—Apártate del jeep —dijo Cam apuntando con su carabina al hombre quemado. Detrás de él, la cabo Foshtomi apuntaba con su metralleta hacia los hijos del hombre. Estaban en medio de una pequeña muchedumbre. Cam y Foshtomi estaban de espaldas contra el jeep, con el sargento Wesner situado sobre ellos. Pero Cam echó una ojeada rápida y vio que Wesner se había girado para cubrir el otro lado.
En la colina había al menos setenta refugiados. Muchos de ellos se habían reunido en un grupo alrededor del primero de los tres vehículos, donde Ruth, Deborah y el capitán Park estaban sacando muestras de sangre. Algunos ya se habían alejado con una lata de comida o un suéter limpio como recompensa por cooperar. Pero había otros que se habían negado a prestar su ayuda. El hombre quemado y sus hijos habían alcanzado la parte trasera del segundo jeep para coger todo lo que no se hubiera guardado, hasta que Wesner les dio un par de gritos.
—Lo necesitamos más que vosotros —dijo el hombre.
—Apartaos. —Cam quitó el seguro de su M4, que hizo un sonido metálico, pero el asaltante se quedó mirando fijamente las cajas de suministros, como convenciéndose de su valía—. ¡Fuera! —gritó Cam.
—¡Vamos, largo! —vociferó la cabo para ayudarle.
En el frente de la columna, seis soldados escucharon las voces y empezaron a dispersar a la multitud.
El ruido de los refugiados era menor, a pesar de que los soldados estaban en inferioridad numérica. Cam vio a Deborah coger a una mujer hambrienta para sentarla en su asiento de lona, pero la escuálida mujer la apartó, gritando. Al mismo tiempo, Ruth se alejó del gentío y sacó la pistola.
«Buena chica», pensó Cam. Pero el dividir la atención casi lo mata. El hombre de antes había avanzado con un cuchillo, y Foshtomi sacó su arma.
—¡No! —dijo Cam, agarrando el brazo de Foshtomi. La cabo era delgada y de baja estatura. Apenas pesaría unos cincuenta kilos, pero era rápida como un rayo. Apartó a Cam y volvió a levantar el arma, golpeando las costillas de su compañero con su nariz respingona.
—Ni se te ocurra moverte —le dijo.
Cam cubrió a los dos chicos con su carabina. Había más gritos al frente de la fila, pero mantuvo la mirada fija en sus caras. Las quemaduras eran por la radiación. Habían estado —tan cerca de la explosión que se les estaba cayendo la piel. ¿Dónde estaba la madre de los chicos? ¿Muerta? ¿Escondida? Aquélla familia había visto dos veces el fin del mundo, pero mantenía la determinación de luchar para avanzar hacia el norte, y Cam no quería herirlos. Ya había experimentado antes la sensación de estar mirándose en un espejo. Sólo una cadena de suerte y circunstancias varias le había puesto al otro lado del cristal: bien alimentado, de uniforme y armado.
—Por favor, marchaos. —Cam estaba a punto de llegar al jeep para cogerles algunas latas de comida, pero Foshtomi añadió:
—Tenéis suerte de que no os saquemos las tripas a tiros.
La cabo continuó mirándoles incluso después de que se alejaran. Estaba temblando, y Cam sonrió para sus adentros. De todos los hombres y mujeres que se habían ofrecido voluntarios para abandonar Grand Lake, aquella atrevida y pequeña soldado era su favorita. Como muchos de los mejores supervivientes, Foshtomi poseía ciertas características. Aunque era la única mujer del escuadrón, podía resultar algo cruda, a veces, incluso cruel, como para compensar su pequeño tamaño. Pero Foshtomi también era muy inteligente, activa y fuerte. De hecho, a veces recordaba a Cam o a Ruth, de la misma forma que lo hacía Allison, excepto que la única historia que compartía con Sarah Foshtomi era simple y nueva.
Estar con Allison lo había cambiado. La imagen que tenía de sí mismo seguía siendo de inseguridad, pero estaba volviendo a recuperar la confianza. Ya no estaba resentido ni asustado, aunque quizá debiera estarlo. No había dado unos primeros pasos dudosos para llevar una vida normal en Grand Lake, sólo para terminar abandonándola. Allison se había quedado, y no podía culparla por ello. Tenía otras responsabilidades, se dio cuenta de que su lugar estaba allí.
Aquélla tarde fue a buscar a Ruth al campamento. Ella levantó la vista de sus planos y Cam miró a izquierda y derecha, sintiendo como si estuviera en un escenario donde todos le miraban. Los tres jeeps estaban aparcados formando un triángulo abierto con aberturas para defensa en cada esquina y en medio de una zona amplia e inclinada llena de piedras y hierba. El espacio interior no tenía más de diez metros hasta el punto más ancho. Doce personas eran muchas, aunque la mayoría estaban haciendo guardia o dentro de sus sacos de dormir. Cam vio al capitán Park y a otro hombre mirándole.
Los soldados eran muy curiosos. Habían apostado sus vidas por Ruth y no estaban muy seguros de la relación que tenía Cam con ella. Pero era evidente que estaban juntos, por mucho que él hubiera hecho juramento y llevara su uniforme. Cam era soldado sólo de nombre, todavía estaba aprendiendo a desmontar y limpiar su arma, una carabina M4 de calibre 5,56mm. Ya estaba un poco más familiarizado con su antigua MI6, que llevaban las tropas de Leadville, como Newcombe. Pero aunque ambos modelos eran similares, Cam nunca había entrenado con ninguna de las dos. La diferencia era sorprendente. Sabía que el Año de la Plaga había forzado al ejército a hacer uso de antiguas reservas de armas y equipo, pero le sorprendió descubrir que los soldados rebeldes estaban mejor armados incluso que las tropas de la capital, al menos en aquel momento.
