10

Los helicópteros resonaban en la oscuridad y Ruth se arrastró hasta la rueda pinchada de un camión del ejército antes incluso de haberse despertado del todo, y se raspó la cara con unas tuercas.

—Por aquí —dijo Cam—, por aquí.

Ella avanzó hacia su voz, arrastrándose por la tierra. Habían abandonado la carretera para acampar, y se habían refugiado contra un viejo vehículo blindado que no había pasado de los trescientos sesenta y cinco metros antes de quedar empantanado. El morro del vehículo estaba hundido en la tierra, que en su momento había sido fango. Ahora los ángulos opuestos de la colina y del camión desorientaban a Ruth todavía más. De repente chocó con Cam. El sujetaba el fusil de Newcombe con las dos manos, pero se inclinó hacia ella por un instante como si fuese a abrazarla. Ella se apretó contra él para buscar más contacto físico.

Los helicópteros se encontraban a gran distancia y parecían estar alejándose aún más. Ruth miró con los ojos desorbitados en la oscuridad. No podía creer lo que estaba pasando. Entonces, una silueta humana tapó las estrellas y se estremeció. La luz dispersa se reflejó en los cristales de las gafas de Newcombe.

—Se dirigen al sur —dijo.

El ruido retumbaba contra las estribaciones y se alejaba. Pero entonces se escuchó algo distinto, el martilleo de las armas, ahogado entre la estridencia de los helicópteros. Eran fusiles de asalto.

—Mierda —dijo Ruth con una claridad repentina.

Cam y ella se levantaron junto a Newcombe y miraron en la oscuridad. No había nada que ver. La batalla estaba demasiado lejos. Probablemente, en un mundo normal y corriente ni siquiera habrían escuchado el enfrentamiento. El sonido llegaba desde varios kilómetros de distancia.

—Tienen a Young y a Brayton —dijo Newcombe.

Cam negó con la cabeza.

—Eso no lo sabes.

—No hay nadie más aquí abajo.

Aquello lo cambió todo. En su mente, Ruth ya se había rendido, y nadie podía culparla por ello. Había hecho todo lo que había podido. Decidió decírselo a Newcombe por la mañana. «Llamemos a tu gente. No puedo seguir caminando. Ahora, la red de seguridad había desaparecido. Ya no podía aferrarse a la esperanza de que el capitán Young y Todd Brayton extendieran la vacuna. Leadville tenía la nanotecnología en sus manos, y Ruth sabía exactamente lo que el consejo presidencial pretendía hacer con ella.

Un solo mundo. Un solo pueblo.

¿Qué aspecto tendría la humanidad si se saliesen con la suya? La mayoría de los supervivientes de los Estados Unidos eran blancos. Las poblaciones minoritarias de inmigrantes de Norteamérica vivían en la costa y en zonas urbanas deprimidas: Los Ángeles, Nueva York, Toronto, Detroit… Sólo se habían salvado las zonas interiores y, para ciertas mentalidades, esa pureza de raza intensificaría la tentación de reclamar la Tierra entera. Leadville compararía la vacuna sólo si necesitaba expandir su mano de obra dejando que los grupos de extranjeros descendiesen de las montañas como agricultores o esclavos.

¿Y si uno de sus amigos hubiese logrado escapar? El capitán Young podría haber cubierto a Todd mientras él huía de los helicópteros… No. Ruth se estaba engañando a sí misma y la responsabilidad era suya. Siempre había sido suya. Volvió a mirar las estrellas y se esforzó por contener las lágrimas. Entonces apretó el puño y se aferró al intenso dolor que sentía bajo la escayola.

«Pronto amanecerá», pensó.

Caminó hacia su saco de dormir y empezó a recoger.

