19

El cinturón de Cam se rompió en sus caderas por los bruscos movimientos del avión. Los pilotos tenían sujeción en los hombros, pero los demás no, con lo que el vuelo les pareció una especie de montaña rusa, subiendo y bajando a toda velocidad. Una y otra vez, el asiento se separaba bruscamente de él, incluso con el cinturón abrochado.

Las colinas y las rocas desaparecieron de la vista. Una ciudad. Al pasar cerca de unos cables, empezaron a vislumbrar varios postes eléctricos. Era decepcionante. Habían sufrido mucho para llegar hasta allí, y todavía no estaban seguros, aunque al menos estaban libres de la plaga. La Cessna 172 no era una aeronave presurizada, pero las ventanas de los pasajeros y el cristal de la cabina se habían sellado con silicona, al igual que la zona de control e instrumentos, las escotillas y una de las dos puertas. Había una bomba de vacío atada al suelo, echando aire hacia el exterior. Era una solución poco ortodoxa, pero funcionaba. El piloto llevaba dos minutos elevando el aparato mientras el copiloto aplicaba una masilla de secado rápido en el interior de la puerta que quedaba. Entonces, bajaron la densidad del aire del avión al equivalente a tres mil trescientos metros.

—¡Nos hemos estabilizado! —dijo el copiloto, haciendo una lectura de un marcador que tenía en la muñeca.

Cam se sacó las gafas y la máscara, frotándose la barba, la nariz y las orejas con las manos desnudas, en una muestra de alivio. Ruth se quitó el traje rígida, y Cam vio que estaba completamente pálida.

—Mírame —le dijo, acercándose para que lo oyera a pesar del ruido del motor. Se apoyaron el uno en el otro y juntaron las cabezas—. No mires por la ventanilla, mírame a mí.

Ella asintió, pero no cumplió la orden. Bajo la mata de pelo rizado, tenía los ojos abiertos y apagados, como si estuviera viendo algo más. Cam conocía esa sensación. Volaban increíblemente bajo, un único error podría estrellarlos contra un edificio o una colina, y sólo con pensarlo un escalofrío le recorrió la nuca. ¿Sabrían si se acercaba algún misil?

—Estaremos bien —le dijo a Ruth.

—Sí —su voz sonaba temblorosa, y apretó la mano contra su piel.

—¿Hacia adonde vamos? —gritó Newcombe al frente. Cam sintió un deje de preocupación en su amigo. Newcombe no tenía a nadie en quien acomodarse, aunque Cam le hubiera cogido del brazo o del hombro si estuvieran en la misma fila.

—A Colorado —exclamó el piloto.

—¿Qué? ¿No es ahí donde se produjo la explosión?

—Sí, en Leadville —el avión viró otra vez hacia la izquierda, y luego cambió de repente hacia arriba a la derecha—. Estábamos en Grand Lake, a unos ciento cincuenta kilómetros de aquí —dijo el piloto—. La explosión no nos afectó.

Respondió a sus preguntas lo mejor que pudo durante el trayecto de dos horas y media. El avión se estabilizó una vez salieron del desierto, pero él seguía tan tenso como ellos y agradeció la distracción. Sabía quiénes eran ellos, y estaba orgulloso de servirles.

—Vais hechos una mierda —dijo a modo de cumplido.

Grand Lake estaba entre las mayores bases rebeldes de los Estados Unidos. Aterrizaron en una estrecha carretera, y Cam vio restos de jets y helicópteros a ambos lados del camino, muchos de ellos cubiertos con telas de camuflaje. Cerca había cuatro largas barracas de madera y lonas. No había árboles cerca, y el terreno estaba cubierto de un lodo marrón. Se veían personas por todas partes. Aquéllas cimas estaban habitadas en un área en forma de herradura de varios kilómetros cuadrados. Desde el avión, Cam vio tiendas, cabañas, camiones y tráileres repartidos por la zona, así como cientos de zanjas y pequeños muros de piedra. ¿Serían letrinas? ¿Muros rompe —vientos? ¿O quizá aquellos agujeros sirvieran como hogar para las personas que no tenían nada mejor?

