Deberían haber parado antes de la puesta de sol, pero Cam compartía su urgencia por salir de allí, y estaban yendo demasiado despacio. Cada paso contaba. Decidió volver a ponerse al frente, delante de sus dos compañeros. Era dé. suponer que muchas de las personas se estarían dirigiendo al éste, no sólo los californianos, sino también los invasores.
Todavía no sabían quiénes eran. La vida no es como las películas, donde los héroes y los villanos mantienen estúpidas conversaciones para asegurarse de que lodo el mundo entiende lo que está pasando. Quizás no importara, pero no podía apartar de su mente la sensación de que si sabían a qué se enfrentaban, aumentarían sus posibilidades de supervivencia.
Detrás de ellos, la batalla continuó durante al menos una hora más, con el estruendo de los disparos. Más de una vez tuvieron que parar para mirar atrás, intentando localizar la lucha. Cam se preguntó cuántas personas más estarían mirando aquello. ¿Los otros dos grupos, además del de Gaskell? ¿Habrían conseguido llegar los exploradores? No estaba seguro de querer saber la respuesta. Los aviones llevarían a los supervivientes por el terrible laberinto de cordilleras y despeñaderos, donde todos estarían en peligro de un modo u otro. Pero todos merecían vivir. Cam se había enfadado con Gaskell, pero ahora que toda aquella gente le seguía, estaba agradecido.
El círculo se había cerrado. Salvarles había sido una forma de salvarse a sí mismo. Ruth sería siempre lo primero, pero ambas metas eran difíciles de separar.
Abandonar a alguien en la barrera era poco menos que criminal. ¿Qué se sentiría en ese caso, al observar la invasión y el movimiento en los valles, sin posibilidad de escapar ni salvarse? La misma idea hizo que Cam se estremeciese, habían estado cerca de sufrirlo. Otra semana, otro mes, y la vacuna habría llegado a los supervivientes de unos cien kilómetros a la redonda, salvando así miles de vidas.
La invasión lo había frenado todo. Al final, era posible que terminara matando a más personas que las que habían muerto en Leadville. Ruth tenía razón. Tan pronto tomo el enemigo inmunizara a bastantes de sus hombres, podían enviarlos de vuelta a China o a Rusia para reactivar sus bases de misiles.
Cuánto tardarían en hacerlo. Algunas horas para cruzar el océano, y algunas más para reactivar los almacenes y redirigir los misiles intercontinentales. Los aviones podrían haber partido el día anterior.
Aunque no era imposible que las fuerzas rebeldes controlaran sus propios misiles, una parte del arsenal del país. Podrían haberse producido ataques nucleares en Asia o Europa que hubiesen acabado con la posibilidad de que volvieran a atacar Norteamérica o puede que los Estados Unidos ya hubieran bombardeado el Huna laya o las montañas de Afganistán. La flota de invasores podría ser el último reducto de las fuerzas enemigas, poderosas solo de momento.
Era un pensamiento agradable que lo reconfortó, pues Cam estaba ya al borde de la agonía. La oreja le ardía a cansa de los nanos, y se le había empezado a extender una segunda infección por los dedos. Habían pasado por un punto de concentración.
Ruth no estaba mejor. Se movía como un cangrejo para no usar el pie izquierdo, inclinándose de forma que la escayola le golpeaba contra las costillas, que tenía doloridas. Cam se maldijo a sí mismo, quería protegerla y no podía. Se había quedado en una zona plana del valle por que la marcha era más fácil allí, ignorando el confeti de plástico decolorado por el sol que había en los árboles. La explosión debió de formar un remolino allí, depositando la basura y una gran concentración de la plaga a dos mil metros de altura bajo la barrera, donde ahora se encontraban. Los únicos árboles eran pinos blancos y ponderosas. El resto de la vegetación estaba débil y endeble.
—Lo siento —dijo Cam, mirando a través de las largas sombras. Estaba buscando basura en las ramas para orientarse, pero la máscara estaba húmeda y le sofocaba, y aunque tenía las gafas empañadas, intentaba mantener un paso ligero, limitado por el cansancio.
Cam los condujo directos a una colonia de hormigas.
En el suelo había decenas de pequeños hormigueros, círculos de tierra grandes como platos. Allí les esperaban las hormigas. Habían despejado la zona de gran parte de su vegetación, y también habían atacado a muchos pinos. Cam corrió instintivamente hacia los espacios claros con la vista alzada.
