Cam se deslizó sin dificultad por el agreste terreno de granito y por el escaso bosque. Aquélla mañana no llevaba la mochila, pero conservaba su arma y una cantimplora. Conocía bien aquel medio, aunque no aquella montaña en concreto. Los pinos de corteza blanca y los enebros le resultaban familiares, al igual que los capulines y la hierba silvestre.
Los saltamontes brincaban a su derecha. Los insectos se alejaban mientras Newcombe ascendía fusil en mano y se aglomeraban en un grupo de rocas.
Oían voces distantes procedentes de las alturas. Alguien le gritaba a sus amigos. Un chico impaciente o alegre. Su joven voz atravesó el cielo despejado. Parecía una buena señal, pero quizá estuviese entusiasmado porque los soldados de Leadville hubiesen llegado recientemente.
—¿Tú qué opinas? —susurró Newcombe.
Cam se encogió de hombros. Su relación le recordaba en muchos aspectos su vínculo con. Abert Sawyer, el hombre que les había llevado hasta el laboratorio de Sacramento. Su amistad con Sawyer estuvo cargada de desconfianza, de necesidad y de lealtad ciega al mismo tiempo. Quería arreglar las cosas con Newcombe. Quería ahorrarse la energía de estar siempre vigilándole, de modo que intentó reconciliarse con él.
—Creo que tienes razón —dijo.
—Éste es el mejor camino que vamos a encontrar —dijo Newcombe señalando con la barbilla las crestas—. Tracemos la ruta antes de seguir avanzando hacia el norte.
—Bien.
Cam cogió sus prismáticos mientras Newcombe sacaba un pequeño cuaderno de su bolsillo y añadía unas cuantas notas. El soldado de las Fuerzas Especiales tenía un sistema propio de taquigrafía, detallado y preciso, pero Cam se detuvo sin llegar a usar los prismáticos e intento percibir algo con los oídos y los demás sentidos, midiendo el viento y el sol de las primeras horas de la tarde. El olor a tierra y a pino de la montaña. Aun sentía la mano de Rut sobre su brazo.
Estuvo tentado a quitarse las gafas protectoras y la máscara, pero el día era cálido y claro. Sin un barómetro, Cam tenía que asumir que seguían en peligro. Los días de mejor tiempo solían venir acompañados de frentes de altas presiones que elevaban el mar invisible de nanos. En sus mapas, los puntos de referencia más cercanos mateaban tres mil cuarenta metros y tres mil noventa y cinco, pero Camhabía aprendido a ponerse siempre en lo peor. Aún estaban al menos a ciento ochenta metros por debajo de los picos más elevados.
Hasta el momento, aún no habían logrado ver lo que había allí arriba. Estaban en una posición de desventaja. Aquél archipiélago de cumbres eracomo una sucesión de castillos. Todas las pequeñas cimas se encontraban sobre una fina e irregular banda de lava. Si había soldados, si se viesen obligados a disparar, se expondrían demasiado.
—Quédate aquí —dijo Newcombe.
—Vamos los dos.
—No. No podemos dejarla sola, v si tengo que volver corriendo necesitaré que me cubráis.
Cam asintió. Mark Newcombe era un buen hombre, a pesar de todas sus discrepancias. Newcombe le había ayudado a diario con la mano, le había limpiado y vendado la herida. \ había continuado cargando la mochila más pesada incluso cuando Cam tomó posesión de las radios.
—Iremos juntos —dijo Cam—. Al menos hasta la cresta. Así no nos perderemos de vista, y antes o después… Sabes que nos descubrirán. Cuanto más nos movamos por ahí más posibilidades tendremos que lo hagan.
—Exacto. Quédale aquí.
—No lo entiendes —insistió Cam—. Incluso si no hay soldados ahí arriba, esa gente será… diferente. Podrían ser peligrosos.
Newcombe observó brevemente el barranco de nuevo y después estudió a Cam durante mucho más tiempo. La expresión del sargento estaba oculta bajo la máscara y las gafas, pero su postura era decidida. Por primera vez, Cam se alegraba de llevar su propio equipo. Todavía tenía un secreto y pensaba guardarlo, sobre todo de Ruth.
—Es mejor si vamos los dos —dijo Cam tras recuperar su voz de nuevo—. No solo para que no te vean solo. Yo sabré qué decirles, pero tú eres la prueba de que funciona, la nano vacuna. Eso podría marcar la diferencia.
Newcombe permaneció callado. Tal vez estuviese pensando en la primera montaña y en la obsesión desesperada que les había llevado a tallar los millares de cruces. A Cam, aquella visión le había llegado al alma, porque jamás había imaginado que alguien pudiese vivir una situación peor que la que \vivió él en su propia montaña. Su grupo sólo había aguantado ocho meses antes de empezar a matarse y a comerse unos a otros.
