III

Me desperté sobresaltado, sin saber dónde estaba. Debía de ser por la mañana, porque ni siquiera después de las noches más disolutas acostumbro a dormir hasta el mediodía. Sin embargo, los resplandecientes rayos del sol que penetraban a raudales por la ventana, encima de mi cabeza, tenían el suave matiz de la luz vespertina de principios de otoño. La tierra parecía estremecerse, aunque no con la súbita violencia de un terremoto. La casa crujía y gemía a mi alrededor, y cuando intenté incorporarme, mis codos se hundieron en una almohada de plumón, grande y sin fondo.

A través de la portilla me llegó una voz vagamente familiar, la voz ronca de un soldado dando órdenes. Entonces lo recordé todo.

Junto a mí, Eco gemía y abría los ojos entre parpadeos. Me incorporé y me senté en el borde de la cama, que parecía querer retenerme en la suave y desmemoriada neblina de la opulenta montaña de plumones. Sacudí la cabeza para despejarme. En la pared, colgada de un gancho, había una jarra de agua. La cogí de las dos asas, bebí un largo trago y después me mojé las manos para lavarme la cara.

—No la malgastes —gruñó una voz—. Es agua dulce del Tíber. Para beber, no para lavarse. —Alcé la vista y vi a Marco Mumio junto a la puerta, con los brazos cruzados, un semblante despierto y alerta, y la típica sonrisa de superioridad de los madrugadores. Se había puesto el uniforme militar, una túnica roja de lino y cuero bajo una cota de malla.

—¿Qué hora es?

—Pasan dos horas del mediodía. O como dicen en tierra, es la novena hora del día. No has hecho más que dormir y roncar desde que caíste anoche en la cama. —Sacudió la cabeza—. Un auténtico romano no debe dormir en una cama tan blanda. Esas bobadas hay que dejarlas para los egipcios, que son unos caprichosos. Creía que te habías puesto enfermo, pero como dicen que los moribundos no roncan, supuse que no sería nada grave. —Se echó a reír y me recreé en la fantasía de verlo atravesado por una caprichosa lanza egipcia. Volví a cabecear.

—¿Cuánto tiempo tendremos que pasar en este barco? —pregunté.

—Si te respondiera, me delataría, ¿no es cierto?

—Permíteme preguntártelo de otro modo —dije suspirando—: ¿cuánto falta para llegar a Bayas?

—Yo no he dicho… —Mumio parecía mareado de repente.

—Claro que no. Eres un buen soldado, Marco Mumio, y no me contarías nada que hubieras jurado callar. Sin embargo, sigo sintiendo curiosidad por saber cuándo llegaremos a Bayas.

—¿Por qué piensas…?

—Tú lo has dicho, Marco Mumio: pienso. Si no fuera capaz de adivinar algo tan simple como nuestro destino, no sería el hombre que busca tu patrón. En primer lugar, es obvio que nos dirigimos hacia el sur. Aunque no soy marino, sé que el sol sale por el este y se pone por el oeste, de modo que si el sol de la tarde está a la derecha y la costa a la izquierda, infiero que navegamos hacia el sur. Teniendo en cuenta que me has prometido que mi trabajo habrá concluido en cinco días, es improbable que salgamos de Italia. ¿Adónde podríamos dirigirnos, sino a una ciudad de la costa sur, con toda probabilidad en la Crátera? Admito que podría equivocarme al elegir Bayas, pues podría tratarse de Puzol, de Neápolis incluso de Pompeya… pero creo que no. Una persona tan rica como tu patrón, capaz de pagar cinco veces el valor de mis honorarios sin regatear y de enviar un barco como éste para satisfacer lo que parece un simple capricho, tiene que tener una casa en Bayas, porque en Bayas construye una villa de veraneo todo romano que puede permitírselo. Además, ayer mencionaste la Boca del Hades.

—¿Yo?