Tardaron siete días en avanzar ciento treinta y cinco kilómetros, y los últimos cuarenta los recorrieron fuera de la carretera. Newcombe temía que Leadville hubiese colocado detectores de movimiento o incluso a algunos soldados en las cimas de la zona, pequeñas escuadras equipadas con radios y víveres que hubiesen recibido órdenes de esperar Cam señaló cuántos picos aislados había en los ochenta kilómetros más cercanos, y Leadville no tenía modo de saber que habían ido hacia el norte desde Sacramento, no hacia el sur Habría innumerables hectáreas de tierra segura en las mesetas de Yosemite. Mucho más cerca de su posición real, alrededor del lago Tahoe, había decenas de montañas altas y crestas. Incluso si la capital sólo atacase las carreteras principales que se dirigían a puntos elevados, necesitarían enviar cientos de soldados. Sin embargo, la posibilidad estaba allí, de modo que Ruth, Cam y Newcombe evitaron las cimas más altas que tenían cerca y avanzaron hacia una línea de colinas más pequeñas.

Sufrieron ocho veces más infecciones nanobóticas. Ahora, el dorso de la mano izquierda de Ruth, la del brazo roto, presentaba unas manchas oscuras que apuntaban a una hemorragia subcutánea. La plaga siempre atacaba las zonas más débiles. La herida estaba sanando, pero estaba segura de que le dejaría cicatrices. Otra marca más. Lo peor eran los pies los tenía en carne viva y las botas le rozaban, pero no quería 'lijarse. El asa de su mochila también le rozaba el hombro izquierdo con el movimiento porque se quedaba enganchada en la cinta del cabestrillo.

Hubo más helicópteros y más cazas. Se toparon con otro tramo de terreno lleno de lagartos y de serpientes, y después con un bosque seco plagado de escarabajos muertos, y, de repente, el camino empezó a hacerse más fácil.

Las sierras llevaban tres días de tormenta de nieve cuando la plaga se extendió, lo que impidió avanzar a muchos vehículos. Empezaron a ver que el tráfico aminoraba a unos doscientos metros de altura, donde los coches se habían salido de la carretera o estaban colocados en extrañas direcciones. Cam atribuyó aquella situación a la baja visibilidad y una mala tracción. En una ocasión, Newcombe arrancó un Ford Expedition y avanzaron veintidós kilómetros a toda prisa. En otras, avanzaron cinco kilómetros en una furgoneta y casi treinta en una camioneta. Por desgracia, aun había muchos atascos y choques, especialmente en las curvas de la carretera. Con la nieve, se habían convertido en trampas. Tuvieron que abandonar los tres vehículos. Miles de todoterrenos, furgones militares y tanques habían luchado por avanzar en la tormenta, al igual que las pequeñas motos de nieve y otros más inesperados como tractores y camiones de bomberos, vehículos lo suficientemente pesados como para avanzar en la nieve. Pero incluso éstos estaban amontonados o dispersos. Cada vez que uno se detenía, los demás chocaban contra él o daban un giro brusco y el coche se paraba. Los conductores se pusieron histéricos, muchos sangraron y muchos otros perdieron la vista.

Newcombe hurgó en la mayoría de los furgones militares, aparte de alimentos y pilas, también buscaba ropa. Iban vestidos con prendas civiles que habían ido cogiendo en Sacramento, pero Newcombe cogió una chaqueta del ejército manchada para él. Siempre se había refugiado en su entrenamiento y en su experiencia. Pero aquello era diferente. Ruth tenía la sensación de que quería comportarse de manera profesional si les capturaban o les asesinaban. Quería tener un comportamiento digno de un militar, y le admiraba por ello.

Ella no dormía bien. Soñaba demasiado y se despertaba frecuentemente a pesar de estar agotada, como si su mente estuviese sobrecargada intentando procesarlo todo.

La falta de aire tampoco ayudaba. Cualquier reducción de oxígeno provoca una sensación de ansiedad. El corazón late más deprisa y el cerebro reacciona. Cam le daba melatonina y Tylenol PM, primero una sobredosis pequeña v después hasta cinco pastillas a la vez. Incluso probó con antihistamínicos porque provocaban somnolencia, pero Rudí seguía mascullando y revolviéndose.

La pesadilla era real.

—No toques nada —dijo Newcombe mientras caminaba hacia atrás en el fuerte viento.