Las voces resonaban por todo el barranco. Cam se escondió tras una roca del tamaño de un coche y cambió la luz del sol por la fría sombra que proyectaba. Newcombe se apretó junto a él con un aspecto feroz y volvió a comprobar el seguro de su fusil. Cam se había equivocado al calcular la posición del otro grupo. Había arrastrado a Newcombe a demasiada altura como para descender corriendo y desde allí no había otra ruta hasta el largo desfiladero que había más arriba, desde el que podían haberse asomado por una grieta, y haberse sentado a observar. La montaña le había confundido al rebotar el sonido, hasta que el otro grupo asomó de repente por encima de una cresta y sus voces fueron directas colina abajo. Estaban muy cerca. —Shh— susurró Newcombe.
Le dio un toque a Cam con el codo y le hizo un gesto claro. Cuatro dedos. Al sur de la roca.
«Verán nuestras huellas», pensó Cam, aunque el suelo era irregular y seco donde no había nieve. Newcombe y él habían evitado las zonas de hielo sucio y de hierba mullida y flores silvestres. Apenas habían dejado rastro.
Cam apretó los dientes para intentar contener su adrenalina y los oscuros recuerdos de pólvora y gritos. Entonces apareció el otro grupo. Llevaban uniformes. Cam levantó su arma, pero Newcombe le puso la mano en el antebrazo, justo donde Ruth le había tocado.
—No —susurró el militar.
Los uniformes estaban hechos andrajos. Antes habían sido verdes, pero ahora, descoloridos por el sol, tenían un color apagado. Sus insignias eran paramilitares, pero eran indisciplinados. Uno llevaba la camisa abierta, y otro una gorra de béisbol deshilachada de los Gigantes de San Francisco. Eran adolescentes. Exploradores. Los cuatro llevaban mochilas hedías a mano y resistentes bastidores hechos con ramas atadas con una cuerda para recoger y almacenar madera.
Se los veía delgados, fuertes y bronceados, y parecían contentos. Se estaban riendo.
Cam apenas reconocía aquel sonido y seguíaparalizada por el miedo. Pero habían sido sus propios nervios y las distorsiones de la roca los que habían vuelto más graves sus voces. De hecho, ya conocía al chico más escandaloso. Tras escucharles durante la mayor parte del día, identificó aquel tono confiado de inmediato cuando el chico dijo;
—Hoy te voy a dar una paliza, Brandon.
—Sí, hombre.
—Vas a perder, como siempre.
—Que te den.
Utilizaban aquellas bromas como escudo mientras se adentraban en la zona de la plaga para animarse y no perder la valentía. Aquello explicaba que gritasen cada vez másconforme se aproximaban.
Newcombe parecía estar tan sorprendido como Cam ante su estúpida guasa. Ambos vacilaban.
Fue el chico más escandaloso el que los vio primero. De repente sus ojos se abrieron como platos v parecieron enormes en su delgado rostro.
—¡Hostia!
Entonces se puso pálido, agarró a dos de sus amigos y los empujó hacia atrás.
Cam esperaba encontrarse con otro de ellos antes. Había planeado llamar a uno desde la distancia y darles tiempo para reaccionar, pero el chico escandaloso era el líder. Probablemente les acompañaba siempre a buscar comida, y su simple heroísmo ahuyentó a sus amigos como unagranada. Les apartó de Cam y Newcombe incluso aunque aquello le retrasase a él.
—¡Esperad! —dijo Newcombe.
Los adolescentes continuaron apartándose. Uno de los chicos tropezó con el pie de otro y el líder volvió a gritar, levantando a su compañero del suelo. Un segundo después recibieron respuestas desde arriba, perdidas en el cielo azul.
Can se quedó atrás, y Newcombe tiró su fusil, se quitó las gafas y la capucha y expuso sus pecas y su cabello rubio.
—¡Esperad! —repitió—. Tranquilos.
—¡Hostia, tío…!
—¡… de dónde venís!
Su piel también presentaba signos de viejas ampollas y de antiguas heridas. Algunas de aquellas cicatrices se habían perdido bajo el bronceado, el enrojecimiento producido por el viento, el sudor y la suciedad, pero habían sufrido ataques por debajo de la barrera en más de una ocasión. Puede que aquellas cimas bajas se viesen sumergidas en aquel mar invisible durante los calurosos días de verano. Cam no podía ni imaginarse lo terrible que debía de haber sido ser atacados por la plaga sin tener adonde ascender.
—Son soldados —dijo el chico del suelo al ver la chaqueta y la pistolera de Newcombe. Entonces miró al cielo como si buscase aviones.
El líder terminó el pensamiento por él.
—Sois estadounidenses. ¿Os han abatido?
—Soy el sargento Newcombe, de las Fuerzas Especiales del Ejército de los Estados Unidos, y éste es Najarro —dijo Newcombe, dejando que de momento tomasen a Cam también por un soldado.
