de allí —dijo Mumio, señalando la cámara contigua al vestuario—, es la piscina más fresca.

Se alejó con un brazo sobre los hombros del esclavo mientras tarareaba una jactanciosa marcha militar.

Sudamos y nos restregamos a conciencia con los rascadores de marfil, nos sumergimos en un baño y luego en otro, pasando del caliente al frío y otra vez al caliente. Acabadas las abluciones, Marco Mumio se unió a nosotros en el cálido vestuario, donde nos aguardaban ropa interior y túnicas limpias. La mía era de lana azul, con un sencillo ribete negro, propio de un invitado en una casa en duelo. El viejo esclavo tenía buen ojo, pues me sentaba perfectamente y ni siquiera era estrecha de hombros, como solía sucederme con las prendas prestadas. Mumio se vistió con la misma túnica negra, sencilla pero elegante, que llevaba la noche en que había venido a buscarme.

Eco, por su parte, no estaba tan satisfecho con su atuendo. El esclavo, sin duda considerándolo aún más joven de lo que era o demasiado atractivo para pasearse por la casa con los brazos y las piernas al descubierto, le había adjudicado una túnica azul de manga larga, que le llegaba a las rodillas. Era tan recatada, que habría sido más adecuada para un niño o una niña de trece años. Le dije a Eco que debía sentirse orgulloso de que el viejo esclavo lo creyera tan hermoso como para intentar ocultar sus encantos. Mumio se echó a reír, Eco se ruborizó, pero no dio el brazo a torcer. Se negó a vestirse hasta que el criado le llevó una túnica igual que la mía. No le sentaba tan bien, pero Eco solucionó el problema ciñéndose el cinturón de lana negra y parecía contento con una prenda más varonil que le dejaba al descubierto los brazos y las piernas.

Mumio nos guió por un pasillo flanqueado por esclavos que inclinaban la cabeza y se apartaban con humildad a nuestro paso. Bajamos por una escalera y subimos por otra, atravesamos habitaciones decoradas con magníficas estatuas y suntuosos murales, y jardines que exhalaban el último aliento dulce del verano. Por fin llegamos a una estancia semicircular, en el extremo norte de la casa, enclavada en un saliente rocoso que daba al golfo. Una esclava anunció nuestra llegada y se retiró.

La sala tenía forma de anfiteatro, pero en el sitio donde tenía que haber estado el escenario, una serie de peldaños conducía a una terraza rodeada de columnas. La terraza ofrecía una vista espectacular de la playa espumosa de abajo, del lejano puerto de Puzol y, más allá, a la derecha y sobre el horizonte, del monte Vesubio, con las ciudades de Herculano y Pompeya a sus pies.

El interior de la estancia estaba tan oscuro y la luz del exterior era tan deslumbrante que apenas distinguía a la mujer reclinada en la terraza. Estaba sentada en un pequeño diván, con las piernas estiradas y la espalda erguida, junto a una mesita donde había una crátera y varias copas. Con la vista fija en el golfo, tardó unos instantes en percatarse de nuestra presencia. Si la suave brisa que soplaba entre las columnas no le hubiera agitado los pliegues de la túnica, podría haber pasado por una estatua más.

Por fin se giró hacia nosotros y aunque aún no pude distinguir sus rasgos, adiviné una sonrisa cálida en su voz.

Mumio salió a la terraza, le cogió una mano e hizo una reverencia.

—Ha llegado tu invitado.

—Ya lo veo. Aunque parece que son dos. Tú debes de ser Gordiano, el que llaman el Sabueso.

—Sí.

—¿Y éste?

—Se llama Eco y es mi hijo. No puede hablar, pero sí oír.