La colonia les invadió los pies y las espinillas antes de que ninguno de ellos se diera cuenta. Newcombe gritó mientras las hormigas se le metían por el pantalón, mordiéndole y pinchándole.
—¡Ahhhh!
Se volvió para mirarse la pierna. Ruth cayó al suelo. Cam la cogió de la chaqueta, pero no pudo mantenerla a salvo de la tierra espástica. Los bichos eran como una alfombra viva, tan roja y brillante como agitada. La atacaban desde lodos los flancos.
—¡Dios mío, Dios mío! —gritaba.
Cam tanbien las tenía en las mangas, el cuello y la cintura. Levantó a Ruth de encima de las furiosas hormigas y le sacudió la ropa con una mano, pero no hubo forma de quitárselas de encima. Los tres tenían el cuerpo plagado, v la masa de hormigas les rodeaba por completo, pues estaban en el suelo y en los árboles.
Newcombe cogió a Ruth por detrás v Cam los empujó a los dos.
—¡Corred! —gritó.
Usó su mochila como garrote, golpeándola contra Ruth para quitarle todas las hormigas que pudiera.
Quería la gasolina del bolsillo exterior. Esparció el líquido sobre ellos, muy cerca de sus cabezas. Sus movimientos eran torpes porque sujetaba la mochila con un brazo y por los mordiscos, dolorosos eterno clavos, que recibía en las mejillas, el cuello y las muñecas. Estaban cerca del límite de la colonia. Cam vio campo abierto, pero aún había unos cinco metros de peligrosos insectos entre ellos v la zona segura. Disparó la pistola contra la boca de la cantimplora vacía. El fuego le abraso la mejilla y el pelo debido a la ignición. La pequeña explosión le hizo apartar las manos e incluso él mismo fue empujado hacia atrás, haciendo caer a sus dos compañeros al suelo, invadido por pequeños fuegos.
—¡Levantaos! —gritó Newcombe, pero Cam había aterrizado con el brazo sobre las piernas de Ruth. Ella estaba en llamas, y el fuego y la conmoción consiguieron justo lo que se proponía, asustar a la masa de hormigas que había tras ellos. Lo siguiente fue echarla al suelo. Cam la levantó y la volvió a echar abajo. Se revolcaron juntos por el suelo, golpeándose codos y rodillas, para librarse de las llamas y aplastar a las hormigas que les corrían por dentro de la ropa.
Pero los bichos no habían abandonado. Otra masa rojiza de bichos se acercaba a ellos desde la izquierda. Ruth gemía por el dolor y, en un tropiezo, le dio a Cam en la oreja con el antebrazo.
Newcombe se apoyó en ellos y disparó a la marabunta con su fusil de asalto. El ruido fue ensordecedor. Liquido una ristra de munición en segundos, usando las balas como una pala para detener a la ola de hormigas. Sólo le costó un instante. Los insectos se arremolinaron alrededor del agujero, pero esa distracción fue suficiente. Salieron corriendo de allí, habían sobrevivido. Sobre ellos, el humo se alzaba como una bandera.
—No podemos parar ahora —dijo Newcombe, respirando con dificultad.
Tiró de Ruth y de Cam llevándolos hacia el valle. Cam también lo agarró a él cuando apoyó el hombro en una rama de pino flexible y se fue para abajo.
—El humo —dijo Newcombe.
«Y nuestras armas», pensó Cam, pero su cabeza estaba nublada y ni siquiera intentó hablan La infección había empezado a dolerle, y los mordiscos de las hormigas le habían llenado el cuerpo de manchas rojizas, como si fueran quemaduras. El sufrimiento se les pasó al poco tiempo, aunque les pareció una pequeña eternidad, pero el dolor les había afectado gravemente. Caminaban como borrachos. Los pies se les hundían en el suelo y Ruth terminó tropezando primero con Cam y luego con Newcombe. Se le había quemado la parte superior de la manga izquierda, dejando una abertura en la chaqueta. Los tres estaban llenos de suciedad y chamusquina.
Entonces, la doctora se desmayó.
El valle se llenaba de sombras mientras el sol bajaba por el horizonte de los picos de montaña. Un grupo de saltamontes alzaba el vuelo hacia los últimos rayos de luz, arremolinándose desde mía extensión devastada del bosque, a unos pocos kilómetros de ellos. Había tropas enemigas circulando por la zona, quizás solo fueran más refugiados.
—Id lo más lejos que podáis —dijo Newcombe—. Ya os encontraré.
Cam no estaba prestando atención. Ruth estaba consciente pero seguía confundida. Cuando le quitó la capucha y la chaqueta para bajarle la temperatura, ella gruñó v dijo:
—El senador. Las dos en punto.