Ahora, los chicos se movían más despacio, dudosos.
El chico escandaloso empezó a sonreírles.
—Hostia —repitió saboreando cada letra de la palabra.
Se llamaba. Alex Dorrington. Tenía diecinueve años, una espesa mata de pelo castaño y la manía de entrecerrar los ojos, una adaptación al implacable sol de sus cimas. También parecía bajo para su edad. Cam recordó cómo el crecimiento de Manny se había detenido. Todos aquellos chicos eran un año y medio más jóvenes cuando se desató la plaga, aún en la etapa media de la adolescencia, y su dieta era escasa y precaria.
Los exploradores también se parecían a Manny en otra cosa: estaban eufóricos. Bombardearon a Cam y a Newcombe con cientos de preguntas y los tocaban constantemente, sobre todo a Newcombe, y tiraban desu chaqueta para confirmar que era real.
—¿Quién va en los aviones?—… si os ayudamos…
—Pero ¿cómo podéis desplazaros por debajo de la barrera? Se distanciaron un poco de Cam en el momento en que se quitó las gafas y la máscara, incapaz es de ocultar su impresión. El se aprovechó de ello.
—¿Cuántas personas más hay aquí arriba? —preguntó—. Cuatro, señor. Cuatro más. Eh… Supongo que es mejor que habléis con el padre de Brandon. —Bien. Gracias.
Siguieron a los chicos concautela por la cresta sin decirle nada a Ruth. Alex había mandado a un niñollamado Mike por delante, pero aún había gente gritando desde la cima; un hombre y una joven.
Los dos grupos se encontraron en una grieta en la áspera superficie de lava negra y Cam dejó que Newcombe fuese delante, no por su rostro arruinado, sino porque estaba temblando. Tenía miedo. Los chicos se habían mostrado desesperadamente cordiales, pero Cam no dejaba de analizar la situación y no le gustaba, estaban atrapados en aquel barranco. Aquélla tensión le volvió a recordar a Sawyer. En ocasiones su amigo se había mostrado egoísta y violento como una rata, lo cual le convertía en el superviviente perfecto, pero la fuerza de Sawyer se convirtió en una debilidad crítica al ser incapaz de dejar de luchar y al generar amenazas que no existían hasta que él las imaginaba. Aquello fue lo que le mató. Cam no quería convertirse en aquella persona, pero no podía controlar sus pensamientos.
—Fuerzas Especiales del Ejército de los Estados Unidos —dijo Newcombe tomando el control de la situación. Dio un paso adelante para darles la mano—. Yo soy Ed —se presentó el hombre—. Ed Sevcik. Tenía unos cuarenta años y el pelo oscuro como Brandon, pero su barba era canosa.
—¿Podemos sentarnos en alguna parte, Ed? —preguntó Newcombe.
—Claro, por su puesto. Lo siento. Es que… No… No me puedo creer que estéis aquí —dijo el hombre sin dejar de mirarles a los dos.
—Gracias. Muchas gracias.
Cam fingió una sonrisa, aunque no le sorprendía su entusiasmo. Ver nuevos rostros debía de resultarles algo increíble.
Continuaron subiendo por el barranco. La chica no se separaba de Ed. Tenía el mismo cabello oscuro, la nariz respingona y un par de largas piernas que había decidido lucir llevando shorts, cuando todos los chicos llevaban pantalones largos para protegerse de las rocas.
—¿Van a venir más compañeros vuestros? —preguntó Ed.
—No. Estamos solos —respondió Newcombe.
—No vienen de un avión, señor —dijo Alex entornando los ojos como siempre.
Tal vez no fuese por el sol, sino porque empezaba a necesitar gatas.
—¿Entonces cómo habéis llegado hasta aquí?
—Os lo enseñaremos —contestó Newcombe.
—Estaban por debajo de la barrera, señor S —dijo un chico al que llamaban D Mac.
—Pero si no vinisteis en avión…
—Os lo enseñaremos, lo prometo —dijo Newcombe—, pero cuando lleguemos a vuestro campamento y nos. sentemos, ¿de acuerdo?
Continuaron avanzando por la pared inclinada de una pequeña y árida meseta. Allí había parcelas de nieve más grandes, cubiertas de polen y polvo. A treinta y cinco metros por delante, Brandon desapareció por un hueco entre la tierra, y se apresuró hacia otra pequeña elevación donde habían amontonado tierra y rocas para formar barreras contra el viento alrededor de unas cuantas tiendas de campaña. En todas las demás direcciones, el terreno caía abruptamente, en picado al oeste y con más suavidad al éste, donde otros picos se elevaban al otro lado de un inmenso valle accidentado. Para Cam, el paisaje era como volver a casa. Era infinito. Sólo tenía el viento, el sol y a aquellos pocos y pequeños seres humanos a. su alrededor, que gritaban con alegría.