La mujer asintió y nos invitó a sentarnos con un ademán. Cuando mis ojos se acostumbraron a la luz, me fijé en sus rasgos graves y austeros (mandíbula fuerte, pómulos altos, frente ancha), suavizados por las cejas sensuales, las pestañas negras y la dulzura de los ojos grises. Como dictaba su reciente condición de viuda, su cabello negro, con algunas canas en las sienes, no estaba adornado ni recogido, sino simplemente cepillado hacía atrás para despejar la cara. Iba vestida del cuello a los tobillos por una estola negra que se había ceñido bajo los pechos y por la cintura. Su cara era, como la vista que tenía a la espalda, más distinguida que hermosa; animada y sin embargo presa de una serena indiferencia. Hablaba con voz uniforme y parecía sopesar con cuidado cada idea antes de expresarla.

—Me llamo Gelina. Mi padre era Cayo Gelino. Mi madre descendía de los Cornelios y estaba lejanamente emparentada con el dictador Sila. Los Gelinos llegaron a Roma hace muchos años, procedentes de la Campania. En los últimos años han muerto muchos en las guerras civiles, peleando en el bando de Sila contra Cinna y Mario. Somos una familia antigua y digna, pero ni muy rica ni particularmente numerosa. No quedan muchos Gelinos.

Hizo una pausa para beber un sorbo de la copa de plata que reposaba en la mesa, junto a ella. El vino era casi negro y tiñó sus labios de un intenso color morado. Nos señaló las copas dispuestas para nosotros.

—Puesto que no tenía dote que ofrecer —continuó—, tuve suerte al casarme con un hombre como Lucio Licinio. Fue un matrimonio decidido por nosotros, no concertado por nuestras familias. No olvidéis que todo esto sucedió antes de la dictadura de Sila, durante las guerras, cuando los tiempos eran difíciles y el futuro incierto. Las dos familias se habían arruinado y manifestaron muy poco entusiasmo por la boda, pero accedieron. Lamento decir que en veinte años de matrimonio no tuvimos hijos y que mi esposo no era tan rico como puede parecer por el aspecto de esta casa, pero a nuestro modo, conseguimos prosperar —Comenzó a arreglar ociosamente los pliegues de la túnica a la altura de las rodillas, como si buscara una excusa para cambiar de tema—. Te preguntarás dónde he oído hablar de ti, Gordiano. Fue a través de un amigo común, Marco Tulio Cicerón. Habla de ti por todo lo alto.

—¿En serio?

—En serio. Conocí a Cicerón el invierno pasado, cuando por casualidad Lucio y yo nos sentamos junto a él en un banquete, en Roma. Es un hombre encantador.

—Mucha gente usa esa palabra para describir a Cicerón —admití.

—Le pregunté sobre lo que hacía en los tribunales de justicia; a los hombres siempre les gusta hablar de su trabajo —dijo Gelina—. Por lo general no suelo escucharlos, pero hubo algo en su tono que me obligó a prestarle atención.

—Dicen que es un orador fascinante.

—Oh, desde luego. Estoy segura de que le habrás oído en el Foro.

—Con frecuencia.

Gelina entornó los ojos para recordar, tan serena como la silueta del Vesubio que se alzaba sobre su cabeza.

—Me impresionó mucho lo que contó sobre Sexto Roscio, un acaudalado agricultor acusado de matar a su propio padre, que pidió asesoría jurídica a Cicerón cuando en toda Roma nadie quería prestársela. Fue el primer caso criminal de Cicerón y según tengo entendido el que le hizo adquirir fama[1]. Cicerón me dijo que un hombre llamado Gordiano y apodado el Sabueso había colaborado con él y que su ayuda había resultado inestimable. Dijo que eras valiente como un águila y terco como una mula.

—¿Eso dijo? Bueno, eso sucedió hace ocho años. Yo era joven y Cicerón más aún.

—Desde entonces ha subido como la espuma y se ha convertido en el abogado más popular de Roma. Toda una hazaña para un hombre procedente de una familia normal. Según tengo entendido, ha utilizado tus servicios en varias ocasiones.

Asentí.

