IV

Me despertó un golpe en las costillas. Eco estaba de pie junto a mí y me hacía señas para que me levantara.

La luz del sol entraba a raudales por la portilla. Me arrodillé sobre el colchón y vi la costa cercana, con alguna que otra casa entre los peñascos rocosos. Los edificios que había junto al agua estaban medio en ruinas, moradas humildes construidas con la madera arrastrada por el mar, cubiertas con redes y rodeadas de pequeños astilleros. Los edificios situados más arriba ofrecían un notorio contraste: amplias mansiones con columnas blancas y espalderas cubiertas de sarmientos trepadores.

Me puse en pie para estirarme todo lo posible en la estrecha habitación. Me remojé la cara con agua, bebí un sorbo, me enjuagué la boca y escupí a través de la portilla. Eco ya tenía preparada mi mejor túnica. Mientras me vestía, me peinó y me hizo la barba. El barco dio una pequeña sacudida y contuve el aliento, pero Eco no me hizo ni un rasguño.

Luego fue a buscar pan y manzanas y comimos en cubierta, contemplando la vista mientras Marco Mumio conducía el barco hacia el gran golfo que los romanos llaman la Crátera, ya que se parece a una vasija de boca ancha y bordeada de aldeas. Los antiguos griegos que colonizaron el gran arco de tierra lo llamaron golfo de Neápolis, según creo en honor de la ciudad principal de la zona. Cicerón, uno de mis clientes ocasionales, la designa con el despectivo nombre de «golfo del lujo», tal vez porque aún no ha podido comprarse una mansión en los alrededores.

Penetramos en la Crátera por el norte, cruzando el estrecho que hay entre el cabo Miseno y la pequeña isla de Prócida. Directamente frente a nosotros, en el otro extremo del golfo, se alzaba la gran isla de Capri, con la forma de un dedo nudoso apuntando al cielo. El sol estaba alto, el día era apacible y claro, sin rastros de niebla sobre el agua. Entre nosotros y el estrecho que separa Capri del cabo Minerva, el agua estaba salpicada con las velas multicolores de los barcos de pesca y las más grandes de los barcos comerciales y los transbordadores que circulan por la bahía, transportando mercancías y pasajeros desde Sorrento y Pompeya, en el sur, hasta Neápolis y Puzol, en el norte.

Bordeamos el cabo y el gran golfo se abrió ante nosotros, resplandeciente bajo la luz del sol. En el vértice, descollando sobre la pequeña aldea de Herculano, se alzaba el Vesubio. Su aspecto nunca dejará de impresionarme. La montaña se yergue sobre el horizonte, como una gran pirámide con la cima plana. Con sus fértiles laderas cubiertas de prados y viñedos, el Vesubio domina la Crátera como un dios dadivoso y benévolo, símbolo de constancia y serenidad. En la primera etapa de la rebelión de los esclavos, Espartaco y sus hombres se refugiaron durante un tiempo en la parte superior de sus faldas.

Siempre cerca, pegada a la costa, La Furia bordeó el cabo Miseno y giró hacia el Vesubio, para deslizarse majestuosamente hacia el puerto oculto. Las velas estaban plegadas y los marineros corrían por cubierta, ajustando cuerdas y aparejos. Tiré de Eco para quitarlo de en medio, pues temía que sin una voz que lo protegiese tropezara o se enredara entre el cordaje. Pero me apartó la mano del hombro y alzó los ojos hacia el cielo, como si quisiera decir que ya no era un niño, aunque giraba la cabeza hacia un lado y otro con un entusiasmo claramente infantil. Quería verlo todo a la vez, estiraba el cuello y andaba de aquí para allá con expresión de arrobo. Sus ojos no perdían detalle y en medio de la confusión me cogió el brazo y señaló hacia el bote que había partido del muelle en dirección a La Furia.

