7

Ruth levantó los prismáticos e hizo una mueca, sudando tras las gafas protectoras y la máscara. Habían encontrado un espacio a la sombra junto a una furgoneta de FedEx, pero les había servido de poco. El vehículo había estado al sol toda la mañana y ahora irradiaba calor además de emanar el extraño olor pastoso de los paquetes que se cocían en su interior. Pegamento y cartón. La carretera era como un horno. Durante día y medio, el cielo había estado completamente despejado, sin una sola nube. La primavera parecía haber dado paso al verano, hacía calor, no soplaba viento y el sol deslumbraba. Intentaban evitar los coches más oscuros. Ruth sentía los coches negros a través del guante o de la chaqueta con sólo apoyarse en ellos. El frecuente contacto le había dejado la mano sana en carne viva, al igual que la parte exterior de sus muslos, las rodillas, la cadera y todo lo que rozaba constantemente el laberinto de vehículos.

Dolorida, observó las filas de casas bajo la carretera. Había sólo una pequeña posibilidad de enterarse de algo, pero hasta aquel momento los detalles habían marcado la diferencia, y no podía fingir que la fascinación morbosa que sentía no existía.

A más de kilómetro y medio de distancia, un meteoro de acero había atravesado dos bloques residenciales, arrojando metralla a su paso. Al menos una docena de casas habían estallado o se habían derrumbado, lo que había dejado sólo pedazos de paredes y techos y montones de yeso blanco y de muebles. También había trozos rotos de metal por todas partes. Ése fue el estallido que habían escuchado el día anterior, los misiles que habían derribado el avión. La aeronave debía de haber estado acercándose al punto de encuentro en la carretera 65, aunque ellos no lo hicieron. Ya habían atravesado Rocklin, habían avanzado más hacia el nordeste.

Los escombros estaban ocultos bajo un tornado de insectos. Atraídas por la sangre y los cadáveres desperdigados por las ruinas, las hormigas y las moscas inundaban el suelo y se apilaban en el aire, ascendían y formaban remolinos. El trío intentó evitar la tormenta sin reparar en lo que la estaba causando hasta que Newcombe divisó el fuselaje entre la niebla. La pieza más grande era el morro de un enorme avión de carga C-17 Globemaster III Aquélla debía ser la aeronave en la que volaba el hombre que encontraron el día anterior, y estaba a unos quince kilómetros de aquel cadáver.

«Dios mío», pensó Ruth intentando no imaginárselo. El avión resquebrajándose, los hombres desperdigados por el cielo… Habría más cráteres donde hubiesen caído las otras partes del G-17. Incluso a pesar del calor del interior de su chaqueta, Ruth sintió un escalofrío. No importaba que ella no les hubiese pedido que fuesen. Aquéllos hombres habían muerto por ella, y jamás podría pagarles por su heroísmo. Cerró los ojos. Quería rezar, pero no creía en ello. «Dios» era sólo una expresión enfática para ella. Sin embargo, el cumplir con aquella formalidad le recordó a su padrastro y su fe ciega, y sintió rabia y celos de él. Entonces miró de nuevo hacia arriba conteniendo el aliento en su pecho.

Apestaban a gasolina y a repelente. Los tres por igual. A Cam le enojaba la cantidad de moscas que seguían a su alrededor a pesar del olor y que le saltaban contra las gafas e intentaban colárseles por el cuello y la capucha. Había hecho lo único que se le ocurría para pasar desapercibidos. Había empapado las chaquetas de gasolina y de botellas enteras de repelente de insectos, lo que a Ruth le provocaba un intenso dolor de cabeza.

—¿Qué opinas? —preguntó Cam—. ¿Cuarenta hombres? ¿Cincuenta?

—Vámonos de aquí —dijo Newcombe cogiendo su mochila. Entonces, se giró y continuó con un tono de voz demasiado elevado:

—Sí, lo que significa que en total habría por lo menos cien.

«Desperdigados como el primer hombre que nos encontramos», pensó Ruth, pero no dijo nada. No quería provocarles. Cam y Newcombe aún estaban aprendiendo a comprenderse tan bien como ella les entendía a los dos, y. Chocaban incluso cuando la discusión ya se había terminado.