Muchos de los soldados eran muy cordiales, como Foshtomi. Todos deseaban enseñarle, pero también querían saber dónde encajaría mejor en el puzzle, igual que él.
La mirada de los ojos de Ruth era de cautela, aunque intentaba esconderla con una sonrisa.
—Hola —le dijo.
—¿Cómo estás? —Cam se detuvo delante de sus apuntes. Entonces se agachó en el lado más alejado de la montaña de papeles.
Ruth empezó a ordenarlo todo 8 pareció aliviada de encontrar una excusa para evitar su mirada. Señaló un punto en el mapa.
—Aún no hemos encontrado nada nuevo —dijo.
Aquello no respondía a lo que había preguntado él, pero asintió de todas formas.
Ruth movió la cabeza en un afán de negación.
—Tampoco esperaba descubrir nada. Aún no hemos cubierto suficiente terreno.
—Tiempo al tiempo —dijo Cam.
La puesta de sol tenía esa cualidad de duración que sólo se puede ver en las zonas altas. El pelo de Ruth brillaba en el crepúsculo, y cuando miró hacia arriba, sus ojos marrones eran oscuros y hermosos, además de muy serios.
Ella merecía algo mejor. Podría haberse quedado en Grand Lake, y Cam se preguntó a qué venía aquella insistencia afirmando que nadie más podía analizar las muestras de sangre en busca de nanos. Ruth seguía castigándose, pero ¿por qué?
El viaje había sido duro. Podían bajar de la barrera, pero querían encontrar gente, y la vacuna aún tenía que esparcirse al sur de Grand Lake, excepto en las zonas donde ellos mismos la habían distribuido. No había refugiados en zonas por debajo de los tres mil metros. Aun así, las carreteras estaban repletas de vehículos parados. Estaban cruzando todo el país. En tres días sólo habían avanzado cuarenta kilómetros, muchos de los cuales fueron serpenteando por el camino. Hubo una vez donde tuvieron que remolcar los jeeps por un camino cortado de montaña. En muchas ocasiones tuvieron que dar marcha atrás y encontrar otra vía. No tenían a suficiente gente para enviar a nadie a explorar, e incluso los mejores mapas ya no eran fiables con los barrizales y los campamentos de refugiados que bloqueaban el camino.
Evitaron los grupos numerosos. En un par de ocasiones, tuvieron que bajar de la barrera tras ser sorprendidos por chabolistas. Ruth quería tantas muestras de sangre como fuera posible, pero tenían miedo de que los atacaran. El escuadrón llevaba cuatro metralletas M60 además de las carabinas, y dos Mac-10 a las que Foshtomi llamaba «trituradoras de carne». Pero doce personas nunca serían rivales para un millar. Los suministros que llevaban los convertían en objetivos. Por suerte, consiguieron evitar el boca a boca. Sus vehículos eran una gran ventaja, y casi todas las personas a las que encontraron era la primera vez que sabían de ellos.
Su grupo era reducido por varios motivos. Necesitaban llevar suficiente comida y combustible para poder seguir avanzando y también era importante no llamar la atención de los aviones y satélites de Rusia y China. Una caravana grande hubiera sido más visible, y el cielo era una amenaza más grande que cualquiera de los hambrientos supervivientes.
Como en la expedición de Sacramento, su escuadrón lo formaban sólo oficiales y suboficiales, ningún soldado raso. Foshtomi y Ballard eran los únicos cabos. Los demás eran sargentos de varios rangos, y John Park y Deborah eran capitanes, aunque estaba claro que Park era quien estaba al mando.
Deborah era una forastera como Ruth y Cam. Nunca se alejó de su amiga. La esbelta rubia había estado tomando sus propias notas, pero entonces se levantó, caminó unos pocos pasos y se sentó de nuevo, junto a Ruth.
—¿Puedo hablar contigo del segundo grupo de hoy? —le preguntó, interrumpiendo lo que fuese que Cam estuviera diciendo.
«Lo ha hecho a propósito», pensó éste. Deborah había estado escribiendo en silencio durante unos veinte minutos. Sólo se había acercado ahora que él había ido a hablar con Ruth. ¿Había pasado por alto alguna señal? Ruth podría haber mirado atrás y ver los ojos de Deborah, pero… No. Ruth contestó a su amiga moviendo la cabeza afirmativamente, pero se giró hacia Cam y le ofreció una mirada de disculpa. Ella quería aprovechar la oportunidad de hablar con él, aunque la pusiera nerviosa. Cam reprobó con la mirada a las dos mujeres, su rivalidad con Deborah estaba empeorando.
—Cuatro de aquellos refugiados dijeron que venían del este —dijo Deborah, señalando su cuaderno de notas—. ¿Quieres que ponga sus muestras con las del primer grupo?
—Ni hablar —respondió Ruth—. Pero haz un subconjunto, que haya una referencia cruzada.
—De acuerdo. Y todos los del sur tienen prioridad, ¿no?
—Exacto.
El trabajo de Deborah se hizo más difícil cuando recogieron por la tarde. Mantener organizadas las muestras era vital para su misión, pero no era por eso que intervino.