—Participé en el caso de la mujer de Aretio, poco después del juicio de Sexto Roscio, cuando Sila aún estaba vivo. Y en varios casos de homicidio, extorsión y litigio por propiedades, por no hablar de algunos asuntos privados de personas cuyo nombre no puedo mencionar.

—Debe de ser muy gratificante trabajar para un hombre así.

A veces desearía ser mudo, como Eco, para no tener que morderme la lengua. Me he disgustado y reconciliado con Cicerón tantas veces que estoy harto de todo este asunto. ¿Es un hombre sincero o un descarado oportunista? ¿Un hombre del pueblo con principios o un defensor del patriciado pudiente? Si fuera con claridad una cosa u otra, como la mayoría de la gente, sabría qué pensar de él. Pero es el hombre más exasperante de Roma. Su arrogancia y sus aires de superioridad, por merecidos que sean, me impiden terminar de apreciarlo, al igual que su costumbre de omitir parte de la verdad, aunque sus intenciones sean honorables. Cicerón siempre me da dolor de cabeza.

Gelina bebía el vino a pequeños sorbos.

—Cuando se produjo esta tragedia, me dije que debía llamar a una persona discreta y de confianza, ajena a la Crátera, una persona capaz de descubrir la verdad, sin temor… valiente como un águila, como dijo Cicerón…

—Y terco como una mula.

—Y listo; sobre todo listo… —Gelina suspiró y miró hacia el mar. Tuve la impresión de que reunía fuerzas para continuar—. ¿Has visto el cadáver?

—Sí.

—Fue asesinado.

—Sí.

—Brutalmente asesinado. Ocurrió hace cinco días, en las nonas de septiembre, aunque el cadáver no se descubrió hasta la mañana siguiente…

De repente la serenidad de Gelina se tambaleó, le tembló la voz y desvió la mirada.

Mumio se acercó a ella y le cogió una mano.

—Valor —murmuró. Gelina asintió y contuvo el aliento.

Apretó la mano de Mumio y luego la soltó.

—Para ayudarte, necesito saberlo todo —dije en voz baja.

Gelina contempló el paisaje durante un rato. Cuando se volvió a mirarme, su rostro había recuperado la compostura, como si hubiera absorbido la serena impasibilidad del panorama con sólo mirarlo. Continuó con voz tranquila y monótona:

—Como decía, lo descubrieron a la mañana siguiente.

—¿Lo descubrieron? ¿Quién?

—Uno de los esclavos lo encontró en el atrio principal, no muy lejos de donde yace ahora. Fue Metón, el niño encargado de llevar mensajes y despertar a los demás esclavos para que emprendan las labores matutinas. Según dijo el muchacho, todavía estaba oscuro, los gallos no habían cantado y el mundo estaba tan silencioso como la muerte.

—¿Cuál era la posición exacta del cadáver? Tal vez deberíamos llamar al tal Metón…

—No, puedo explicártelo yo misma. Metón vino a buscarme en seguida y nadie tocó nada antes de mi llegada. Lucio estaba tendido de espaldas, con los ojos aún abiertos.

—¿Boca arriba?

—Sí.

—¿Los brazos y las piernas no estaban flexionados? ¿Se cogía la cabeza?

—No. Tenía las piernas estiradas y los brazos por encima de la cabeza.

—¿Como Atlas, sosteniendo el mundo?

—Supongo que sí.

—¿Y el arma que utilizaron para matarlo estaba cerca?

—No se ha encontrado.

—Pero habría una piedra o un trozo de metal manchados con sangre, si no en la casa, quizás en el patio.

—No, pero había un trozo de tela —dijo y todo su cuerpo se estremeció.

Mumio se incorporó de la silla. Era evidente que ignoraba ese detalle.

—¿Un trozo de tela? —pregunté.

—Una capa de hombre, empapada en sangre. La encontraron ayer, pero no en el patio, sino a media milla de aquí en dirección norte, en el camino de Cumas y Puzol. Uno de los esclavos que se dirigía al mercado la descubrió entre los arbustos y me la trajo.

—¿Era la capa de tu marido?

