I

A pesar de sus excelentes cualidades —sinceridad, lealtad, inteligencia y extraordinaria agilidad—, Eco no estaba capacitado para atender a la puerta. Eco es mudo.

Pero no era sordo ni lo ha sido nunca. En realidad no he conocido a nadie con un oído tan fino. También tiene el sueño ligero, un hábito que conserva de los desdichados e intranquilos días de su infancia, antes de que su madre lo abandonara, yo lo recogiera en la calle y finalmente lo adoptara. No es de extrañar, pues, que fuese Eco quien oyera llamar a la puerta durante la hora segunda después del anochecer, cuando todos los demás habitantes de la casa estábamos ya en la cama. Eco recibió a mi visitante nocturno, pero no pudo despedirlo y eso que le faltó poco para espantarlo como un campesino ahuyenta a un ganso perdido del portal de su casa.

Por lo tanto, ¿qué otra cosa podía haber hecho Eco? Podía haber despertado a Belbo, mi guardaespaldas, que tal vez habría intimidado al visitante con sus gruñidos y su hedor a ajo, mientras se frotaba estúpidamente los ojos para despejarse, pero dudo que hubiera podido librarse de él, pues el desconocido era pertinaz y su astucia duplicaba la fuerza del guardaespaldas. Por consiguiente, Eco hizo lo que debía: indicó al visitante con un ademán que aguardase en la entrada, se dirigió a mi habitación y llamó con suavidad a la puerta. Al ver que sus golpes no me despertaban del sueño pesado en que me habían sumido varias raciones generosas de sopa de pescado y cebada, regadas con vino blanco, abrió la puerta con delicadeza, entró en la habitación de puntillas y me sacudió el hombro.

Bethesda se movió y suspiró a mi lado. Su espesa cabellera negra me cubría la cara y el cuello, de modo que el movimiento de sus rizos me hizo cosquillas en la nariz y en los labios. El aroma de la gena me produjo un hormigueo erótico debajo de la cintura. Alargué los brazos para cogerla, amagué un beso con los labios y recorrí su cuerpo con ambas manos. Me pregunté cómo se las arreglaba para envolverme con los brazos hasta tocarme el hombro por detrás.

A Eco nunca le ha gustado emitir esos gruñidos animales que profieren los mudos, pues los considera degradantes y vergonzosos. Prefiere guardar un austero silencio, como la esfinge, y dejar que sus manos hablen por él. Me apretó el hombro con más fuerza y me zarandeó con más energía. Entonces reconocí su tacto, con la misma seguridad con que se reconoce una voz familiar. Hasta fui capaz de comprender lo que decía.

—¿Hay alguien en la puerta? —mascullé mientras me aclaraba la garganta y mantenía los ojos cerrados un instante más.

Eco me dio una ligera palmada de asentimiento en el hombro, su forma de decir «sí» en la oscuridad.

Me acurruqué junto a Bethesda, que había vuelto la espalda al contratiempo. Le rocé el hombro con los labios. Dejó escapar un gemido, una mezcla de suspiro y susurro. No he conocido mujer más sensible en todos los viajes que he efectuado entre las Columnas de Hércules y la frontera de Partia. Como una lira exquisitamente forjada, me dije, perfectamente afinada y pulida, cuya excelencia crece con los años; qué suerte tienes, Gordiano el Sabueso; menuda investigación hiciste hace quince años en el mercado de esclavos de Alejandría.

El gato se removió bajo las sábanas. Egipcia hasta la médula, Bethesda siempre ha tenido gatos e incluso los invita a nuestra cama. Aquél atravesaba el valle que separaba nuestros cuerpos, abriéndose paso entre nuestros muslos. Hasta el momento había tenido las uñas escondidas; una suerte, puesto que en los últimos instantes mi parte más vulnerable se había vuelto notoriamente más vulnerable y el gatito parecía dirigirse hacia allí, tal vez pensando que era una serpiente con la que jugar. Me pegué a Bethesda en busca de protección. Dio un suspiro. Recordé una noche lluviosa, hacía al menos diez años, antes de que Eco se uniera a nosotros; otro gato, otra cama, pero la misma casa, la casa que me había legado mi padre, y nosotros dos, Bethesda y yo, más jóvenes pero no muy distintos. Me adormecí y casi soñaba ya cuando me dieron dos fuertes palmadas en el hombro.

Era la forma con que Eco decía «no», como si negara con la cabeza. No, no podía o no quería ahuyentar al visitante.

Volvió a golpearme en el hombro, esta vez con el doble de fuerza.

