13

En el centro de Leadville, Nikola Ulinov salió de un Chevy Suburban. El ruido de las aeronaves inundaba la ciudad. El ruso se obligó a hacer como si no lo oyese. Su cabeza quería volverse hacia el distante estruendo de las turbinas de los cazas, pero mantuvo los ojos fijos en la acera mientras seguía al senador Kendricks y al general Schraeder. No era tan difícil. El sonido estaba por todas partes, procedía de las montañas, de modo que no era necesario mirar. Sabía lo que se avecinaba. —Por aquí, embajador— dijo un joven vestido con un elegante traje azul.

Pálido y recién afeitado, saltaba a la vista que el ayudante del senador nunca había pasado demasiado tiempo fuera en aquel lugar elevado, el hecho de no llevar barba lo delataba. Todos los hombres que rodeaban a Ulinov compartían este privilegio como si fuese un uniforme. Era la única cosa en común entre las unidades de seguridad que acompañaban a Kendricks y a Schraeder hasta la pequeña plaza situada delante del ayuntamiento. Los cuatro agentes civiles llevaban trajes negros y sólo llevaban pistola en la cintura, mientras que los dos soldados del ejército vestían uniforme de camuflaje y botas y llevaban fusiles, pero todos iban perfectamente afeitados y ninguno estaba tan terriblemente delgado como la mayoría del resto de supervivientes.

—Bien, todo tiene buen aspecto —opinó Kendricks mientras analizaba los llamativos lazos y las banderas que decoraban la plaza.

—. Sí, señor —dijo el soldado principal. Pero él estaba observando los tejados, donde había soldados a pares a simple vista. También habría francotiradores en puntos estratégicos.

Por lo que tenía entendido Ulinov, aquélla era sólo la segunda vez que los altos funcionarios del gobierno estadounidense iban a aparecer en público juntos desde el Año de la Plaga. Las medidas de protección en los alrededores eran extremas. No había habido ninguna necesidad de llegar allí en dos Suburbans, podían haber caminado. La ciudad estaba paralizada y las calles estaban vacías, excepto por las unidades blindadas y las ametralladoras colocadas en las principales intersecciones.

—Y además hace un día estupendo —dijo Kendricks sonriendo directamente a Ulinov.

El ruso se limitó a asentir. Kendricks parecía excepcionalmente contento y aún era pronto para su pequeña ceremonia. Quería hacerse con aquel lugar antes de que los enviados rusos llegasen del campo de aviación. El lugar estaba bien preparado. Kendricks se había transformado para encajar en él. Se había quitado el traje de vaquero y se había puesto uno más formal. Se había dejado el lazo, pero se había desprendido del sombrero blanco y exponía su espesa mata de pelo castaño al sol y al frío de la ligera brisa que soplaba.

La parte menos alta del ayuntamiento presentaba una banda de tela roja, blanca y azul. En la plaza había un podio, cuatro cámaras, dos grupos de sillas plegables y el principio de una audiencia. Había equipos de cámaras y medios de comunicación. Ulinov también vio a un grupo de niños con tres profesores que habían tenido la brillante idea de mantenerlos ocupados hablando con un general de las Fuerzas Aéreas ataviado con su característico uniforme azul.

Kendricks se apartó de su Suburban y se unió a un grupo de hombres. Ulinov cojeaba tras ellos. Kendricks no se volvió, pero Schraeder extendió la mano hasta el codo del ruso.

—Estamos delante del todo —le dijo con discreción.

Ulinov asintió de nuevo, sumido en sus pensamientos Como si fuese posible ocultarse del zumbido del avión.

Sabía que tenía exactamente el mismo aspecto que aquellos hombres privilegiados. Limpio y aseado. Aquello hacía que se sintiese sorprendentemente incómodo. El día anterior, Schraeder había enviado a dos hombres con tijeras, jabón, una cuchilla y ropa nueva a visitarle, y Ulinov sintió que se había ido descuidando poco a poco. No sabía por qué. Se había pasado la vida manteniendo el orden. Para un cosmonauta, la pulcritud y los detalles eran esenciales y, aun así, hubiese preferido llevar el uniforme de su nación. Había más de uno en su petate de la Endeavour, pero era mejor dejar que los estadounidenses creyesen que le tenían controlado hasta en los más mínimos detalles.