.Solo podía esperar que estuvieran lejos de la plaga. La hipotermia y la deshidratación podrían matarla, y sus delirios le asustaron. No pensaba que fuera capaz de andar más de unos pocos cientos de metros, \ sabía que no podría llevarla a cuestas.
Newcombe pensó en conseguirles cobijo a sus compañeros todo el tiempo que fuera posible. Sabía que era posible usar a los bichos a su favor, así que esparciría lo que les quedaba de manteca y azúcar por la montaña. La nueva marabunta de hormigas y otros insectos distraerían a cualquiera que se acercara a la zona. Si no, intentaría ahuyentarlos disparando con su fusil, ambos hombres tenían un radiotransmisor, e incluso se dividieron el equipo y las pilas.
—Toma. —Newcombe comprobó el peso de los dos sobres de preparado energético antes de pasarle uno a Cam—, tomate éste. Dale la mayor parle a ella, pero quédate también un poco para ti. Te irá bien —entonces, se levantó y cogió el fusil—. Os veré por la noche —dijo.
Cam se despertó a tiempo para detener al sargento de las Fuerzas Especiales antes de que se fuera demasiado lejos.
—Eh —le llamó, pensando en todas las cosas que debían quedar claras entre ellos—, ten cuidado.
Newcombe asintió.
—Vosotros seguid avanzando.
Los dos llegaron de pronto a una carretera y Cam dudo mirando a un lado y a otro del asfalto. El camino hacía una pequeña bifurcación hacia el bosque, y la duda le hizo inclinarse un poco, a pesar del peso de Ruth. La chica casi se cayó al hundirse contra él. Cam volvió a mirar la carretera. Para caminar más fácilmente por ella, al ser una superficie plana abierta, pero también los dejaba demasiado a la vista, podrían que avanzar entre la maleza y los árboles.
—Lo más rápido posible —se dijo Cam, llevando a rastras su compañera. Sus botas chocaban en el asfalto. Cruzaron en apenas unos segundos y, entonces, levanto la vista hacia el cielo. El ocaso estaba dando paso a la noche. Calculó que no habían avanzado más que medio kilómetro, aunque ya era más de lo que esperaba. La pendiente había ayudado. Ruth se movía como una muñeca rota. Cam ni siquiera pensó en la posibilidad de que pudiera ver hacia donde iban. Ella se apoyo en su cuerpo y movió las piernas lo mejor que pudo, dándole alguna patada de vez en cuando.
Fueron dando tumbos hasta que Cam los estrello contra un árbol. Fue como si el golpe lo despertaran. «Suficiente» pensó, «ya debe de ser suficiente».
Subió un poco la colina hasta llegar a un cúmulo de arbolillos que podría esconderlos de cualquiera que se acertara desde la montaña. Quizás podría incluso oírlos venir por la carrera.
Ruth cayó de espaldas, falta de aire. Cam se quito la mochila y buscó agua, pero no había. Aun le quedaba una lata de sopa, así que cogió el abridor. Cayó un poco del preciado jugo cuando abrió la tapa.
—¿Ruth? —preguntó—. Ruth —se quitó las gafas. El frío de la noche le pareció estupendo. Respiró para asegurarse de que notaría infección de nanos antes que ella. Le quitó las gafas y la chaqueta, y el vapor del calor (pie desprendía se elevó como un fantasma.
La ayudó a beber, apoyando la mejilla de ella contra su hombro. Habrían pasado unos diez minutos, un poco de calma. Fue él mismo quien la arruinó pensando en besarla. Era algo simple. Ruth era la única debilidad que tenía en éste mundo, y por fin había conseguido atravesar sus defensas. Estudio sus labios, aún suaves y perfectos a pesar del sudor, la suciedad y las marcas de su armadura. Ella reaccionó. Sus ojos se ene turnaron con los suyos, y se dio cuenta de que se había percatado de sus intenciones, de su ferviente deseo dentro de lodo su cansancio y dolor. El se apartó.
—Cam —su voz era como un murmullo. Le puso la mano buena sobre la pierna—. Cam, mírame. Lo siento.
—No. —Ruth movió el guante hacia su mejilla—. No, por favor. Te lo debo todo a ti.
«No quiero que sea así, —pensó Cam. —Sólo una vez— replicó ella. —Por favor, para damos suerte. Entonces, hizo justo lo que no debía… o quizás sí. Levantó la cara y apoyó suavemente la nariz contra su pómulo, dejándole sentir su piel sobre la suya.