Cuando el bote se acercó lo suficiente, Marco Mumio se inclinó sobre la borda e hizo una pregunta en voz alta. Después de oír la respuesta, echó la cabeza hacia atrás y dejó escapar un suspiro, aunque no fui capaz de precisar si era de alivio o de dolor.

Se volvió y frunció el entrecejo al ver que me acercaba.

—No han resuelto nada en mi ausencia —dijo—. Parece que aún se te necesita. Al menos no hemos hecho el viaje en vano.

—Entonces, ¿ya puedes decirme oficialmente que Marco Craso ha contratado mis servicios?

—Te crees muy listo, ¿verdad? —dijo Mumio con tristeza—. Sólo espero que seas la mitad de listo cuando haga falta. Ahora, largo, ¡a bajar!

—¿Y tú?

—Te seguiré más tarde, después de ocuparme del barco. Por el momento, te dejo en manos de Fausto Fabio. Te llevará a Bayas y se encargará de los asuntos de allí.

Eco y yo descendimos al bote, donde nos aguardaba un hombre alto y pelirrojo vestido con una túnica de color azul oscuro. Su cara era juvenil, pero unas finas arrugas alrededor de sus ojos verdes de gato delataban el paso del tiempo. Tendría unos treinta y cinco años, igual que Mumio. Cuando me estrechó la mano, reparé en el brillo de un anillo patricio, aunque no necesitaba un anillo de oro para demostrar que procedía de una familia noble. Los Fabios son tan antiguos como los Cornelios o los Emilios y más que los Claudios. Pero yo no hubiera necesitado conocer su nombre o ver su anillo para saber que era un patricio. Sólo un romano noble, del más venerable linaje, puede mantener los hombros tan erguidos y rígidos y la barbilla tan alta en un bote pequeño y bamboleante sin parecer pomposo o ridículo.

—¿Eres tú el que llaman el Sabueso? —su voz era dulce y grave y mientras hablaba arqueaba una ceja, un gesto tan característico de los patricios que siempre me he preguntado si los nobles tendrán un músculo de más en la frente, creado exclusivamente para este fin.

—Gordiano de Roma —respondí.

—Bien, bien. Será mejor que nos sentemos, a menos que seas buen nadador.

—Apenas sé nadar —confesé.

Fausto Fabio hizo una señal de asentimiento.

—¿Y éste es tu ayudante?

—Mi hijo Eco.

—Ya veo. Me alegra que hayáis llegado. Gelina estará más tranquila. No sé por qué, se le metió en la cabeza que Mumio debía llegar anoche. Todos le dijimos que era imposible y que ni siquiera en las mejores condiciones climatológicas podría regresar el barco antes de esta tarde. Pero no hizo caso y antes de acostarse ordenó que un mensajero bajara al puerto cada hora para ver si había llegado el barco. Como ya habrás imaginado, la casa es un verdadero caos. —De repente, notó la expresión de ignorancia en mi cara—. Ah, por lo visto Mumio no te ha explicado nada. Bueno, recibió órdenes de hacerlo así. No te preocupes, pronto te lo aclararemos todo.

Volvió la cara hacia el viento y respiró hondo, mientras su cabello largo, de corte anticuado, flotaba en el aire como la melena rojiza de un león.

Miré hacia el puerto. La Furia era el barco más grande, mucho más que las pequeñas barcas de pescadores y las naves de recreo. Miseno nunca ha sido un puerto con mucha actividad, pues la mayor parte de las mercancías que entran y salen de la Crátera pasan por Puzol, el puerto comercial más importante de Italia. Sin embargo, me dio la impresión de que Miseno estaba más tranquilo de lo habitual, teniendo en cuenta su proximidad con el lujoso distrito de Bayas y sus famosas fuentes termales, y así se lo comenté a Fausto Fabio.

—¿De modo que ya habías estado aquí? —preguntó.

—Varias veces.

—Estás bien informado sobre el transporte de mercancías y el comercio de la costa de Campania, ¿verdad?

