II

—Pero ¿dónde está el hombre que ha de llevarte? —exigió Bethesda. (Sí, «exigió», a pesar de su condición de esclava. Su insolencia sólo le parecerá extraña a quien no la conozca)—. ¿Quién es? ¿Qué te hace pensar que puedes confiar en él? ¿Y si lo envía uno de tus antiguos enemigos sólo para alejarte de la ciudad y degollarte donde nadie pueda veros?

—Bethesda, si alguien quisiera degollarme, podría hacerlo sin ningún problema aquí, en la Subura. Se pueden contratar asesinos en cualquier esquina.

—Es cierto, por eso tienes a Belbo para protegerte. ¿Por qué no lo llevas contigo?

—Porque prefiero que se quede para protegeros a ti y a los demás esclavos durante mi ausencia, así no tendré que preocuparme por vosotros.

Bethesda tenía un aspecto magnífico, por más que se hubiera despertado a medianoche. Su cabello negro, con algunas hebras de plata, caía sobre su rostro con descuidado esplendor. Incluso mientras hacía pucheros tenía el mismo aire de inmutable dignidad con que me había cautivado en el mercado de esclavos de Alejandría, quince años antes. Me estremecí de miedo, como me sucede siempre que tengo que separarme de ella. El mundo es un sitio inseguro e imprevisible y la vida que he elegido a menudo entraña peligros. Sin embargo, hace tiempo que aprendí a no exteriorizar mis dudas, aunque Bethesda siempre haga lo contrario.

—Es mucho dinero —dije.

Bethesda dio un bufido.

—Si no te ha mentido —dijo.

—Creo que no. Un hombre no sobrevive en una ciudad como Roma tanto como yo sin adquirir cierto criterio. Marco Mumio es tan sincero como le está permitido ser. Admito que no es muy claro…

—¡Ni siquiera quiere decirte quién le envía!

—De acuerdo, no quiere decírmelo, pero ha admitido abiertamente que no piensa hacerlo. En otras palabras, dice la verdad.

Bethesda hizo un ruido grosero con los labios.

—Pareces uno de esos oradores para los que trabajas, como el ridículo Cicerón, que dice que la verdad es mentira y la mentira es verdad, según le conviene.

Me mordí los labios y respiré hondo.

—Confía en mí, Bethesda. He sobrevivido hasta ahora, ¿no es cierto?

La miré a los ojos y creí divisar una pequeña chispa de calor en su mirada fría. Le puse la mano en el hombro, pero la apartó y se alejó. Siempre hace lo mismo.

Me acerqué a ella y le acaricié la nuca, deslizando ambas manos por debajo de las cascadas de pelo. No tenía motivo para rechazarme y no lo hizo, pero se puso rígida al sentir mi contacto y mantuvo la cabeza erguida, incluso cuando me incliné para besarle la oreja.

—Volveré —le dije—, dentro de cinco días habré regresado. Eso ha prometido nuestro hombre.

Noté que sus mejillas se tensaban y su barbilla temblaba. Parpadeó con rapidez y reparé en el abanico de arrugas que el tiempo había dibujado en la parte exterior de su ojo. Miraba fijamente el muro blanco situado ante ella.

—Si al menos supiera adónde vas.

Sonreí. Bethesda sólo ha conocido dos ciudades en toda su vida, Alejandría y Roma, y a excepción del viaje que hizo entre una y otra, jamás se ha aventurado a más de una milla de distancia. ¿Qué importancia podía tener para ella que fuera a Cumas o a Cartago?

—Bien —suspiré—, si eso te tranquiliza, sospecho que Eco y yo pasaremos los próximos días en los alrededores de Bayas. Habrás oído hablar de ella, ¿verdad? —Bethesda asintió con un gesto—. Es una pequeña y hermosa región costera —añadí— que queda dentro del cabo Miseno, en un extremo del golfo que los lugareños llaman la Crátera, al otro lado de Puzol y Pompeya. Dicen que tiene unas vistas espléndidas de Capri y el Vesubio. Los ricos construyen casas en la costa y se bañan en el barro caliente.

—Pero ¿cómo sabes adónde vas, si ese hombre no ha querido decírtelo?

—Es sólo una sospecha.

Mis caricias lograron ablandarla. Suspiró y supe que por fin había aceptado mi partida y la perspectiva de convertirse en dueña y señora de la casa por unos días, con autoridad absoluta sobre los demás esclavos. Sabía por experiencia que, en mi ausencia, Bethesda se convertía en una cruel tirana y sólo esperaba que Belbo pudiera soportar su rígida disciplina. La idea me hizo sonreír.