Lo único que importaba era su conducta. Su corazón. Su memoria. Sabía que lo había hecho bien y aquello le ayudó a controlar su miedo. Se había estado refugiando en su pasado cada vez con más frecuencia, repasando a la gente y los ideales de su vida: a su padre y a su hermana y la simple sensación del calor del hogar, a sus parejas, la maravillosa belleza del espacio… Se alegraba de que Ruth no estuviese allí. Le habría gustado oírla bromear sobre su corte de pelo y su traje, pero a los dos siempre les había separado el deber, y ahora veía que era lo mejor. Si aún estaba viva no le deseaba más que buena suerte.

Se acordaba de los demás astronautas y de la amistad que habían compartido en la EEI a pesar de sus diferencias. Estadounidenses. Rusos. Italianos. Nada de aquello había sido un problema allí arriba y eso le hacía sentir nostalgia y alegría. Finalmente, Ulinov miró hacia arriba. El ruido no cesaba nunca. Se había vuelto incluso más intenso. Conforme el C-17 sobrevolaba los picos más cercanos, las cuencas que rodeaban Leadville habían atrapado y repetido el sonido. Un momento antes se había producido otro pequeño cambio y el zumbido de los motores se había intensificado. Kendricks se lo había perdido, y miraba a los ojos a un coronel de las Fuerzas Especiales que estaba cerca de la última fila de sillas plegables.

—Hola, Damon —dijo tranquilamente ofreciéndole su pequeña mano—. Al que madruga, Dios le ayuda, ¿verdad? —Ya somos dos, senador— dijo el coronel. Pero junto a Ulinov, el agente principal se puso dos dedos en el auricular y murmuró entre dientes: —Mierda.

El ruso también advirtió que varios niños levantaban la vista, inquietos con sus trajes perfectos. Un niño de ocho años le dio un codazo en el costado a su compañero de al lado y le regañaron.

—Vale ya —le dijo la profesora.

Al mismo tiempo, las siluetas de los hombres apostados en los tejados cambiaban de posición. —Disculpe, señor.

El agente principal detuvo a Kendricks justo cuando empezaba a caminar hacia el pasillo que separaba los grupos de sillas plegables.

—¿Senador? Estamos en alerta.

Schraeder fue el primero en reaccionar.

—¿Dónde?

—En el campo de aviación. Es su avión. No aterriza.

El agente mantenía la mano ahuecada a un lado de su cabeza y escuchaba por el auricular a la vez que hablaba.

Los colegiales siguieron dándose codazos pero su profesora estaba mirando en otra dirección.

—Viene hacia nosotros —dijo el agente.

El rostro de Kendricks se contrajo hasta parecer pétreo. Entonces le lanzó una larga mirada inquisidora a Ulinov y dijo:

—¿Estáis intentando obligarnos? ¿Queréis cambiar el trato?

Ulinov no respondió.

Schraeder le agarró de la manga y gritó:

—¡Dinos que demonios está pasando!

Sin embargo, Kendricks no parecía ver ninguna señal de amenaza o triunfo en el rostro de Ulinov. Se llevó a un lado al agente con la conexión de radio y Schraeder también se acercó a escuchar, deteniéndose sólo para clavarle un dedo a Ulinov.

—Registradle —le dijo.

Uno de los soldados del ejército puso el cañón de su pistola contra la frente de Ulinov.

—Ni respires —dijo mientras uno de sus compañeros registraba al ruso en busca de armas o aparatos electrónicos.

No había nada. Había destruido su PDA y su teléfono móvil dos noches antes y había escondido la Glock de 9mm robada en la cisterna de un retrete.

—Llevadle al coche —ordenó Kendricks.

El grave estruendo del avión inundaba toda la ciudad y la hacía vibrar incluso antes de que llegase la lenta aeronave. Todo el mundo alzó la vista. Entre aquel ruido se distinguía el aullido más agudo de un caza, pero ninguno de los aviones podía verse aún desde el lugar de la plaza donde se encontraba Ulinov. La hilera de banderas ondeó con la brisa. Entonces una mujer dio un grito y Ulinov casi pierde el equilibrio cuando los soldados le empujaron tras Kendricks y Schraeder y todo el mundo corrió de nuevo hacia la calle.

—¡Vamos! ¡Vamos! —gritó el militar.

Los agentes civiles también habían sacado las pistolas como si aquello fuese a ayudar en algo. Pero ayudó. Uno de ellos llegó hasta los coches primero y se metió en uno de los vehículos apelotonados blandiendo su arma hacia un GMC Yukon que acababa de llegar.