—Mi trabajo me ha traído hasta la Crátera en varias ocasiones a lo largo de los años —respondí encogiéndome de hombros—. No soy un experto en transportes marítimos, pero ¿me equivoco al pensar que el puerto está demasiado vacío?

—No te equivocas —dijo con una mueca de disgusto—. Entre los piratas en el mar y Espartaco en el interior, el comercio de Campania está paralizado. Ya no se ve a nadie por los caminos ni por el mar. Es asombroso que Marco mandara La Furia para traerte.

—¿Te refieres a Marco Mumio?

—Claro que no. Mumio no tiene ninguna trirreme. Me refiero a Marco Craso. —Fabio esbozó una ligera sonrisa—. Lo convenido era que no lo supieras hasta que desembarcaras. Bien, ya llegamos. Sujetaos bien para evitar el impacto ¡Estos remeros! Cualquiera diría que quieren derribar un barco enemigo. Una temporada en La Furia les vendría bien. Allí he visto a los remeros encogerse de miedo, o al menos fingir que lo tenían.

Cuando desembarcamos en el muelle, volví a echar un vistazo al puerto.

—¿Quieres decir que ya no hay ninguna actividad comercial?

Fabio se encogió de hombros y atribuí su gesto a la tradicional indiferencia de los patricios hacia los asuntos comerciales.

—Los veleros y los botes van y vienen por la Crátera, intercambiando mercancías y pasajeros entre los pueblos. Pero cada vez se ven menos barcos grandes procedentes de Egipto, África o Hispania, con dirección a Puzol. Dentro de unas semanas, los viajes por mar se detendrán por completo hasta que vuelva la primavera. Con respecto al comercio interior, ahora el sur de Italia está bajo la sombra de Espartaco, que ha instalado su refugio de invierno en las montañas de Turio, después de aterrorizar durante todo el verano a la población del este del Vesubio. Han destruido cultivos y quemado villas y casas de labor. Los mercados están vacíos. Por suerte, los habitantes de la zona no necesitan pan para vivir. Nadie morirá de hambre mientras haya pescado en la Crátera u ostras en el lago Lucrino. —Se volvió y nos guió por el muelle—. Supongo que en Roma no habrá desabastecimiento, a pesar de estos problemas. En Roma nunca falta nada.

—«El pueblo teme, pero no sufre» —dije citando un discurso que había oído hacía poco en el Foro.

—Muy propio del Senado —gruñó Fabio—. Hacen cualquier cosa para que la plebe de Roma conserve sus privilegios. Sin embargo, no son capaces de enviar a un comandante decente a luchar contra Espartaco o contra los piratas. ¡Hatajo de incompetentes! Roma no ha vuelto a ser la misma desde que Sila abrió las puertas del Senado a sus ricos compinches. Ahora, los vendedores de baratijas y comerciantes de aceite de oliva hacen cola para hablar. Es una suerte que Espartaco no tenga la inteligencia ni la audacia necesarias para invadir Roma.

—Esa posibilidad se discute a diario.

—No me cabe duda. ¿De qué otra cosa iban a hablar los romanos en estos tiempos, entre platos de caviar y codornices rellenas?

—Pompeyo es uno de los temas favoritos de cotilleo —añadí—. Dicen que está a punto de aplastar a los rebeldes de Hispania. El pueblo desea que vuelva pronto y acabe con Espartaco.

—¡Pompeyo! —Fausto Fabio pronunció el nombre casi con tanto desdén como había demostrado Marco Mumio—. Es de buena familia, claro, y nadie puede negar sus hazañas militares; pero por esta vez no es el hombre idóneo para presentarse en el sitio indicado y en el momento oportuno.

—¿Y quién lo es?

Fabio sonrió y sus anchos orificios nasales se dilataron.

—Pronto lo conocerás.