Entonces me giré y vi que Eco me esperaba en la puerta. Por un instante su cara reflejó una expresión fascinada; luego cruzó los brazos y miró hacia arriba, como para negar que sintiera interés o pena por la escena de ternura que acababa de interrumpir. Deposité un beso rápido en la mejilla de Bethesda y me marché.

Marco Mumio se paseaba de un extremo al otro del vestíbulo con aspecto cansado e impaciente. Cuando me vio aparecer, alzó las manos y se apresuró a salir, sin esperarme, aunque la mirada que me dirigió por encima del hombro expresaba con absoluta claridad lo que pensaba de quien malgastaba su tiempo en despedirse de una mujer y para colmo, esclava.

Descendimos corriendo por el inclinado sendero del Esquilino, vigilando los obstáculos con la ayuda de la antorcha de Eco. Al final del camino, en la vía Subura, nos aguardaban dos hombres y cuatro caballos.

Los hombres de Mumio parecían legionarios y se comportaban como tales. La perspectiva de aventurarnos por las calles de Roma en plena oscuridad me intranquilizaba, pero cuando vislumbré los cuchillos debajo de las finas capas de lana, me sentí un poco más seguro. Palpé mi daga debajo de la capa. Aunque Mumio había dicho que me proporcionaría todo lo necesario, había preferido llevar mi propia arma.

Mumio no había previsto la compañía de Eco, de modo que me dejaron el caballo más fuerte y el joven mudo montó detrás de mí, sujeto a mi cintura. Tengo el pecho y los hombros anchos y gruesos (en los últimos años también la cintura), pero Eco es delgado y nervudo; el caballo apenas notó el peso adicional del muchacho.

La noche era agradable, pese a la fresca y suave brisa de principios de otoño, pero las calles estaban prácticamente desiertas. En épocas de conflictos, los romanos evitaban la oscuridad y cerraban sus casas al anochecer, abandonando la calle a proxenetas, borrachos y buscadores de emociones fuertes. Así había sucedido durante el alboroto de las guerras civiles y en los lóbregos años de la dictadura de Sila, y volvía a ocurrir ahora, cuando la sublevación de Espartaco estaba en boca de todos. En el Foro se contaban historias aterradoras sobre pueblos enteros cuyos ciudadanos habían sido derrotados y quemados vivos por esclavos que luego se comían la carne de sus antiguos amos. Al ponerse el sol los romanos rechazaban las invitaciones a los banquetes y vaciaban las calles. Echaban la llave a la puerta de la alcoba para impedir la entrada incluso de sus esclavos más fieles y sufrían pesadillas que los despertaban empapados en sudor. El caos había vuelto a desatarse en el mundo y esta vez llevaba el nombre de Espartaco.

Cabalgamos por las callejuelas de la Subura, que apestaban a orina y a basura podrida. De vez en cuando, las luces procedentes de las plantas superiores de las casas nos iluminaban el camino; retazos de melodías y risas ebrias flotaban sobre nuestras cabezas para luego desvanecerse a nuestras espaldas. El aspecto frío y distante de las estrellas anunciaba un invierno nevado. Supuse que en Bayas haría menos frío, pues allí el verano se rezaga a la sombra del Vesubio.

La vía Subura desembocó por fin en el Foro, donde las pisadas de nuestros caballos resonaban con inusual intensidad entre plazas y templos desiertos. Evitamos las áreas más sagradas, donde no se permite el paso de los caballos ni siquiera por la noche, y nos dirigimos al sur, a través del desfiladero que se abre entre el Capitolino y el Palatino. De repente el aire se impregnó de olor a heno y a estiércol, pues cruzábamos el Boarium Forum, el gran mercado de ganado bovino donde el silencio sólo lo rompían los ocasionales mugidos de los animales. El enorme buey de bronce se alzaba en el pedestal por encima de nosotros, perfil colosal y cornudo que se recortaba sobre el cielo estrellado como un gigantesco minotauro que practicara el equilibrismo sobre una cornisa.

Llamé la atención de Eco dándole una palmada en la pierna y se echó hacia delante, acercando la oreja a mis, labios.

—Tal como pensaba —murmuré—, vamos hacia el Tíber. ¿Tienes sueño?

Eco me respondió con dos palmadas.

—Bien —exclamé riendo—, entonces vigilarás mientras la corriente nos arrastra hacia Ostia.

Junto a la orilla del río nos aguardaban más hombres de Mumio, dispuestos a encargarse de los caballos en cuanto desmontáramos. La embarcación estaba preparada al final del embarcadero mayor. Medio dormido como estaba, había esperado un viaje lento e informal por el Tíber hasta la costa, pero me equivoqué de medio a medio. La embarcación no era el bote minúsculo que había imaginado, sino una barcaza conducida por doce remeros, con un timonel en la parte posterior y un toldo en el centro; una embarcación fuerte y veloz. Sin perder un minuto, Mumio nos acomodó a bordo. Sus dos guardaespaldas nos siguieron y zarpamos de inmediato.