El cielo estaba despejado, pero las pocas nubes que había se movían muy deprisa. El frío invadió la tierra desolada v silbaba a través de los agujeros de la pequeña estructura de roca que tenían ante ellos.

Cam inspeccionó el refugio con una mano en la pistolera, aunque Ruth no pensaba que fuese consciente de su postura defensiva.

—Parece que fue una especie de… suicidio —dijo.

«No», pensó ella. «No lo creo».

La cima de la montaña era un cementerio. Traspasar la barrera fue una experiencia amarga. Había miles de cruces marcadas en las rocas. El signo estaba por todas partes. Cientos de piedras marcadas se habían colocado en el suelo para formar cruces más grandes, algunas alcanzaban los seis metros. Otras estaban compuestas de pequeños guijarros y sólo medían unos cuentos centímetros. Era el trabajo de innumerables días.

—Larguémonos de aquí —dijo Newcombe.

—Tenemos que enterrarlos.

Ruth no podía soportar ver más cuerpos marchitos, de modo que desvió la vista hacia el viento. Al sureste, hacia Tahoe, las Sierras formaban a lo lejos una línea alta y escarpada. Habían llegado a los tres mil metros de altura, pero justos. Aquél pico por encima de la barrera estaba aislado, separado por kilómetros de espacio abierto de las cimas más cercanas al anochecer, las crecientes sombras hacían que la distancia pareciese mucho mayor. Su dolor era igual de inmenso. El rostro de Ruth hizo una mueca antes de desplomarse sobre una rodilla y su brazo sano. Las pequeñas piedras la rodeaban por todas partes.

Cam se arrodilló junto a ella.

—¿Ruth? Ruth, fuera lo que fuera lo que sucedió aquí, fue hace mucho tiempo —dijo.

Pero aquello no hizo que se sintiese menos cansada o que menguase su sensación de soledad desesperada. ¿Cuántas cimas como aquélla habría? «Todo este camino para nada», pensó. Después, como con una voz diferente, siguió: «Han sufrido para nada».

Aquélla gente había sobrevivido al primer invierno, o incluso más. Habían apilado las rocas para construir un refugio. Habían cortado pinos y broza por debajo de aquella minúscula zona segura para obtener leña. Y habían desaparecido. Había seis sepulturas, todas demasiado grandes para una sola persona. Y dos cuerpos más habían quedado tirados en el interior de su pequeña cabaña sin que quedase nadie para enterrarlos.

Entre las dos mujeres había un cuchillo y una roca especial. Era casi redonda y tenía cruces grabadas por todas partes. Había sido utilizada para aplastar la cabeza de la mujer más pequeña, y la última superviviente parecía haberse cortado la garganta.

Cam pensó que habría sido una especie de holocausto religioso. Ruth estaba convencida de que las cruces significaban algo más. Habían rogado al cielo por su salvación. Habían intentado llevar sus almas lejos de toda aquella miseria. La enfermedad les había azotado. Los hombres podrían haberse librado, porque hubo pájaros sobre sus cadáveres, pero la tirante capa pútrida de su piel estaba negra e hinchada por detrás de las orejas. Habían sobrevivido a la plaga de máquinas, pero habían sucumbido a otro tipo de contagio. —Tenemos que enterrar a esta gente— dijo Ruth. Cam asintió.

—Está bien, está bien. Pero no hay ninguna pala. —Oscurecerá dentro de una hora— dijo Newcombe. —¡No podemos dejarlos ahí!— Tengo una idea.

Cam se dirigió hacia el refugio. Y palpó con la mano la pared de roca. Después apoyó el hombro contra ella y empujó. La esquina cedió. La mayor parte de las ramas que sujetaban el techo cayeron dentro. Volvió a golpear la pared v el resto se derrumbó. Los escombros formaron un humilde montículo, pero tendría que bastar.

—Por favor —dijo Ruth—. Por favor, poneos a salvo. Buscad un lugar seguro.