* * *

Nos aguardaban con caballos. Acompañados por el guardaespaldas de Fabio, atravesamos la aldea de Miseno y luego nos dirigimos hacia el norte, por un camino empedrado que discurría junto a la ancha y fangosa playa. Por fin el camino giró hacia el interior y ascendió hacia un pequeño cerro. A ambos lados, entre los árboles, comencé a vislumbrar casas grandes, separadas por cuidados jardines o terrenos boscosos. Eco lo miraba todo con los ojos muy abiertos. A mi lado, había tenido la oportunidad de conocer a hombres ricos, que en algunas ocasiones le habían permitido entrar en sus casas, pero la opulencia que reinaba en la Crátera era nueva para él. En la ciudad, las casas de los ricos están pegadas unas a otras y sus fachadas no resultan tan imponentes como las de sus mansiones rurales. Lejos de las miradas envidiosas de la masa urbana, en sitios donde sólo pueden acudir a sus puertas personas tan ricas como ellos mismos o simples esclavos, los romanos nobles no temen hacer ostentación de sus gustos fastuosos y de su capacidad para costeárselos. Los obsoletos oradores del Foro dicen que antiguamente nadie hacía alarde de su riqueza, pero en el curso de mi propia vida, el oro nunca ha dudado en mostrar su rostro, sobre todo en el golfo del lujo.

Fausto Fabio avanzaba a paso tranquilo. Si su misión era urgente, no lo demostraba, aunque en el propio aire de Campania parece haber algo que relaja a los más inquietos ciudadanos del norte. Yo mismo lo he notado: es el frescor de los pinos, aromatizado por la espuma del mar, una transparencia especial en la luz del sol que rasga el cielo y se refleja en la gran vasija del golfo, un sentimiento de armonía con los dioses de la tierra, el aire, el fuego y el agua. Semejante tranquilidad anima a la locuacidad y no me resultó difícil abrirme a Fausto Fabio, manifestándole mi admiración por el paisaje o haciendo preguntas sobre la topografía y la gastronomía local. Pese a ser un romano de pura cepa, era obvio que visitaba la región lo bastante a menudo para tener un profundo conocimiento de los habitantes de la costa de Campania y de las antiguas costumbres griegas.

—Debo reconocer, Fausto Fabio, que mi anfitrión en tierra es mucho más comunicativo que el que tuve en el mar. —Aceptó el cumplido con una sonrisa tímida y un ademán de entendimiento. Era evidente que no apreciaba mucho a Marco Mumio—. Pero dime —añadí—, ¿quién es este Mumio?

—Creí que ya lo sabías —respondió arqueando las cejas—. Mumio fue uno de los protegidos de Craso durante las guerras civiles y desde entonces se ha convertido en su mano derecha en asuntos militares. Los Mumio no son una familia muy distinguida, pero como la mayoría de las familias romanas que han vivido lo suficiente, poseen al menos un antecesor famoso. Por desgracia, la fama siempre va acompañada de algún escándalo. El bisabuelo de Mumio era cónsul en la época de los Gracos y obtuvo grandes triunfos en las campañas de Hispania y Grecia. ¿Nunca has oído hablar de Mumio el Loco, también conocido como el Bárbaro?

Me encogí de hombros. La mente de los patricios parece distinta de la de los hombres vulgares; ¿de qué otro modo podrían retener tanta información sobre las glorias, chismes y escándalos no sólo de sus ancestros, sino de todos los demás? Cualquier excusa es válida para ponerse a reseñar detalles triviales de una vida tras otra, remontándose hasta el rey Numa e incluso más atrás.

Fabio sonrió.

—Aunque es difícil que suceda, si el tema saliere a relucir delante de Marco, ten cuidado con lo que dices. Es muy susceptible en lo tocante a la reputación de sus antepasados. Bueno, el asunto es que hace muchos años, Mumio el Loco recibió órdenes del Senado para sofocar la rebelión de los griegos de la Liga Aquea. Mumio los aplastó y saqueó Corinto antes de derribar la ciudad y esclavizar a la población por senadoconsulto.

—Otro capítulo de la historia de nuestro imperio. Sin lugar a dudas, un antepasado del que todo romano debería estar orgulloso.

