6

Hernández se sentía como si hubiese entrado en un campo de minas. No podía hacer otra cosa más que esperar. Lucy McKay se quedó el tiempo justo para tomarse una taza de café caliente y después salió por la portezuela de la tienda de campaña, tras deslizar la cremallera.

Gilbride inclinó la cabeza hacia un surtido de bolsas de comida preparada. La mayoría estaban abiertas, y alguien se había comido su contenido o lo había usado como moneda de cambio.

—¿Azúcar? —preguntó Gilbride—. Sí, gracias.

Todo aquello de sentarse a tomar café era muy extraño. No el gesto amistoso en sí, sino lo poco común de la situación, el hecho de usar entonces lo que no tendrían mañana. Si es que había un mañana. Bebiendo de las tazas juntos bajo la fría luz verde de la tienda, Hernández expresó sus pensamientos en voz alta.

—Será mejor que lo disfrutemos ahora que podemos, ¿no? Si es que a esto se le puede llamar disfrutar.

—Sí. —Gilbride, inquieto, movió dos tarros y una cantimplora por el simple hecho de moverlos—. Por cierto, esto es le último que nos queda, hasta que nos traigan más provisiones Los soldados han acabado con todo muy deprisa.

—Se nos van a congelar las pelotas —bromeó Hernández—. Recibiremos más provisiones, ¿verdad? «Ésos deben de ser los nuevos rumores, que estamos so los», pensó el comandante, y se alegró de nuevo de contar con la amistad de Gilbride.

Sus suboficiales eran el mejor modo de obtener información y de mediar entre él y los que estaban bajo su mando.

—Puede que pase un tiempo hasta que incluyan el café en la lista —respondió—, pero sí, por supuesto. Saben que no podemos vivir del musgo.

Leadville no le habría proporcionado todo aquel arsenal si temieran que sus soldados pudieran volver con él, hambrientos y furiosos, y aun así gran parte del suministro había desaparecido antes de que abriesen las cajas. En casi todos los paquetes de comida preparada faltaban sus mejores componentes: caramelos, café, pasta de dientes. Incluso el peso de las cajas de munición se había aligerado. —Nos necesitan— reafirmó Hernández. —Claro.

—Sabes que puedes contarme cualquier cosa —le dijo al sargento un momento después, esta vez con voz cortante e impaciente—. No saldrá de aquí. Quedará entre tú y yo, Nate. Gilbride dejó la taza sucia en la tabla donde Hernández había clavado el mapa de la zona, justo sobre la frontera de Utah, donde no había ninguna contienda. No. Se rumoreaba que cerca de la región elevada de la meseta de White River, sus propias fuerzas habían utilizado un arma nanotecnológica contra los rebeldes y habían desintegrado a dos mil hombres, mujeres y niños por reparar un avión de pasajeros. White River esperaba llegar antes que Leadville a los laboratorios de Sacramento, pero fueron aniquilados a modo de advertencia para los demás grupos rebeldes.

Norteamérica parecía un continente diferente en sus mapas. Nada habitaba el este o la región central de los Estados Unidos, o los largos tramos del norte de Canadá. Las poblaciones que hubiesen sobrevivido se veían limitadas a permanecer en dos líneas desiguales desperdigadas por todo el oeste. La franja que formaban las Rocosas era mucho más densa que la de las sierras. A parte de aquello, no había nada.

Habían dibujado flechas rojas para marcar los asaltos aéreos en Wyoming, Idaho y la Columbia Británica. Los cuadrados rojos indicaban las unidades acorazadas avanzadas del paso de Loveland, y los círculos y los números las supuestas fuerzas establecidas en Arizona y Nuevo México. Leadville estaba prácticamente sola contra todo aquel esfuerzo, a excepción de tres cimas de partidarios.

—Hay mucha gente cabreada —dijo Gilbride.

Y señaló el mapa fingiendo que se refería a eso.