Ruth intentó zanjarla antes de que empezase de nuevo. Corrió hacia Newcombe y Cam la siguió. Caminaban con gran esfuerzo y muy deprisa, dejándose la piel en cada paso. Ruth vio el esqueleto de un perro, un fajo de billetes y una blusa roja que no se había descolorido en absoluto. Por lo demás, aquello era una auténtica carnicería: coches, huesos, basura, más huesos, y su mente se quedó atrapada en una espiral sin fin según continuaba avanzando a duras penas.

«Cien hombres», pensó. «Cien personas más que han muerto por mí». Sabía que eso no era justo. Su papel siempre había sido de defensa, de reacción frente al holocausto. No se la podía culpar por la plaga de máquinas, pero ella se sentía responsable. Tenía la sensación de que podía haber hecho más, de que debía haberlo hecho mejor.

—Tenemos que replantearnos hacia dónde vamos —dijo Newcombe.

Cam negó con la cabeza. —No perdamos el tiempo—. Ése avión es una muestra de compromiso. —No quiero hablar de eso, Newcombe. Cada hora que pasaba, la tentación de estar de acuerdo con Newcombe se hacía cada vez más intensa. Ruth estaba tremendamente cansada. Estaba obsesionada con su brazo. ¿Se estaría curando bien? Y Cam necesitaba asistencia médica aún más que ella, pero seguía en sus trece.

—No sé qué más queréis —dijo Newcombe—. La tragedia de ahí atrás es que eran cien tipos que sabían que tenían muy pocas posibilidades de sobrevivir incluso si nos encontraban, y no llegaron muy lejos, ¿verdad? Pero vinieron de todas formas.

Ruth miró atrás. Cada vez más, el gesto de negar lo que tenía delante se estaba convirtiendo en una costumbre. No había cambiado nada a pesar de los fragmentos de emisiones rebeldes que habían recibido la noche anterior. Seguían allí, bajo un cielo lleno de aeronaves, y no importaba si los rebeldes se autoproclamaban el gobierno legítimo estadounidense. Ambas partes lo habían hecho anteriormente. ¿Y qué? No eran más que palabras, pero le habían proporcionado a Newcombe un argumento más.

El militar no había cejado en su empeño de convencerlos. Probablemente no lo haría nunca. Habían hecho que la radio fuese incluso más importante para él, porque no tenía ningún otro amigo, y Cam admitió que tenían que intentar escucharla lo máximo posible. Cada vez que se detenían a comer o a dormir, los dos hombres la escuchaban juntos. Cam tenía que asegurarse de que Newcombe no transmitía ninguna señal. Cuando terminaban, guardaba las radios en su mochila y dormía apoyado en ella, y su dura almohada incluía también el arma de su compañero.

—Cada día que avanzamos hacia el este es un día más que tendremos que dar marcha atrás —dijo Newcombe—. Jamás intentarán rescatarnos cerca de la base de Leadville. Venir hasta aquí ya era bastante arriesgado.

—El riesgo es el problema —dijo Cam—. El mismo lo estás diciendo. No vamos a subir a un avión para que nos derriben de un disparo.

Caminando hacia la izquierda, de repente se encontró en un espacio abierto, como una especie de pradera de asfalto. Después atravesaron un charco de cristal junto a un Buick que había chocado contra un minúsculo Geo, lo que lo había estrellado contra otros dos vehículos.

—Mierda. —Newcombe sacudió los brazos con impotencia—. Si no les damos señales pronto cancelarán la operación. Pensarán que estamos muertos.

—Contactaremos con ellos en el momento oportuno.

—Esto es de locos.

—Ya está decidido, tío. Deja de ponernos trabas.

Ruth inspiró profundamente dentro de la máscara. Sus botas chocaron contra un fémur roto y una maleta abierta y después los tres volvieron a girar a la izquierda para evitar un pequeño escape de gasolina donde un todoterreno parecía haber acelerado, retrocedido y haber acelerado de nuevo, llevándose por delante a los otros coches unos diez metros hasta que las ruedas se desgastaron y el motor se detuvo porque el radiador había estallado. Habían visto ya varias embestidas.

La gente moribunda intentaba escapar, y cada vez que lo veía se sentía angustiada y perdida.

Siguió avanzando, aferrándose a sus pensamientos. Pasaron por debajo de un soporte para bicicletas y Ruth tropezó, pero se levantó de inmediato, aturdida y con la boca seca.