—¡Apártese! —gritó el agente.

—¡Vengo con el congresista O’Neil! —dijo el conductor.

Pero el agente gritó:

—¡Nos llevamos el coche!

Junto a él, otras unidades tomaron violentamente los vehículos aparcados con gritos y empujones. En medio de aquel caos, Ulinov finalmente se desmoronó. «Por favor. Señor», pensó. «Por favor».

Pero todo continuó. El pánico disparaba su propia adrenalina. Vio a dos soldados portando un lanzamisiles abiertamente. Algunos de los niños gritaron, pero sus voces se perdieron entre el ruido. Entonces los ecos humanos se vieron salpicados por el ladrido explosivo de los lanzacohetes que abrían fuego desde todos los tejados de la plaza. Los artilleros ocultos estaban intentando derribar el avión y, por un instante, Ulinov deseó que lo lograsen.

Kendricks estaba furioso con Ulinov, y estaba indignado por su espionaje y su traición. A través de él, había presionado a los líderes rusos y había amenazado con abandonarlos. Primero les había hecho rogar. Después transigió y accedió a cumplir su palabra de enviar aviones estadounidenses para trasladar a los rusos al Himalaya indio. Cualquier otra cosa suponía un coste muy elevado. Andaban escasos de munición y de alimentos. Leadville no incluiría animales de cría y jamás les daría ningún arma nanotecnológica.

Eso es todo», había dicho Kendricks, y los rusos le siguieron el juego. Rusia había admitido que estaban desesperados. Sólo pedían una cosa más. Aparte de los aviones y los pilotos para trasladar a la población a India, querían que los Estados Unidos acogiesen a mil quinientos niños y mujeres y a unos cuantos diplomáticos en Leadville para que estableciesen una pequeña colonia secundaria y para garantizar las buenas relaciones entre los Estados Unidos y Rusia.

«Son demasiados», les había respondido. «Aceptaremos a cien».

«Mil», contestó Rusia. Entonces edulcoraron el trato. También le confiarían a Leadville el tesoro y las piezas de museo de la patria, y a Ulinov no le sorprendió que aquello significase tanto para los estadounidenses, siempre tan capitalistas, por mucho que las coronas y los cuadros de la historia previa a la plaga no pudiesen proteger ni alimentar a nadie. Para algunos, aquellos artículos serían incluso más valiosos que antes.

El regateo bajó a cincuenta personas para hacerle sitio al dinero. Cincuenta vidas y toneladas de frío metal y joyas, y, por supuesto, eran más rehenes que refugiados. Fue un acuerdo tácito, pero Leadville tendría el control total sobre sus vidas, y entre aquellas cincuenta personas se encontraban las mujeres y los hijos del premier, del primer ministro, de los generales y de un compositor famoso. El intercambio suponía un nuevo comienzo, un gesto de confianza mutua. Los rusos cedían a sus familias y sus bienes y, a cambio, los estadounidenses prometían aceptar a quinientos refugiados en Leadville cuando sus aviones regresasen tras completar la evacuación a la India.

«Es una oferta generosa», había dicho Kendricks, pero lo único que querían los rusos era un avión para atravesar las defensas de Leadville, Sólo uno.

Por encima de la ciudad rugía una puntiaguda figura negra que destellaba al sol. Ulinov cerró los ojos contra el sonido y las sacudidas de los hombres de seguridad e intentó tranquilizarse. No quería morir así, entre un escándalo de fusiles y con Kendricks gritándole.

—¡Dejaremos que muera hasta el último de los tuyos, Ulinov! —le chillaba mientras sus hombres abrían las puertas de la GMC—. ¿Entiendes? ¡Has tirado por la borda nuestra última oportunidad!

—¡Señor! —interrumpió el agente al mando apostado junto al alto capó plateado de la camioneta.

Lo irónico de la situación era que Ulinov pensaba que tal vez se había ganado aquello al enviar tantos datos a través de la radio, como el número de cazas, y comunicarles el aumento de reservas acorazadas. Su gente debía de haber decidido que sólo había un modo de hacer frente a la fuerza de Leadville.