Hernández se dio cuenta de lo mucho que le estaba costando a su amigo incluso plantear la idea, y le respetaba por ello. Al fin y al cabo, lo mejor que les había enseñado el cuerpo de marines era a usar el cerebro, y la batalla que se diseminaba por la Divisoria Continental ya no era sólo una guerra por el alimento y los recursos. Todo el mundo quería la vacuna. Él sabía que debería condenar a Gilbride por atreverse a insinuar una rebelión, pero lo único que dijo fue:

—Sí, sí. Es un desastre.

Y aquello en sí resultaba alentador.

Hernández sólo contaba con información limitada y sabía que era por un motivo, otra manera de aumentar su impaciencia. Era un hombre de carrera y sonrió vagamente al pensar en la típica queja del soldado de a pie: «No soy más que un hongo. Me mantienen a oscuras y no me dan más que mierda».

Leadville quería que no tuviese otras opciones. Había visto a demasiados desertores, de modo que no sólo pretendían mantener a todos los comandantes de campo con la comida justa para que dependieran de ellos, sino que también querían que su gente supiese lo menos posible de los motivos de la guerra o si se había ganado o perdido. Hernández había recibido órdenes de mantener silencio radiofónico y cuarentena, supuestamente para evitar que los rebeldes les localizasen, pero también para que no escuchase la otra versión de la propaganda. Todos eran estadounidenses, y todos estaban igualmente equipados. Los líderes habían puesto a Hernández y a otros comandantes del frente sur en unas frecuencias que en un momento dado había utilizado la armada, pero no sería difícil escuchar al enemigo. Hablar con él.

Lucy McKay estaba allí para descifrar los mensajes que enviaba Leadville y para codificar sus propios informes. En la ciudad había un millar de técnicos como ella rastreando el tráfico radiofónico continental en busca de patrones y pistas. Otros mil más analizaban las señales de todo el mundo. La mayoría de los satélites de comunicaciones civiles y militares seguían flotando por encima del cielo y Leadville contaba con una infinidad de personal de agencias como la NSA, la CÍA, la día, el FBI y otras agencias de inteligencia más pequeñas, así como varios cuerpos de policía estatal.

Los rebeldes también contaban con sus propios expertos. Los hackers de ambos lados habían luchado por detener, dominar o destruir los satélites. La guerra de la información era tan real como la de las balas y las bombas.

Sentado junto a Gilbride, Hernández procuraba no girarse para mirar la radio. ¿Era posible que McKay hubiese escuchado algo que no debía escuchar? ¿Habría llevado a cabo alguna transmisión? Él solía dejar la tienda de campaña durante horas y había muy poco que hacer en aquel maldito lugar. La tentación debía de ser enorme. Todo su entrenamiento, la razón por la que estaba bajo su mando era para encargarse de la radio, y no cabía la menor duda de que Gilbride y ella tenían un secreto.

Hernández olió el café de su taza y dudó si debía acabárselo. Se había enfriado, pero su sabor era un lujo, al igual que su rico olor amargo. En cierto modo, estaba tan bueno que le dolía. Despertaba el sentimiento de soledad que le invadía el pecho y que constantemente se obligaba a ignorar. Y volvió a cortar el silencio.

—Saldremos de ésta —dijo—. Siempre lo hacemos, ¿no? Gilbride sólo asintió. Evitaba forzar la garganta. —Ya sabes que esta colina es la esquina más olvidada del mapa. Es como estar de vacaciones— bromeó Hernández de repente.

La idea era absurda.

—Joder, esto es como un retiro —continuó—. Probablemente pasemos aquí toda la guerra, tranquilamente.

Seguía parloteando. Estaba asustado, y Gilbride miró hacia otro lado como si se avergonzase de él.