Los dos llevaban meses compitiendo por una luz. Cam había visto el mismo efecto polarizante entre él y Mark Newcombe. Deborah estaba allí para proteger a Ruth. Su motivación era muy parecida a la suya. Estar con Ruth era una oportunidad de compartir su increíble sentido del propósito.
—Iré a prepararme para mi turno —dijo. En parte era verdad. Se levantó y Ruth hizo lo mismo.
—¿Estás…? —empezó, pero Cam la detuvo.
—Tranquila, tienes mucho trabajo que hacer.
Su cara mostraba una expresión vacilante, pero asintió. Ni siquiera había sacado aún el microscopio. La noche anterior había pasado horas para mirar apenas una veintena de muestras, acurrucada bajo el brillo plateado de una manta térmica para esconder la luz que usaba, y ese día había acumulado treinta y un viales de sangre. Al día siguiente tendría más. El trabajo ya era demasiado para ella, incluso con Deborah y el capitán Park como ayudantes. Ruth era demasiado rigurosa con su investigación. Cam hubiera tomado la mitad de muestras y doblado la duración del viaje, pero a ella le aterrorizaba la idea de perder alguna pista.
Podía sonar perverso, pero Cam se preguntó si se sentiría decepcionada por no ser la responsable de los avances que habían hecho crecer tanto la nanotecnología. La vida no era como la televisión, donde todos los logros pertenecían sólo al héroe. A veces sólo se podía reaccionar ante los éxitos de los demás. Ellos ya habían visto suficientes giros y sorpresas para saber que era cierto. Cam pensó que Ruth había aprendido a no dejar que su propio ego la perjudicase pero, a pesar de todo, estaba claro que estaba jugando a superar el trabajo de otros, cuando durante gran parte de su carrera ella había sido la mejor. Debía de ser duro, así que se limitó a sonreírle.
—Ven a sentarte conmigo en el desayuno —le dijo a Cam.
—Si puedo. —Cam también era importante para el trabajo. Montaba guardia en turnos de tres horas como hacían los demás soldados, apoyaba al equipo y contribuía a sus planes, siempre cambiantes. Si hubieran tenido un poco de intimidad, hubiese dicho algo más. «Ya sabes por qué estoy aquí», pensó, pero Deborah se movió al lado de Ruth con la barbilla alzada, en esa pose agresiva que siempre hacía, así que Cam sonrió otra vez y se marchó.
Deborah no tenía un buen concepto de él. Sus pasados no podían ser más diferentes. Las clases básicas de primeros auxilios a las que había asistido antes de la plaga no eran nada comparadas con los años de educación de ella, y estaba claro que él no era un buen libro si lo juzgaban por la tapa. El corte de pelo y el uniforme sólo habían hecho más visibles sus cicatrices, mientras que la piel de Deborah era clara e inmaculada, pero la sien y la mejilla izquierda de Ruth aún estaban un poco marcadas por sus largos viajes con máscara y gafas.
Se diera cuenta de ello o no, Cam pensó que en cierto grado Deborah estaba tirando de Ruth para evitar que se hiciera como él. Era una buena amiga de Ruth, y a Cam le gustaba por eso, a pesar de que ellos dos no se llevaran bien. Pocos sabían que Deborah Reece podía ser arrogante, incluso grosera, pero en Grand Lake estaba segura y evitaba comportarse de ese modo por el bienestar de todos.
Cam seguía preguntándose cuánto se habría acercado Ruth para que no la dejasen marcharse. El gobernador Shaug tampoco quería que Deborah la acompañara, ni las tropas de élite, ni mucho menos que se llevara el microscopio atómico que había pedido.
Al final, Ruth lo convenció de que tenía mucho que ganar si tenía éxito en su empresa. Además, había perdido su valor como moneda de cambio. Shaug ya no podía enviarla a los laboratorios de Canadá a cambio de comida o armamento, porque los aliados de Grand Lake los habían declarado en cuarentena. El nano fantasma parecía limitarse a Colorado, y no querían infectarse. Seguían coordinando sus planes militares con Grand Lake, pero ya no se permitía el acceso a los aviones de Colorado aunque les hubieran disparado o se quedaran sin combustible. Las tropas de infantería de Colorado no recibirían refuerzos que no fueran de otras unidades de la misma zona.
El gobernador debía de estar desesperado por cambiar ese edicto, y Ruth podía ser muy persuasiva si se lo proponía. En Sacramento, Cam la había visto gritar a siete hombres armados por no estar de acuerdo con ella, y aquello le hizo pensar en qué le atraería de ella.
No había razón para que le pidiera unirse a la expedición excepto que confiara en él, que lo amara. Los soldados eran una escolta de primera, mientras que él sólo era un estorbo.
Newcombe había rechazado la oferta de ir con ellos. Cam estaba decepcionado, pero no podía guardarle rencor por su decisión. Newcombe se había acomodado en Grand Lake tal como siempre había pretendido, y no tenía el mismo tipo de vínculo con Ruth. Durante todo el tiempo que estuvieron juntos, ella había elegido a Cam, y éste esperaba que lo volviera a hacer si Deborah seguía forzando la situación.
Y así lo hizo. A la mañana siguiente, le llevó té y copos de avena, mientras él ayudaba a Wesner y a Foshtomi a cargar las armas en el jeep. Más tarde se atrevió incluso a usar a Allison como excusa para hablar con él sobre sus días en Grand Lake. Ella misma le tomó otra muestra de sangre. Dijo que tenía que controlar el nivel de exposición al tratar con los refugiados, pero Foshtomi se dio cuenta de lo que pretendía y dejó que Deborah le sacara sangre al resto del grupo.