—Duerme si lo deseas —dijo señalando unas mantas arrojadas desordenadamente bajo el toldo—. No disponemos de grandes lujos ni de esclavas que te calienten, pero al menos no hay piojos. A no ser que hayan saltado de uno de éstos —añadió mientras asestaba a un remero un fuerte puntapié en el hombro—. ¡Remad! —bramó—. Y será mejor que os deis más prisa que en el viaje de ida u os pondré en galeras para siempre. —Rió sin alegría. Ahora que se encontraba en su elemento, Mumio comenzaba a mostrar una personalidad más jovial, que no acababa de gustarme. Dejó a uno de sus hombres a cargo y se metió debajo de las mantas.

—Despiértame si me necesitas —murmuré a Eco, tras rozarle la mano para asegurarme de que me oía—. O si lo prefieres, duerme. No creo que corramos peligro.

Me reuní con Mumio bajo el toldo, me hice un ovillo en la parte más alejada y me esforcé por no pensar en mi lecho ni en el calor del cuerpo de Bethesda.

Intenté dormir, sin demasiado éxito, aunque el chirriar de los grilletes, el chapoteo de los remos y el continuo golpeteo del agua contra la quilla me sumieron en un sopor intermitente del que salía una y otra vez, siempre a causa de los ronquidos de Marco Mumio. La cuarta vez que me despertó aquel ruido estridente, saqué una pierna de la manta y le di un suave puntapié. Mumio dejó de roncar un instante, pero no tardó en reanudar la serenata, con zurridos semejantes a los que produce el hombre que muere estrangulado. Oí unas risas suaves, me incorporé sobre los codos y vi la cara sonriente de sus guardaespaldas, que me observaban desde proa. Conversaban en voz baja, muy juntos y totalmente despiertos. Miré hacia atrás y vi al timonel, un gigantón barbudo que no parecía ver ni oír otra cosa que no fuera el río. Eco estaba acurrucado cerca de él, mirando el agua por encima de la borda, como una estatua de Narciso contemplando su propia imagen bajo el cielo estrellado.

Por fin los ronquidos de Mumio se suavizaron hasta fundirse con el chapoteo del agua contra la madera y la respiración rítmica y uniforme de los remeros, pero Morfeo siguió sin querer acogerme en un abrazo fuerte y reparador. Me giré una y otra vez entre las mantas, inquieto, primero con frío, luego con calor, mientras mis pensamientos se perdían en callejones sin salida y volvían a replegarse sobre sí mismos. El sopor me brindaba tranquilidad, pero no descanso, y a pesar de la quietud no conseguía reponer fuerzas; de modo que cuando por fin llegamos a Ostia y al mar, estaba más aturdido que horas antes, cuando Marco Mumio me había sacado de la cama. En la extraña confusión de tiempo y espacio que nublaba mi mente, llegué a pensar que la noche no acabaría nunca y que viajaríamos para siempre en la oscuridad.

Mumio nos condujo hacia un embarcadero. Los guardaespaldas nos acompañaron, pero los remeros se quedaron en la barcaza, inclinados sobre los remos, jadeantes y completamente agotados. Me volví un instante y contemplé sus anchas espaldas desnudas, que se movían rítmicamente y brillaban sudorosas a la luz de las estrellas. Uno se inclinó sobre la borda y se puso a vomitar. En algún momento del viaje había dejado de oír sus respiraciones entrecortadas y el constante chasquido de los remos; me había olvidado de ellos por completo, igual que se olvidan las muelas de los molinos. Nadie repara en una muela hasta que necesita aceite ni en un esclavo hasta que tiene hambre, se pone enfermo o se enfurece. Sentí un escalofrío y me cubrí los hombros con la manta para protegerme del aire frío del mar.

* * *

Mumio nos condujo por la orilla del río. Oí el suave golpeteo de las olas contra los pilotes de madera que sostenían las tablas del muelle. A nuestra derecha se apiñaba una flota de pequeños botes amarrados a los embarcaderos y a la izquierda se extendía un muro bajo de piedra contra el que se amontonaban cajas y cestos en un caos de sombras. Al otro lado del muro, se alzaba la soñolienta ciudad de Ostia. Aunque alcanzaba a vislumbrar alguna que otra luz en las plantas superiores y había lámparas empotradas a intervalos regulares en las murallas de la ciudad, no parecía haber nadie en los alrededores, aparte de nosotros. La luz jugaba malas pasadas; me pareció ver una familia de mendigos encogida en un rincón, luego una rata que salía de la basura y que de repente se convirtió ante mis ojos en un simple montón de harapos.