Grand Lake era un pequeño pueblo situado en la ribera del lago homónimo, un cauce de aguas claras recogidas en un espectacular cañón a sólo quince kilómetros al oeste de la división continental. Estaba emplazado a dos mil quinientos metros de altura y no podía mantener a muchos más que su población anterior de tres mil personas. Pero durante las primeras semanas de la plaga, sus calles sirvieron como zona de estacionamiento para vehículos y aeronaves. Los caminos y sendas que se formaron en la tierra circundante se convirtieron en una gran ayuda para quienes vivían allí. Pronto el pueblo fue demolido para conseguir material de construcción y otras provisiones.

Desde arriba todavía eran visibles los esfuerzos de la primera evacuación, como marcas en la arena. Muchos de los vehículos no parecían haberse movido desde entonces, aparcados entre los campos de refugiados. En algunos lugares, los camiones de carga y los camiones cisterna servían como barrera, apartando a la población en algunas direcciones a la vez que protegían a la del otro lado. Había también zonas abiertas donde parecía que cultivaban o se preparaban para ello, cavando en la montaña para crear terrazas. Algunas parecían mejor planeadas que otras.

La impresión de Cam fue de un caos afianzado en el lugar, pero sintió admiración por haber conseguido todo aquello. Se habían organizado mucho mejor que el resto en California. Tenían más espacio y recursos, y también más supervivientes. Podrían haber perdido el control por ser algo tan abrumador. Pero en vez de eso, mantuvieron vivas a decenas de miles de personas e incluso tenían una fuerza militar significativa.

El caos se había incrementado hacía nueve días. Cam lo vio, también. Grand Lake estaba a solo a ciento cincuenta kilómetros de Leadville. Aún tenían que recuperarse de los daños de entonces. Muchos de los refugios seguían aún en reconstrucción, y había escombros por todas partes, sobre todo en zanjas grandes y tubos eléctricos que corrían hacia el norte en dirección al pulso. La onda expansiva había barrido la zona como una escoba gigante, aplastando vallas, paredes y tiendas, por no hablar de las aeronaves.

Mientras llegaban, Cam divisó un caza en la ladera, inservible por los disparos que había recibido. Cerca, otro F-22 seguía pendiendo en una cuna de cadenas sostenida por un buldózer, mientras un equipo de ingenieros se esforzaba por cavar bajó el avión, intentando colocarlo de nuevo en el suelo sin dañar las alas.

—Yo intercederé por vosotros, si resulta necesario —dijo el piloto, apuntando al otro lado de la Cessna.

—Gracias, señor —dijo Newcombe en nombre de todos.

Al menos un centenar de hombres y mujeres se quedó al lado de la carretera, agrupados entre los camiones y las redes. Cam estaba nervioso. El gentío era cinco veces mayor que el número de personas que había conseguido ver reunidas en un mismo lugar desde la plaga. De hecho, aquellas cien personas eran casi más que todas las que había visto vivas hasta el momento, sin contar los aviones y helicópteros. Se tocó la cara y se giró hacia Ruth. Ella también estaba sorprendida. Vio una tensión diferente en sus ojos, y también cómo estrujaba su mochila y el registro de datos.

Tenía la respiración acelerada. El pecho le saltaba bajo la camiseta, y tenía los brazos arañados en los sitios donde se había estado rascando. Los tres se quitaron las chaquetas, y el cuerpo de Ruth se mostró delgado y firme, pero totalmente cochambroso, moteado con antiguas mordeduras y llagas, así como algunos sarpullidos.

—El hombre del traje negro es el gobernador Shaug —dijo el piloto—. El bajito con poco pelo.

—Le veo —contestó Newcombe.

—Hablemos primero con él, ¿os parece? —El piloto se quitó el parche del ojo y se lo metió en el bolsillo mientras iba hacia la puerta del avión. Newcombe y Cam se levantaron. El copiloto se unió a ellos.

Por las ventanillas redondas, Cam vio a un equipo de médicos del ejército y una camilla. Era buena señal, se habían anticipado a las necesidades más evidentes, aunque se lamentó por la muchedumbre. Quería comer y dormir, pero ellos querían la vacuna. No podía culparlos por ello. El circo le pareció mala idea, pese a que las redes los ocultaban de muchos de los satélites espía. Los rusos podían estar mirando y escuchando. Lo mejor para Ruth sería desaparecer de la vista.

