24

El bunker de mando estaba escondido tras lo que parecía una autocaravana normal, como muchos de los refugios de Grand Lake. Ruth estuvo a punto de no llegar. Los cuatro soldados estacionados en la puerta eran comandantes de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos y le quitaron el seguro a las armas cuando la doctora se acercó, lo que la puso tan nerviosa como furiosa.

—Cumplimos órdenes estrictas, señorita —dijo su capitán.

—¡Y yo también, joder!

—Ésta es la doctora Goldman —dijo Estey a su lado, pero Ruth pensó que su escolta era parte del problema. Cam le pidió a Estey, Goodrich y Foshtomi que se pegaran a ella. Los tres ya se habían acostumbrado a protegerla. Por desgracia, la responsabilidad más importante del capitán de las Fuerzas Aéreas era considerar a todo el mundo una amenaza.

—Es la chica de los nanos —dijo Estey.

—Tengo que ver al gobernador Shaug. —Ruth tenía una identificación nueva y se la mostró a los soldados.

El capitán no se movió para cogerla, aunque uno de sus hombres dejó la metralleta a un lado y se acercó para ver los documentos.

—Que venga aquí —dijo el capitán—. El resto, apartaos un poco, ¿de acuerdo?

—Bien —dijo Ruth.

Todos estaban tensos. Podían morir en cualquier momento, y quizá fuera peor para el escuadrón aéreo, que tenía que estar allí guardando una zona segura, si es que era segura de verdad. Ruth no dudaba de que los bunkeres podrían aguantar las bombas y artillería convencionales, pero era casi seguro que los ingenieros de Grand Lake no habían dispuesto de recursos para darle la profundidad necesaria como para sobrevivir a un ataque nuclear.

Miró al cielo otra vez y, tras ella, Foshtomi imitó el gesto inconscientemente. El impulso era demasiado fuerte. Las redes de camuflaje se extendían desde la autocaravana hasta un camión cercano formando un techo sobre la puerta y el espacio que había entre ambos vehículos. Ruth se sintió ciega. Era una estupidez, pero mirar el cielo la tranquilizaba, y miraba hacia arriba aunque sabía que la red estaría ahí. «Ya basta», pensó. Se giró para mirar a las tropas de las Fuerzas Aéreas. El hombre que llevaba sus credenciales se había ido a hacer una llamada con un teléfono colocado en la pared de la autocaravana, y Ruth intentó imaginar cómo mantenía el refugio sus enlaces por radio, radar, teléfono y satélites sin crear un centro de ruido electrónico que el enemigo pudiera detectar. Era posible que hubieran creado líneas por toda la montaña para dispersar las señales, escondiendo las antenas y los transmisores en otras tiendas y vehículos. Pero ¿importaba eso?

Echaba de menos a Cam. Debieron mantenerse juntos, pero escuchó su explicación, asintió y ya no estaba. Deborah no había sido tan fácil de convencer, pero también se había marchado, y ahora Ruth estaba sola. Sus escoltas no eran amigos. Nunca habían mostrado interés en relacionarse con ella, a pesar del respeto que les tenía y la sangre que compartían.

—Foshtomi —dijo Ruth. La chica se giró, y Ruth intentó sonreír—. Gracias —le dijo.

—A mandar.

«No, lo digo en serio», pensó Ruth, pero el soldado de las Fuerzas Aéreas colgó el teléfono y dijo:

—Goldman, puede pasar.

—Necesito que ellos tres también vengan —dijo Ruth.

—Lo lamento —dijo el capitán. La apartó para que no se acercara a ellos—. Vamos a tener que cachearla. Quítese la chaqueta, por favor.

—Necesito que vengan —dijo Ruth con firmeza esperando no mostrar la adrenalina en la voz—. Díganselo a Shaug.

—No podemos hacerlo, señorita.

—Dígale a Shaug que sin ellos no podré garantizar que el próximo paso de los nanos mejorados funcione. Son algunos de los portadores originales —la última parte era casi verdad. Otro científico la habría cuestionado, pero no pensaba que el gobernador Shaug o el mando militar fueran a discutir con ella. Estaban demasiado desesperados por que hubiera cualquier avance con los nanos.