—Cuidado con esta cuesta —dijo Alex mientras se agachaba al borde del agujero. Primero ayudó a Ed, y después a Newcombe. También ayudó a la chica, con lo que se ganó una sonrisa.
Cam la observaba mientras descendían y volvían a ascender. Era delgada y plana. Ninguno de ellos tenía un gramo de grasa, y aquella debía de ser la razón por la que dirigía la atención hacia sus piernas. Incluso a pesar de algunas viejas costras y rasguños recientes, eran su mejor rasgo.
Era la única mujer. «No tendrá más de quince años», pensó Cam. Pero si Ed era el líder allí, ella debería de ser lo que le otorgaba gran parte de su poder por el simple hecho de estar bajo su control. El rey y la princesa. Ella sería la fuerza magnética que dominaba a todos los chicos, y su influencia habría aumentado durante su largo periodo de aislamiento. Cam se preguntó cómo Ed habría conseguido mantener la paz durante todo aquel tiempo. No había ningún bebé. Parecía que les había enseñado a los chicos a llamarle «Señor S», para marcar su autoridad desde el principio, pero todos habían crecido y se preguntaba si la chica seguiría obedeciendo a su padre en todo o si habría empezado a ejercer su propio poder.
Cam procuraba no analizarla demasiado de cerca, y miraba los rostros de los chicos en lugar de mirarla a ella. Hasta el momento, la chica había estado callada, pero los jóvenes no paraban de mirarla para ver su reacción. Esperaban su aprobación. Aquélla especie de carisma debía de resultarle halagadora a una mujer tan joven, y Cam y Newcombe estaban a punto de arrebatárselo.
Aquello era lo que la hacía peligrosa.
Habían colocado ocho rocas alrededor de la hoguera, como si fueran sillas, dentro del amplio círculo del cortaviento. Brandon y Hiroki les cedieron sus asientos, y Cam empezó a observar que Brandon era un macho beta, posiblemente porque sería hermano de la chica. Lo normal sería que el hijo de Ed fuese su mano derecha, pero Alex y D Mac parecían ser sus lugartenientes.
Era una dinámica curiosa, pero había surgido a raíz de su circunstancia. Lo más probable era que Ed no hubiese tenido fuerzas para preparar a su hijo mientras protegía a su hija, lo que había dado fuerza a Alex y a D Mac, que se habrían esforzado en demostrar su valía y acabaron dominando al resto. Brandon no compartía sus objetivos y. su motivación. Sólo se habría puesto en peligro si hubiese intentado luchar por un puesto de liderazgo. Un rey y una princesa no necesitaban un príncipe a su lado, necesitaban guerreros.
—No es mucho —se disculpó Ed mientras Brandon les ofrecía dos cantimploras de plástico abolladas.
Después fue a por dos tazas de aluminio llenas de bayas y raíces. Cam también divisó un pequeño cazo y una bolsa de lona llena de saltamontes. Había una roca lisa para aplastar a los insectos, así como corteza de árbol y pequeñas matas de raíces y de musgo, pero Brandon dejó los insectos y las raíces por iniciativa propia y les ofreció lo mejor.
—Yo también tengo algo —dijo Newcombe hurgando en su chaqueta.
De uno de sus bolsillos sacó un cuaderno de notas en blanco que le entregó a Ed. Del otro extrajo un llamativo paquete de quinientos gramos de polvos de preparado energético con sabor a frutas del bosque.
La mayoría de los jóvenes lo celebraron.
—¡De puta madre! —dijo Alex.
Incluso la chica sonrió.
Ed les permitió preparar el dulce polvo rojo. La joven y algunos de los chicos se lo tragaron de inmediato. La bebida isotónica estaba cargada de sales minerales y de azúcar. Pero Brandon se bebió el suyo dando pequeños sorbos con los ojos cerrados, y Alex se guardó el suyo para más tarde demostrando un control admirable.
—¿Cómo llegasteis aquí? —preguntó Newcombe.
—¿Qué? ¿Dedónde venís…? —empezó Mike, pero Alex Je mandó callar.
—Dígaselo, señor S.
Ed Sevcik asintió, al advertir, como Alex, que la pregunta de Newcombe era una prueba. Entendía que Newcombe y Cam podían levantarse y marcharse.
—Vinimos a acampar con raquetas de nieve —explicó mientras hacía un gesto hacia el oeste—. Los chicos y yo, mi esposa y Samantha.
Se tocó la camisa distraídamente y los tres parches cuadrados cosidos sobre el pecho: 4.1.9. Un número de soldado.