Una vez más, se giró para ver la nube de insectos. ¿Iba hacia ellos? De repente se le nubló la vista y se desplomó.

Parecía que nunca llegaba a golpear el asfalto. Se despertó arropada en su máscara y en su chaqueta húmeda y caliente con un nuevo dolor punzante en el brazo. Cam se inclinó sobre ella. —Tranquila— le dijo. «Me he desmayado», pensó, pero no fue del todo consciente de ello hasta que él intentó ayudarla a levantarse. El también estaba a punto de perder el conocimiento, inclinado bajo su mochila y el fusil de asalto. El brazo izquierdo le temblaba mientras agarraba la parte delantera de su chaqueta.

Newcombe se acercó para ayudar. Cam se puso tenso. Incluso con el rostro y el cuerpo tapados, era un gesto inconfundible, como cuando aquel terrier pequeño y estúpido de su padrastro se erizaba si alguien que no fuera él se le acercaba cuando había robado una almohada o un zapato.

Cam volcó una cantimplora en su guante y le mojó la capucha y los hombros. Ruth frunció el ceño confundida. Estaba pensando demasiado en el pasado e intentaba evitar la mirada de Cam y la preocupación que veía en ella. Había visto la misma mirada en los ojos de su hermanastro cuando le preguntó si iban a contarle a alguien lo suyo: que se habían acostado cuando fue a casa por Hanukkah y durante una semana en Miami. Lo que había entre ellos se había convertido en mucho más que simple diversión y conveniencia, pero ninguno sabía cómo planteárselo a sus padres. Ari. No había pensado en él en lo que parecía una eternidad, pero entendió por qué se había acordado de él. El lío entre Cam, Newcombe y ella le recordaba exactamente aquella sensación salvaje de estar atrapada.

Habían empeorado lo que ya de por sí era una situación terrible. Su confianza había desaparecido y no podían relajarse nunca, ni siquiera cuando acampaban por la noche, que era cuando más lo necesitaban. Ninguno de ellos había estado descansando bien, ni siquiera las pastillas ayudaban, y la falta de sueño era uno de los principales peligros. Los aturdía. Los volvía paranoicos, pero estaban obligados a colaborar. No tenían otra salida.

El vínculo que les unía era más fuerte que el que había existido entre Ari y ella, y su cabeza no paraba de dar vueltas buscando una respuesta. Entonces vio a los dos hombres por delante de ella, recelosos de los insectos. Ruth asintió y se obligó a ponerse de pie y la cabeza volvió a dolerle con un nuevo sentimiento de frustración.

Habían convertido su situación en algo irreparable. Ruth aceptó que era tan culpable como los otros dos. Podía haber obedecido a Newcombe desde un principio en lugar de animar a Cam a oponerse a él. Podía haber permitido que Cam se fuese al este solo para probar ella suerte con lo del avión. Hacía tiempo que habían pasado el punto de encuentro. Rocklin estaba a kilómetros de distancia, como todo lo demás excepto las zonas periféricas más remotas de la inmensa metrópolis de Sacramento. De hecho, habían estado hablando de abandonar pronto la carretera y de dirigirse hacia las pardas colinas de robles y praderas secas. Cam pensó que avanzarían más rápido lejos de la carretera, aunque también sería más difícil encontrar suministros. Newcombe y Cam aseguraban que podían transportar suficiente comida para varios días, pero ambos necesitaban beber al menos dos litros de agua al día y en dos de las cantimploras tenían que llevar gasolina. No sabían hasta qué punto atacarían los insectos en las colinas abiertas. ¿Sería mejor o peor?

Y había otras incógnitas. Ruth aún tenía que averiguar qué sentía por Cam. Era imposible no sentirse agradecida e impresionada. Las difíciles decisiones que él había tomado eran el único motivo por el que ella era libre y seguía con vida, y eran la causa de gran parte de todo lo que había conseguido hasta entonces. No quería hacerle daño. Sentía un gran afecto y lealtad hacia él, pero también desconfiaba. En su protección también había algo de posesión, y eso le preocupaba. También le sobrecogía lo rápido que se había vuelto contra Newcombe. Se había imaginado que discutiría con él, pero en vez de eso parecía sentirse muy cómodo con la idea de la traición. Aquello hacía que se volviese a plantear lo que habría vivido en aquella cima todo aquel tiempo, teniendo que sobrevivir a toda costa.