—De acuerdo —el capitán señaló a su hombre para que volviera a llamar. Mientras tanto, bajó el arma y pasó las manos por el cuerpo de Ruth, sin inmutarse por tocarle la entrepierna, la cintura o las axilas. Palpó su teléfono móvil y se lo sacó del bolsillo.

—Lo necesito para llamar al laboratorio —le dijo.

Pero no encontró las tapitas de cristal que había escondido detrás de dos de los botones de su camisa.

La escalera conducía más abajo de lo que Ruth había pensado. Era casi seguro que el teléfono no funcionaría. Eso era un grave problema. Ruth miró atrás otra vez antes de que se cerrara la puerta, apretando el pulgar como si todavía tuviera la piedra grabada. El frío del túnel le dio escalofríos en los brazos y el cuello y tropezó en los escalones de hormigón.

Estey la cogió.

—Cuidado —le dijo.

La escalera tenía una inclinación pronunciada. Pasaron rápidamente por cuatro puertas de acero gigantescas, cada una de ellas una planta por debajo de la anterior. Habían colocado una serie de topes para absorber y desviar una supuesta onda expansiva. Quizá el búnker sí consiguiera sobrevivir. Cada una de las barricadas tenía que abrirse y cerrarse de nuevo por el coronel de las Fuerzas Aéreas que había salido para acompañarles adentro.

Una quinta puerta les condujo a una habitación del tamaño de una casa pequeña. Estaba llena de ordenadores, pantallas y gente. El barullo de las voces quedaba amplificado por las paredes y el techo de hormigón. Aquél lugar era como una caja, y Ruth se preguntó qué más contendría aparte de un centenar de soldados. Muchos estaban sentados junto a los paneles de equipo. Otros estaban de pie o caminaban por los pasillos que formaban. La gran mayoría de los uniformes eran los de color azul de las Fuerzas Aéreas, pero también había gente vestida de color canela o verde oscuro, y Ruth vio también a un generoso puñado de civiles.

—Por aquí —dijo el coronel.

Ruth fue a la izquierda cuando él caminó hacia la derecha. El militar se dirigía a una puerta que había cerca de ellos, pero Ruth vio al gobernador Shaug dentro de una oficina con paredes de cristal.

—¿Doctora Goldman? —dijo Estey, y el coronel gritó—: ¡Detengan a esa mujer! —los atareados hombres se amontonaron a su alrededor. Dos hombres y una mujer la cogieron de los brazos, uno de ellos dejó caer un manojo de listados al suelo. Un cuarto soldado se levantó de su asiento con unos auriculares al cuello.

—¡Soltadme!

—Sargento, ¿qué está pasando? —el coronel dirigió sus palabras a Estey en vez de a Ruth. Era otra forma de contenerla, pensó ella.

—No estoy seguro, señor —dijo Estey, pero señaló a la oficina de cristal. Ninguna de las personas de su interior se había percatado de ellos aún—. Creo que sólo intentaba hablar con el gobernador —continuó.

—Exacto —dijo Ruth.

El coronel la miró.

—No irá a ningún sitio al que no le haya dicho que vaya, ¿entendido?

—Sí, lo lamento.

—Enseguida se unirán a nosotros —dijo el coronel—. Mientras, voy a llevarla a otra oficina.

—Está bien, de acuerdo. —«No», pensó en realidad. Ruth quería estar en el centro de operaciones cuando hablara con Shaug y sus generales. Si había cualquier esperanza de acallarla, la aprovecharían. No podía permitir que la aislaran.

Pero tuvo suerte. El gobernador se dio cuenta al fin del alboroto de la sala principal. Abrió la puerta de su oficina. Perfecto. Mientras salía, levantó la mano a modo de saludo, sin comprender la situación. Un hombre de uniforme azul salió tras él, y luego una mujer de verde militar.