La chica era definitivamente la hermana de Brandon y la hija de Ed. Samantha y su madre también eran grandes excursionistas y pescadoras, y se habían apuntado a pasar la semana en la nieve con el grupo de exploradores. Ed era techador y solía trabajar todo el verano, de modo que aquella excursión anual se había convertido en las vacaciones de la familia durante años. Su esposa solía decir que era mucho mejor que pasarse dos horas haciendo cola en Disneylandia. Los chicos se alegraban de saltarse las clases, incluso si eso implicaba tener que trabajar más al volver. Sam se llevó su iPod. Brandon tenía insignias de méritos avanzadas para su edad. Tanto él como Alex habían alcanzado el rango de Águila antes de la plaga, y desde el punto de vista de Ed, todos los chicos, Samantha incluida, lo habían alcanzado a aquellas alturas.
Llegaron a aquellas pequeñas cimas bajas con tres personas que no conocían, admitió Ed con sinceridad, pudiendo haber mentido. Cam no preguntó por las improbables estadísticas. ¿Por qué habían muerto sólo los tres extraños y su esposa? O alguien intentó abusar de la chica o de la madre, o alguien empezó a robar comida. El propio Cam había cometido asesinatos con motivos, y de todos modos aquello habría sucedido hacía tiempo.
Cam pensó que los exploradores eran ideales para ayudarles a extender la vacuna, y no era una coincidencia que hubiesen encontrado a aquel grupo tan capaz. Nadie más podría haber sobrevivido en aquellos minúsculos tramos de tierra.
—Necesitamos vuestra ayuda —dijo Newcombe mientras les contaba lo de la vacuna y la guerra por controlarla.
Ed y su grupo eran conscientes de la repentina guerra aérea. Al principio, los cazas y los helicópteros les habían dado esperanzas. Creyeron que por fin se estaba llevando a cabo una misión de rescate, pero las pilas de su pequeña radio se habían gastado hacía más de un año, de modo que sólo podían hacer conjeturas sobre quién luchaba y por qué.
—¿Queréis que bajemos ahí? —preguntó Ed desconcertado cuando Newcombe concluyó su explicación.
Pero su hijo estaba más dispuesto a participar.
—Sabemos que hay gente por ahí —dijo Brandon señalando un estrecho valle al éste—. Hemos visto humo en dos de esas montañas.
Al mismo tiempo, por fin Samantha se decidió a hablar.
—No parece que nuestra vacuna funcione muy bien —dijo mirando a Cam—. Lo siento, tenía que decirlo.
—Todo esto pasó antes —explicó Cam señalándose la cara Pero no era casualidad que se hubiese dejado los guantes puestos para cubrirse las manos.
—La vacuna funciona —afirmó Newcombe.
—Esto será lo más importante que hayáis hecho jamás —dijo Cam mirando a Brandon a los ojos por un instante antes de volverse hacia Alex y D Mac.
Era a ellos a quienes quería en realidad, pero D Mac fruncía el ceño y Alex mostraba una tranquilidad inusitada.
Alex esperaba a que Samantha y su padre se pronunciasen cuando D Mac se desmarcó de la actitud del resto.
—¿Cómo la obtenemos? —preguntó—. ¿Con una inyección?
Entonces, Brandon y Mike llenaron el círculo de palabras, inclinándose hacia delante como si compitieran para que se les oyese.
—Entonces sois rebeldes…
—… pero cómo sabemos que…
—Tenéis una misión —les dijo Newcombe.
—No estoy seguro de que queramos participar en esta guerra —dijo Ed.
Cam lo entendía. El hombre había cuidado de aquellos niños durante todo el Año de la Plaga. Había desarrollado un gran instinto paternal hacia ellos. Debía de haber perdido la esperanza de que las cosas cambiasen y había empezado a planear la siniestra e imposible tarea de sobrevivir en aquel lugar, apareando a su hija con cada uno de los chicos.
Seguramente habrían hablado ya de los límites de la genética, del máximo número de habitantes que podían albergar aquellas cimas. Cam no veía otra manera de que aquello hubiese funcionado. Ed debía de haber utilizado a su hija como promesa para mantenerlos en calma hasta que Samantha tuviese la edad suficiente para que el parto no tuviese complicaciones y de algún modo se habían mantenido disciplinados. Lo había hecho bien, pero ahora todo aquello había terminado.
—O nos ayudáis o no obtendréis la vacuna —dijo Newcombe—. Lo siento, pero así es como debe hacerse.
—No os estamos pidiendo que luchéis contra nadie —explicó Cam.
—Sí lo hacéis —respondió Ed—. Os están buscando. Y nos buscarán a nosotros también.
—Aún sois estadounidenses —dijo Newcombe—. Podéis volver a formar parte de aquello. Ayudadnos a extender la nano-vacuna. Eso es lo único que os pedimos, que amoldéis a algunas personas, como nosotros os hemos ayudado a vosotros.
—Eso suena bastante bien, papá —dijo Brandon.
—Pero los aviones… —dijo Ed.
—Aún sois estadounidenses —repitió Newcombe mientras observaba sus uniformes gastados y sus gorras de explorador.
Estaba decidido a recurrir a su pasado y a su patriotismo.