Tal vez sólo hubiese accedido por ella. Estaba claro que sentía algo por ella, no porque fuese maravillosa, pensó, sino porque estaba allí, porque quería sentirse aceptado, quería sentirse normal y entero.

Era muy humano asociarse con quien fuera que estuviese disponible. Y el miedo y el dolor intensificaban ese instinto. Su situación le recordaba a Nikola Ulinov. Como comandante de la estación espacial, Ulinov había intentado separarse de Ruth incluso cuando intercambiaban miradas y tenían motivos para tocarse el uno al otro, al discutir en su laboratorio o al ayudarse en la ingravidez de los pasillos y los módulos de la EEI.

Sus momentos con Ulinov habían sido fáciles si se comparaban con aquella situación. Ruth no podía imaginarse buscando nada físico. Tras tantos días en la carretera, la suciedad empezaba a solidificarse en su cuerpo, y tanto Cam como ella estaban heridos. Su rostro estaba tremendamente desfigurado, y debía de tener el cuerpo lleno de ampollas y abrasiones. Además, era sólo un crío, tendría unos veinticinco años, mientras que ella tenía treinta y seis, a punto de cumplir un año más.

Cam no había dicho nada. Suponía que no forzaría las cosas. Tal vez pensase que ella no se había dado cuenta de lo que sentía. Debía de sentirse tremendamente acomplejado con todas aquellas cicatrices, y solía estar bastante callado con ella. Tímido. Lo que menos necesitaban en aquel momento era aquella distracción, aquella chispa que se había encendido entre ellos dos.

El largo camino en sí ya era suficiente. Los dos solos no bastaban para vigilar a Newcombe y detectar insectos y otros peligros, mirar los mapas y la brújula, buscar agua, buscar comida y acampar. Tenían que hablar con Newcombe y tendrían que acabar confiando en él. Tampoco es que tuviese demasiadas opciones. ¿Qué iba a hacer? ¿Luchar con Cam para recuperar el fusil? ¿Y después qué? ¿Le dispararía y haría a Ruth prisionera tras atarle las piernas para evitar que escapase?

Al menos en esto Cam y ella tenían las de ganar. Al acampar siempre se tumbaban cerca. Dos eran más difíciles de dominar que uno, pero las consecuencias de dormir uno al lado del otro no hacían más que aumentar aquel problema en particular. En las frías noches de primavera, Cam era cálido. Incluso bajo los guantes y la chaqueta, era mucho más suave que el suelo. La noche anterior, Ruth se había acurrucado junto a él. Sabía que no debía darle esperanzas, pero fue incapaz de renunciar a aquella comodidad.

De todos los que habían formado parte de su vida, a quien más echaba de menos era a su hermanastro. Ni a sus padres ni a sus mejores amigos. Ari siempre había sido su distracción preferida. Su relación aún estaba por determinar, y nunca lo harían. No si había muerto o si, aunque esto era menos probable, estaba perdido entre los refugiados que se dispersaban en las montañas. Era el recuerdo perfecto: positivo y fuerte. Hacía que se sintiese segura. Incluso las cosas crueles que había hecho formaban parte del sencillo mundo anterior a la plaga. De hecho, le había hecho mucho daño, porque nunca estaba exactamente a su alcance. Legalmente eran familia, y tenían miedo de lo que la gente pudiese pensar. De modo que la dejó. Dos veces. La tercera vez fue ella quien dijo basta. Era una relación difícil, pero intensa.

Ruth Ann Goldman era hija única, y probablemente aquello era lo mejor. Su padre era analista y programador de software independiente, excelente en su trabajo, y muy solicitado. Tenía pocas horas para dedicarle a su hija, y menos a su mujer. El hecho de que tuviese la oportunidad de firmar un contrato con una única empresa y tener un horario de trabajo más estable y decidiese no hacerlo era algo que Ruth no entendió hasta mucho más adelante. Era una niña enérgica, traviesa y juguetona, que buscaba la aprobación en casa y, por lo tanto, en todas partes: en el colegio y entre su círculo de amigos.