Los soldados la soltaron. Por un momento, Ruth quedó libre. Uno de ellos se inclinó para recoger los listados del suelo, y el técnico volvió a su asiento. Ruth sacó el teléfono móvil del bolsillo.

—Todo el mundo quieto —dijo. Apuntó el pequeño artilugio de plástico negro hacia Shaug a modo de pistola, gritando mientras los soldados volvían a ir a por a ella—. ¡Quietos!

Se acercaron mucho para inmovilizarla. El técnico se detuvo con la mano en su manga. Tenía a otro hombre pegado al hombro, y el coronel había sacado la pistola. No podían saber qué pretendía, pero en pleno siglo veintiuno, un móvil podía ser un arma. Podía detonar explosivos o enviar señales a las tropas.

—¡Atrás! —dio Ruth. Se giró un poco para apuntar el puño al técnico de datos, apartándose de él y del otro hombre, creando un pequeño espacio entre la multitud—. Escuchadme, la guerra ha terminado.

No la escucharon.

—Baje eso —dijo el coronel, y Shaug la llamó:

—Pero ¿qué está haciendo?

Empezaron otras conversaciones en la sala. A excepción de unos pocos hombres y mujeres que había cerca de ella, los demás soldados estaban enfrascados en su trabajo, y Ruth se preguntó cuántas vidas estaría poniendo en peligro en los Estados Unidos al interrumpir las señales de radio. Una chica seguía en su terminal, hablándole a al micro de sus aurícula —res sin dejar de mirar la cara de Ruth.

—Recibido, jota tres. Llegarán por el Norte —dijo.

Ruth se estremeció y apretó el teléfono móvil. Tenía que mantener la calma.

—La guerra ha terminado —repitió—, estoy forzando una tregua.

—No puede hacer eso —dijo Shaug.

—Le digo que baje eso —el coronel le apuntó a la cara con la pistola. Otros tres soldados habían sacado las suyas, pero Ruth siguió sujetando el teléfono.

—Es nuestra única opción —dijo.

El coronel amartilló su Beretta 9mm sin dejar de apuntarle, metiendo una bala en la recámara. Ruth sintió que palidecía mientras algo en su interior se revolvía, el corazón, los pulmones…

—No volveré a advertírselo —dijo el coronel.

Estey se puso delante de ella.

—Un momento —dijo levantando los brazos, lo que le hizo parecer más grande según se acercaba al cañón de la pistola del coronel.

Goodrich hizo lo mismo al otro lado.

—Tranquilo todo el mundo —dijo, aumentando la zona segura alrededor de ella.

Ruth estaba estupefacta. Se había preguntado por qué Cam les había pedido a ellos tres, y sólo a ellos, que la escoltaran, excluyendo del grupo a Ballard y a Mitchell. No hubiera podido imaginar que Estey se deshiciese de su autoridad, pero Cam estuvo muy acertado en lo que a él respectaba, sobre su cansancio y su dolor. Estey quería creer que ella tema una solución.

Pero Foshtomi actuó por su cuenta. Cogió a Ruth del pelo y le giró la cabeza, golpeándole la mano con el brazo. Lanzó el teléfono de Ruth sobre los ordenadores. Entonces, estampó la cadera y la espalda de la doctora en los cantos de la mesa, un teclado, dos cajas de cartas y una agenda electrónica.

—De eso nada —dijo Foshtomi.

Su adorable cara se retorció por la furia mientras levantaba el puño por encima de la oreja. Ruth intentó bloquear el golpe, pero falló. Los nudillos de Foshtomi se clavaron en sus dientes y se estrelló la cabeza contra la superficie del terminal.

Goodrich agarró a Foshtomi, pero otro hombre le retuvo. Estey ni siquiera consiguió acercarse tanto. Uno de los otros soldados le golpeó con la pistola y cayó de bruces sobre una silla.

—Esperad… —tosió Ruth, escupiendo sangre.

—Hija de puta… ¡Hemos muerto por ti! —le gritó Foshtomi, y era verdad. Wesner, Park, Somerset. Ruth no sabía cuántos más habrían resultado heridos o muertos en el asalto de Hernández en los alrededores de Sylvan Mountain, pero el número debía de rondar los miles. Si Ruth estaba allí era precisamente gracias a ellos.