Foshtomi estaba encantada con su lento romance porque era uno de los miembros del equipo, pensó Cam. Controlaba a Ruth porque eso la hacía sentirse mujer. «Ésta noche esa Ruth te ha estado mirando otra vez», diría Foshtomi, o «¿Has visto como esa Ruth se ha esperado a comer hasta que terminaras de ayudar a Mitchell con las latas de combustible?».
Y era verdad. «Ésa Ruth» encontraba tiempo para estar con él a pesar de todo, incluso si sólo era por unos pocos minutos. Y tenía que ser ella quien se acercara a él, porque el capitán Park le daba toda la libertad que quería, mientras que Cam estaba siempre ocupado como miembro del escuadrón.
En muchos aspectos, disfrutaba de aquella presión. Los soldados eran una máquina bien engrasada, con un potencial que le había llegado a Cam. Imponían orden y dirección en su mundo, algo sin duda muy loable.
Al quinto día, el terreno sobre la barrera quedó limitado a una pequeña lengua de tierra entre la división continental, forzándoles a ir hacia el oeste por una zona por debajo de los tres mil metros. La autopista 40 corría hacia el este a través de picos escarpados, zigzagueando a través del otro lado de la división y las poblaciones de refugiados que se habían formado por encima de las grandes ciudades como Empire, Lawson y Georgetown, pero la autopista estaba repleta de coches y derrumbamientos varios. Los incendios habían ennegrecido las montañas incluso cuando ya no había nada que quemar excepto musgo y malas hierbas. La ceniza y el polvo se amontonaban en el suelo por doquier, y sonaban bajo los neumáticos y las botas. Tres de los soldados ya llevaban medidores de radiación enganchados a la chaqueta, y el capitán Park tenía un contador geiger que crepitaba de vez en cuando. Parecía que estaban bordeando una zona donde la radiación se había asentado tras la explosión. Tuvieron suerte de que el viento soplara desde el noroeste, detrás de ellos. Llevaba gran parte del veneno hacia el éste, pero la radiación era otra de las razones para ir hacia el oeste desde la división.
Pasaron dos días en un largo y verde valle que cortaba las montañas con un riachuelo que se convertía en un enorme río. Cerca de la zona cero, gran parte de la nieve se había derretido, pero a aquella altura se enfriaba enseguida y volvía a caer en forma de lluvia y aguanieve, aumentando el número de desprendimientos causados por el seísmo. Sus jeeps chocaban contra los bancos de grava, escombros y madera. Rompieron una de sus cuatro palas al cavar un camino por el que seguir avanzando. También encontraron a tres grupos de supervivientes. El valle miraba hacia el norte y se había librado de la mayor parte del daño. Muchos de los álamos y los abetos seguían en pie y el agua corría clara. No había nada en aquel lugar que atrajera a la guerra, sólo a la naturaleza.
Finalmente consiguieron llegar hasta el Paso de Ute, donde la autopista 9 llevaba al sur hacia la interestatal 70. En aquel punto, la explosión había volcado miles de coches, convirtiéndolos en viejos amasijos de metal. La carretera era un caos de cristales rotos y manchurrones de herrumbre y pintura, con lo que el capitán Park decidió llevarlos por el norte en vez de seguir la autopista hacia Leadville. Prefirió no meterse más en la zona de la explosión. Las pocas protestas de Ruth fueron débiles y confusas.
Bajo la piel quemada, la doctora tenía la cara demacrada por el cansancio. Había estado trabajando varias noches seguidas con el microscopio atómico, e intentaba dormir durante el día, mientras estaban en movimiento, pero era como dormir sobre el lomo de un elefante. Los jeeps daban saltos y brincos en el suelo rocoso, parándose y volviendo a arrancar cada vez que los soldados bajaban para apartar rocas del camino. Ruth estaba agotada, y eso que había llevado su piedra a todas partes.
Pensaba que había fallado. Dos de los grupos de refugiados que se habían encontrado en el valle estaban limpios. Ellos mismos habían infectado a aquella pobre gente. Sí, ella misma les había dado la vacuna, pero al coste de inocularles también el fantasma. «No podíamos haberlo sabido», le dijo Cam. Ruth hizo una mueca y meneó la cabeza. Parecía que habían perdido el rastro.
Se les agotaba el tiempo. Las transmisiones abiertas de Grand Lake avisaban constantemente a las fuerzas americanas de la actividad enemiga, y las unidades armadas de China habían entrado en Colorado.
Los chinos habían tomado el sur de California y gran parte de Arizona con relativa facilidad. No había nadie que se les opusiera excepto las pequeñas poblaciones de los pocos picos al este de Los Ángeles, con las que acababan rápidamente. El ejército chino contaba con al menos ciento cincuenta mil soldados, pilotos, mecánicos y artilleros, y las flotas navales aumentaban mucho más esa cantidad.
Las interestatales 40 y 70 se habían convertido en cuerdas de salvamento para los invasores. A bajas alturas, los caminos eran más claros, excepto donde los cazas estadounidenses habían destruido los puentes y los pasos elevados. Los aviones de ambas facciones combatían sobre el desierto mientras, más abajo, los ingenieros de combate chinos luchaban por mover sus camiones y vehículos acorazados por los caminos cortados.
El ejército chino también tenía que vérselas con los clásicos puntos de concentración. Había enormes reductos de la plaga en las afueras de Los Ángeles, que había infectado sus reservas, aplastando así su vacuna. En la frontera de Arizona, el Río Colorado estaba también plagado de nanos. La vigilancia estadounidense calculó en miles las bajas enemigas, y el mando norteamericano se esforzó por enviar al invasor a esas zonas mortales.