Cam colocó su boca contra la de ella v aquello le dio nuevas energías. Calmó la enorme tensión que había entre ellos. Alrededor de ellos, las cosas estaban peor que nunca, pero aquel pequeño acto fue tan dulce como tranquilizante.
Le preparó su mochila a modo de almohada y dejó las armas en el suelo junto a ellos. Ruth cayó pronto profundamente dormida. Cam se quedo mirando las estrellas a través de las copas ele los árboles. Se llevó la mano vendada a los labios V a una zona cóncava en un lado, donde había perdido parte de la dentadura.
Ruth le beso de nuevo por la mañana sin decirle nada, quitándose primero su máscara y luego la de él. Fue un beso rápido, con los labios cerrados. Puede que fuera una suerte que tuvieran otras necesidades más ingentes.
—Tenemos que encontrar agua —dijo Cam.
—Sí.
Ruth se mantuvo cerca de él mientras sacaba la radio de la mochila v la miraba de reojo, distraído. Volvían a quedarse sin cara tras las gafas y la capucha, pero Ruth le tocó el hombro y asintió. La luz del sol jugaba en sus mugrientas chaquetas, colándose entre el follaje de los árboles. Tenían que seguir caminando, pero Cam tenía miedo de hacerlo. Tenía la rodilla adormecida, y la espalda, el cuello y los pies hechos polvo.
La radio estaba llena de voces en los siete canales. Puede* que siempre hubiera sido así, pero hasta entonces la señal había estado bloqueada por las montañas y por las interferencias de la base de Leadville. Ahora, ninguno de aquellos obstáculos les afectaban.
Todos los informativos eran militares. Todos parecían estadounidenses, excepto una mujer con cierto deje extranjero. —Cóndor, Cóndor, aquí Búho Blanco número cinco, confirmado un uno-uno-cuatro. Repito, hemos continuado mi uno-uno-cuatro.
—Parece francesa —dijo Ruth.
La mayoría de los mensajes estaban en un código similar, lleno de números y nombres de pájaro. Era tranquilizador oír tanto alboroto, el país seguía en pie incluso en un momento así.
Cam no se fiaba de ellos, Entendió que si Newcombe se había ido, la seguridad de Ruth era responsabilidad suya. Necesitaba entrar en contacto con las fuerzas rebeldes, pero sería muy difícil aceptar el reto y lograr comunicarse con ellos. Lo que era peor, todas las frecuencias que Newcombe había mencionado estaban ocupadas. El instinto de Caín le dictó no decir nada.
Compartieron tres barritas energéticas para desayunar engulleron un puñado de pastillas, cuatro aspirinas y dos antihistamínicos. Las medicinas agravarían los mareos, pero las mordeduras de las hormigas les dolían mucho, y ambos se estaban rascando continuamente.
Al final, Cam consiguió sintonizar un canal sin voces.
—Newcombe —dijo—. ¿Newcombe, estás ahí? —las voces no se dieron cuenta. Le faltaba potencia de transmisión para llegar a Utah o a Idaho, y no parecía que nadie de cerca le escuchará.
Estaban solos.
Avanzaron.
Avanzaron y Cam se aseguró de no apresurar a Ruth. El paso lento con el que caminaban le permitió observar el terreno más detenidamente. Se toparon con un enjambre de termitas y se retiraron enseguida, con tal de no molestar a los bichos. El frente del enjambre se arremolinó en el cielo, pero Cam esperó que el movimiento no fuera lo bastante inusual como para atraer el interés de nadie que observara el valle. Era muy importante que fuera así. No podía ver demasiado a través de los árboles, pero los aviones seguían pasando sobre ellos y el enemigo debía de tener observadores en las cimas. Una vez, un jet pasó lo bastante bajo como para sacudir el bosque. ¿Los habría detectado con infrarrojos?
Cam llevó a su compañera hasta un riachuelo a una hora de allí, y ambos. se metieron en el agua. Llevó la cara al líquido elemento para beber, aunque a Ruth le costó un poco más por solo poder usar un brazo. Se llevó el guante a los labios una y otra vez hasta que Cam recuperó el control de sí mismo y le lleno la cantimplora.
—No bebas demasiado —le dijo—, o te sentará mal. Ruth asintió y se río, y paso a refrescarse la cara y la cabeza. Sonaba como si tosiera, pero se estaba riendo, y Cam quedo paralizado por la impresión.