—Nanos —dijo Ruth.

Foshtomi luchaba por golpearla otra vez y forcejeaba con los hombres que la rodeaban.

—¡No! —gritó, no a los soldados sino a Ruth. Cam la había juzgado mal, quizá porque fuera guapa. Puede que nunca hubiera tenido tanta fe en Ruth como en el resto de ellos. Pero eso ya no importaba. La mano izquierda de Foshtomi agarraba la pechera de la camisa de la doctora y sacudía y tiraba de los botones que Ruth había alterado con cristal líquido, creando minúsculas burbujas de aire contra el plástico.

—¡Llevo nanos! —gritó Ruth—. ¡Apartadla! ¡Apartadla de mí ahora mismo!

El coronel de las Fuerzas Aéreas lanzó a Foshtomi a un lado, pero hizo lo mismo que ella. Presionó el cañón de su arma contra la barbilla de la doctora, haciendo que echara atrás la cabeza. Ella estaba demasiado asustada para seguir aguantando. Intentó palparse la camisa para comprobar si los botones seguían en su sitio, pero el coronel le inmovilizó la muñeca con la otra mano y le dobló el cuerpo sobre la consola. Le dobló el brazo, el malo, y Ruth gritó. Otro hombre se acercó y le cogió la mano libre. La doctora vio a Estey inmóvil al lado de los ordenadores que había junto a ella, con un fusil en el cogote. No menos de una docena de soldados de las Fueras Aéreas se colocaron detrás del coronel, y aun así Ruth sonrió, a pesar de sentir el tacto de la pistola en lacara.

—Soltadme —dijo.

—¡¿Dónde está Cam?! —gritó Foshtomi, apresada por tres soldados—. ¡¿Dónde está su amigo?!

—La guerra ha terminado —dijo Ruth sangrando y desesperada. Se lamió la sangre de los labios como si las heridas no fueran suyas. Incluso se alegró por el dolor, porque le dolía menos que el frío de su corazón—. Escuchadme —dijo—, no hay otra manera. Tengo los nanos que pueden echar a los chinos de California, pero si no hacéis exactamente lo que digo, matarán también a nuestro bando.

El coronel no la soltó, aunque le miró la camisa.

—Mierda —dijo.

Ruth Goldman se había vuelto a convertir en traidora.

—¿Por qué hace todo esto? —preguntó Shaug, y el general Caruso dijo:

—Piense en lo que está haciendo. Aún no es demasiado tarde, podemos usarlo para sorprenderlos.

—No. —Ruth intentó parecer calmada sobre su silla. No quería proyectar nada que no fuese fuerza, pero no conseguía estar cómoda. Tenía la espalda llena de magulladuras y los labios partidos e hinchados. Un médico la había tratado enseguida colocándole una tirita en el labio superior y luego cubriéndolo con gasa y esparadrapo. El vendaje le molestaba y le rozaba la nariz. Se pasó un buen rato levantando la mano buena para colocárselo bien.

—Si tuviéramos tiempo para coordinarnos —dijo Caruso—, si al menos nos diera algunos días.

—No. —Ruth estaba ansiosa, pero eso jugaba a su favor. Ellos también estaban alterados porque ella tenía uno de los botones entre el índice y el pulgar. Con cada gesto que hacía, se estremecían.

Shaug fue el primero en recuperar la compostura después de que el coronel la dejara levantarse. «Podemos traer a alguien que se ocupe de esas heridas», sugirió. Quería llevarla a la oficina acristalada, pero Ruth rechazó la propuesta. Necesitaba testigos, necesitaba que los mandamases tuvieran tan poco control sobre la información como fuera posible.