Los chinos no podían aminorar la marcha, también tenían que vérselas con los insectos y el calor del desierto. Su mejor estrategia era aprovechar el momento y avanzar rápido. Saquearon cada ciudad y base militar a su alcance, y se hicieron con una pequeña riqueza con lo obtenido, despilfarrando combustible y munición.
Flagstaff sólo aguantó cinco días. Mientras Cam y Ruth estaban en el valle al oeste de la división continental, los chinos se hicieron con el control de Arizona y volvieron en plena forma a las Rocosas.
El Gran Cañón servía como línea defensiva. Aquélla brecha en la tierra, tan antigua y profunda, se extendía a lo largo de cientos de kilómetros a través de Nevada, Arizona y Utah, y no hubo un solo puente o presa que sobreviviera a los ataques de los estadounidenses. La estrategia dividió a los chinos. El enemigo podía proporcionar apoyo aéreo cruzando todo el sureste, pero los generales habían tenido que tomar la decisión de seguir hacia Las Vegas, en la boca del cañón, donde sus ejércitos ya no serían capaces de encontrarse el uno con el otro.
Los rusos les ayudaron en Utah, aniquilando los mayores puestos de avanzada de los norteamericanos en las montañas al este de Salt Lake, pero el enemigo se frenó allí. La interestatal 70 corría hacia el norte desde Las Vegas y seguía recto hacia otras zonas elevadas durante un centenar de kilómetros antes de dividirse en una serie de pasos y girar al este hacia Colorado. La avanzada china atacaba a cada paso que daba.
Seguramente, si hubieran intentado cargar de frente, hubiesen tenido éxito, aunque con muchas bajas. Pero el grupo chino del norte no quería tener Utah a la espalda mientras asaltaban Colorado. Parecía que se estaban preparando para una larga batalla. Las fuerzas del sur se dirigieron a Colorado por todas las pequeñas autovías a las que pudieron acceder, esparciéndose hacia el norte y el este según las carreteras se alejaban de la enorme masa que representaba la cara frontal de las Rocosas.
Grupos de bombarderos salieron de Canadá, Montana y Wyoming para atacar a los rusos y a los chinos por la retaguardia. Helicópteros de combate partieron de Nuevo México y hostigaron a los chinos en Arizona, pero estaban tan ocupados con su ofensiva que algunas pequeñas embarcaciones chinas consiguieron llegar a las costas de Florida y Tejas, y empezaron a llevar a cabo sus propios ataques, sorprendiendo a las fuerzas estadounidenses por la espalda.
Los ejércitos de Colorado seguían en posesión de Grand Junction, situado al lado de la interestatal 70, cerca de la frontera de Utah. Todos los aeródromos importantes de Durango, Telluride y Montrose habían caído. Los chinos aseguraron rápidamente su toma de la parte sur del estado, y Cam agradeció de nuevo el insignificante tamaño de su grupo. Todos los días pasaban jets sobre sus cabezas. Lo más frecuente era oír aviones a lo lejos o ver estelas o brillantes puntos metálicos.
Si fueran descubiertos por un caza enemigo, estarían muertos en apenas unos segundos. Había informes que comentaban las intrusiones de los chinos en campos de refugiados sólo para crear más caos, usando la munición en objetivos no militares porque los supervivientes corrían a buscar la protección de las bases del ejército, donde no hacían más que estorbar a los soldados y los pilotos. Por desgracia, la mayoría de las personas que quedaban en aquella parte de Colorado aún no había recibido la vacuna. Grand Lake la había transportado a todo el personal militar de los Estados Unidos y Canadá, escaneando concienzudamente los viales de sangre en busca del nano fantasma. Soldados de todas partes esparcían la vacuna si podían a los refugiados cercanos, pero el escuadrón de Cam ya no vio a nadie durante día y medio según giraban al oeste y luego al sur otra vez, bajo la barrera.
La interestatal 70 pasaba cerca del punto muerto que cruzaba el centro del estado. Llegar hasta allí era su prioridad principal. El capitán Park pensaba avanzar por la carretera del pueblo de Wolcott, al oeste, y luego seguir de nuevo hacia el sur por sucias carreteras y caminos mientras intentaban bajar de altitud. Sabían que había una gran concentración de infantería americana y unidades acorazadas en la zona, coordinadas bajo el mando de Grand Lake. Al oeste de Leadville, las montañas que rodeaban la una vez famosa ciudad de esquí de Aspen se habían convertido en una fortificación contra los chinos.
Ruth esperaba encontrar allí la respuesta. Si no, la expedición sería un fracaso. Todo se reducía a si sus sospechas eran ciertas o no. Pero si, por ejemplo, Leadville hubiera probado los nanos sólo en sus tropas de la frontera norte, habrían hecho todo aquel camino para nada. No habría una vacuna perfecta. No tendrían explicación para el nano fantasma y Ruth se quedaría más sola que nunca, como la última gran científica de los Estados Unidos.
Animó a sus compañeros y luego se disculpó. Se había obsesionado con los mapas incluso cuando ya no habían recogido más muestras desde el Paso de Ute. Cam intentó besarla aquella noche pero Ruth le cogió de la chaqueta, usando el brazo como pistón, empujándolo hacía atrás. Aunque primero tiró de él para acercarlo y abrió la boca, Cam estaba seguro.