Cam sabía que había un modo mucho más fácil. Alex podía quedarse con Samantha. Era el más tranquilo con ella. Los demás adolescentes eran más inquietos y estaban ávidos de contacto femenino.
—Escuchad —dijo—. Ésas montañas de ahí son sólo el principio. Habrá gente por todas partes que estará muy contenta y agradecida de veros.
Samantha negó con la cabeza.
—Es muy peligroso —dijo.
«Sí», pensó Cam mirando a los chicos en lugar de a Ed y a su hija.
—Se os tratará como a reyes —terminó.
A primera hora de la mañana, Cam y Newcombe regresaron a por Ruth y dejaron que D Mac, Mike, Hiroki y Branden les acompañasen. Los chicos parecían estar dispuestos a luchar para que no se marchasen. Una promesa de regreso no habría bastado.
—Puede que estemos por debajo de la barrera durante una hora o más —dijo Cam.
Pero D Mac se encogió de hombros y dijo;
—Ya lo hemos hecho otras veces.
Incluso sin Alex, los adolescentes no paraban de gritar mientras descendían y les hacían infinidad de preguntas sobre la guerra y la plaga. Sabían muy poco. Aún estaban impresionados. La mayoría eran buenos chicos, pero a Cam le inquietaba que Alex se hubiese quedado atrás con Ed. Samantha y Kevin, el sexto chico. Kevin tenía los ojos grandes y la boca pequeña. Por lo que parecía, era el último mono, y seguramente haría lo que Ed y Alex le dijesen que hiciera.
¿Y si decidían quedarse? Podían obligarles a descender de la montaña a punta de pistola. De un modo u otro lo mejor sería darles la vacuna. Cam no les dejaría allí sin ella, pero si Ed o la chica lo supieran se negarían a bajar. Al menos al {principio.
«No estarán aquí eternamente», pensó. Aunque algunos de ellos tardasen meses, incluso si tardaban todo el verano en hacerse a la idea, al descender cada vez más para buscar comida y leña se darían cuenta de la realidad. El invierno) haría que bajasen más. Y si Samantha se quedaba embarazada y la mayoría de los exploradores se hubiese marchado, ¿no querría Ed encontrar a más personas que les ayudasen a criar a su nieto?
Cam sonrió vagamente mientras dirigía a los chicos por el campo de roca y de hierba silvestre y escuchaba cómo Newcombe discutía con Mike.
—Pero si el presidente está en Colorado… —dijo el chico.
—Ahora hay al menos dos presidentes —respondió Newcombe.
—Pero si el auténtico está en Colorado…
—El presidente Kail murió el primer mes de la plaga y el vicepresidente ocupó su puesto, pero el representante de la Cámara estaba en Montana, eso fue lo que llevó al desacuerdo.
—Entonces el vicepresidente es el auténtico presidente.
—Mira, niño, todo está hecho una mierda, ¿vale?
«Sólo necesita saber que está en el lado correcto», pensó Cam, pero estaban a unos cuatrocientos metros del campamento y quería estar seguro de que Ruth no huía. Ahuecó las manos alrededor de la boca y gritó:
—¡Ruth! ¡Ruth, estamos bien!
No hubo respuesta. Por un instante, el miedo le recorrió el cuerpo, pero la brisa mecía el bosque de corteza blanca y producía un sonido como el de un lejano oleaje. Aún estaban lejos. Quizá no había reconocido su voz.
—¡Eh! ¡Ruth!
—¡Allí! —exclamó Brandon.
Había subido a un terreno elevado y estaba sobre un montón de ramas y de hojas secas que había en la pendiente que tenían ante ellos. Tenía un rasguño reciente en la mejilla y respiraba entrecortadamente. Con la mano sana sujetaba la pistola. Cam sonrió de nuevo, feliz de verla.
—¡Tranquila! —dijo.
—¿Estáis bien? —gritó ella.
Era obvio que la espera le había resultado dura, pero el corazón de Cam dio un vuelco al recorrer los veinte metros que les separaban. Ruth se quitó las gafas y entonces él vio algo más que alivio en su mirada. La noche anterior había conseguido ocultarlo en la oscuridad, pero ahora veía auténtico afecto, incluso cariño, y sintió rabia porque no sabía cómo aceptarlo. Sabía que tocar su cuerpo con sus manos hinchadas y retorcidas le resultaría repulsivo.
Ruth miró a los chicos y a Newcombe, pero su sonrisa y sus lágrimas eran por Cam.
—Tenía miedo —admitió sin vergüenza.
Sus botas hicieron crujir las ramitas y las hojas de los pinos.
—Habéis tardado mucho. Han pasado horas.
Cam se apartó de su abrazo. Las puntas de sus dedos le rozaron la nuca y se deslizaron por su hombro mientras se giraba. Incluso llegó a tocarla un momento a la altura de la cintura. Pero eso fue todo. Entonces ladeó la cabeza hacia los chicos y dijo:
—Hemos tenido suerte. Éstos chicos son estupendos.