Tropecé con un tablón suelto. Eco me sujetó por el hombro, pero Mumio estuvo a punto de tirarme a tierra de una palmada en la espalda.

—¿No has dormido bastante? —gritó con su típico tono militar—. A mí me bastan dos horas de sueño al día. En el ejército, uno aprende a dormir de pie, incluso en plena marcha si es necesario.

Asentí con un gesto cansino. A medida que avanzábamos, dejábamos atrás almacenes y espigones, mercados cerrados y astilleros. El olor a sal se volvía cada vez más fuerte y el suave murmullo del mar se fundía con el monótono rumor del río. Llegamos al foral de los muelles, donde el Tíber se ensancha de forma súbita para unirse al mar. La muralla de la ciudad giró hacia el sur y ante nosotros se abrió una vasta y serena extensión de agua, bañada por la luz de las estrellas. Allí nos aguardaba una embarcación más grande. Mumio nos condujo a la bodega. Gritó no sé qué al contramaestre y zarpó la embarcación.

El muelle se alejó de nosotros. Las olas se hincharon a nuestro alrededor. Eco parecía asustado y me cogió de la manga.

—No te preocupes —dije—, no estaremos mucho tiempo en esta embarcación.

Un momento después, al doblar un promontorio rocoso de escasa altura, avistamos la nave.

—Una trirreme —susurré.

La Furia, así se llama —dijo Mumio con una sonrisa de orgullo al notar mi asombro.

Había esperado un navío grande, pero no tanto como aquél. Tres mástiles con las velas arriadas se alzaban sobre la cubierta y tres filas de remos sobresalían de los costados. Era increíble que hubieran enviado aquel monstruo sólo para recoger a un hombre. Mumio encendió una antorcha, la agitó sobre la cabeza y otra antorcha parecida respondió desde la cubierta del barco. Mientras nos acercábamos, los hombres comenzaron a correr por cubierta y a trepar por los mástiles, silenciosos como espectros bajo la luz de las estrellas. Los remos, encogidos en las troneras, se agitaron como las patas trémulas de un ciempiés y cayeron al agua. Las velas se desplegaron y se tensaron con un chasquido al recibir la brisa suave. Mumio se humedeció el dedo con saliva y alzó la mano.

—No hace mucho viento, pero al menos es constante y sopla hacia el sur. ¡Bien!

Llegamos junto al casco. Nos arrojaron una escala de cuerda. Eco trepó primero y yo le seguí. Marco Mumio subió en último lugar y enrolló la escala. La barcaza se alejó en dirección a Ostia. Marco Mumio iba de un sitio al otro, dando órdenes a la tripulación. La Furia comenzó a girar. El ritmo uniforme de los remeros, que gemían al unísono, se filtraba por la borda y el agua salpicó a babor y estribor cuando los remos hendieron las olas. Volví la vista atrás, hacia Ostia y la estrecha playa que bordeaba la costa, hacia los tejados que se elevaban por encima de las murallas. La ciudad se alejaba a una velocidad asombrosa, las murallas se encogían y el abismo de agua oscura crecía más y más. De repente, Roma me pareció muy lejana.

Marco Mumio, ocupado con la tripulación, no nos hacía caso. Eco y yo buscamos un sitio tranquilo e intentamos dormir, apoyados el uno contra el otro y arropados con las mantas para protegernos del frío del mar.

De pronto me despertaron las sacudidas de Mumio.

—¿Qué haces en cubierta? Con este aire húmedo, un hombre de ciudad como tú, acostumbrado a la buena vida, puede coger unas calenturas y morirse. Venid los dos, os llevaré al camarote de popa.

Lo seguimos, tropezando con rollos de cuerda y escotillas ocultas. Los primeros rayos del alba asomaban entre las negras colinas del este. Mumio nos condujo escaleras abajo hasta un pequeño camarote con dos camastros. Me dejé caer en el más cercano y me estremecí ante la agradable sorpresa de hundirme en un grueso colchón, relleno con el más delicado plumón de ganso. Eco se arrojó sobre el otro y comenzó a bostezar y a estirarse como un gato. Me cubrí con la manta hasta el cuello, ya casi dormido, y me pregunté si Mumio nos habría cedido su propio camarote.

Abrí los ojos y lo vi con los brazos cruzados, apoyado contra la pared del pasillo exterior. Aunque apenas podía distinguir su cara a la pálida luz del amanecer, el suave temblor de los párpados y la languidez de la mandíbula no dejaban lugar a dudas: Marco Mumio, el militar honrado y nada fanfarrón, dormía como un tronco y soñaba de pie.