Los estadounidenses habrían comprobado el tesoro y habrían dado su consentimiento antes de cargarlo en su avión, al otro lado del mundo. De alguna forma, aquello no había bastado. O bien una o más cajas se habían sustituido antes de que el avión despegase, o bien se habían llenado de plata barata que se asemejara un mínimo a las reliquias de la era zarista al pasar por los rayos X y los infrarrojos. Las fuerzas de los Estados Unidos no habían querido quedarse allí más tiempo del necesario, al alcance de los misiles musulmanes y las cargas de la infantería y, por supuesto, tenían el dinero en el avión. También tenían a las familias, con todas las identidades confirmadas mediante documentos gubernamentales y huellas dactilares.

Ulinov estaba convencido de que aquellos prometedores hijos e hijas eran exactamente quienes se suponía que eran. Sólo eran cincuenta vidas: abuelas, primas y esposas, pero advirtió un error entre las decenas de archivos enviados. Había un nombre que no volvió a mencionarse desde su aparición en un único manifiesto, sin duda añadido por un funcionario que no sabía lo que se estaba confirmando.

«Madre de Kuzka».

El nombre en sí era bastante común, y los primeros manifiestos estaban cargados de listas similares que marcaban los lazos familiares de los supuestos refugiados en lugar de sus verdaderos nombres. «La tía y el hijo del ministro Starkova. El hermano del director Molchaoff». Pero unidas, las palabras «Madre de Kuzka» formaban parte de una expresión rusa que significaba «castigar». Es más, durante la Guerra Fría, en un discurso para la Asamblea General de las Naciones Unidas, el dirigente soviético Kruschev utilizó la frase para advertir al planeta de una prueba nuclear sin precedentes para demostrar el poder de la URSS.

La bomba había sido más una amenaza que un arma viable. Tenía un tamaño tan enorme que sólo podía transportarse en un bombardero especialmente adaptado. El 30 de octubre de 1961 detonaron una bomba de hidrógeno de cinco. En comparación, las cabezas nucleares modernas variaban en rendimiento desde un megatón para los misiles submarinos hasta los diez megatones de los misiles balísticos intercontinentales.

Ulinov era a la vez un patriota y un estudioso de la escalada de poder de su país. Había captado la entrada del manifiesto que a los analistas estadounidenses se les había escapado porque estaba convencido de que habría traición. Quizá los Estados Unidos estaban demasiado centrados en sus propios rebeldes. Además, la antigua prueba nuclear se recordaba principalmente por su código: «Iván», o por su apodo: «Tsara Bomba», la Bomba del Emperador.

No podía regodearse. Sentía lástima. Leadville había transformado algunas de las antiguas minas en búnkeres y Ulinov estaba convencido de que se estaban llevando a cabo nuevas excavaciones y construcciones subterráneas en la ciudad, pero eso no cambiaría nada.

La bola de fuego de 1961 se había visto desde cerca de mil kilómetros de distancia y se había elevado casi diez mil metros sobre el nivel del mar. Las ondas sísmicas producidas aún se detectaban en su tercera pasada alrededor de la Tierra. Para limitar la potencia radiactiva de la explosión, ya que la mayor parte del impacto se produciría en la Siberia rusa, se utilizó un revestimiento de plomo en lugar del típico de uranio 238. Ulinov suponía que aquel dispositivo estaría modificado de manera similar. La tierra se había vuelto demasiado valiosa como para contaminar cientos de kilómetros.

Aquélla era su jugada final. Tras permanecer demasiado tiempo al borde de la aniquilación, los rusos se habían convertido en unos veteranos fríos y despiadados. Se habían transformado en un pueblo de guerreros sin país con la oportunidad de acabar con la única superpotencia que quedaba en el mundo. El avión debía de transportar la mayor cabeza nuclear que habían sido capaces de crear a partir del arsenal abandonado, y probablemente había más de una. Un misil balístico se habría podido detectar y la respuesta habría sido idéntica. Ahora era demasiado tarde.

Ulinov se resistió cuando la unidad de segundad intentó meterlo en la camioneta después de Kendricks. Quería sentir el cielo y las blancas montañas a su alrededor, por mucho que se encontrase en tierra extranjera. Alzó la vista en busca del sol, no de los aviones, sino del sol cálido y agradable, mientras a su alrededor resonaban los motores y los gritos. El ruido de la radio. Las armas. Era el grito de muerte de una ciudad.

Durante días, Ulinov había luchado contra aquella certeza y contra su miedo, pero nunca intentó huir De haberlo hecho habría alertado a los estadounidenses. Pero esperaba que su gente lo entendiera. Sabía lo que iba a suceder.

Lo sabía y permaneció allí.