—Sí, dijiste que había muchas vidas en juego y hablaste de niños gimiendo en la Boca del Hades. Es posible que hablaras metafóricamente, como un poeta, pero sospecho que en tu alma no hay sitio para la poesía, Marco Mumio. Ciñes la espada, no la lira, y cuando dijiste «Boca del Hades» hablabas literalmente. Yo nunca he tenido oportunidad de verla en persona, pero los colonos griegos que se instalaron alrededor de la Crátera, creyeron haber descubierto una entrada secreta a los infiernos en una hondonada azufrada que llaman lago Averno, también conocido como Boca del Hades, pues Hades es el nombre que los griegos daban al infierno, que los romanos anticuados aún denominan Orco. Según tengo entendido, el lugar está cerca de las más distinguidas casas de Bayas.

—Eres un sujeto agudo —dijo Mumio con expresión astuta—. Hasta es posible que valgas lo que cobras.

En su voz no había sarcasmo, sino una especie de tristeza, como si realmente me deseara el éxito, pero estuviera convencido de mi fracaso.

Un minuto después, se dirigió a la puerta tambaleándose mientras me gritaba por encima del hombro.

—Supongo que tendrás hambre después de roncar todo el día. En el comedor hay comida, probablemente mejor que la que te dan en casa. Demasiado opulenta para mí. Yo prefiero una bota de vino aguado y un chusco, pero el amo siempre tiene lo mejor, o lo que los mercaderes le dicen que es lo mejor, que es siempre lo más caro. Después de comer puedes echar la siesta —dijo echándose a reír—. La verdad es que no sería mala idea, pues despierto no harás más que estorbar. Los pasajeros resultan bastante inútiles en un barco, ya que nunca encuentran nada que hacer. Imagina que eres un costal de trigo y búscate un rincón donde criar moho. Sígueme.

Al cambiar de tema, Marco Mumio había evitado admitir que nos dirigíamos a Bayas. No tenía sentido insistir. Yo ya sabía adónde íbamos y comenzaba a preocuparme por un asunto más importante, pues sospechaba la identidad de mi misterioso cliente. ¿Quién podía haberse permitido el lujo de fletar un medio de transporte tan ostentoso para llevar a un simple mercenario y encima con la triste reputación de Gordiano el Sabueso? Pompeyo también era capaz de derrochar su riqueza en un capricho personal, pero estaba en Hispania. ¿Quién podía ser entonces, sino el hombre considerado como el romano vivo más rico o, mejor dicho, como el romano más rico que ha existido en el mundo? Pero ¿qué podía querer de mí Marco Licinio Craso, teniendo en cuenta que era propietario de ciudades de esclavos y que podía comprar los servicios de cualquier hombre libre?

Habría podido presionar a Mumio para conseguir respuestas a mis interrogantes, pero me dije que ya había abusado de su paciencia. Lo seguí bajo la luz de la tarde y noté un fugaz olorcillo a cordero asado en el fresco aire de mar. Mi estómago rugió como un león y olvidé la curiosidad para satisfacer un apetito más apremiante.

Mumio se equivocaba al temer que me aburriera en La Furia, al menos mientras brillara el sol. La vista cambiante de la costa de Italia, las gaviotas volando en círculos, el trabajo de los marineros, el reflejo de los rayos del sol sobre el agua, los bancos de peces que se movían vertiginosamente bajo la superficie, el aire fresco y penetrante de un día que no era veraniego ni otoñal… todo esto bastó para tenerme ocupado hasta la puesta del sol.

Eco estaba aún más asombrado. Todo le fascinaba. Un par de delfines se unieron a nosotros a la hora del crepúsculo y nadaron junto al barco hasta mucho después del anochecer, sumergiéndose y saltando entre las olas con grandes chapoteos. Por momentos parecían reír como seres humanos y Eco los imitaba, como si compartiera un lenguaje secreto con ellos. Cuando por fin desaparecieron bajo la espuma, Eco se marchó sonriente a la cama y se sumió en un sueño profundo.