Por supuesto, sus palabras no eran para aquellos extraños, como tampoco había sido por ellos por lo que en realidad había insistido en enterrarlos. Era un modo de intentar curar algunas de sus terribles heridas.

El trío comenzó el descenso a través de las crecientes sombras por el lado este de la montaña en dirección norte, hacia un pequeño campo de nieve. Querían permanecer por encima de la barrera, pero no podían correr el riesgo de contagiarse de lo que fuese que había matado a aquella gente.

—Deberíamos limpiarnos las botas y los guantes —dijo Newcombe.

—Vamos a esa nieve —dijo Cam señalando el espacio nevado—. También podemos usarla para beber.

Ruth apretó una de las pequeñas piedras en su mano. La había cogido en secreto. No sabía explicar por qué, pero el impulso que la había llevado a hacerlo había sido demasiado fuerte como para reprimirlo.

—No entiendo cómo ha podido suceder —dijo—. Todo el mundo estaba…

Cam se quedo con ella mientras Newcombe empezó a avanzar.

—No será igual en todas las cimas —la consoló—. Encontraremos a alguien.

—Pero a eso es a lo que me refiero. Si algo bueno tenía la plaga era que la mayoría de las enfermedades deberían haber desaparecido a su paso. La gripe, la amigdalitis. La población está demasiado dispersa.

—¿Pero no se supone que mucha gente es portadora de enfermedades sin llegar a desarrollarlas?

Ruth sabía que Cam había hecho un curso de primeros auxilios V asintió. —Sí.

—Entonces puede que en algunas cimas hayan tenido mala suerte. La gente se debilita, pasan frío, cogen un virus…

—Cam vaciló por un momento y continuó. —No es culpa tuya. Lo sabes, ¿no?

—¿Quieres decir que puede que algunas enfermedades se hayan adaptado? —Ruth se centró en aquello porque no sabía qué responder a todo lo demás.

—Sí. Tendremos que ir con más cuidado. Algunas islas podrían ser focos de contagio en las que todos hayan desarrollado inmunidades específicas que nosotros no poseemos. —¿Y cómo lo averiguamos?— No lo sé.

Algunas cimas también estarían infestadas de ratas y pulgas, plagas que no se daban en ningún otro lugar por falta de huéspedes.

—Si encontramos a alguien que esté claramente enfermo deberíamos marcharnos y dejarlos solos.

Ruth apretó el pulgar contra las marcas grabadas en la piedra horrorizada ante la idea.

Había otra amenaza con la que sin duda se iban a encontrar entre los grupos de supervivientes. La locura y el delirio podría ser un problema más grave que las enfermedades.

En la EEI, Gustavo había informado de la aparición de fervor religioso en México, Afganistán, los Alpes y la Micronesia. Se nombraban santos por todas partes en medio de aquel caos.

Ruth nunca había creído demasiado en Dios. La gente citaba los misterios y la sabiduría de la fe haciendo énfasis en la gran interpretación de sus enseñanzas, pero lo que hacían en realidad era cerrar la mente ante la verdadera complejidad del planeta, cerrar los ojos ante la incomprensibilidad del universo. Era algo ridículo. ¿Qué clase de Dios se molestaría en crear miles de millones de galaxias si sólo fuese a centrar su energía en la Tierra?

Creer era algo muy humano. La gente era muy vaga y muy egocéntrica. Ruth entendía que quisieran un mundo pequeño y controlado. A nadie le gustaba la incertidumbre. Ponía a prueba los límites de la curiosidad y de la inteligencia humana. La influencia del mono seguía muy presente en el hombre moderno. El simio tenía una paciencia limitada, de modo que las personas se resistían al paso del tiempo y al cambio. Desarrollaron el raciocinio para demostrar que eran el centro de todo, y luchaban por enseñar «diseño inteligente» en los colegios en lugar de biología y ciencia. Era absurdo. Los progenitores altos solían tener hijos altos. Los bajos solían tener hijos bajos. Nadie era igual que nadie. Era así de simple: evolución en una única generación. De otro modo todos habríamos sido clones perfectos unos de otros a lo largo de la historia. Pensar que la vida era inmutable era una fantasía. Las bacterias desarrollaban resistencia a los fármacos. Podían crearse perros de razas especializadas v estúpidas como el terrier de su padrastro. Incluso las propias religiones habían evolucionado con el tiempo. Algunas se habían vuelto más tolerantes, y otras más intransigentes.