—¡Está bien, está bien! —murmuré. Bethesda se apartó con violencia, llevándose las sábanas consigo y dejándome a merced del aire húmedo de septiembre. El gatito avanzó hacia mí y sacó las uñas en el momento en que perdía el equilibrio.

—¡Por los cojones de Numa! —exclamé, aunque no fue el legendario rey Numa quien sufrió el arañazo de la minúscula garra. Eco, discretamente, hizo caso omiso de mi grito de dolor y Bethesda dejó escapar una risita soñolienta.

Me levanté con brusquedad de la cama y busqué a tientas la túnica, pero Eco ya la tenía preparada para envolverme en ella.

—Más vale que sea importante —dije.

Era importante, pero no supe cuánto hasta pasado algún tiempo. Si el mensajero que aguardaba en el vestíbulo se hubiera explicado con claridad, si hubiera sido sincero con respecto al motivo de su visita y a la persona que lo enviaba, habría accedido a sus ruegos sin la menor vacilación. Rara vez se me presenta la oportunidad de trabajar en casos así y para clientes semejantes, de modo que me hubiera esforzado por aceptar el encargo. Sin embargo, el individuo, que se presentó lacónicamente con el nombre de Marco Mumio, adoptaba una actitud llena de misterio y me trataba con una desconfianza que rayaba en el desdén.

Me dijo que necesitaba mis servicios sin demora para un trabajo que me alejaría de Roma durante unos días.

—¿Estás en alguna dificultad? —le pregunté.

—¡Yo no! —exclamó.

Parecía incapaz de hablar tranquilamente en una casa donde todos dormían. Sus palabras brotaban entre gruñidos y bramidos, como si se dirigiera a un esclavo rebelde o a un perro mal acostumbrado. No hay idioma más desagradable que el latín cuando se habla de ese modo, y me refiero al modo de la soldadesca, pues a pesar de que me encontraba medio dormido y atontado por el vino de la cena, comenzaba a hacer ciertas deducciones sobre mi inesperado huésped. Tras su cuidada barba, su túnica austera pero cara, sus excelentes botas y su elegante capa de lana, reconocí a un militar, a un hombre acostumbrado a dar órdenes y a ser obedecido en el acto.

—¿Y bien? —me dijo, mirándome como si fuera un recluta holgazán, recién levantado de la cama y que arrastraba los pies antes de emprender la jornada de marcha—. ¿Vienes o no?

Eco, ofendido por aquella grosería, se llevó las manos a las caderas y lo miró con expresión furiosa. Mumio echó la cabeza atrás y gruñó en un arranque de impaciencia. Me aclaré la garganta.

—Eco —dije—, tráeme una copa de vino, por favor. Caliente, si es posible. Fíjate si aún quedan brasas en la cocina. ¿Quieres vino tú también, Marco Mumio? —Mi invitado frunció el entrecejo y sacudió la cabeza con brusquedad, como un buen legionario que está de guardia.

—¿Sidra caliente quizás? Insisto, Marco Mumio, la noche es fría. Acompáñame al estudio. Mira, Eco ya nos ha encendido los candiles. Siempre se adelanta a mis necesidades. Por favor, siéntate. Bueno, Marco Mumio, según veo, has venido a ofrecerme trabajo.

En la claridad del estudio noté que Mumio parecía decaído y cansado, como si llevara mucho tiempo sin dormir. No dejaba de moverse en la silla y mantenía los ojos abiertos con un inusitado aire de cautela. Después de unos instantes, se levantó, comenzó a caminar de un lado a otro de la habitación y se negó a beber la sidra caliente que le ofreció Eco, igual que un soldado de guardia evita ponerse cómodo por temor a quedarse dormido involuntariamente.

—Sí —dijo por fin—, he venido a ordenarte…

—¿Ordenarme? Nadie da órdenes a Gordiano el Sabueso. Soy un ciudadano libre, no un esclavo ni un liberto, y según tengo entendido, por sorprendente que parezca, Roma sigue siendo una república y no una dictadura. Otros ciudadanos vienen a consultarme, a solicitar mis servicios, a contratarme, pero suelen hacerlo durante el día. Al menos los honrados.

Mumio parecía hacer grandes esfuerzos para contener la furia.

—Esto es ridículo —dijo—. Si lo que te preocupa es el dinero, se te pagará, como es lógico. De hecho, estoy autorizado a ofrecerte hasta cinco veces lo que ganes normalmente al día, considerando las molestias y el… viaje —dijo con cautela—. Cinco días de paga garantizada, además de los gastos de alojamiento y manutención.

Ya había conseguido acaparar toda mi atención. Con el rabillo del ojo vi que Eco arqueaba una ceja, aconsejándome astucia. Los niños criados en la calle llegan a ser unos regateadores implacables.