Ruth estaba hecha un lío, agotada e insegura. Cam nunca lo había sentido tan claramente. Entonces supo que había hecho bien en ir. Los soldados eran muy entregados, pero lo que Ruth necesitaba eran amigos, no sólo protectores. Cam lamentó que cada vez tuviera más trabajo. No tenían tiempo ni intimidad para hablar de lo que fuera que estuviera pasando entre ellos, y ella no se relajaría hasta que encontraran los últimos restos del ejército de Leadville.
Por desgracia, Wolcott era un pantano. La ciudad se asentaba en un empinado canal que corría por todo el río Eagle. Los seísmos y las inundaciones habían convertido aquel hermoso lugar en un lago lleno de lodo. Era 27 de junio. Su única posibilidad era volver atrás e intentar avanzar por el éste, donde se habían dado de bruces con un punto caliente de la plaga mientras remolcaban los jeeps por un terraplén. Ballard estaba distraído, y se había infectado la oreja y las manos. Se le enganchó la manga en el cable de remolque y el torno le dio en el hombro justo antes de que Park lo parara.
Escapar de la plaga de máquinas debía ser su prioridad. Ballard lanzó varios improperios, maldiciéndose a sí mismo. Deborah y el sargento Estey le colocaron bien la articulación en una exuberante colina llena de flores blancas y amarillas. Cam se las quedó mirando. Aquél sitio parecía completamente ajeno al el enorme conflicto que existía entre hombres y máquinas, e imaginó que debía de haber otros lugares así en otras partes del país, incluso más allá de las líneas enemigas.
El pensamiento lo puso triste, triste y furioso. «Ojalá sólo hubiéramos compartido la vacuna», pensó. ¿Habría llegado la guerra a ese punto por aquella decisión? Incluso si Ruth tenía éxito, aunque desarrollara una vacuna perfecta, eso no parecía suficiente para tener ventaja sobre los chinos. Cam no veía final al conflicto.
Se quedaron en el prado para comer. Sacaron latas de jamón y algunas raíces frescas a la vez que oían el eco del ruido en las montañas. Fuego de artillería. Cam miró el cielo, pero no vio nada, ni humo ni movimiento. La guerra seguía oculta en el oeste, pero se acercaba cada vez más según avanzaban por el país.
Park esperaba tardar al menos otro día más hasta llegar al borde norte del grupo de Aspen. Sólo estaban a diez kilómetros de la zona segura más cercana, una base en Sylan Mountain, pero no avanzaban más rápido de lo que una persona podía caminar. El terreno era muy abrupto. Park estaba siempre atento a la radio, intercambiando coordenadas con las unidades del flanco y pidiendo información sobre los chinos. Podía solicitar apoyo aéreo si fuera necesario, y si es que había tiempo, pero hasta que llegaron al valle de Aspen, no tuvieron a nadie en quien confiar excepto ellos mismos.
Pero en la mañana del 28, aquello no fue suficiente.
La colina estalló en géisers de fuego y polvo. Cuatro o cinco explosiones aparecieron de la nada, rodeando a los jeeps de luz y calor. Las explosiones parecían llegar juntas como dos gigantes borrachos bailando cerca de los vehículos y volviendo atrás.
Uno de los jeeps quedó volcado. ¿El del capitán Park? ¿El de Ruth? En el tercer jeep, separado de los demás por las cortinas de escombros, Cam perdió la pista de los dos vehículos que había delante de él. No escuchaba nada por los impactos, pero advertía las rocas y la tierra que chocaban contra el coche. El capó se levantó y bajó de nuevo, pero ahora era un trozo de metal abollado. En el asiento del conductor, Wesner cayó a un lado cuando algo le dio en la cabeza. Cam estaba atrapado de brazos y pecho, pero otro hombre lo cubrió para evitar que se hiciera daño, incluso cuando el parabrisas explotó. Trozos de guardabarros y metralla varia golpearon lo que quedaba del capó. Wesner también recibió el impacto de parte de los escombros.
Todavía estaba vivo. Tocó sin fuerzas el volante mientras Cam presionaba la herida que tenía éste en el cuello, intentando detener la hemorragia.
—¡Salid de aquí! —gritó Foshtomi, justo detrás de Cam en el asiento trasero. Sonaba como si estuviera en el fondo de un pozo, y no fue hasta que saltó de su sitio que Cam se dio cuenta de que ya no se movían. Tenía los tímpanos a punto de explotar. Se había quedado sin equilibrio y se balanceo como si el suelo fuera una ola al bajar del jeep, arrastrando a Wesner tras él.
Foshtomi lo ayudó lo mejor que pudo durante cincuenta horribles metros, gritando con el esfuerzo. Tenía un corte en la mejilla y también sangre en el pelo, pero aguantó la espalda de Wesner con el brazo.
Cam advirtió la presencia de más gente a su izquierda, parcialmente oculta tras el humo y la luz. ¿Eran amigos o tropas enemigas? «Ruth», pensó. Su nombre era como un pequeño espacio de calma entre todo el pánico. Apresuró la marcha, intentando correr en esa dirección.
Foshtomi le siguió, pero le dio con la bota en el tobillo y los tres cayeron sobre un montículo de granito, mientras los gigantes seguían atacando a los vehículos. El ruido era ensordecedor. Cam se llevó las manos a las orejas sin pensar, intentando sin éxito bloquear las ondas hipersónicas.
La humedad de la mano le hizo acordarse de Wesner. Se giró para presionar otra vez sobre la herida, pero Craig Wesner yacía muerto con la cara desencajada y mirada apagada.
Foshtomi gritó a lo lejos.