El técnico que se había unido a la refriega había vuelto a su trabajo, y la chica que había a su lado no dejaba de hablar por los cascos en ningún momento, dando coordenadas a los equipos aéreos de Nevada. La gente de la sala había vuelto a sus puestos y seguía trabajando, aunque permanecían atentos a Ruth. El monótono barullo de voces continuaba. Estaban hablando de ella, algunos habían escuchado lo que había dicho. Se lo dijeron al resto, y así sucesivamente hasta que la situación se conoció en todas las poblaciones de los Estados Unidos y Canadá a lo largo y ancho de la división continental. Desde ese lugar, Ruth había logrado contactar con el enemigo. —Esto es traición— dijo Caruso.

«Esto es el principio», pensó Ruth. «No la bomba ni la invasión. Hoy. Aquí empieza la paz».

El orgullo que sentía era indescriptible. Ardía en su interior, compitiendo con el miedo y la vergüenza por las muertes que aún se producirían por no haber hecho aquello antes. Su rabia le recordó la vez que había estado en Nevada, sedienta y plenamente consciente de la conexión que tenía con todo lo que la rodeaba. Todo lo que había hecho durante los treinta y seis años de su vida la habían llevado a este punto. Todos los giros y errores ya no eran tales. Cada descubrimiento se añadía a su núcleo de experiencias, por pequeño que fuera. Ésa era la finalidad de su vida.

Deseó con todas sus fuerzas poder convencer a aquellos hombres, aunque les obligaría si hacía falta.

—Quiero que abra la línea de comunicaciones —dijo—. No ha pensado bien lo que está haciendo —dijo Shaug, intentando distraerla.

—Abra esa línea ahora mismo, ¿me oye? Si no hablo con mis amigos en los próximos veinte minutos, los nanos acabarán primero con nosotros. Eso jugaría a favor del enemigo. Por favor, póngame al teléfono.

El bunker de mando estaba a demasiada profundidad. Su teléfono era inútil, pero sabía que podían conectarla a las torres de comunicaciones del exterior a través de uno de los cientos de canales que había. Se lo tomaban con calma. Transmitieron su petición a un hombre sentado en la fila de atrás, alejando la acción de ella. Otro soldado fue para decirle que las torres estaban saturadas y que la atenderían tan pronto como consiguieran detener el tráfico de llamadas.

Seguramente estaban buscando la localización física de los números que les había dado. ¿Podían hacer algo así? Ruth tuvo que suponer que sí. Si no podían localizar los números de forma electrónica, organizarían expediciones de tropas y helicópteros. Darles más tiempo era un error.

Ruth se levantó.

—No me empujéis —dijo buscando a Estey y a Goodrich. Había pedido que los liberaran y estaban cerca.

Foshtomi se había ido. Estuvo maldiciendo a los tres hasta que Shaug cortó el aire con la mano y uno de los soldados se la llevó, roja de furia. «¡No sé por qué la estáis ayudando!», gritó. Goodrich en particular seguía sin estar muy seguro de la respuesta. Estey miraba al frente, casi en posición de firmes, mientras que su compañero miraba al suelo para no cruzar la mirada con los demás soldados que tenían delante.

Ruth no tenía duda de que los dos se arrepentían de lo que habían hecho, pero les estaba muy agradecida. La Historia les recordaría sus actos. Era el día 2 de julio, ya cercano al Cuatro, fiesta del nacimiento de su nación, y sus acciones eran una revolución en el sentido más estricto de la palabra. Si pudieran terminar la guerra supondría la liberación, no sólo de los chinos, sino de sus propias autoridades.

—Voy a llamar —dijo ella.

Caruso se levantó, como si fuera a bloquearle el paso.

—No solemos usar el sistema de redes telefónicas —dijo—, necesitamos unos minutos más.

—No. —Ruth cogió un botón y Caruso retrocedió. Ella caminó entre las filas de hombres y mujeres allí presentes, esforzándose por ignorar sus caras. Estey que aquella gente se encontraba en un estado hostil y confuso, pero Ruth no podía dejar que aquello le afectara, y tenía mucha razón. La doctora se detuvo frente al especialista en comunicaciones a quien le había dado los números. Caruso y Shaug estaban justo detrás de ella, junto con Estey y varios de los soldados delas Fuerzas Aéreas.

—¡Goldman! —gritó Shaug.