Yo no tuve tanta suerte. Después de haber dormido durante casi todo el día, sabía que me esperaba una noche en vela. Durante un rato, la costa sombría y el resplandor de las estrellas sobre el agua me fascinaron casi tanto como la tarde luminosa, pero luego refrescó y me fui a la cama. Marco Mumio tenía razón: la cama era demasiado mullida, o la manta demasiado áspera, o la tenue luz de las estrellas que entraba por la portilla demasiado molesta o los ruidos que Eco producía en sueños, imitando a los delfines, demasiado estridentes para mis oídos… La cuestión es que no podía dormir.

Entonces oí el tambor. Venía de abajo y era sordo y palpitante, más lento que mi propio pulso pero tan regular como él. Aunque la noche anterior había estado demasiado cansado para oírlo, ahora me resultaba imposible pasarlo por alto. Era el sonido que marcaba el ritmo de los remeros que conducían el barco a Bayas. Cuanto más me esforzaba por ignorarlo, más fuerte parecía rugir a través del bordaje, golpe tras golpe. Cuanto más me giraba y me movía en la cama, más parecía alejarse el sueño.

Intenté recordar la cara de Marco Craso, el hombre más rico de Roma. Aunque lo había visto centenares de veces en el Foro, sus rasgos se me escapaban. Conté mentalmente el dinero, imaginando el suave tintineo de las monedas en una bolsa y gasté mis honorarios con la imaginación una docena de veces. Luego pensé en Bethesda, la imaginé dormida con el gatito entre los pechos y recorrí de memoria todas las habitaciones de mi casa de Roma, como un fantasma de guardia. De repente, me sobresaltó la imagen de Belbo durmiendo la borrachera en el portal, con la puerta abierta de modo que cualquier ladrón o asesino pudiera entrar…

Di un respingo y me senté en la cama. Eco se agitó en sueños y rechinó los dientes. Me calcé las sandalias, me envolví con la manta como si se tratara de una capa y regresé a cubierta.

Unos marineros dormían hacinados en grupos. Otros paseaban por cubierta, pendientes de cualquier peligro en el mar o en la costa. Una brisa constante soplaba desde el norte, henchía las velas y me ponía carne de gallina en las partes de las piernas y los brazos que la manta no alcanzaba a cubrir. Anduve por cubierta y en el centro del barco encontré el escotillón que conducía a la sentina.

Es curioso cómo un hombre puede navegar en muchos barcos en su vida sin preguntarse nunca por la fuerza oculta que los mueve. Sin embargo, así vive la mayoría de la gente hoy en día: los hombres comen y se visten sin pensar un solo instante en el sudor de los esclavos que trabajaron para moler el grano, hilar las telas o empedrar los caminos, como tampoco se preocupan por la sangre que les calienta el cuerpo o por las mucosas que les envuelven el cerebro.

Me detuve ante el escotillón y bajé las escaleras. En el acto sentí una oleada de calor en la cara, ardiente y sofocante como el vapor. Oí el monótono y palpitante son del tambor y las pisadas de muchos hombres. Los olí antes de verlos, pues en aquel sitio asfixiante se concentraban todos los olores que el cuerpo humano es capaz de producir y se elevaban como el aliento de los demonios desde un pozo de azufre. Bajé otro peldaño y me adentré en un mundo de cadáveres vivos, y pensé que la Boca del Hades difícilmente podría conducir a un infierno más horrible que aquél.

El lugar era como una caverna larga y estrecha. Los candiles colgados del techo irradiaban un tenue y caprichoso resplandor sobre los pálidos cuerpos desnudos de los remeros. Al principio, en la penumbra, sólo alcancé a ver una serie de movimientos ondulantes, semejantes a las contorsiones de los gusanos. Pero en cuanto mi vista se adaptó a la oscuridad, comencé a reparar en los detalles.