Gelina frunció el ceño.

—No lo sé. Es difícil saber el aspecto que tendría antes. Tuvimos que examinarla con mucho cuidado para descubrir que era una capa. Estaba arrugada y rígida por la sangre, ¿comprendes? —Tragó una profunda bocanada de aire—. Es de lana sencilla, teñida de marrón oscuro, casi de negro. Puede que fuera de Lucio; tenía muchas capas; podría ser de cualquiera.

—Lo más probable es que no. ¿Era la capa de un hombre rico o de un esclavo? ¿Era nueva o vieja? ¿Bien hecha o vulgar?

—No puedo asegurarlo —respondió Gelina encogiéndose de hombros.

—Necesito verla.

—Por supuesto. Pídesela a Metón después. Yo no podría volver a verla.

—Lo entiendo, pero dime una cosa: ¿había mucha sangre en el suelo, debajo de la herida? ¿O había poca?

—Creo que… poca. Sí. Recuerdo que me pregunté cómo era posible que una herida tan terrible hubiera sangrado tan poco.

—Entonces podemos suponer que la sangre de la capa pertenecía a Lucio Licinio. ¿Qué más puedes decirme?

Gelina hizo una larga pausa y supe que iba a hacer una revelación desagradable pero inevitable.

—La misma mañana que Lucio apareció muerto, dos esclavos desaparecieron de la casa. No han regresado desde entonces, pero no puedo creer que ninguno de los dos haya matado a mi marido.

—¿Quiénes son esos esclavos?

—Zenón y Alexandros. Zenón es…, bueno, era el tesorero y secretario de mi marido. Escribía cartas, llevaba la contabilidad y se encargaba de asuntos diversos. Llevaba casi seis años con Lucio, desde que Craso nos prestó apoyo y cambió nuestra suerte. Era un esclavo griego, educado, callado, muy amable. Tenía una voz suave, barba blanca y un cuerpo endeble. Siempre había soñado con que fuera el primer tutor de mi hijo, si algún día lo teníamos. Es imposible que haya matado a Lucio. La sola idea de que pudiera matar a alguien resulta absurda.

—¿Y el otro esclavo?

—Un joven tracio llamado Alexandros. Lo compramos hace cuatro meses en el mercado de Puzol, para trabajar en los establos. Se entiende de maravilla con los caballos y también sabe leer y hacer sumas sencillas. A veces ayudaba a Zenón en la biblioteca de mi marido, haciendo cuentas o copiando cartas. Alexandros aprende con facilidad, es muy inteligente. Nunca ha manifestado descontento, por el contrario, me parecía uno de los esclavos más felices de la casa. No puedo creer que haya matado a Lucio.

—Y sin embargo, estos dos esclavos desaparecieron la noche del asesinato de tu marido.

—Sí. No puedo explicármelo.

Mumio, que hasta entonces había guardado silencio, carraspeó y dijo:

—Hay algo más. Falta mencionar la prueba más concluyente de todas. —Gelina desvió la mirada, pero luego asintió con resignación e hizo un gesto a Mumio para que continuara—. En el suelo, a los pies de Lucio, hay siete letras grabadas con un cuchillo. Son toscas y superficiales, hechas a toda prisa, pero se leen con suficiente claridad.

—¿Qué dicen? —pregunté.

—El nombre de una famosa ciudad griega —respondió Mumio con aire sombrío—. Aunque un hombre tan listo como tú podría pensar que quien las escribió no tuvo tiempo de acabar el trabajo.

—¿De qué ciudad se trata? No te entiendo.

Mumio sumergió un dedo en la copa de vino y escribió en la mesa de mármol siete letras de color rojo sangre con líneas rectas y quebradas:

ESPARTA

—Entiendo —dije—. Una ciudad griega. —O aquello o un precipitado e inconcluso homenaje al rey de los esclavos fugitivos, el asesino de esclavistas romanos, el prófugo gladiador de Tracia: Espartaco.