El piloto abrió la puerta. Notar el aire en la piel le sentó de maravilla a Cam, pero el gentío los detuvo lo bastante cerca del avión como para notar el olor caliente de los motores.

Muchos de los presentes iban en uniforme, aunque fue un civil el que tomó el mando, un hombre bien afeitado vestido con una camisa blanca a manchas. Muchos de los otros llevaban barba y estaban quemados por el sol, pero él estaba blanco.

—¿Señorita Goldman? —dijo.

—Tenemos un herido —respondió el piloto—, déjenos pasar.

—Señorita Goldman, soy Jason Luce, del Servicio Secreto de los Estados Unidos. ¿Están todos bien?

—La chica está herida, déjenos pasar.

—Por supuesto —dijo Luce. Sus hombres pasaron entre Ruth y el copiloto mientras hablaban, y entonces un hombre con uniforme militar apartó a Newcombe de ella.

—¿Sargento? —dijo el hombre.

—Señor —saludó Newcombe, aunque vacilando según el espacio que había entre él y la doctora se llenaba con gente.

Era difícil separarse. Habían estado juntos durante ocho semanas de desolación y miseria, y aun así, aquello era por lo que habían estado luchando, por la oportunidad de pasarle la vacuna a otros. Cam se alegró, se había acabado, habían ganado. Grand Lake tenía hombres y aviones suficientes para diseminar los nanos y para proteger a Ruth.

—Espera —la doctora se apartó de Luce. Había recuperado algo de color, pero su expresión era de miedo.

—Necesita atención médica —dijo Newcombe.

—Dejadles descansar, preparadles una habitación —dijo el piloto.

—Tenemos médicos y comida, y pronto podréis descansar —dijo Luce—, pero primero tenéis que venir conmigo.

Cam no discutió. Su papel había cambiado tan pronto como subieron a la Cessna. El poder que había ostentado durante tanto tiempo ya no tenía ningún sentido en aquel lugar, y no sabía lo suficiente de él para saber si aún tenía un hueco en la vida de su amada. Pero ella así lo quería, y eso era suficiente. Cogió la cintura de Ruth y le hizo de apoyo mientras caminaban hacia la sombra que proyectaba la red, donde el gobernador Shaug les recibió con los brazos abiertos.

El Gobernador tenía unos sesenta años, era corto de estatura y calvo. Era la persona más vieja que Cam había visto en dieciséis meses. En California, el continuo estrés había acabado paulatinamente con los niños y los hombres de mediana edad. Shaug era un indicador más de lo diferentes que eran las cosas allí.

Había auténtica alegría en su sonrisa.

—Gracias a Dios por haberos traído —dijo—. Por favor, sentaos.

Señaló hacia donde se hallaban unas mesas y unos bancos metálicos, alineados en una esquina de la zona sombreada. La más cercana tenía unas botellas de agua, refrescos de cola y cuatro latas de melocotón en almíbar. Un pequeño festín.

Cam asintió.

—Muchas gracias.

—Nos gustaría tomarles una muestra de sangre enseguida —dijo Luce, llamando a los médicos—. Por favor.

«Por favor». A sus oídos, la fórmula estaba cargada de tensión. Cam apretó su brazo contra Ruth y su mugrienta mochila, mirando hacia Shaug para ver si el gobernador intervenía. Pensaba que habían reunido a los médicos para cuidar de Ruth, y ahora se sentía engañado. Pero su compañera se limitó a asentir y dijo: —De acuerdo.

Richard Shaug había sido gobernador de Wisconsin, relevado de su cargo como muchos otros supervivientes. Ahora era el hombre más importante de Grand Lake, y Cam se preguntó si Shaug y Luce no estarían trabajando el uno contra el otro. Podría haber facciones entre los líderes. Eran cosas que pasaban. Cada día era una prueba, y ambos tendrían objetivos distintos. ¿Podría sacarle algún partido a aquello? ¿Cuál de los dos ostentaría el poder? Cam imaginó que sería el agente del Servicio Secreto. Pensó que sería Luce, por haberse aliado con el ejército, y ya había visto cómo los vehículos acorazados y las barricadas dividían la improvisada ciudad.