En el centro había un pasillo estrecho, como un puente colgante. A ambos lados, los esclavos estaban sentados en gradas de a tres. Los que se hallaban pegados al casco podían mantenerse sentados y hacían menos esfuerzo, dado que sus remos eran más cortos. Los del centro estaban en posición más elevada y tenían que empujar con los pies cada vez que tiraban de los remos hacia atrás y luego incorporarse para echarlos hacia delante. Los que estaban junto al pasillo eran los más desgraciados. Recorrían el pasillo adelante y atrás trazando un amplio círculo con los remos, poniéndose de puntillas y estirándose al máximo, luego arrodillándose y echándose hacia delante para levantar los remos del agua. Cada remero estaba aherrojado al remo con una cadena oxidada alrededor de la muñeca.

Había centenares, apiñados, rozándose y frotándose cada vez que empujaban y tiraban. Pensé en vacas o cabras apretujadas en un corral, aunque los animales se mueven sin un propósito definido y aquí cada hombre constituía un pequeño engranaje de una gran máquina en constante movimiento. El tambor les guiaba.

Me giré y vi al tambor en la popa, sobre un pequeño banco que debía de estar justo debajo de mi cama. Tenía las piernas abiertas y sujetaba con las rodillas los bordes de un tambor bajo y ancho. Llevaba las manos envueltas en correas, al final de las cuales había una bola de cuero. Arrojaba las bolas al aire y las dejaba caer sobre el tenso parche del tambor, produciendo un latido sordo que palpitaba en el aire cálido y denso. Tenía los ojos cerrados y una ligera sonrisa le bailoteaba en los labios, como si soñara, aunque nunca perdía el ritmo.

Detrás de él había otro hombre, con uniforme de soldado y un látigo en la derecha. Al verme me dirigió una mirada fulminante y agitó el látigo en el aire, como para impresionarme. Los esclavos que estaban más cerca se estremecieron y algunos lanzaron un gemido, como si hubieran sentido un ramalazo de dolor.

Me cubrí la boca y la nariz con la manta, para sofocar el olor. Cuando la luz intermitente de los candiles alumbró el laberinto de pies y pasadizos, advertí que el pantoque estaba cubierto de una mezcla de heces, orina, vómito y restos de comida podrida. ¿Cómo podían soportarlo? ¿Se acostumbraban con el tiempo, como se acostumbraban a las cadenas? ¿O el espectáculo seguía provocándoles náuseas, como me las provocaba a mí?

En Oriente hay sectas religiosas que auguran un castigo eterno al espíritu de los malvados. Sus dioses no se contentan con ver sufrir a un hombre en este mundo y lo acosan con fuego y tormentos también en el siguiente. Ignoro si esto es verdad, pero estoy seguro de que si existe un sitio de condena en la tierra, éste se encuentra en las entrañas de un barco romano, donde los hombres se degradan físicamente en medio del hedor de sus vómitos y excrementos, consumiendo su angustia al son incesante y obsesivo del tambor. Convertirse en simple combustible, extinguirse, agotarse y ser desechado sin el menor escrúpulo, es sin duda el castigo más horrible que un dios pueda concebir.

Dicen que la mayoría muere después de tres o cuatro años de galeras y que sólo los afortunados lo hacen antes. Si se les permitiera elegir, todos los prisioneros o los esclavos acusados de robo preferirían ser gladiadores o mineros a ser remeros. De las despiadadas sentencias a muerte a que puede condenarse a un hombre, la condena a galeras se considera la más cruel. Aunque la muerte siempre llega, nunca lo hace hasta que el último atisbo de fuerza se ha arrebatado al cuerpo y hasta que el sufrimiento y la desesperación han consumido el último resto de dignidad.

Los hombres se convierten en monstruos en galeras. Hay capitanes que no turnan a los esclavos, de modo que un hombre que rema en el mismo sitio día tras día, mes tras mes, sobre todo el que está junto al pasillo central, desarrolla grandes músculos de un lado del cuerpo, que queda desproporcionado en relación con el otro. Por otra parte, su piel se vuelve pálida como la de un pez por falta de sol. Si un hombre así escapa, es fácil localizarlo por su deformidad. Una vez, en la Subura, vi a una cuadrilla de esbirros sacando a rastras de un burdel a un individuo con ese aspecto, desnudo y gritando a voz en cuello. A Eco, que entonces era sólo un niño, le impresionó mucho el aspecto del esclavo y cuando le expliqué los motivos se echó a llorar.