Ruth puso un gesto de sorpresa y su labio inferior colgaba de una manera poco común en ella.
—Cam —se dirigió a él de nuevo.
Había decidido abrirse a él, pero él debía negarse.
—Vamos, cojamos las mochilas.
—Cam, espera.
—Tardaremos un rato en volver a subir v podemos cenar allí —dijo mientras se ponía en marcha.
Los cuatro chicos se habían apartado de ellos y se miraban unos a otros. Finalmente, D Mac dio un paso adelante mientras Cam se marchaba, lo cual fue todo un alivio para él.
—Señorita —dijo el joven a pesar de que Ruth era casi veinte años mayor que él—. Soy D Mac, digo… Darren.
El adolescente se ruborizó, pero intentó ocultarlo con una sonrisa.
—Gracias —continuó—. Muchas gracias.
—De nada.
Ruth le dio la mano, pero Cam sabía que le estaba siguiendo con la mirada.
No les explicaron nada sobre quién era ella o sobre el registro de datos. Ya habían arriesgado bastante y tenían que ser conscientes de que los rumores se extenderían con la vacuna. No querían tener a nadie más a sus espaldas por ningún motivo.
El viento fue intensificándose conforme se ponía el sol. Soplaba sobre la montaña con fríos aullidos la manada no se quejaba, sólo se pusieron toda la ropa que teman. Samantha se hacía notar con una chaqueta amarilla. Entonces se agacharon tras los terraplenes de roca en parejas o tríos compartiendo el calor corporal. Cam compartió espacio con Brandon y Mike y dejó a Ruth con Ed, D Mac, Hiroki y Newcombe. No había mucha distancia entre los pequeños grupos. El campamento apenas medía nueve metros cuadrados entre las murallas de roca, pero sorprendía a Ruth mirándole constantemente.
Hicieron una pequeña fiesta con un gran fuego y la co mida exótica que traían Newcombe y Cam: paté de jamón y peras en almíbar.
El fuego crepitaba en el viento y lanzaba chispas y cenizas, pero Ed permitió a los chicos que utilizasen toda la leña que quisiesen para mantener vivas las llamas.
—No quedará mucho para el desayuno —le dijo Alex.
—¿Qué más da? Ya iremos a por más —respondió Ed.
Los chicos gritaron al ver la primera lata de comida como si nunca hubiesen visto una, pero todos tenían cuidado de no coger demasiado paté con los dedos. Se pasaban la lata civilizadamente para que todos pudiesen comer, aunque Mike y Kevin tuvieron que rebañar el interior. Y lo mismo sucedió con las peras, las galletas saladas y el chocolate. Se controlaban incluso ante aquella repentina riqueza. Eran un equipo. A pesar de su estado de ánimo, Cam se alegraba de verlos disfrutar. Sentía celos y orgullo.
Había oscurecido, pero el cielo conservó aquella penumbra azul durante más de una hora. Las sombras empezaron a inundar toda la tierra que tenían a sus pies y convirtieron las paredes de las colinas y las zonas inferiores en lagos y mares de penumbra, pero nada más que los propios confines del mundo podían proteger aquella cima del sol. Unas cuantas nubes distantes brillaban en el horizonte.
—¡Yo digo que salgamos mañana! —dijo Mike sujetando una galleta salada en el harapiento guante de su mano izquierda como si fuera un tesoro—. ¡Ésta ha sido la mejor comida que he probado en un año! Solo por ella vale la pena bajar.
—Sí.
—Yo estoy de acuerdo.
Brandon y Hiroki asintieron, y Cam levanto la vista para mirar a DMac. Esperaba que el chico se uniese a ellos, pero no dijo nada. Un minuto antes, Samantha había dejado a Alex y a Kevin para acercarse a su padre y preguntarle si podía preparar un poco de té de corteza, pero su auténtico objetivo había sido D Mac. (Consiguió que se hiciese a un lado y después los vio susurrando. Así era como actuaba. Un momento privado con ella era lodo un incentivo y ya había vuelto a D Mac de su lado.
—Nos llevaremos lo menos posible —dijo Mike—. Sacos de dormir, cantimploras, un solo hornillo. Podemos llegar allí en dos días, ¿no os parece?
—Igual deberías llevar más cosas —dijo Ed con su inteligente forma de sortear los problemas.
Cam había advertido que el hombre nunca daba órdenes directas. Intentaba dirigir a los chicos con conceptos a medio formar y dejaba que fuesen ellos quienes completasen sus ideas.
—¿Lo dices por si hay algún problema? —preguntó Hiroki.
—No sabemos lo que hay ahí abajo.
—Bien, de acuerdo —asintió Mike impacientemente—. También nos llevaremos una tienda de campaña y más comida. Aun así tardaríamos dos días en llegar. O puede que menos.