—¡Separémonos! —dijo medio llorando—. ¿De acuerdo? —Había caído cerca, y Cam le miró la boca mientras repetía sus palabras.
—¡Nos dispersaremos cuando haya otra explosión!
—¡No! —incluso su propia voz sonaba lejana. Cam dio un grito ahogado al notar el intenso dolor en su costado izquierdo. Seguramente tenía una costilla rota.
—¡Tenemos que encontrar a Ruth!
—¡No podemos ayudarla!
Cam meneó la cabeza y se giró para mirar hacia arriba, aún con el cuerpo tumbado. No había visto ni oído ningún avión, pero el cielo estaba negro por la pantalla de humo y polvo.
—¡Los jeeps! —grito Foshtomi—. ¡Están apuntando a los jeeps, no a nosotros! ¡Tenemos que…!
Pero los gigantes volvieron a danzar de repente, abarcando esta vez toda la extensión de la colina. Media docena de bolas de fuego se estrellaron contra el suelo en lo que parecían trayectorias aleatorias, moviéndose hacia el sur y bajo la montaña. ¿Estarían persiguiendo a alguien? Cam sabía por los soldados que las guerras modernas podían cubrir un área de decenas de kilómetros. Los tanques y los cañones eran capaces de apuntar con increíble precisión desde esa distancia. Sus jeeps habrían sido detectados por un vigía o por aviones y satélites. En algún lugar, los artilleros chinos estaban apuntando a un objetivo al que ni siquiera podían ver, pero al que disparaban obedeciendo una serie de coordenadas.
No había forma de defenderse más que usar la radio para pedir ayuda. Foshtomi tenía razón diciendo que tenían que salir de allí, pero los chinos parecían estar bombardeando ahora toda la colina. Si corrían, era posible que se metieran en la próxima salva de disparos intentando llegar a un puesto seguro.
Cam no pensaba marcharse sin Ruth. El pensamiento lo invadió por completo y se arriesgó a echar otro vistazo a la colina. El jeep que iba en cabeza era el que había quedado volcado. Una rueda había desaparecido y el eje estaba partido. Sólo había un hombre en el interior del coche, un hombre tumbado sobre un charco de fluido negro. El segundo jeep, el de Ruth, se había estrellado contra el vehículo destruido, pero parecía vacío. Se había salvado.
«Debe de haberse escondido», pensó Cam. Pero los gigantes estaban volviendo otra vez, aunque más despacio. Las explosiones empezaron a subir la cuesta, levantando tierra y rocas con su poder devastador, que le hacía temblar hasta los huesos. Cam se encogió en el suelo, tragaba humo cada vez que respiraba. Los impactos pasaron de largo y se levantó para salir corriendo.
Pero tropezó. Su equilibrio seguía sin estabilizarse, y descubrió que tenía que doblarse hacia el lado izquierdo para soportar el dolor. El camino estaba cubierto de tierra y piedras, algunas bastante grandes. Entonces, el propio suelo saltó. Cam apenas volvía a avanzar de pie otra vez. Consiguió no caer sobre el lado malo. Rodó hasta un cráter y allí encontró a Estey y a Goodrich agazapados contra el suelo.
Estey intentaba curar una herida en el brazo de Goodrich y no le vio. Éste gritó pero Cam sólo escuchó el tono de alerta, no sus palabras. Estaban a menos de diez metros. Parecían estar en otro mundo, sobre todo cuando había silencio. La artillería se había centrado brevemente allí, y la colina parecía una superficie lunar.
Ruth debía de estar con ellos. Había subido con Estey, Ballard, Mitchell y Deborah en el segundo jeep, pero era evidente que se habían desperdigado. Cam se preguntó qué iba a hacer si había subido ladera arriba.
Se quedó buscándola con la mirada por todo el terreno. Apartó la mano de Estey cuando éste intentó tirar de él. Había localizado otra figura humana entre las oscuras nubes de humo, un hombre que corría seguido por otro. Los gigantes se habían ido. El sol asomaba entre el polvo y Cam salió del cráter, sólo para caer de nuevo y perder la pistola. Se había dejado la carabina en el jeep, pero Estey aún tenía la suya. Cam miró atrás y gritó:
—¡Cuidado, Estey!
Había al menos diez figuras humanas atravesando el humo, muchas más que las que conformaban su grupo. Sus gritos sonaban confusos y extraños. También vestían de un color diferente. El escuadrón de Cam iba de un verde oliva, mientras que aquella gente iba vestida de camuflaje y pasaba desapercibida. Les colgaban ramas pardas de la cabeza y los brazos, y Cam no reconoció sus fusiles ni sus ametralladoras.
El grupo les apuntó con sus armas, pero no dispararon al ver que otra persona se levantaba en otro cráter que había delante de él: Deborah. Su rubia cabellera estaba sucia, pero seguía tan hermosa como siempre. Cam se levantó para correr hacia ella, lleno de miedo. Estaba seguro de que iba a ver cómo le disparaban. Entonces, saludó a las tropas, y Cam luchó por comprender las voces de los hombres.
—¡Somos marines! ¡Somos marines!
Bajó la pistola y corrió hacia el cráter.
Ruth le abrazó y le hizo daño en las costillas, pero él rio, respirando el embriagador aroma de aquella mujer totalmente sucia. Estaba viva. Había escapado no sin algunos rasguños y un buen trozo de metralla clavado en la cadera, donde necesitaría seguro algo de cirugía para quitar no sólo el metal, sino también la tela del uniforme, que se le había metido en la herida.