—Así es —dijo Fabio, con los dientes ligeramente apretados ante la ironía de mi voz.

—¿Y aquella carnicería hizo que le apodaran el Loco?

—Oh, no, por Hércules. No fue por su sed de sangre ni por su crueldad, sino por el descuido con que trasladó las obras de arte a Roma. Valiosísimas estatuas llegaron hechas añicos; las urnas pintadas, llenas de grietas y desportilladuras; las joyas arrancadas de los engastes y las preciosas piezas de cristal completamente rotas. ¡Dicen que era incapaz de distinguir un Policleto de un Polidoro!

—¡Inadmisible!

—No, en serio. Dicen que tanto la Juno de Policleto como la Venus de Polidoro perdieron la cabeza en el viaje y que cuando Mumio las hizo reconstruir, ordenó a sus hombres que pegaran la cabeza en el cuello de la estatua que no era. Fue una equivocación tan evidente que cualquier patán con ojos en la cara lo habría notado. Uno de los prisioneros corintios, un viejo enfurecido por la blasfemia, advirtió a Mumio el Loco de su error, pero el general hizo que lo azotaran y lo vendieran para trabajar en las minas. Luego ordenó a sus hombres que dejaran las estatuas tal como estaban, con la excusa de que así tenían mejor aspecto. —Fabio sacudió la cabeza disgustado. Para un patricio, un escándalo sucedido hace cien años no se diferencia del ocurrido hace unas horas—. El viejo Mumio pasó a ser conocido como Mumio el Loco o el Bárbaro porque su sensibilidad no se diferenciaba de la de un tracio o un galo. Su familia nunca ha podido superar aquella humillación, lo cual es una pena, porque Marco Mumio admira el talento militar de su antepasado y con razón.

—¿Y Craso reconoce el talento de Marco Mumio?

—Como ya te he dicho, es su mano derecha.

Hice un gesto de asentimiento y luego pregunté:

—¿Y qué eres tú, Fausto Fabio?

Lo miré fijamente, con la intención de penetrar en su semblante felino, pero respondió a mi escrutinio con una expresión anodina que oscilaba entre la sonrisa y la mueca de reprobación.

—Supongo que soy su mano izquierda —respondió.

Al llegar a la cima del cerro, el camino se volvió llano. De vez en cuando, entre los árboles de la derecha, alcanzaba a vislumbrar el brillo del agua y mucho más allá, al otro lado del golfo, los techos de arcilla de Puzol brillando como pequeñas cuentas rojas. Hacía rato que no veía casas a ninguno de los dos lados, como si estuviéramos atravesando una propiedad enorme. Pasamos junto a viñedos y campos cultivados, pero no vi esclavos trabajando e hice un comentario sobre lo desierto del lugar. Supuse que el ruido de los cascos de los caballos había impedido que Fabio me oyera y repetí la observación en voz más alta, pero él no respondió y permaneció con la vista fija en el frente.

Por fin el camino giró hacia la derecha. Aunque no había portalón, dos pilares señalaban la entrada. Las columnas pintadas de rojo estaban coronadas por sendas cabezas broncíneas de toro con un aro en el hocico.

El terreno, a ambos lados del camino, era agreste y estaba cubierto de árboles. El camino giraba de forma gradual hacia la costa. A través de los árboles alcancé a ver el agua azul, salpicada de velas lejanas y, una vez más, los techos de Puzol al otro lado del golfo. De repente, un gran peñasco marcó un súbito desvío en el sendero. Los árboles y arbustos quedaron atrás, dejando al descubierto la colosal fachada de la mansión.

El rojo intenso del tejado de tejas de arcilla resplandecía bajo la luz del sol. Las paredes estaban pintadas de color azafrán. El edificio central tenía dos plantas y estaba flanqueado por dos alas, proyectadas hacia el norte y hacia el sur. Nos detuvimos en el patio cubierto de grava, donde un par de esclavos nos ayudaron a desmontar y condujeron los caballos al establo. Mientras Fabio nos guiaba hacia la entrada principal, Eco se sacudió la túnica y miró alrededor con los ojos muy abiertos. Las altas puertas de roble estaban adornadas con coronas fúnebres de abeto y ciprés.