—Sólo quiero que estéis preparados —dijo Ed.
«Se está doblando en vez de romperse», pensó Cam. El hombre se había dado cuenta de que no podía detenerlos, pero esperaba poder frenarles un poco.
—Ha pasado mucho tiempo —continuó—. Si tardáis una semana más ¿qué diferencia habrá?
—Tal vez deberíamos ir un par de nosotros primero —dijo D Mac—. Para inspeccionar y buscar comida. Debe de haber toda clase de manjares por ahí abajo.
Cam miró a la chica. El joven estaba expresando los temores de ella.
—No —dijo Cam mientras se ponía de pie.
Al levantarse sintió el viento como agua congelada en su pelo, y el mero cambio de postura suponía una inmensa diferencia en cuanto a la luz. El calor anaranjado de la hoguera le llegaba hasta la cintura. Por encima, el cielo era infinito, vacío y frío.
—Si no venís no obtendréis la vacuna —dijo Cam—. Así de simple. Cada día cuenta. Ya os lo dijimos. Estamos en guerra. Leadville podría sobrevolar esta misma montaña mañana. ¿Y por qué demonios ibais a querer quedaros en este maldito peñasco cuando el mundo entero está ahí abajo? —Tiene razón— dijo Mike entre dientes. —O venís u os quedáis—. Cam miró a Ed y a D Mac a través del crepitar del fuego. —Pero no obtendréis la vacuna a menos que vengáis.
—Pero fuisteis muy precavidos con nosotros —dijo Ed sin alterarse—. Sí.
Aquélla era una conversación que Cam quería evitar: los horrores con los que se podían encontrar.
—Vosotros también deberéis ir con cautela —continuó—. Pero tenéis que ir. Tenéis que intentarlo.
Cam vio a Ruth y a Newcombe susurrando y la rabia y la sospecha se apoderaron de él al recordar el momento privado de Samantha y D Mac. Sabía que aquello era una debilidad, pero la destrucción de su cuerpo también había arruinado algo en su mente. Era incapaz de pensar que alguna vez volvería a estar con una mujer, y eso le hacía verlas de una manera totalmente distinta, a la chica y a Ruth.
El campamento se preparaba para dormir El fuego se había reducido a brasas y sólo Mike y Brandon se quedaron susurrando ante el rojo resplandor del hoyo. Ed, Alex y D Mac llevaban las mantas en la oscuridad de una tienda a otras dos para acomodar a sus invitados. Ed discutía con Samantha en la segunda tienda.
Cam se arrodilló junto a sus dos compañeros.
—¿Qué pasa?
—Hemos estado hablando —comenzó Ruth.
Hablaba como si se sintiese culpable, con recelo.
—Sabéis que tenemos que presionarlos un poco —dijo Cam.
—No es eso —respondió Newcombe.
—Creo que deberíamos intentar acudir al punto de encuentro —dijo Ruth rápidamente—. Al avión. Lo siento, Cam. Lo siento. Tengo los pies… Creo que no puede seguir caminando. Y ahora estos chicos pueden propagar la vacuna por nosotros.
«Yo también podría hacerlo», pensó Cam, y por la expresión de preocupación de Ruth supo que estaba pensando lo mismo.
Ella no quería que él se quedase, pero él no quería seguir con ella. La científica era su única esperanza de recomponerse si conseguía desarrollar una nueva v poderosa nanotecnología que reconstruyese la piel y los tejidos dañados, pero ¿qué posibilidades había? Aquello no era más que un sueño. Pasarían años antes de que los científicos como ella tuvieran el tiempo o la energía suficiente para hacerlo, e incluso entonces, de lo que más sabían era de armas, de mera tecnología de ataque, como la plaga y la vacuna. Sawyer había hablado de inmortalidad, pero al mismo tiempo había admitido que se había pasado años construyendo el prototipo que acabó convirtiéndose en la plaga.
Cam no quería ser su perro. Newcombe podía protegerla y aquellos chicos necesitaban ayuda. Necesitaban a alguien que les guiase. Él podía empezar a reorganizar a los supervivientes allí y dar los primeros pasos, los más pequeños v complicados, para comenzar la reconstrucción.
Incluso si la vacuna no era efectiva al cien por cien, sería suficiente. ¿Y qué pasaría si derribaban su avión? ¿Y si Ruth nunca llegaba a un lugar seguro? Era fundamental salvar a toda la gente posible antes de que llegase el siguiente invierno. Alguien en alguna parte debía reclamar las tierras bajas, y quizá no volviesen a encontrar una oportunidad mejor que la de los exploradores.
—Newcombe aun tiene sus códigos radiofónicos —explicó Ruth—. Los canadienses pueden enviar un avión que pueda aterrizar en una carretera o en un prado, cerca de aquí. —Lo más cerca posible— dijo Newcombe. Cam sólo asintió. «Debería quedarme aquí». —Pensó.