Otros no habían tenido tanta suerte. Park y Wesner habían muerto, y Somerset estaba herido de gravedad en el estómago y la cara. Hale, también del jeep que iba en cabeza, se había roto el cuello y las dos piernas al volcar el vehículo. Fue un milagro que Goodrich sólo tuviera un corte en el brazo.
Cam absorbió la mayoría de la información a través del doloroso algodón que le tapaba los oídos, aunque todos estaban gritando. Muchos de ellos tenían dificultades para oír a los otros, y todos estaban atacados por la adrenalina.
—¡Mi piedra! —dijo Ruth—. ¡He perdido mi piedra!
Debía de saber que aquello era irracional, incluso estúpido, pero siguió palpándose la ropa, mirando fijamente la colina.
—Tranquila —dijo Cam—. No pasa nada, Ruth.
Su primera decisión fue mover a todo el mundo que pudiera caminar, excepto a Mitchell y Foshtomi, que se ofrecieron voluntarios para quedarse con Somerset.
—No vamos a dejarlo aquí —dijo Foshtomi, y el capitán de los marines asintió y les dio su radio.
Los marines pertenecían a una patrulla de avanzada enviada para buscar terreno defendible sobre la interestatal 70, aunque su misión cambió cuando el escuadrón de Park entró en su sector. Los marines habían ido a cubrirles si era posible. Dos de sus hombres también habían resultado heridos, porque entraron en la masacre en vez de retirarse. Cam se quedó maravillado por su valor y disciplina.
Su fuerza fue crucial para evacuar a Ruth y a los escoltas. Estey quedó provisionalmente al mando del escuadrón, a pesar del rango de Deborah, aunque fue ésta quien se acercó al segundo jeep con Goodrich y Cam para asegurarse de que los marines recogían todo lo que Ruth necesitaba.
Podrían haber usado el vehículo para marcharse, y también para llevar a Somerset, pero el eje frontal estaba partido y el radiador, destrozado. Parte de los apuntes habían quedado convertidos en confeti, y la caja de muestras tenía ahora cuatro agujeros por los que chorreaba la sangre, pero Deborah insistió en recogerlo todo tal como estaba. Entonces se cayó y dejó que un marine la rodeara con un brazo. Ella también estaba sangrando, y tenía un moratón horrible en la espalda.
Ruth rompió a llorar. Antes de seguir andando, Cam apretó la mano de Foshtomi y la chica asintió con seriedad. Ya había cogido las insignias de Park y Wesner, y pensaba enterrar a sus amigos en uno de los cráteres. Cam sospechaba que al día siguiente tendría que enterrar también a Somerset.
Tres hombres cargaron a Hale en unas parihuelas que habían improvisado con una sábana y dos fusiles. Cam y Goodrich llevaron el microscopio atómico. Otro hombre tiró las preciadas raciones y ropas que llevaban para hacer sitio a las muestras de sangre y los documentos. Ruth avanzó cojeando, con los dientes castañeando y la cara pálida. Habían cubierto menos de medio kilómetro cuando un par de F-22 Raptor rugieron al noroeste, entrando a la zona baja de los valles para acabar con la artillería china.
Su oído derecho estaba mejorando. Pero el izquierdo no, y el irregular sonido de la gente que lo rodeaba le seguía afectando al equilibrio. Otro caza pasó por encima de ellos, y Cam no supo localizarlo hasta que vio a los demás mirando hacia al éste. Aquello le hizo sentir miedo.
Consiguieron avanzar durante unos treinta minutos hasta que Ruth y uno de los marines necesitaron descansar. Cam no pensaba que conseguirían llegar a la zona segura antes de la noche, a pesar de que apenas estuvieran a media mañana. Había demasiados heridos entre ellos, y también llevaban demasiadas cosas. Pero un par de horas después se encontraron con un par de camiones. Ya por la tarde, siguieron pasando por líneas y líneas de trincheras y alambradas.
Las montañas miraban hacia el oeste y no habían sido afectadas por el ataque nuclear. En las siguientes semanas, sin embargo, la tierra había quedado reducida a unas pendientes estériles llenas de barro. Las líneas defensivas rodeaban las montañas hasta donde alcanzaba la vista de Cam, muchas de ellas apostadas con emplazamientos de vigilancia, vehículos y escombros. Los aviones enemigos y los artilleros habían atacado la colina repetidas veces. Pero el mismo daño habían provocado miles de pies americanos y el peso de los camiones, los tanques y los buldózer.
La anquilosada tierra apestaba por el fuego y la podredumbre, y el olor aumentaba según pasaban cerca de una serie de canales. Había gente sucia por todas partes, algunos comiendo y otros cavando. Debían de vivir en una especie de era preindustrial. De hecho, eran los radares y los tanques lo que parecía fuera de lugar.
Al fin, los camiones llevaron a un almacén de tela, escondiéndose así del cielo. Ruth había caído dormida. Cam intentó protegerla de los empujones de los soldados y los marines mientras todos se levantaban, pero no lo consiguió. La doctora abrió los ojos con miedo, pero luego le vio y sonrió con dulzura. Cam colocó la mano sobre su rodilla. Mientras tanto, un equipo médico bajó enseguida a Kevin Hale, quien sufría de fiebre por el trauma.
—Haced sitio, haced sitio —dijo un hombre, empujando a través de otros médicos y oficiales. Había algo en la constitución del hombre que le resultaba familiar, y Cam echó la cabeza adelante para mirar a través de los soldados, agotados.
Era el comandante Hernández.