Ella levantó la voz para no ser menos que el gobernador.

—Si rompo este sello, todo el que esté en esta sala estará respirando nanos en sólo unos segundos. Póngame al teléfono. Ya.

—Tú también morirías —dijo Shaug.

—Eso ya lo sabía cuando vine aquí. —Ruth parpadeó de repente, deseando que él no viera sus lágrimas, pero su honestidad les alteró más que cualquier amenaza.

—Está bien —dijo Caruso—. De acuerdo, espere un momento.

Ruth los tenía entre la espada y la pared. Los pequeños cristales que había llevado al bunker sólo eran su arma principal ya que, llegado el momento de elegir, vio que no había elección. Tenía que honrar el esfuerzo y el sacrificio de gente como Hernández y los exploradores y todos los soldados sin nombre que habían muerto para rescatarla, incluso de los invasores, de Nikola Ulinov. Quería salvar a todos los supervivientes de la plaga y de la guerra.

Ruth había usado los grandes hallazgos que había hecho en la nueva vacuna y la mejora, pero en vez de mejorar el remedio, creó un nuevo y peligroso nano antinanos, un parásito capaz de interferir e inutilizar ambas versiones de la vacuna de forma permanente. El parásito no tenía otros efectos ni funciones, pero eso bastaba. Le negaría el mundo por debajo de los tres mil metros a todo aquel que alcanzara. Alguien con el parásito dentro no podría volver a albergar jamás la vacuna. Sería el fin de los ejércitos repartidos por el oeste de los Estados Unidos, dejándoles sin armas ni blindaje», y cobrándose muchas vidas en su huida hacia la barrera.

Provocaría una breve intensificación de la guerra. En Utah, la única opción de los rusos sería cargar contra las posiciones americanas al este de Salt Lake City. En Colorado, los chinos se enfrentarían al mismo problema. Sus reservas y cadenas de suministros por todo el sureste quedarían arruinadas. La ventaja pasaría a ser de los Estados Unidos, y aun así, ese primer día sería terrorífico. Las pérdidas en ambos bandos serían catastróficas.

Ruth se había jurado hacer eso a no ser que hubiera un alto el fuego y una rendición incondicional por ambas partes. Por desgracia, necesitaba algo de cooperación. El enemigo se tomaría en serio cualquier amenaza nanotecnológica, pero las meras palabras no le detendrían. Tenía que haber pruebas, así que diseñó un segundo modelo del parásito. Éste tenía un fuerte limitador, y sólo afectaría a una zona del tamaño de unas pocas manzanas, en vez de multiplicarse sin fin.

Era este segundo modelo el que había llevado al bunker. También había dejado cuatro cápsulas del mismo para que las encontraran en su laboratorio. Necesitarían jets equipados con misiles, a los que previamente se les habrían quitado los explosivos para que sólo llevaran los nanos. Mientras Norteamérica lanzaba su ultimátum, podrían estar atacando a la vez cuatro emplazamientos distintos del enemigo, ofreciendo un ejemplo incuestionable de la fuerza del parásito.

Eran demasiados detalles para darlos de inmediato. Ruth esperaba tener que empujarles a cada paso que dieran, manteniendo a Grand Lake como rehén durante varias horas o días. Ésa era la razón de la primera versión incontrolada del parásito. Por la mañana, Cam y Deborah habían abandonado la cima con cápsulas llenas de billones de especímenes por laderas opuestas de la montaña. Lo liberarían a la orden de Ruth, si los encontraban y acorralaban, o si no contactaba con ellos.

—Llamad primero al ocho-cuatro-seis —dijo estudiando la complicada radio consola—. Dame los auriculares —no sabía si alguien habría pinchado la línea, pero no quería hablar por un micrófono abierto.

El especialista obedeció. Marcó el número y Ruth oyó un tono normal de teléfono. Sonó una vez, dos… Contestó un extraño.

—Burridge —dijo un hombre, y Ruth se quedó helada.

Se quitó los cascos con la mano mala.

—Te has equivocado de número —dijo, riñendo al técnico.