Pero se equivocaba. Los médicos sacaron cuatro finos viales de sangre para Ruth, Newcombe y él mismo. Los doce tubos de plástico estaban colocados en cuatro rejillas, y Luce dijo:

—Llevad tres a los aviones.

Shaug levantó la mano.

—No.

—Gobernador… —empezó Luce.

—No, aún no.

—Tenemos que llevársela a tantos como sea posible. Al menos, podríamos volar hasta Salmón River —dijo Luce.

—¿Qué ocurre? —preguntó Ruth. Estaba más pálida que nunca. No estaba en condiciones de sacarse siquiera 30 mililitros de sangre, y tenía pinta de ir a vomitar en cualquier momento, aunque sus ojos mostraban furia y alerta.

Dos de los médicos se apresuraron con las muestras de sangre, dejando atrás su carretilla y su equipo. Un escuadrón al completo se marchó con ellos a través de la multitud. Se dirigían al laberinto de refugios, no a la pista de aterrizaje. La mirada de Cam se centró en las agujas y los tubos, para luego pasar a Luce. ¿Se habría dado cuenta de la poca sangre que necesitaba?

—Pasemos dentro —dijo Shaug, ofreciéndole a Ruth una de las latas de melocotón—. ¿Quiere comer un poco primero? Adelante, veo que estás bastante cansada.

—No entiendo nada de lo que pasa aquí —protestó ella, pero allí no era más que una pobre infeliz. Estaba intentando hacerle confesar.

Shaug no se molestó en contestar.

—Limpiad todo eso —le dijo a los médicos que quedaban, señalando sus bandejas y el equipo restante. Entonces, miró a Ruth como pensándoselo mejor—. Pasemos adentro —repitió, mirando a otro hombre.

Era el oficial que había parado a Newcombe cerca del avión, un coronel.

—Vamos —dijo éste, y Cam vio cómo la multitud se separaba, de forma que los hombres y mujeres de uniforme se acercaron y los agentes de Luce retrocedieron. ¿De verdad pretendía Luce superar al gobernador?

Pensó que estaban usando a Ruth como moneda de cambio o para fines políticos. Shaug quería estar a cargo de ella y de la vacuna a cambio de garantías por parte de los demás norteamericanos y los canadienses, y era cierto que Grand Lake la había rescatado cuando nadie más habría podido. Pero eso era divisivo. Tal era el motivo por el que Luce había ido corriendo hacia su avión, esperaba poder extender la vacuna antes de que alguna catástrofe acabara con ella, ya fuera otra bomba o un asalto de los rusos.

Cam deseaba que lo consiguiera, y puede que eso fuera todo lo que Luce había estado intentando, hacerse amigo de ellos. Seguramente, Shaug no podría controlar la vacuna por mucho que lo intentara. Los tres la estaban propagando sólo con exhalar allí sentados. Tan pronto como se ducharan o fueran al baño, la vacuna quedaría en el agua y las letrinas. De hecho, sus chaquetas debían de estar repletas, manchadas por dentro y por fuera de su sangre, piel y sudor. Si lo supieran, Luce y los suyos podrían cortarlas en pedacitos y cargar el material en varios jets. Podrían incluso ingerir un trocito de la sucia tela y traspasar la barrera a pie.

Cam no lo dijo en voz alta, había otra forma de hacerlo. Tosió y se llevó la mano a la boca, escupiendo un poco en su palma.

—¿Sabe algo del capitán Young, señor? —peguntó Newcombe.

El coronel se limitó a fruncir el ceño.

—¿Mi líder de escuadrón en Sacramento? —explicó—. El y otro hombre fueron hacia el sur.

—Lo siento, no sé nada.

—Vimos un combate el veintitrés de mayo, al oeste de las sierras. Pensamos que podrían ser ellos.

Cam caminó entre los soldados y al establecer contacto visual con Luce le extendió la mano. —Muchas gracias— le dijo.

—Un placer —respondió Luce con duda, pero le dio igualmente la mano y Cam completó el gesto, presionando su mano mojada contra la seca piel del otro. La incertidumbre en la expresión de Luce se agravó, pero entonces movió la cabeza a modo de asentimiento. Lo había conseguido, la vacuna se iba a extender por Grand Lake.

Un soldado de ojos azules, quemado por el sol en mejillas y orejas, cogió la mochila de Ruth. Cam recordará siempre su cara.