Había un gran descontento entre sus marines. La cuestión no era si había un problema, sino la magnitud de éste. El que hubiese llegado a la tienda principal decía mucho. En el bunker 5, probablemente Gilbride le había librado de una confrontación de la que apenas acababa de empezar a preocuparse. Sus soldados estaban a punto de rebelarse. El accidente de Kotowych podría haber sido el catalizador. Cuanto más vieran cómo iban sufriendo heridas y enfermando, más rápido sucedería. Tunis había expresado lo que muchos de ellos debían de estar pensando. Querían dejar de trabajar. Querían marcharse de allí. Hernández tenía suerte de que hubiese corrido la voz a tiempo para que Gilbride llegase corriendo y le alejase de allí.

Vació la taza y se puso de pie, lo que le apartaba del calor del hombro de su amigo. Después se dirigió hacia la portezuela, luchando contra su decepción. No cogió armas.

—Gracias —dijo con cautela mirando la tela verde en lugar del rostro del sargento.

Intentó poner todo el sentimiento posible en aquella simple palabra.

—Señor… —comenzó Gilbride con voz ronca. Hernández le interrumpió.

—Necesito que me dé el aire —dijo—. Sólo un momento. «Lo siento», estuvo a punto de decir, pero había demasiadas maneras de interpretar una disculpa. El supuesto descanso de Gilbride había sido una advertencia. Ahora Hernández estaba convencido de ello.

Abrió la cremallera de la tienda y salió, estremeciéndose por el cambio de temperatura. De repente sopló una brisa y el frío invisible recorrió la forma desigual de la zanja.

El comandante cerró la cremallera, esperando en cierto modo que Gilbride le siguiera. Pero no. Afortunadamente. Y no había nadie esperándole fuera para detenerle, de modo que era una advertencia.

Frank Hernández se alejó del bunker y se sintió como si estuviese escapando. En todo caso sólo serviría para retrasarlo, y probablemente sería un error. No quería que Gilbride le malinterpretase. «Es un desastre». Pero no quería volver. Aún no.

Fuera había más soldados de lo habitual, el grupo que había estado trabajando regresaba. Cargados con palas y piedras, avanzaban en parejas y tríos hacia los refugios. Hernández les evitó sin problemas. Iba cuesta arriba, mientras que ellos descendían, pero tuvo la sensación de que había tomado una decisión equivocada. Normalmente se desviaba de su camino para intercambiar unas palabras o una sonrisa con ellos, cualquier cosa para reducir las distancias entre oficial y soldado.

Se imaginaba cómo habría comenzado la insurrección. Cada uno de sus sargentos tenía que supervisar tres búnkeres. En cada bunker había unos dieciocho soldados, muchos de los cuales estaban solos todas las noches y la mayor parte del día. Si todos aquellos hombres y mujeres se sentían de una manera en particular, una única voz discordante no sería suficiente, sobre todo si esa persona hablaba demasiado tarde.

Era un pequeño ejemplo de lo que le estaba sucediendo a él en aquellos momentos. La influencia de sus subordinados era demasiado fuerte. Un líder inteligente sólo escogía direcciones que sus seguidores estaban dispuestos a tomar Si se les presionaba demasiado podrían rebelarse.

«¿Pero qué otra opción tenemos aparte de quedarnos?», se preguntó. «¿Adonde creen que podemos ir si no? ¿De vuelta a la ciudad?». Estaban cumpliendo órdenes. Tenían una misión, por muy poco que fuesen a ayudar en realidad en la guerra aérea.

Hernández se detuvo junto a un bloque de cemento. Había un pequeño espacio más cálido en uno de sus lados. El comandante se esforzó por respirar más despacio y volvió a mirar al cielo despejado. Después se volvió y caminó hacia la cima más cercana. El viento arremetió contra él, soplando sobre las rocas erosionadas por las tormentas. Sus mangas y sus perneras ondeaban como banderas.

«Habla con Gilbríde», pensó. «Tranquilízale. Si logro convencerle a él primero, los dos podremos hablar con todos los demás en la tienda principal. Si no es demasiado tarde».