Tras el divorcio, su madre encontró un hombre mejor, menos ambicioso. Su padrastro se parecía mucho a su padre, era apasionado e inteligente. Sin embargo, les daba más importancia a los demás, ya que había perdido a su primera mujer a causa de un cáncer.

Hubo muchos momentos en que se vieron desnudos, muchos portazos y muchas disculpas. Era todo muy dramático. Los dos eran mayores que Ruth, Susan cuatro años y Ari dos, y siempre iban con prisas arreglándose porque habían quedado o, en el caso de Ari, aseándose tras un partido de baloncesto o de béisbol. Ruth se las apañaba para estar en medio lo bastante a menudo.

Si es cierto que el amor no es más que una reacción química, a nadie debería haberle extrañado que hermanastro y hermanastra acabasen juntos. Su padre y su madre hacían buena pareja. Había un eco de aquella atracción en la generación siguiente y estuvieron tonteando durante años. Ruth lo ahuyentaba con su sarcasmo, pero lo atraía de mil maneras diferentes, preguntándole por sus novias, yendo en pijama por la casa, o sentándose con él para ayudarle a hacer sus deberes de matemáticas. Eran momentos de baja tensión erótica, como los que desarrollaría con Nikola Ulinov dos décadas más tarde. Cuando estaban solos en casa se peleaban por el mando a distancia y jugaban a hacerse ahogadillas en la piscina comunitaria delante de todo el mundo, su piel suave contra su piel mojada.

Ari era popular y atlético. Ruth estaba más bien apartada de la vida social: era una empollona. Tenía un cuerpo decente y un cabello bonito, pero parecía que hubiese cogido prestadas la nariz y las orejas de un adulto.

Se besaron por primera vez cuando ella tenía diecisiete años y aún era virgen. Ella llegó a casa disgustada tras un mal día en la escuela de baile. El chico que le gustaba no estaba interesado en ella. Puede que Ari se aprovechase de aquello. Y puede que ella le dejase. El la acarició por encima de la ropa y ella le paró una vez, pero al día siguiente fue todo muy incómodo. La confusión les separó y el silencio inundó su amistad. Por suerte, Ari se marchó a la universidad. Sólo se vieron en vacaciones y el verano siguiente. Después, Ruth se marchó a estudiar a la Universidad de Cincinnati. Después él tuvo una novia formal, y ella se fue con su primera beca.

Ruth tenía más experiencia cuando ambos regresaron a casa por Hanukkah el año que cumplió veintiún años. Ella le lanzaba miraditas durante la cena y en el salón mientras la familia veía la televisión. Cuando todos se fueron a dormir, dejó la luz de su cuarto encendida y fingió que estaba leyendo. El se coló a hurtadillas en su habitación y todo fue muy emocionante, bonito y romántico.

Las cosas siguieron así durante años. Buscaban una tarde o una noche para estar juntos. Lo cierto era que podían haberse esforzado más por haberlo convertido en una relación, pero Ruth estaba siempre demasiado ocupada, y Ari nunca tuvo ningún reparo en llevarse a otras mujeres a la cama, lo que la indignaba bastante.

Era ese karma inestable lo que hacía que le apreciase tanto. Casi todo lo que sabía y creía de la religión se lo había enseñado su padrastro. No se había criado como ortodoxa precisamente. Consumía sabrosos subproductos de origen animal en pizzas con sus amigos, y su padre se pasaba todo el Sabbath trabajando con el ordenador. Pero aquella parte de su vida cambió radicalmente cuando su madre volvió a casarse, Ari solía tener partidos los sábados y su padrastro llevaba a toda la familia en coche a verle sin problemas, pero eso sí, los Cohén jamás comían carne de cerdo, como mandaban las escrituras. También se esforzaban por no trabajar o por no encender la televisión durante el Sabbath. La fe de su padrastro no era una cuestión de culto en sí, sino un profundo respeto por todas las cosas. Si le presionasen, él lo resumiría todo en una frase que no era precisamente judía: «Trata a los demás como quieras que te traten a ti». No era ni científico ni especialmente lógico, dada la naturaleza humana, pero implicaba equilibrio y eso le gustaba.

Al principio, Ruth se había comportado con Ari como una cría, y después había sido egoísta. No podía permitirse cometer el mismo error otra vez.