Fabio llamó a la puerta. Ésta se abrió lo suficiente para que un ojo pudiera espiar a los recién llegados y luego un criado invisible la abrió de par en par, escondiéndose detrás de la hoja. Fabio alzó la mano para indicarnos que le siguiéramos en silencio. Con los ojos acostumbrados a la luz del sol, el vestíbulo me pareció oscuro. Los bustos de los antepasados de la familia, colocados en sendas hornacinas a ambos lados del vestíbulo, parecían sombras difusas, espectros sin cuerpo que nos espiaran a través de pequeñas rendijas.

El pasillo oscuro desembocó en un atrio, un patio cuadrangular y porticado en la planta baja y con una estrecha galería en la superior. Una serie de senderos adoquinados y serpenteantes atravesaban el jardín, en cuyo centro había una pequeña fuente donde un fauno se bañaba bajo finos hilos de agua, echando la cabeza atrás en actitud jubilosa. Era una exquisita obra de artesanía. Aquella criatura parecía viva, lista para saltar y bailar, y el sonido del agua burbujeante imitaba su risa. Cuando nos acercamos, dos pájaros amarillos que se bañaban en la pequeña fuente se asustaron, y echaron a volar en círculos alrededor de los danzarines cascos del fauno, ascendieron para posarse con nerviosismo en la balaustrada que precintaba la planta superior y por fin se perdieron en el cielo azul.

Los vi volar y bajé la vista otra vez hacia el jardín. Entonces reparé en el gran féretro colocado en el fondo del atrio y en el cadáver que yacía encima.

Fabio se internó en el jardín, se detuvo a mojar la mano en la fuente, a los pies del fauno, y se la llevó a la frente. Eco y yo lo imitamos y lo seguimos hasta donde estaba el difunto.

—Lucio Licinio —dijo Fabio en voz baja.

O bien había sido muy rico en vida o un ciudadano acaudalado se había hecho cargo de sus funerales, pues hasta las familias más ricas suelen contentarse con recostar a sus difuntos en un lecho de madera con patas de marfil o en todo caso con algunas incrustaciones ebúrneas. Sin embargo, aquel lecho fúnebre era totalmente de marfil, de arriba abajo. Aunque había oído hablar de lujos semejantes, nunca había tenido oportunidad de verlos con mis propios ojos. La preciosa sustancia brillaba con una palidez cerúlea y era casi tan suave y translúcida como la propia piel del muerto.

El lecho fúnebre estaba cubierto con mantas moradas, bordadas en oro, y adornado con ramas de áster y de pino. El cuerpo vestía una toga blanca con elegantes bordados en verde y blanco. Llevaba sandalias recién lustradas y sus pies señalaban hacia la puerta de la casa, tal como dictaba la tradición.

Eco arrugó la nariz y lo imité unos segundos después. A pesar de los perfumes y ungüentos con que habían untado el cadáver y del cazo de incienso que había sobre un brasero cercano, en el aire flotaba un inconfundible olor a podrido. Eco se cubrió la nariz con la manga, pero le aparté la mano y le reproché la impertinencia con un gesto ceñudo.

—Es el quinto día —dijo Fabio en voz baja.

Eso significaba que faltaban dos días para que concluyera el duelo. Para entonces, el hedor sería insoportable. Con semejante ostentación de riqueza, parecía lógico que la familia hubiera pagado a los mejores embalsamadores de Bayas y es probable que hubieran llamado a alguno de la bulliciosa Puzol, pero era evidente que sus buenas artes no habían bastado para disimular el olor. El descuido con que se exhibía al muerto también resultaba paradójico: unas pequeñas ramas de hiedra caían sobre su cabeza y cubrían no sólo parte de su cara sino la corona de laurel que evidentemente conmemoraba alguna gloria terrenal.