Si un solo soldado estaba impaciente, si alguno de ellos estaba demasiado enfadado, cansado o indignado se vería obligado a actuar. Si alguien se negase a cumplir una orden, ¿qué haría? No podía prescindir de nadie para detener a la gente, y menos aún nombrar guardias. Incluso si la crisis no terminaba con su mando, acabaría con su efectividad. La moral de la gente estaba baja. No quería ni imaginarse lo que pasaría si tuviese a diez personas encerradas en uno de los refugios y a dos más haciendo turnos para vigilarles a punta de pistola día tras día.

«Necesito más tiempo».

A través de la sierra de picos no se veía Leadville, aunque de noche se divisaba un débil resplandor de electricidad, como una niebla rosa asentada en la tierra. Aun así, se quedó. Se veía obligado a hacerlo. Necesitaba saber qué estaba pasando.

Las cosas habían ocurrido muy deprisa desde que se había tomado la decisión de abandonar la estación espacial. Había habido rumores de una reorganización en el personal general y Hernández seguía preguntándose qué habría sido de James Hollister. ¿Habría conseguido escapar o estaría detenido? ¿O fusilado por traición? El comandante suponía que el consejo presidencial temía un golpe de Estado.

También se preguntaba si la nano vacuna funcionaría de verdad. Seguramente sí. De otro modo los rebeldes no estarían presionando tanto, acabando con los pocos recursos que tenían. Y sin esa inmunidad, el capitán Young y los demás traidores no se habrían adentrado en el cementerio en que se había convertido Sacramento ni se negarían a rendirse. ¿O sí? Tal vez estuviesen muertos. Quizá les habían capturado y estaban detenidos en California o en la misma Leadville. No lo sabía. Nadie le había dado esa información, porque si saliese a la luz… Si fuese cierta…

La lealtad de las diversas tropas hacia Leadville se debía a las riquezas de la ciudad y a la costumbre de estar bajo su mando, pero principalmente a sus riquezas. No había otro lugar mejor adonde ir.

¿Qué sucedería si la gente pudiese volver a vivir por debajo de la barrera de nuevo?

No. Era demasiado fácil culpar a Leadville de todo. Incluso si los dirigentes hubiesen cambiado, ¿harían algo de forma diferente? La capital contaba con los mejores laboratorios del planeta. Debían controlar y desarrollar la vacuna. Hernández tenía fe en ello. Si la otra nueva arma nanotecnológica era real, ellos también debían de tenerla. Las guerras que se libraban al otro lado del planeta podían extenderse con demasiada facilidad. El suelo habitable escaseaba y había que tener un punto al que agarrarse.

No mucho antes, el consejo presidencial había estado formado por representantes del pueblo, escogidos de manera limpia y justa, que hicieron todo lo posible a pesar de la situación, y sin embargo… Sin embargo respetaba a muchos de los hombres y mujeres que actuaron en su contra, como James Hollister, el capitán Young, Ruth Goldman y el superviviente, Cam.

Hernández se volvió abatido en el aire helado y vio un ave oscura revoloteando en el viento. Entonces volvió a preguntarse cómo se reorganizarían todos los cuadrados y las flechas de sus mapas si la vacuna se extendiese. Se habían cometido demasiadas atrocidades como para que los Estados Unidos volviesen a reunirse como una sola nación así sin más. Todos tenían demasiadas buenas razones para odiar, y seguiría habiendo poblaciones en otros continentes desesperadas por conseguir la vacuna. La única cuestión real era la magnitud del conflicto que se avecinaba: quién se enfrentaría a quién, dónde y cuándo. Casi podía verlo. Aquélla batalla sena, en muchos sentidos, tan atroz y devastadora como la plaga de máquinas en sí, y era consciente de que pequeñas unidades como la suya tendrían un papel decisivo en la guerra civil, al añadir su peso a la balanza final.

Frank Hernández aún tenía que decidir de qué lado estaría.