Había respuestas reales si uno buscaba la verdad. El mundo se prestaba a conocerlo. Aquello era lo que ella había aprendido, pero era difícil. Le hubiese gustado sentir que una mano más grande la guiaba, pero ¿por qué a ella y no a la gente que murió en aquella cima? ¿Porque eran malas personas?

Ruth apretó de nuevo la piedra mientras la invadía una furia lenta y tenaz. Ella no se detendría. Eso era lo que representaba aquel guijarro. No podía detenerse ni aunque tuviese los pies rotos y doloridos y sintiese aquel dolor punzante bajo la escayola del brazo.

—¡Eh! —gritó Newcombe.

Estaba sobre una pendiente de granito abierta a unos cuarenta y cinco metros más abajo agitando los brazos.

Al principio, Ruth pensó que les estaba diciendo que no se acercasen. ¿Habría más cadáveres? Después se dio cuenta de que estaba señalando al este y miró por un instante la piedrecita que seguía sujetando en el puño llena de duda y de una nueva esperanza.

—Mira —dijo mientras tocaba a Cam a modo de celebración.

Al otro lado del valle, casi imperceptible en el cielo amarillo del anochecer, un hilo de humo se elevaba desde otra de las cimas.

Tardaron dos días en descender y ascender Por el camino vieron un lento e inmenso avión de carga G-130 al sur. Arrastraba largos cables por el aire que según Newcombe eran redes de sensores. También encontraron más serpientes.

La hoguera se repitió ambos días, a última hora de la mañana y de nuevo al anochecer. No cabía duda de que allí arriba había alguien, pero ¿quién? ¿Descubrirían unos soldados su posición así como así?

Ruth despertó a Cam de una pesadilla y él se levantó hacia la pálida luna con el puño cerrado. —Shh, tranquilo— dijo.

La luna creciente brillaba en el valle. Se veía tan baja en el horizonte que parecía estar a su mismo nivel, a dos mil novecientos metros de altura. Su luz proyectaba largas sombras desde los troncos de los árboles, sombras que se movían y crujían. Una fría brisa atravesaba sus copas y daba al bosque la apariencia de tener vida propia. Los grillos no paraban de cantar «Cri, cri, cri, cri». Su chirrido se interrumpía y continuaba, e invadía los silencios que los árboles dejaban por la intermitencia del viento.

—Tranquilo —repitió—. Todo va bien.

El se relajó. Por el sonido de su máscara supo que había abierto Ja boca, pero no dijo nada. Sólo asintió, y Ruth advirtió una sonrisilla quijotesca. Por supuesto, no iba todo bien.

El mundo entero estaba mal. Quizá él estuviese a punto de hacer la misma broma, pero había más tensión entre ellos.

—Lo siento —continuó Ruth.

¿El qué? Seguía arrodillada muy cerca de él y ladeó la cabeza intentando desviar su atención de ella.

—Se suponía que era el tumo de Newcombe, pero he pensado… quería hablar otra vez. Sin él.

—Bien.

Se había ofrecido voluntariamente a hacer guardia durante las primeras seis horas de la noche porque al día siguiente ella se quedaría atrás mientras ellos hacían el resto del viaje sin ella. Allí estaría segura. Sabían que no había nadie más por debajo de la barrera, mientras que en las cimas podían encontrarse varías amenazas.

Había pasado tres horas en la oscuridad antes de despertar a Cam. Tres horas con los insectos y el viento. Su mente estaba llena de temor, de pérdida y de distancia al borde de aquella frontera invisible con miles de kilómetros de zonas muertas a sus pies y minúsculas áreas seguras por delante que podrían resultar no ser tan seguras.

No sabía cómo despedirse.