—Parece como si le hubieran cubierto la cara con hiedra adrede —señalé.

Fabio no me detuvo mientras levantaba con suavidad las ramas verdes hábilmente acomodadas para ocultar el cráneo del muerto. La herida que encontré debajo era de las que desesperan a los embalsamadores: casi imposible de purificar y cerrar, demasiado grande para ocultarla con discreción, demasiado ancha y profunda para mirarla durante mucho tiempo. Eco dejó escapar una involuntaria exclamación de malestar y giró la cara, pero luego se volvió a mirar con más atención.

—Nauseabundo, ¿verdad? —murmuró Fabio mientras desviaba los ojos—. Lucio Licinio era un hombre muy vanidoso. Lástima que después de muerto no tenga un aspecto mejor.

Me armé de valor para mirar la cara del muerto. Uno o varios golpes brutales habían destrozado el cuarto superior derecho de su cara, arrancado la oreja, aplastado el pómulo y la mandíbula y destrozado el ojo, que a pesar de los evidentes esfuerzos realizados para cerrarlo, permanecía entornado y cubierto de sangre. Observé el resto de la cara e imaginé a un hombre guapo, cuarentón, con algunas canas en las sienes y nariz y barbilla fuertes. Los labios, ligeramente separados, dejaban entrever la moneda de oro que los embalsamadores le habían puesto en la lengua, el precio que cobraba el barquero Caronte por transportarle hasta la otra orilla de la laguna Estigia.

—¿Murió en un accidente? —sugerí.

—Lo dudo mucho.

—¿Un altercado que acabó de forma violenta?

—Es posible. Sucedió a última hora de la noche y el cuerpo fue hallado aquí, en el atrio, a la mañana siguiente. Las circunstancias de su muerte estaban claras.

—Ah, ¿sí?

—Un esclavo fugitivo, algún imbécil que quiso seguir el ejemplo de Espartaco. Otra persona te lo explicará con todo detalle.

—¿Quieres decir que lo hizo un esclavo fugitivo? Yo no me dedico a perseguir esclavos, Fausto Fabio. ¿Por qué me habéis traído aquí?

Fabio echó un vistazo al muerto y luego al fauno rodeado de espuma.

—Otra persona te lo explicará.

—Muy bien. La víctima…, ¿cómo has dicho que se llamaba?

—Lucio Licinio.

—¿Era el amo de la casa?

—Más o menos —respondió Fabio.

—Nada de acertijos, por favor.

—Mumio tenía que habértelo explicado —dijo Fabio con los labios fruncidos—. Yo acepté traerte a la villa, pero no que tuviera que explicarte el asunto cuando llegaras.

—Marco Mumio no se encuentra aquí, pero yo sí y también el cadáver de un hombre asesinado.

Fabio hizo una mueca de malestar. A pesar de su condición patricia, daba la impresión de que siempre le asignaban trabajos desagradables y esto parecía disgustarle. ¿Cómo se había definido a sí mismo? ¿Como la mano izquierda de Marco Craso?

—Muy bien —dijo por fin—. Las cosas sucedieron así. Lucio Licinio era primo de Craso. Creo que durante su infancia apenas si se trataron, pero la situación cambió cuando llegaron a la madurez. Muchos Licinios murieron durante las guerras civiles, pero cuando la dictadura de Sila restauró la normalidad, Craso y Lucio entablaron estrechas relaciones.

—¿Amistosas?

—Comerciales más bien —dijo Fabio sonriendo—; la verdad es que para Marco Craso todo es negocio. Bien; en toda relación hay una parte débil y otra fuerte, y supongo que sabrás lo suficiente de Craso, al menos de oídas, para adivinar quién era el sometido.

—El muerto.

—Lucio era pobre y habría seguido así sin la ayuda de Craso. Tenía muy poca imaginación y era la clásica persona incapaz de ver una oportunidad y aprovecharla si nadie lo empujaba. Mientras tanto, Craso se hacía millonario en Roma especulando con la propiedad inmobiliaria… supongo que estás al tanto.