En cierto sentido, las heridas y el cansancio les hacían actuar como niños. Su visión se estaba haciendo más y más inmediata, limitada al momento. Puede que fuera algo bueno.
Nadie en su sano juicio podría aguantar un dolor sin fin. Era un mecanismo de supervivencia, pero también era peligroso. Cam se forzó a levantarse y a alejarse un poco de ella para encontrar una mejor posición de ventaja. —Espera. —Ruth tropezó—. Solo voy a mirar si… —¡Espera!
Dejo que ella lo alcanzara. Encontró un claro entre los árboles desde donde podrían vigilar las montañas tanto del sur como del oeste. Había humo en ambas direcciones que subía desde el bosque.
—Vamos a dormir —le dijo—. ¿Vale?
Ruth asintió, pero espero a estar segura de que él se sentaba antes que ella, para luego apoyar su hombro contra el suyo. Era una extraña forma de amor, como de hermanos. No se podían tocar con sus mugrientas armaduras, pero sería diferente si estuvieran a una altura adecuada. Ruth estaba cada vez más segura de sus sentimientos, eran una nueva razón para vivir.
Cam sintonizó de nuevo los canales que le había dicho Newcombe. Ruth se durmió. Una nube de moscas les encontró y zumbaron cerca de ellos, pero no la despertaron. Tampoco lo hizo el murmullo de la radio. El sol se quedó parado al mediodía durante lo que pareció una eternidad, y Cam la abrazó en silencio.
Se despertó al escuchar la voz de Newcombe.
—David Seis, soy George. ¿Me recibes? David Seis.
La transición del sueño a la consciencia duró demasiado. Cam se encasquetó los auriculares en la capucha y subió el volumen. Pulsó el botón de envío.
—Aquí Cam, ¿me recibes? Soy Cam.
«David Seis» era como llamaban en clave a los rebeldes, pero Newcombe ya no contestaba. La luz había cambiado, el sol ya estaba cerca de la línea de las montañas en el oeste. El ocaso se extendía por las laderas y se sumergía en los valles, revelando el lejano brillo de unos incendios.
Cam se quedó mirando la radio. ¿Debería intentar cambiar de canal?
—¡Newcombe! —dijo en el seis, luego cambió al ocho—. Newcombe, soy Cam.
Ruth le dijo:
—¿Estás seguro de que era él?
Había un hombre recitando coordenadas en el canal ocho, pero otra voz se superpuso a la suya.
—Cam —dijo la radio—. Te oigo, tío. ¿Estáis bien?
—Gracias a Dios… —Ruth estrujó el brazo de Cam en celebración.
Pero él se quedó helado. La hizo callar, volviendo la mirada al bosque con cierto pánico. «Tío». Newcombe no le había llamado nunca así. Cam cambió de canal con miedo e inquietud, ¿y si lo habían capturado?
—Diría que he seguido bien vuestro rastro —dijo la radio—. Parad un poco, enseguida os alcanzo.
Los dos habían pateado cada pina, piedra y rama entre la carretera y donde se hallaban. Maldita sea, y encima se había dormido. Se sentó y había dormido durante horas.
—Cam, ¿me oyes? —dijo la radio.
—Deberías contestarle. —Ruth estaba quieta y tensa. Ella también se había girado a observar las sombras que tenían tras ellos, y Cam asintió con cierta duda.
Le habló al micrófono de los cascos.
—¿Recuerdas el nombre del hombre que nos sacó de la calle en Sacramento?
—Olsen —contestó la radio. Uno de los compañeros de escuadrón de Newcombe había dado su vida para retrasar a los paracaidistas que les habían acorralado en la ciudad, y Cam no pensaba que Newcombe fuera a olvidar el valor de su amigo. Al menos, no tan pronto. Era la mejor prueba que consiguió pensar, dándole a Newcombe la oportunidad de fallar si el enemigo le estaba poniendo un cuchillo en la garganta.
—Muy bien —dijo Cam—, esperaremos.
Intentaron preparar una emboscada, modificando el rastro que habían dejado. Esperaron tras un montículo de tierra con las armas a punto, pero sólo un hombre salió de la oscuridad nocturna.
—Newcombe —dijo Cam con suavidad. El soldado corrió hacia ellos y cogió la mano de Cam, deseoso de contacto. Con Ruth fue más cauteloso, tocando el guante de su mano buena.