—No señora, es el que me ha dicho.

—Aquí Burridge —repitió el hombre mientras Ruth se apretaba el auricular contra la oreja, respirando hondo en un intento de controlar su pánico. «Dios mío», pensó. «Dios santo». Era un soldado o un agente de inteligencia. Ruth sabía que respondían a las llamadas con su apellido, así que respondió de la misma forma.

—Soy Goldman —dijo, tanteándole.

—Tenemos a su amiga en custodia, doctora Goldman, y también los nanos. Sabemos…

—Déjeme hablar con ella.

—Sabemos adonde ha ido el otro hombre, y…

—¡Déjeme hablar con ella! —gritó Ruth. El triunfo en la cara de Shaug la hizo enrojecer de rabia. Estuvo a punto de romper el cristal entre sus dedos. En vez de eso, miró a su alrededor y vio a Estey. Estaba boquiabierto por el miedo, había comprendido la situación.

Sin la amenaza exterior, Ruth no podía controlarlos. Incluso si infectaba a la gente de dentro del bunker, ellos ya estaban allí atrapados por su trabajo, podían mantenerse en cuarentena. Decirles que tendrían que quedarse allí constituía una amenaza menor. Ruth se hundió y Estey fue corriendo a cogerla del brazo. «Dios mío».

Al fin, Deborah Reece se puso al teléfono sin muestra alguna de su arrogancia habitual.

—Ruth, yo… —empezó—. Lo siento, no puedes hacer esto.

Deborah no estaba segura. Por eso que Ruth la había llamado primero. No estaba preocupada por Cam, pero la mirada de los ojos de Deborah aún le bailaba en la mente. Cuando les dio los frascos que había sustraído del laboratorio, Deborah cerró los dedos sobre las pequeñas cápsulas de plástico, como intentando esconderlas. «Esto no parece correcto», dijo Deborah, y Ruth cubrió la mano de su amiga con la suya. «Podemos detener la guerra», dijo Ruth, pero parecía que no había bastado con decir aquello.

Deborah se había entregado.

—Se acabó —dijo Shaug señalando los auriculares.

Ruth se alejó de él.

—No tienes a mi otro compañero —dijo. Estuvo a punto de usar su nombre. Quizá debiera hacerlo, Foshtomi se había dado cuenta enseguida de quién la estaba ayudando, y la situación podría mejorar gracias a eso si descubrían quién tenía el parásito: uno de los pocos hombres que habían escapado de Sacramento—. Hagan la llamada —dijo—, se están quedando sin tiempo.

—Le encontraremos —dijo Shaug.

—No me importa. Si abre la cápsula, se acabó. Los nanos nos alcanzarán primero. Perderán a todos los que ya han evacuado y a todas las unidades avanzadas que haya en las Rocosas.

Caruso hizo una mueca.

—Esto es una locura.

—Haga la llamada —dijo Ruth al técnico antes de girarse de nuevo hacia Shaug y Caruso—. ¿No lo entienden? Si lo hacen a mi manera, los chinos se retirarán. Ganaremos. Por favor… —se quedó mirando a sus caras—. Por favor.

Los auriculares sólo dieron un tono.

—¿Sí? —dijo Cam, tan preparado como siempre. Su voz le dio otro vuelco al corazón.

—¿Estás bien? —le preguntó demasiado fuerte.

—Claro, ¿qué ocurre?

Ruth encontró demasiado fácil imaginarle solo, sin nada más que su fusil y su mochila, corriendo por la ladera de Ja montaña. Después de todo aquel tiempo pertenecía a ese lugar, le gustara o no. Habría cruzado la barrera varias horas antes, perdiéndose entre los árboles y las piedras. Pero ya no llevaba gafas ni máscara, iba con la cara expuesta al viento… Y en la imaginación de Ruth, sus ojos oscuros se levantaban al sonido de los helicópteros…

—Necesito que lleves a cabo el plan —dijo Ruth pausadamente. Entonces se dio cuenta de cómo debía de haber sonado aquello—. No, quiero decir… Tú sigue avanzando, pero quiero que estés preparado.