—Eres muy generoso, Marco Mumio, muy generoso —dije—. Aunque tal vez no sepas que tuve que subir mis tarifas el mes pasado. En Roma se han disparado los precios por culpa de la rebelión de los esclavos y con el invencible Espartaco saqueando los campos y extendiendo el caos…

—¿Invencible? —exclamó Mumio como si se tratara de una ofensa personal—. ¿Espartaco invencible? ¡Ya lo veremos!

—Quiero decir invencible frente al ejército romano. Sus seguidores han vencido a todas las tropas enviadas en su contra e incluso han humillado a dos cónsules romanos, obligándolos a huir. Supongo que cuando Pompeyo…

—¡Pompeyo! —dijo Mumio, como si escupiera el nombre.

—Sí, supongo que cuando Pompeyo traiga por fin sus tropas de Hispania, sofocará la rebelión de inmediato… —seguía hablando únicamente porque aquel tema parecía ofuscar a mi visitante y yo quería mantenerlo distraído mientras calculaba la cifra que le iba a pedir.

Mumio cooperó estupendamente: iba de un sitio a otro, apretaba los dientes y me dirigía miradas furiosas. Sin embargo, era evidente que no pensaba rebajarse a discutir conmigo un asunto tan importante como la rebelión de los esclavos.

—Ya veremos —era lo único que alcanzaba a murmurar en sus débiles intentos por interrumpirme. Por fin alzó la voz con tono autoritario y logró hacerme callar—: No tardaremos en dar cuenta de Espartaco. Por lo pronto, hablábamos de tus honorarios.

Carraspeé y tomé un sorbo de vino caliente.

—Es verdad, bien, como te decía, con el actual descontrol de los precios…

—Sí, sí …

—Bueno, no sé qué sabréis tú o tu jefe sobre mis honorarios, ni siquiera sé dónde obtuvisteis mi nombre o quién me recomendó.

—Eso no tiene importancia.

—De acuerdo. Pero como dijiste cinco veces…

—Sí, cinco veces tu paga diaria.

—Podría ser un precio demasiado alto, considerando que mis honorarios normales ascienden a… —Eco se había situado detrás del visitante y movía el pulgar hacia arriba con insistencia— ochenta sestercios al día —dije con descaro, eligiendo al azar una cifra… que equivalía al doble del sueldo mensual de un legionario.

Mumio me miró de forma extraña y por un instante temí haberme excedido. En fin, si se volvía y salía de la casa dando un portazo, sin pronunciar otra palabra, al menos podría regresar a la cama con Bethesda. De todos modos, tenía la sospecha de que quería meterme en un asunto descabellado.

Pero entonces estalló en carcajadas. Hasta Eco se sorprendió y arrugó el entrecejo, según pude observar por encima del hombro de Mumio.

—Ochenta sestercios al día —repetí con toda la serenidad de que era capaz, intentando no imitar la confusión de Eco—. ¿Me has entendido?

—Oh, por supuesto —respondió Mumio y contuvo sus sonoras carcajadas hasta convertirlas en una sonrisa desdeñosa.

—Y cinco veces eso son…

—¡Cuatrocientos al día! —exclamó—. Sé multiplicar.

Luego gruñó con un gesto de desprecio tan sincero que supe que habría podido pedirle mucho más.

Mi trabajo me permite frecuentar a las clases acomodadas de Roma. Los ricos necesitan abogados en las batallas legales que emprenden entre sí, los abogados necesitan información y la información es mi especialidad. He aceptado trabajos de abogados como Hortensio y Cicerón y a veces directamente de clientes tan distinguidos como las grandes familias de los Metelo y los Mesala, pero incluso ellos se habrían resistido a pagar a Gordiano el Sabueso una tarifa diaria de cuatrocientos sestercios. ¿Tan rico era el cliente al que representaba Marco Mumio?

Estaba clarísimo que iba a aceptar el trabajo; el dinero lo garantizaba. Bethesda gemiría de placer al ver las arcas de la casa rebosantes de plata y ciertos acreedores volverían a saludarme con sonrisas, en lugar de soltarme los perros. Pero la curiosidad pudo más que yo: deseaba saber quién me había recomendado y no quería que Marco Mumio pensara todavía que me había ganado.

—Debe de ser una investigación importante —dije con tacto, tratando de mantener una calma profesional mientras en mi cabeza tintineaban ya los chorros de monedas de plata, como si manaran de una fuente.

Cuatrocientos sestercios, multiplicados por cinco días de trabajo asegurado, eran dos mil sestercios. Por fin podría reparar el muro trasero de la casa, reemplazar las baldosas agrietadas del atrio y quizás incluso comprar una nueva esclava que ayudara a Bethesda en sus labores.