Asentí con un ademán. Cuando el dictador Sila triunfó en las guerras civiles, se hizo con las propiedades de sus enemigos y premió con ellas a sus colaboradores. Pompeyo y Craso, entre otros, recibieron villas y granjas, y así fue como el segundo comenzó su ascenso, movido por una insaciable ambición. En una ocasión vi arder un edificio en una calle de Roma y allí estaba Craso, regateando por la casa contigua. El propietario, confuso, desesperado y convencido de que iba a perder su vivienda en el incendio que se extendía, la vendió por una suma ridícula, mientras el millonario mandaba a buscar a su brigada particular de bomberos para que sofocara el fuego. En Roma todo el mundo podía contar anécdotas parecidas sobre Craso.

—Todo lo que Craso tocaba se convertía en oro —explicó Fabio—. Su primo Lucio, por otra parte, se esforzaba por ganarse la vida con sus tierras, como todos los ciudadanos buenos y anticuados, pero gradualmente lo fue perdiendo todo, hasta quedar en la ruina. Por fin suplicó a Craso que lo salvara y éste lo hizo. Convirtió a Lucio en una especie de factótum, encargado de vigilar sus negocios en la Crátera. En las épocas de prosperidad, cuando no había problemas con los piratas o con Espartaco, había mucho movimiento comercial en la Crátera. No todo son villas lujosas o viveros de ostras. Craso tiene minas en Hispania y una flota de barcos que trae el mineral a Puzol. En Neápolis y Pompeya tiene metalúrgicos que transforman los minerales en utensilios, armas y verdaderas obras de arte. Posee barcos que transportan esclavos desde Alejandría a Puzol, granjas y viñedos en toda la Campania y él mismo proporciona las hordas de esclavos necesarias para trabajar allí. Como es natural, Craso no puede supervisar tantos asuntos solo, pues sus bienes se extienden desde Hispania hasta Egipto, de modo que delegó la responsabilidad de los negocios locales en Lucio, que supervisaba sus inversiones y empresas con gran esfuerzo, pero como había de hacerse.

—¿También se ocupaba de llevar la casa?

—Craso es dueño de la casa y de toda la tierra que la rodea. En realidad, no necesita villas, pues odia la idea de retirarse al campo o a la costa a relajarse y leer poesía. Sin embargo, no deja de comprarlas y ya tiene varias docenas. Como no puede dejar casas vacías por toda Italia, prefiere alquilarlas a sus familiares y subordinados. De ese modo, cuando viaja, puede alojarse en ellas como invitado y al mismo tiempo en una posición superior a la del simple invitado.

—¿Y los esclavos de la casa?

—También son propiedad de Craso.

—¿Y La Furia, la trirreme que me trajo desde Ostia?

—También pertenece a Craso, aunque Lucio solía ocuparse de administrar su uso.

—¿Y qué hay de los viñedos y campos desiertos que hemos cruzado al salir de Miseno?

—Pertenecen a Craso, junto con las numerosas propiedades, fábricas, escuelas de gladiadores y casas de labor que hay desde aquí hasta Sorrento.

—Entonces no se puede decir que Lucio fuera el amo de la casa…

—Licinio daba órdenes y actuaba independientemente en su propia casa, por supuesto, pero no era más que un súbdito de Craso, un criado, por más privilegios y ventajas que tuviera.

—Entiendo. ¿Hay alguna viuda?

—Sí. Se llama Gelina.

—¿Hijos?

—Fue un matrimonio sin descendencia.

—¿De modo que no hay herederos?

—Craso, como primo y patrón, heredará las deudas y posesiones de Licinio.

—¿Y Gelina?

—Ahora depende de Craso.

—Por tu forma de decirlo, Fausto Fabio, da la impresión de que Craso posee a todo el mundo.

—A veces pienso que sí, o al menos que algún día llegará a poseerlo —dijo arqueando una ceja.