—Tenemos un pequeño laboratorio —dijo Shaug—. Hay algunas personas que empezarán a investigar esta noche. Mañana podréis ayudarles.

—Sí —asintió Ruth, pero su boca formaba una mueca, y Cam no se sintió mejor, viendo al soldado girarse y marcharse. Habían llevado aquella mochila verde por cientos de kilómetros, y ahora ya no era suya.

Newcombe desapareció con el coronel. Una enfermera muy persistente intentó separar a Cam y a Ruth en la pequeña y saturada tienda médica, donde la gente gruñía sentada sobre mantas y catres en la misma tierra, muchos de ellos soldados. Incluso con las puertas de la tienda enrolladas, el aire olía a putrefacción, revolvía el estómago. Pero aquél era el único lugar de Grand Lake con máquina de rayos X.

La enfermera les dijo:

—Aquí no queremos a nadie que no necesite tratamiento.

—No, me quedo con él —dijo Ruth.

—Sólo vamos a echarle un vistazo y…

—Me quedo con él.

La enfermera habló con tres médicos antes de encender la máquina, que estaba aislada en su propio espacio por mantas que colgaban. La tienda estaba conectada al servicio de energía de Grand Lake, alimentado por turbinas situadas en el río, pero el amperaje que ofrecían era bajo y no podía mantener operativas más que unas pocas partes del equipo a la vez.

Lista la radiografía, Cam y Ruth fueron a una segunda tienda donde les dieron antibióticos. Ruth cogió algo de sus pantalones antes de que un hombre cogiera su ropa mugrienta. Era una piedra. Intentó esconderla, pero Cam reconoció las líneas que había marcadas en el granito.

—Por Dios, Ruth, ¿cuánto tiempo has…?

—Por favor, Cam —no le miró mientras hablaba—. Te lo pido, no te rías de esto.

Asintió lentamente. Estaba claro que la piedra era inocua, de otro modo, habrían enfermado hacía semanas. «Pero ¿por qué te llevaste algo de aquel sitio?» se preguntó. Puede que ella tampoco estuviera segura.

—Está bien —le dijo.

Les dieron unas esponjas de baño que arañaban para que se lavaran, así como jabón, agua y acetona. Luego, sus múltiples heridas fueron tratadas, cosidas y vendadas. Ruth no sintió vergüenza por mostrar su cuerpo, a pesar de que había media docena de personas entre ellos, y Cam se giró intentando no mirar.

El equipo médico llevaba mascarillas y un revoltijo de guantes, algunos de látex y otros de goma. Era casi seguro que ya se habían expuesto a sus nanos. Cam tosió y tosió intencionadamente para infectarlos. La vacuna no actuaría dentro de ellos porque no tenían la plaga, pero quería extenderla a tanta gente como fuese posible.

Un hombre con gafas llegó y dijo:

—¿Goldman? Su brazo se está recuperando bastante bien, pero recomendaría un poco de reposo durante al menos tres semanas, no lo use demasiado.

Le cortaron el envoltorio de fibra de vidrio, y Ruth dio un grito ahogado al ver su brazo. La piel estaba estriada y blanquecina, con los músculos atrofiados. El sudor atrapado le había arrugado la piel y había algunos lugares donde el tejido se había infectado. Empezó a sollozar. Ruth lloró y Cam supo que las lágrimas no eran por el brazo, no del todo, al menos. Por fin había podido liberar todo el horror que había estado reprimiendo.

Cam pasó rápido entre los extraños y la agarró. Ninguno de los dos llevaba nada más que una pobre bata de hospital. Ruth se sacudió el pelo, que ahora olía a limpio, y Cam pegó su nariz contra su coronilla, maravillándose con el pequeño placer que producía su perfume.

Las cosas se ponían peor. Habían gastado ya una pequeña fortuna en medicamentos, y el equipo de especialistas se negó a ponerle anestesia antes de limpiarle el brazo.

—Sólo es superficial —dio el cirujano. Rascó su flácida piel y limpió las heridas con yodo, mientras Ruth gritaba sin parar, estrujando su piedrecita.

—Necesitamos descansar un poco —dijo Cam—. Comida y descanso, por favor.