—Jamás te han llamado para un trabajo tan importante —dijo Mumio asintiendo con gravedad.

—Y delicado, según veo.

—En extremo.

—Un trabajo que requiere discreción.

—Mucha —confirmó él.

—Creo adivinar que hay algo más que bienes en juego. ¿Honor, tal vez?

—Algo más que honor —respondió Mumio con gravedad y una expresión de temor en los ojos.

—¿Una vida, entonces? ¿Hay una vida en juego?

Por la expresión de su rostro supe que se trataba de un caso de asesinato. Un salario suculento, un cliente misterioso, un homicidio… Era imposible resistirse, pero procuré mantener un semblante inexpresivo.

Mumio estaba muy serio, igual que un soldado en un campo de batalla, pero no durante la excitación que precede a la carnicería, sino después, en medio de la muerte y la desesperación.

—No se trata de una vida —dijo despacio—, sino de muchas. Están en juego centenares de vidas de hombres, mujeres y niños. A menos que hagamos algo para evitarlo, la sangre correrá como el agua y los gemidos de los niños resonarán en la Boca del Hades.

Terminé el vino y dejé la copa a un lado.

—Marco Mumio, ¿no piensas decirme con claridad quién te envía y qué es lo que quieres que haga?

Negó con la cabeza.

—Ya te he dicho demasiado. Puede que cuando lleguemos haya acabado la crisis, se haya solucionado el problema y ya no te necesitemos. En ese caso, será mejor que no sepas nada, ni ahora ni nunca.

—¿No me darás ninguna explicación?

—Ninguna. Pero no te preocupes; cobrarás de todos modos.

Hice un gesto de asentimiento.

—¿Cuánto tiempo estaré fuera de Roma? —pregunté.

—Cinco días, ya te lo he dicho.

—Hablas con mucha seguridad.

—Cinco días —repitió— y podrás volver a Roma. Tal vez sea menos tiempo, pero no más. En cinco días, todo habrá acabado de una forma u otra, para bien… o para mal.

—Ya entiendo —dije, sin entender nada en absoluto—. ¿Y adónde nos dirigimos exactamente? —Mumio apretó los labios con firmeza—. Porque —añadí— no me atrae la idea de viajar por el interior, en los tiempos que corren, sin saber adónde voy. Como comentábamos hace un momento, hay una pequeña rebelión de esclavos en curso y sé de buena tinta que no es aconsejable desplazarse por el campo sin necesidad.

—Estarás a salvo —respondió Mumio con aire de autoridad.

—Entonces, ¿tengo tu palabra de militar, o de ex militar, de que no me veré expuesto a ningún peligro táctico?

—Ya te he dicho que estarás a salvo —respondió Mumio entornando los ojos.

—Muy bien, entonces creo que dejaré a Belbo aquí, para que cuide de Bethesda. Estoy seguro de que tu jefe me proporcionará un guardaespaldas si es necesario. Pero llevaré a Eco conmigo. Supongo que en la generosidad de tu patrón entrará la posibilidad de alimentarlo y de darle alojamiento.

Mumio miró a Eco por encima del hombro, con un brillo de escepticismo en la mirada.

—Es casi un niño —dijo.

—Eco tiene dieciocho años. Se puso la toga viril hace más de dos años.

—Es mudo, ¿verdad?

—Sí. El soldado ideal, diría yo.

—Supongo que puedes llevarlo —gruñó Mumio.

—¿Cuándo salimos? —pregunté.

—En cuanto estés listo.

—¿Por la mañana, entonces?

Me miró como si fuera un legionario gandul que pide permiso para dormir la siesta antes de la batalla y su voz recuperó el tono autoritario.

—¡No, en cuanto estés listo! ¡Ya hemos perdido demasiado tiempo!

—Muy bien —bostecé—. Le diré a Bethesda que me prepare algunas cosas…

—No será necesario —dijo Mumio mientras se incorporaba, todavía con aspecto cansado, pero satisfecho de que le hubiera llegado la hora de tomar el mando—. Dispondrás de todo lo que necesites.

Lógico; un cliente dispuesto a pagar cuatrocientos sestercios al día podía cubrir necesidades tan sencillas como una muda de ropa, un peine o un esclavo que me llevara las cosas.

—Entonces estaré listo dentro de un momento, cuando me haya despedido de Bethesda.

Cuando salía de la habitación, Mumio carraspeó.

—Por cierto —dijo tras mirar primero a Eco y luego a mí—, sólo para asegurarme: ninguno de los dos se mareará en el mar, ¿verdad?