Ruth se había desviado de su camino para coger una caja de condones en Walgreen mientras los dos hombres estaban tres pasillos más adelante en la sección de comida enlatada, y se preguntaba qué narices les iba a decir si la descubrían. «Tengo que hacerlo». Incluso si ella decía que no, Cam podría decir que sí, y sus opciones eran limitadas. Ella se había alentado. Le envidiaba. En ciertas ocasiones no tenía ninguna gracia ser mujer, ser más pequeña y estar sola.

Mientras pasaba una furgoneta abollada detrás de Cam, Ruth tuvo la tentación de pedirle un descanso. Cada vez tenía más miedo de parecer débil. Se agarró a uno de los espejos del coche para apoyarse y alzó la vista para mirar la espalda de Cam. Después se alejó de la calavera que, apoyada contra la ventana abría las mandíbulas en un grito eterno.

Ruth sintió que le invadía la duda y una nueva vergüenza. «Intenta no pensar». Por desgracia, le dolían demasiadas partes del cuerpo como para ignorarlo, y donde no le dolía, le picaba. No entendía cómo Cam podía levantarse y seguir avanzando día tras día.

«No pienses. Ésa es la clave. No pienses».

Había demasiadas decisiones que tomar entre los coches. Cam pasó por encima de un esqueleto, pero ella tuvo que rodearlo. Después, él retrocedió al encontrarse con varios coches apretujados en un callejón sin salida, pero Ruth iba tan rezagada que cuando le alcanzó ya pudo incorporarse a la nueva ruta.

De repente se detuvo, mirando más allá de Cam con incredulidad. Estaban cerca de la cima de una pequeña elevación, y delante de ellos, la interestatal ascendía más de kilómetro y medio y atravesaba empinadas colinas con prados y robles retorcidos. La carretera estaba plagada de vehículos que se dirigían al este en ambos lados. Los coches ocupaban los arcenes y algunos se habían salido y habían caído por la ligera pendiente. Ruth vio un montón de rocas que se habían desprendido de uno de los muros de contención, una veta color magma de tierra y grava. Era interminable. Newcombe tenía razón. Era imposible llegar a un punto lo bastante alto en menos de una semana, o incluso dos, avanzando a través de cada maldito centímetro de aquellos restos.

«No, por favor. Por favor, no pienses», se dijo a sí misma pero el miedo que sentía no se disipaba. No podía evitar mirar la larga línea de la carretera mientras se abrían paso entre los capos de dos coches.

Cam se volvió y la apartó justo cuando un sonido seco de algo que se agitaba les inundó los oídos. Serpientes de cascabel. Una gran cantidad de cuerpos carnosos estaban enroscados en el espacio que tenían delante, defendiendo su territorio con agresividad. Najarro se hizo a un lado y retrocedió al topar con más cascabeles. Había encontrado más serpientes pasando junto a los coches más cercanos y Ruth miró a ambos lados con la idea de subirse a algún sitio.

Hizo lo que pudo para emitir las palabras.

—¿Qué hacemos?

—Les gusta la carretera —dijo Cam—. Está caliente y tienen muchos sitios donde esconderse. Sería mejor que avanzásemos campo a través como habíamos hablado en un principio.

—Joder, eso es de locos —dijo Newcombe—. No tienes ni idea de dónde nos estás metiendo.

—Sí la tengo. Lo conseguiremos.

—¡Yo podría conseguir un avión hoy mismo!

—Nos matarán en cuanto lo vean aterrizar.

—¡Basta! —intervino Ruth—. Dejad de discutir.

Pero su voz no era más que un susurro y los hombres no respondieron. Se miraban fijamente. Ella se giró temblando.

El entorno parecía cambiar según subían. Habían llegado a una zona donde al menos algunos reptiles habían sobrevivido. Apenas se encontraban a ciento cincuenta metros sobre del nivel del mar y aún les quedaban unos ciento treinta kilómetros por recorrer en aquel mundo extraño y peligroso. No quería ofender a Cam, ¿pero y si habían tomado la decisión equivocada?

Él ya estaba buscando un modo de pasar las serpientes. Se había subido al capó de un Toyota para inspeccionar la zona. El coche rozó contra otro vehículo y chirrió. Sin embargo, ante él la carretera se alargaba hacia el infinito y ella ya tenía los pies llenos de ampollas y le dolían los tendones y los huesos.

Ruth ya no estaba segura de que pudiesen conseguirlo.