Los hombres también se convierten en dioses en galeras. Era evidente que Craso, si es que aquel barco le pertenecía, tomaba la precaución de turnar a los remeros, o puede que los agotara antes que los demás, pues no vi ningún monstruo deforme entre ellos, sino jóvenes con hombros y brazos robustos y algunos supervivientes de más edad con un físico aún más desarrollado; en definitiva, una tripulación de barbudos Apolos, alternándose aquí y allí con un Hércules de cabello cano; o al menos eso parecían si se les miraba de cuello para abajo. Por encima del cuello, sus caras eran demasiado humanas, desfiguradas por la preocupación y el sufrimiento.

Cuando los miraba a la cara, casi todos desviaban la vista, como si mis ojos pudiesen herirlos con la misma crueldad que el látigo del cómitre. Sin embargo, algunos se atrevieron a sostenerme la mirada y vi ojos apagados por el esfuerzo constante y la monotonía, ojos llenos de envidia hacia un hombre que poseía la sencilla libertad de caminar a voluntad, de secarse el sudor de la cara, de limpiarse después de defecar. En algunos ojos intuí temor u odio latentes y en otros una especie de fascinación, casi de avidez, la mirada inconfundible que un hambriento dispensaría a un glotón.

Mientras caminaba por el pasillo, entre los esclavos desnudos, me sentí con fiebre, acalorado y ebrio, con los pulmones llenos del olor de aquella carne, la piel mojada por el calor húmedo que despedían los esforzados cuerpos y los ojos errantes entre la enorme y sufrida congregación, permanentemente sumida en la oscuridad. Yo era un hombre que observaba en sueños la pesadilla de otros.

Lejos del estrado del tambor y de la escalera central, los candiles escaseaban, pero los caprichosos rayos de luna se colaban en el oscuro casco y satinaban con un resplandor azul los brazos bañados de sudor de los remeros o se reflejaban en las branzas que mantenían sus manos sujetas a los remos. El sonido uniforme del tambor se volvió más bajo y lejano, pero se mantuvo lento y regular, marcando un tranquilo ritmo nocturno, tan hipnótico como el murmullo siseante de las olas que bañaban la proa.

Al llegar al final del pasillo, me volví a contemplar los esfuerzos de la multitud. De repente, me dije que ya había visto bastante y me apresuré hacia la salida. Al final, iluminado por el resplandor de los candiles como en un escenario teatral, vi que el cómitre me miraba y asentía con un ademán de entendimiento. A pesar de la distancia que nos separaba pude adivinar el desdén en su rostro. Aquél era su dominio y yo era un intruso, un curioso, demasiado blando o afortunado para un sitio semejante. Hizo restallar el látigo sobre su cabeza, en mi honor, y sonrió ante los gemidos que proferían los esclavos a sus pies.

Pisé el primer peldaño y habría hecho lo propio con el siguiente si no me hubiera detenido una cara iluminada por la luz de los candiles. Aquel chico debió de recordarme a Eco, por eso reparé en su cara entre todas las demás. Estaba en uno de los bancos más altos, junto al pasillo. Cuando se volvió a mirarme, un rayo de luna le cayó sobre la mejilla y su cara quedó dividida entre la luz lunar y la del candil, bañada en un resplandor mitad azul claro y mitad naranja. A pesar de la corpulencia de los hombros y el tórax, era casi un niño y entre la mugre que cubría sus mejillas y el sufrimiento de sus ojos, se adivinaba una extraña expresión de inocencia. Sus rasgos sombríos eran de una belleza notable: la nariz respingona, los labios gruesos y los ojos oscuros indicaban que procedía de oriente. Mientras lo observaba a la luz de la luna, se atrevió a devolverme la mirada e incluso esbozó una sonrisa triste, patética, vacilante y temerosa.