—Sólo si… —empezó a decir Cam.

Pero otra voz interfirió. La gente de Grand Lake había estado escuchando la conversación, y Ruth sintió una descaiga de pánico al oír a otro hombre, que dijo:

—Najarro, aquí el comandante Kaswell. Abandone, soldado. ¿Me ha entendido? Abandone. Si usa esos nanos, matara a miles de los suyos.

Cam ni siquiera prestó atención al otro hombre.

—Sólo si crees que es lo mejor —dijo.

—Sí —respondió como quien hace una promesa.

Él era el hombre perfecto para cargar con la responsabilidad. Estaba acostumbrado a confiar sólo en sí mismo y a estar siempre solo. Puede que incluso estuviera resentido con ellos porque tenía muchas ganas de pertenecer a su grupo, pero siempre se había sentido desplazado.

—Cam —dijo sin pensar. Repitió su nombre—. Cam, muchas gracias. —Sabía que tenían que abreviar su conversación para evitar que los de Grand Lake le localizaran, pero quería que su conexión fuera tan real como fuera posible—. No te preocupes por mí —le dijo.

—No pasará nada —entonces su tono cambió—. Más vale que la soltéis o liberaré los nanos de todas formas —dijo a todos los que escuchaban la línea. Entonces colgó. Había mucho más que decir pero no habían tenido la oportunidad de hacerlo.

Ruth estaba temblando, estuvo a punto de presionar el botón. Pero había aprendido a canalizar la fuerza de sus emociones, y las volvió hacia Shaug y Caruso. Dejó que el temblor le llenara la voz.

—Les doy una hora —dijo—, preparen los aviones. Será mejor que estén en el aire antes de que los chinos noten algo raro, o puede que decidan esterilizar este sitio con otra explosión nuclear.

Caruso respondió.

—¡Necesitamos más tiempo!

—He dicho una hora, estoy harta de discutir.

—Joder, esto es una locura.

—Venceremos —dijo Ruth—. Hagan esto y venceremos.

El parásito lo tenía todo, el avanzado sistema de localización de la vacuna y la velocidad de reproducción sin igual de la plaga. Puesto que no había incluido el dispositivo hipobárico, se extendería por el mundo en mucho menos tiempo de lo que había tardado la enfermedad, llenaría la atmósfera, se propagaría con el viento. Los nanos llegarían a Europa y Africa en apenas unos días, en vez de semanas, condenando a todo el mundo a vivir en los minúsculos fragmentos de tierra por encima de los tres mil metros. Con su otra guerra en el Himalaya, los chinos no podrían correr el riesgo aunque los rusos sí pudieran. Y sin sus aliados, los rusos también caerían.

—Piense en lo que nos han hecho esos cabrones —dijo Shaug—. ¿Va a dejar que se queden con California?

—Con parte, por ahora. Pero ¿qué importa eso?

—¡Es nuestro hogar! El nuestro…

—Volverán al suyo si les dejamos, si les damos un poco de tiempo. Volverán o acabaré con ellos. Pero sólo con ellos, ¿me comprende? —Ruth sabía que podría diseñar un nuevo tipo de plaga para erradicar al enemigo. Sólo a ellos, a todos. Un parásito inteligente que comprendiera los límites geográficos. El parásito actual era sólo el primer paso en un nuevo y sorprendente nivel de nanotecnología.

—Pues hágalo ahora —dijo Caruso—, mátelos ya.

—No.

El estaba tan cansado como los demás, advirtió Ruth, y desde la invasión no había visto más que derrotas. Podía agarrarse a cualquier clavo, pero ella no empezaría un genocidio si había más opciones. Una nueva plaga tampoco sería instantánea. Los chinos tendrían tiempo de lanzar sus misiles. Las desesperadas naciones de todo el mundo no podían seguir simplemente luchando. El coste era demasiado alto, y no se vislumbraba un final que no fuese el colapso, total y absoluto.

—Tiene que terminar en algún momento —dijo Ruth, llena de pesar y de fe—, y ese momento es hoy.