—Por supuesto. Podemos seguir mañana —el cirujano inspeccionaba ahora la mano izquierda de Cam, pinchando la cicatriz, pero luego se giró e hizo una seña a la enfermera, que abandonó la estrecha sala.

Ruth estaba tumbada, temblando. Su antebrazo estaba vendado con una funda de tela negra reforzada con puntales metálicos, aunque el cirujano le había dicho que se lo fuese quitando tanto como pudiera para que las heridas respiraran.

La enfermera volvió con cuatro soldados. Cam reconoció a uno de ellos de cuando aterrizaron, y luchó por esconder su reacción, llena de furia y desconfianza. Su ira estaba fuera de lugar, había surgido sin motivo.

—Podéis ayudarla? —les preguntó.

—Sí, señor —respondió el líder de escuadrón—. ¿Señorita? Disculpe, vamos a llevarla en brazos, ¿de acuerdo?

Ahora Cam y Ruth iban vestidos con uniformes del ejército, camisas y pantalones viejos, pero limpios. La enfermera no había tardado mucho en encontrarles ropa de su talla. Cam intentó no pensar en el hecho de que aquellas prendas debían de venir de algún fallecido. Era algo que en realidad no le molestaba, pero no quería ofender a los soldados.

Cam se apoyó en uno de los hombres para salir de la tienda.

Ruth estaba medio inconsciente en sus brazos. Afuera, una mujer rubia estaba esperando bajo los últimos rayos del sol, con la barbilla levantada como buscando pelea. Por su abundante pelo y su complexión, Cam pensó que debía de tener más de treinta, más o menos como Ruth. Era guapa, pero llevaba el mismo traje verde del ejército bajo una bata de laboratorio, y fue esa bata la que lo inquietó. ¿Sería del equipo de nanotecnología de Shaug?

«Lárgate», pensó.

La mujer avanzó hacia ellos. No había ninguna marca de rango en el cuello de su camisa. El líder de escuadrón le habló:

—Disculpe, capitana…

Ella ni siquiera le miró.

—Ruth? —preguntó—. ¡Ruth, eres tú! —su suave mano se movió hacia el hombro de Ruth, tan grácil como un pajarillo.

—Déjenos tranquilos —le espetó Cam.

—Soy una conocida suya —insistió la mujer.

La hubiera empujado para pasar, pero Ruth se escabulló de los soldados y dio un paso, vacilando, pero sonriendo, antes de hundir la cara en el largo pelo de la mujer y abrazarla.

—Deborah… —le dijo.

El viento empezó a soplar más fuerte a la vez que la luz cambiaba, pasando a un tono anaranjado. Ruth se colgó de su amiga del mismo modo que se negaba a perder de vista a Cam.

—Por favor, señorita —le apremió el líder de escuadrón.

—¿No podrían traernos aquí la comida? —preguntó Ruth. Se sentó entre Cam y Deborah, en un banco de tierra cerca de la esquina de la tienda médica, donde estaban fuera del alcance de la brisa, pero aún podían ver las montañas al oeste.

—Señorita… —repitió el hombre, pero Deborah intervino.

—Hágalo, sargento. Envíe a uno de sus hombres, el resto pueden quedarse aquí atendiéndola unos minutos.

—Mis órdenes son llevarla dentro, capitana.

—Me gusta el aire —dijo Ruth, distante.

Cam estaba preocupado por si se había confundido, pero Deborah se limitó a repetirlo de forma más altiva.

—Sólo unos minutos —dijo—, vamos.

El líder de escuadrón señaló a uno de sus hombres, que se marchó enseguida. Había más gente pasando por allí: dos médicos, dos mecánicos, un adolescente vestido con ropas civiles…

—¿Qué puedo hacer por ti? —le preguntó Deborah con dulzura—. ¿Estás bien?

—Tengo frío —dijo Ruth, mirando todavía el horizonte.

Deborah dirigió la vista hacia Cam con una mirada de preocupación, y éste sintió por primera vez que podían ser amigos también, aunque era una sensación un poco extraña. Si no recordaba mal, las dos mujeres habían sido enemigas hasta ese mismo día.