Pensé que Eco habría podido acabar en un sitio así si no lo hubiera encontrado y lo hubiera llevado a mi casa aquel día, varios años antes. Un niño con un cuerpo fuerte sin lengua y sin familia que lo defendiera resultaba una presa fácil para esclavizar y vender. Volví a mirar al joven esclavo e intenté sonreírle, pero no pude.

De repente, un hombre bajó por las escaleras, me apartó con brusquedad y se dirigió a popa. Gritó algo y el tambor aceleró el ritmo hasta duplicarlo. El barco saltó hacia delante con una sacudida y caí sobre la barandilla de la escalera. La velocidad aumentaba de un modo asombroso.

El tambor resonaba cada vez más fuerte y más rápido. El mensajero volvió a pasar junto a mí, camino de cubierta, pero lo detuve, cogiéndolo de la manga de la túnica.

—¡Piratas! —exclamó con un deje teatral en la voz—. Cuando pasábamos por una ensenada, aparecieron dos barcos y ahora nos persiguen.

Tenía una expresión lúgubre, pero cuando se soltó me sorprendió descubrir que en realidad se reía.

Fui a seguirlo, pero me detuve fascinado por el espectáculo que me rodeaba. El tambor había acelerado el ritmo y los remeros gemían, siguiendo el tiempo. El cómitre caminaba por el pasillo bamboleándose. Hacía restallar el látigo en el aire y aflojaba el brazo. Los remeros se encogían al verlo pasar.

El son del tambor se volvió más rápido. Los remeros pegados al casco pudieron permanecer en sus bancos, pero el movimiento acelerado de los remos obligaba a los más cercanos al pasillo a ponerse de puntillas y a estirar los brazos al máximo para gobernar los remos. Encadenados como estaban, no les quedaba otra opción.

El ritmo siguió creciendo y la embarcación alcanzó su velocidad máxima. Los remos trazaban grandes círculos a un ritmo furioso. Los esclavos tiraban y empujaban con todas sus fuerzas. Horrorizado, aunque incapaz de mirar hacia otro lado, observaba sus muecas, sus mandíbulas apretadas, los ojos ardientes de miedo y confusión.

De repente se oyó un golpe fuerte y un crujido, como si uno de los grandes remos se hubiera roto, y tan cerca de mí que me cubrí la cara con las manos. En ese mismo instante el muchacho que me había sonreído echó la cabeza atrás con la boca abierta en un grito mudo.

El cómitre alzó el brazo otra vez. El látigo surcó el aire. El chico gritó como si le hubieran echado aceite hirviendo y vi que el látigo le cruzaba los hombros desnudos. Se dejó caer contra el remo, arrastrando los pies por el pasillo. Durante un rato estuvo suspendido de las cadenas que lo sujetaban y el remo lo arrastró hacia adelante, hacia abajo y otra vez hacia arriba. Cuando colgaba del punto más alto, intentando recuperar el equilibrio con desesperación, el látigo le golpeó los muslos.

El joven gritó, se agitó de forma espasmódica y volvió a caer. El remo volvió a arrastrarle, pero el joven sacó fuerzas de flaqueza y acompañó el movimiento, poniendo en juego todos los músculos. Recibió otro latigazo. Los golpes del tambor eran ensordecedores. El látigo se alzó y cayó. El muchacho chillaba, gemía de dolor y bailaba con movimientos convulsivos. Sus hombros robustos se crispaban al ritmo del cómitre, fuera de compás respecto de la maquinaria general. Lloraba como un niño. Tenía la cara desfigurada por la angustia. El cómitre no dejaba de azotarlo.

Miré al hombre a la cara y me respondió con una sonrisa, dejando al descubierto una boca llena de dientes picados, se giró y escupió sobre la espalda de otro esclavo. Me miró a los ojos y volvió a levantar el látigo, como invitándome a entrometerme. Los remeros gemían al unísono, como el coro de una tragedia. Observé al chico, que en ningún momento había dejado de remar y me devolvió la mirada, moviendo los labios, incapaz de hablar.