Le debía la vida a Cam. Debería haberle respondido como él quería, incluso aunque no hubiese sentido una atracción real. Estaba tentada a hacerlo. Estaba demasiado pendiente de su mochila cada vez que la abría para sacar agua o comida o una máscara limpia, y siempre procuraba que ninguno de sus dos compañeros vieran la brillante caja morada de condones. Necesitaba calor y consuelo, pero Cam seguía asustándola. No era sólo por el potencial violento que veía en él, sino por sus ansias de autocompasión. Tenía miedo de acercarse demasiado porque no sabía cómo iba a reaccionar él, de modo que permanecía callada, a su lado, en la noche susurrante.

Había otro peligro que Ruth se guardaba para sí misma. No quería meterles prisa ni a Cam ni a Newcombe. Su equipo científico no había incorporado el fusible hipobárico en la vacuna para que no se autodestruyese como la plaga, pero esto no era lo único que la diferenciaba de ella. Tenía la capacidad de duplicarse sólo al atacar v destruir a un único objetivo: su rival. Cada minuto que pasaban por encima de la barrera suponía un nuevo peligro, porque sin su constante guerra contra la plaga la vacuna no tenía manera de mantener su número. De hecho, si se quedaban demasiado tiempo podrían quedarse atrapados como todos los demás después de haber sudado, exhalado o eliminado millones de individuos cada vez que iban al baño.

Tras dieciséis días en el mar invisible, acabarían por invadir su cuerpo. Aquello podría explicar los dolores de cabeza y el malestar que sentía en el estómago. Aquéllos síntomas podían ser simplemente el resultado de la constante tensión y la mala alimentación, pero cabía la posibilidad de que la vacuna también fuese nociva al quedar atrapada y coagularse en el torrente sanguíneo hasta llegar a romper los capilares y aumentar las posibilidades de sufrir infartos o arritmias. Pero no lo sabían. Nunca la habían probado.

Ruth quería creer que pasarían días o incluso semanas antes de que la inmunidad descendiese hasta niveles de riesgo, si tenían que correr… Si había soldados esperando… Ya llevaban alrededor de los tres mil metros más de ocho horas, y Ruth no podía garantizar que no fuese a haber problemas. Los dos hombres también estaban preocupados. Newcombe la había preparado para la posibilidad de que Cam y él no regresaran. Había dividido el contenido de las mochilas y había preparado una con las cosas básicas para que sobreviviese sola que contenía principalmente comida y un saco de dormir. Le había enseñado a usar la radio y la obligó a demostrarle de nuevo que sabía disparar y cargar el revólver, como si tuviese alguna posibilidad en un tiroteo.

Ruth sabía que no podía ir con ellos, pero detestó el precio de su conocimiento y su educación, como si fuese una maldita princesa encerrada en una torre, demasiado valiosa para dejarla salir, de modo que se obligó a quedarse despierta en la noche fría. —Lo siento— repitió. —Yo también— respondió Cam. Siempre la sorprendía. Ruth negó con la cabeza. —¿Por qué? No. Tú has…

—Quizá deberíamos haberle hecho caso a Newcombe yo Cam. —Él ha recibido un entrenamiento que yo no… No debería haber insistido tanto en seguir caminando. Quizá a s as alturas ya habrías perfeccionado la nano vacuna.

No, Cam. Fue idea mía, ¿recuerdas? Fui yo quien insistid en venir aquí.

«Y encima, después de todo, mañana subiréis ahí arriba por mí», pensó. «Y os encontraréis con los soldados y las armas, o con un grupo de supervivientes enfermos. No hay manera de saberlo».

Todavía sentado en sus mantas, Cam hizo un gesto como si volviera a callarse un comentario.

«No podría haber hecho esto sin ti», pensó Ruth. Entonces le acarició el antebrazo con la punta de los dedos y evitó convertirlo en algo más. Se contuvo para no bajarse la máscara y darle un beso en la mejilla, por mucho que mereciese aquel gesto de gratitud por su parte. —Por favor, ten cuidado— le dijo.