Estaba diferente, más abierto. Cam pensó que Newcombe habría estado más asustado de lo que jamás admitiría. Él pareció notar también el cambio en ellos. Mientras comía lo que les quedaba de comida empaquetada, Newcombe levantaba la vista de su cena para mirar a Cam o a Ruth en la oscuridad, sobre todo a ésta última. Cam sonrió débilmente, estaba contento de tener algo por lo que sonreír. Vio una mueca de cansancio en la boca de Ruth, mientras compartían dos latas de pollo guisado de las provisiones de Newcombe.
—Las trampas de bichos han funcionado —dijo éste—. Funcionaron a la perfección. Las hormigas salían del suelo desde un kilómetro de distancia. Tuve que dar la vuelta por el norte, por eso he tardado tanto en alcanzaros.
—¿Viste quién venía de la montaña?
—No, pero en la radio dicen que son los rusos.
—¡Los rusos! —dijo Ruth.
—Sí. —Newcombe había dejado encendida su radio, que graznaba a sus espaldas. Cam pensó que seguramente se habría pasado todo el tiempo haciendo llamadas aferrándose a la ilusión de hablar con otra presencia humana.
La mala suerte hizo que no pudieran comunicarse. Newcombe dijo:
—Parece que nos metieron en algún lío territorial y tiraron la bomba en Leadville con sus políticos y sus hijos aún dentro. Sus propios hijos. Yo…
El difuso murmullo de las voces quedó apagado por una locutora nueva y más clara, hablaba bajo y deprisa.
—George, aquí Gavilán. George, responde. Aquí Gavilán. Newcombe dejó caer el guiso y cogió sus auriculares, hablando antes incluso de ponerse el micrófono delante.
—George, George, George. Aquí George, George, George.
Los tres estaban tan atentos a la radio que al principio Cam no se dio cuenta de que había otro sonido que procedía del bosque. Era un rugido lejano y familiar. Miró hacia arriba a través de los árboles negros.
—Necesito confirmación. Gavilán —dijo Newcombe, antes de girarse y musitar—: Son los nuestros. Tienen que ser ellos. El mundo explotó a su alrededor. Un jet les pasó por encima, arrastrando un ruido infernal tras de sí. La ráfaga de aire chocó contra las montañas y resonó por toda la zona. Cam quedó cubierto por una ducha de hojas y ramas de pino. —Hotel Bravo, Bravo Noviembre— dijo la mujer. —Hotel Bravo, Bravo Noviembre.
—Hay corredores en la tercera y la primera base —dijo Newcombe con urgencia—. El bateador es Najarro, el pitcher es de los Yankees. La bola va hacia la tercera base.
El avión parecía de color rojo fuego en la noche, y se giró de pronto hacia arriba para realizar una complicada vuelta, ¿iba a volver a donde estaban ellos? La señal de Newcombe no alcanzaría más que unos pocos kilómetros, pero si giraba, delataría, su posición. Estaba realizando maniobras evasivas, habla más luces en el cielo. Un pico más al sur se iluminó con unas luces amarillas, y los motores del jet se incendiaron a la vea que el piloto salía disparado.
—Misiles-dijo Cam, porque Newcombe mantenía la cabeza gacha concentrado en su mensaje.
—La bola va a la tercera —repitió el soldado.
Silencio. El sonido de los motores resonó por la periferia y luego desapareció tras una colina. Una explosión surgió de repente allí mismo. Cam y Ruth se miraron el uno al otro.
—¡No! —dijo la doctora, pero el jet volvió a dejarse ver, girando levemente hacia el éste. Era un misil que había impactado contra el suelo.
Cam estaba seguro de que aquél no podía haber sido el primer vuelo de reconocimiento que las Fuerzas Armadas enviaban para atacar California, con todas estas cámaras en acción como ametralladoras.
—Béisbol… —le dijo a Newcombe—. Crees que los rusos están escuchando.
—Puede que no sea así.
—Has usado mi nombre. —Cam nunca había usado la radio ni había formado parte de un manifiesto antes de la expedición en Sacramento—. El pitcher es un Yankee. Nueva York.
—Quieres volver al norte —dijo Ruth—, donde se halla la tercera base.
—Al nordeste, más bien. Hay un aeródromo comarcal cerca de Doyle, no muy lejos de la frontera entre California y Nevada. Está justo en la línea de la rejilla que os enseñé.
—¿Y si la piloto no lo recuerda? —dijo Cam—. ¿O qué pasa si no te ha oído?
—Lo ha grabado en una cinta. Ya se darán cuenta.
—Eso si no estaba demasiado lejos para recibirte.
Newcombe se encogió de hombros despreocupado.
—Ahora ya no importa —le dijo—, volverán.