Deborah Reece, doctora en Medicina y Filosofía, había sido médico y especialista en soporte de sistemas a bordo de la EEI. Todos los astronautas realizaban dos o más trabajos para mantener la estación, y ella era una mujer formidable. Lo más impresionante de todo era que la última vez que Ruth la vio fue en Leadville. De alguna forma, Deborah consiguió escapar al ataque nuclear. Cam se mordió la lengua, mirando cómo la gente iba y venía, hasta que Ruth pareció centrarse al fin.

—Deb, ¿qué haces tú aquí? —preguntó—. Pensaba que Grand Lake era una base rebelde.

—Eso no importa. ¿Conseguiste lo que estabas buscando?

—Sí, sí. Lo conseguimos. —Ruth puso su mano buena sobre la rodilla de Cam y la estrujó, aunque no le estaba mirando.

Deborah notó el contacto. Volvió a mirar a su amiga, y Cam intentó sonreír.

—Necesitamos saberlo todo sobre este lugar —dijo él.

—Os diré todo lo que pueda —respondió Deborah, pero de lo que más habló fue de Leadville.

Cam se dio cuenta de que aún no había conseguido aceptar todo lo que le había pasado, algo nada sorprendente.

—Bill Wallace ha muerto —le dijo a Ruth, haciendo un recuento de sus amigos—. Gustavo, Ulinov, todos los del laboratorio.

Nikola Ulinov había sacrificado a cuatrocientas mil personas por los rusos y salvado sólo a una. También había estado en la EEI. Estando en el lado del poder, Ulinov sugirió a Deborah como voluntaria para una unidad de combate. Su entrenamiento médico podía ser de mucha ayuda, dijo, ayudando a hombres y mujeres en las líneas de frente de Leadville, en vez de quedarse al cuidado de políticos en la ciudad.

—Fue una advertencia —dijo Deborah—. Fue lo más que pudo hacer. Si huía… Si todo el grupo desapareciera, Leadville lo habría sabido. Hubieran abatido el avión que llevaba al cabecilla.

Cam la dejó hablar, observando las finas arrugas que se le formaban en las esquinas de los ojos y las comisuras de la boca mientras luchaba consigo misma.

—Cuando pienso en él esperando… —dijo Deborah—. Cuando pienso en que estaba seguro de que iba a morir, pero siguió esperando… —se apoyó contra Ruth y sollozó, intentaba aguantar las lágrimas pero sus ojos brillaban con rabia.

—Tranquila —dijo Ruth—. Ya pasó todo.

Cam frunció el ceño y volvió otra vez la mirada a las montañas, preguntándose por la determinación de aquel hombre, que había echo caer toda aquella fuerza sobre sí mismo. Había visto todo tipo de valor y maldad. A veces, ambas cosas eran uno y lo mismo, la única diferencia era la posición en la que uno se hallaba, y eso hizo que Cam se sintiera inquieto. El creía en lo que estaba haciendo, pero puede que fuera un error.

Tosió fuerte sobre su mano, y luego tocó el dorso de la de Deborah, como si la consolara, infectándola con la vacuna.

—Lo lamento mucho —le dijo.

Grand Lake había desaparecido bajo tierra. Muchos de los tráileres y cabañas se estaban guardando en entradas de túneles. En su camino a la tienda médica, Cam vio una enorme red de camuflaje que cubría las nuevas excavaciones. Se había terminado el trabajo por aquel día, pero vio cómo algunos habían cavado a mano un foso de veinte metros y aún estaban trabajando en uno de los lados, mientras que otros equipos habían construido una estructura de madera en la que verterían el cemento. Supuso que una vez colocadas las cajas de los muros, prepararían los techos, y luego echarían de nuevo la tierra para esconderlo y aislar el bunker. Un esfuerzo innecesario.

«Ya podéis volver todos abajo», pensó. «Podéis bajar la montaña».

Ése debía de ser el motivo por el que Shaug pretendía controlar la vacuna. Si se marchaba demasiada gente, perdería su fuerza de combate. Un éxodo masivo de la división continental podría ser un auténtico desastre, porque sin un ejército organizado, no tendrían nada que hacer contra los rusos.

Puede que el gobernador tuviese razón.

Cam sintió cómo le subía la adrenalina cuando el líder de escuadrón los llevó a una casa descolorida por el sol con una lona a modo de toldo que escondía la puerta. Deborah ya se había ido, prometiendo visitar a Ruth antes del desayuno, y se alegró de que alguien más supiera dónde encontrarlos. ¿Y si Shaug decidía encerrarlos allí?