De repente, oí pasos arriba. El mensajero regresó e hizo una señal al tambor, con la palma abierta.

—¡Todo despejado! —gritó—. ¡Todo despejado!

El son del tambor se detuvo de repente. Los remos se detuvieron y reinó una súbita quietud, rota sólo por el golpeteo de las olas contra el barco, el crujido de la madera y las respiraciones roncas y entrecortadas de los remeros. A mis pies, el joven se desplomó sobre el remo, deshecho en sollozos. Miré su espalda ancha, festoneada de músculos, amoratada y surcada de verdugones. Las heridas recientes se abrían sobre una acumulación de antiguas cicatrices, prueba de que aquélla no era la primera vez que el cómitre se ensañaba con él.

De repente, no vi ni oí nada; el olor del lugar se apoderó de mí, como si el sudor de tantos cuerpos hacinados hubiera envenenado el aire fétido. Hice a un lado al mensajero y corrí escaleras arriba, en busca de aire puro. Una vez bajo las estrellas, me incliné sobre la borda y vomité.

Miré a mi alrededor, desorientado, débil, asqueado. Los hombres de cubierta estaban ocupados arriando la vela auxiliar del trinquete. El mar estaba sereno, la costa oscura y silenciosa.

Marco Mumio me vio y se acercó a mí. Estaba de buen humor.

—Has desperdiciado la cena, ¿eh? Suele suceder cuando vamos a toda velocidad y se tiene la barriga llena. Le dije al amo que no ofreciera comidas tan suculentas. Es preferible vomitar pan y agua a un montón de bilis y carne a medio masticar.

Me limpié la barbilla.

—¿Los hemos dejado atrás? —pregunté—. ¿Ya no hay peligro?

—En cierto modo —respondió Mumio encogiéndose de hombros.

—¿Qué quieres decir? —miré hacia popa. A nuestras espaldas, el mar estaba desierto—. ¿Cuántos barcos eran? ¿Adónde han ido?

—Oh, al menos había mil barcos, todos con bandera pirata y ahora han regresado al Hades, de donde vinieron. —Notó la expresión de perplejidad en mi cara y se echó a reír—. Piratas fantasmas —explicó—. Espíritus marinos.

—No entiendo. —Los hombres de mar suelen ser supersticiosos, pero yo no podía creer que Mumio pusiera en peligro la vida de los galeotes para huir de un espejismo o de una ballena perdida. Pero Mumio no estaba loco. Era aún peor.

—Un simulacro —dijo por fin mientras sacudía la cabeza y me daba una palmada en la espalda, como si se tratara de una broma y yo fuera demasiado estúpido para entenderla.

—¿Un simulacro?

—Sí. Un simulacro, una maniobra. Es necesario de vez en cuando, sobre todo en un barco no militar como La Furia, para asegurarnos de que todo el mundo se mantiene alerta. Al menos, así es como se hacen las cosas cuando se está a las órdenes de… —iba a decir un nombre, pero se arrepintió— …a las órdenes de mi comandante —concluyó—. Cuando se hace por la noche, siempre se coge desprevenidos a los esclavos.

—¿Un simulacro? —repetí estúpidamente—. ¿Quieres decir que no había piratas, que todo ha sido innecesario? Pero tratáis a los esclavos con brutalidad…

—¡Bien! —dijo Mumio adelantando la mandíbula—. Los esclavos de un romano deben ser fuertes y estar siempre alerta. De lo contrario, ¿para qué sirven?

Era evidente que aquellas palabras no eran propias, que estaba citando a alguien. ¿Qué clase de hombre daba órdenes a Marco Mumio y se permitía el lujo de derrochar así sus herramientas humanas?

Miré hacia abajo, a los remos que sobresalían de La Furia, suspendidos inmóviles sobre las olas. Un instante después, los remos se alzaron y se sumergieron en el agua. Tras un breve respiro, los esclavos volvían al trabajo.

Incliné la cabeza, tragué una profunda bocanada de aire salado y deseé estar en Roma, dormido en brazos de Bethesda.