El iba desarmado y sólo era uno. Atravesó la puerta cuando el líder de escuadrón se lo indicó. Dentro, la casa prefabricada era poco más que un refugio, sin muebles ni moqueta. Muchos de los paneles de las paredes se habían desmantelado para obtener madera, cables y tuberías. Sólo quedaban dos de las lámparas del techo. La cocina había sido desprovista de los armarios, el fregadero y la encimera, y en aquel extraño escenario se hallaba una mujer asiática de pelo corto fumando un cigarrillo. La casa sólo estaba allí para cubrir el hueco de la escalera y los conductos de ventilación que había en el suelo.

Cam dudó delante de los oscuros escalones.

—Tengo que hablar con Shaug —dijo. Fue todo lo que pudo pensar.

—Le llevaremos con él por la mañana, señor —respondió el líder de escuadrón.

Ruth miró a Cam a los ojos, preparada para enfrentarse a lo que fuera, pero el ruido que venía de abajo no sonaba como una prisión, y la mujer del cigarrillo parecía relajada y desinteresada. Cam oyó risas y un hombre que gritaba:

—¡Cinco pavos! ¡Eso son cinco pavos!

Bajaron lo que debieron de ser unos siete metros. Las paredes estaban hechas de cemento, cubiertas por una sola alambrada de color negro. Habían colocado dos lámparas en el techo. Ocho puertas llenaban un pequeño recibidor, todas cubiertas por sábanas. Cam estaba preocupado por la humedad de aquel lugar.

—Ésa es la suya, señor —le dijo el líder de escuadrón, señalando a la primera puerta—. Nosotros estaremos en la de delante, ¿de acuerdo?

—Sí, está bien. —Cam metió a Ruth en su habitación. Era estrecha pero íntima, y estaba equipada con un calentador eléctrico. Se giró para mirar atrás. También había un pequeño catre del ejército y cuatro mantas, aunque estaba demasiado nervioso como para dormir.

Ruth le tocó el pecho y le besó.

—Gracias —le dijo—. Muchas gracias, Cam.

Él se limitó a asentir, no había ninguna ansiedad en el momento. Aquello le hizo sentirse mejor. Ella confiaba en él, y Cam estaba muy contento con aquel vínculo y la seguridad que sentía.

Ruth se tumbó en el catre y Cam se sentó en el suelo, pensativo. Deborah había respondido por Shaug. «Creo que es un buen hombre que ha hecho mucho con muy pocos recursos», le dijo, y ella le conocía mejor que él. Había llegado un par de días antes de que ellos llegasen allí, y sus conocimientos de medicina habían resultado un billete directo al liderazgo.

Después del ataque nuclear, la unidad de Deborah se había rendido al enorme contingente de rebeldes de Grand Lake, la fortaleza de supervivientes norteamericanos más cercana. Loveland Pass había sucumbido, estaba demasiado cerca de la zona cero, y White River podría haber volado también por las gigantescas zonas afectadas por la plaga que había a su alrededor, pero Deborah dijo que también había movimientos similares encima y debajo de la división continental, ahora que las fuerzas estadounidenses se habían empezado a unir. La fuerza de combate de Grand Lake era en realidad mucho más grande de lo que había sido antes de la bomba, aunque muchas de las nuevas tropas eran de infantería o unidades ligeras. Al menos, el ataque sorpresa había hecho mucho bien obligando a que la mayoría de las regiones de los Estados Unidos volviesen a unirse.

Ahora la vacuna volvería a tergiversarlo todo, igual que el registro de datos. Ruth pensaba que investigadores de todas partes estarían a punto de conseguir otros nanos armados como el Copo de Nieve. ¿Podría ser su presencia el impulso que necesitaba el pequeño laboratorio de Grand Lake?

Cuando le besó, Cam vio el terror en sus ojos. Por fin había reconocido la distancia que había escuchado en su voz fuera de la tienda médica. Era el miedo a tener demasiada responsabilidad. Pensándolo bien, aunque le dieran un laboratorio y todo el equipo, se preguntó cómo podría cambiar Ruth la guerra.