El comandante Hernández avanzaba con cuidado para evitar que el peso que llevaba sobre sus hombros le arrastrase colina abajo. Podría romperse un tobillo con facilidad, sobre todo con las piernas y el cuerpo atrapados en aquel equipo.
En la Divisoria Continental, a unos cuatro mil metros de altura, incluso una soleada tarde de mayo era gélida, y las noches letales. Las armas se encasquillaban con el frío. Las ortodoncias, las gafas y los anillos quemaban. Como todos los soldados que se encontraban bajo su mando, Hernández vestía ropa de abrigo y llevaba más capas de las que cabían en su chaqueta verde oscuro. Preferían estar incómodos a muertos, pero aquello también les hacía torpes.
—¡Aaah! —gritó un hombre a sus espaldas.
Hernández oyó un sonido metálico. El pulso se le aceleró, pero se controló. Levantó la lona y se la quitó de la espalda antes de soltar la roca. La piedra de veinte kilos se derrumbó mientras Hernández se apartaba de ella para buscar a su compañero.
El soldado Kotowych estaba de rodillas contra la pared del desfiladero apretándose un brazo. Hernández vio manchas oscuras salpicadas en el suelo y una palanca sobre la que se habían solidificado sangre y piel.
—¡Eh! —gritó a Powers y a Tunis, que también habían acudido a toda prisa.
Sólo había ocho de ellos en el desfiladero y Hernández miró a Powers.
—Tú serás mi mensajero —le dijo—. Ve a avisar al médico. Pero ve despacio, no queremos tener que recogerte a ti también. ¿Entendido?
—Sí, señor —respondió Powers.
—La puta barra me ha atravesado la mano —gruñó Kotowych.
Susan Tunis levantó su propia palanca como si fuera un palo de golf.
—No puede seguir haciéndonos trabajar así —dijo.
Su aliento salía en bocanadas cortas y pesadas y la barra de acero se mecía con su cuerpo.
De rodillas junto a Kotowych, Hernández alzó la vista sin moverse y le dijo:
—¿Por qué no me ayudas?
—¡Deberíamos usar explosivos en lugar de cavar así! —exclamó Tunis.
Hernández miró más allá para buscar ayuda, pero apenas conocía a aquellos soldados y ninguno de sus suboficiales estaba presente. Aquello era un desastre. Su cuadro de mando carecía de oficiales de rango. Sólo se tenía a sí mismo, a tres sargentos y a un cabo, y quería ascender de rango al menos a seis de sus hombres, si lograba identificar a las personas adecuadas.
No podía tolerar la insubordinación. Se puso en pie y miró a Tunis a los ojos.
—La cabeza erguida, marine —dijo.
La cara de la mujer palideció con la tensión.
—Ayúdame.
El comandante intentó que no pareciese una orden. Si ella se negaba tendría que imponerse, de modo que intentaba distraerla. Entonces se despojó de su chaqueta y se quitó una de las camisas. Kotowych ya casi había dejado de sangrar, y alrededor del puño se le había formado una capa hielo vitrea y roja, pero era importante presionar. De no hacerlo, la hemorragia continuaría dentro del brazo.
Hernández volvió a ponerse la chaqueta antes de palpar los dedos y la muñeca de Kotowych en busca de fracturas. No había ninguna, pero tenía la mano hecha un desastre. Cortó la camisa en tres trozos con su navaja. Formó un cuadrado con una de las tiras, la puso contra la palma del herido y después la vendó con las otras dos y las apretó todo lo que pudo. —Esto servirá de momento— dijo. —¿Puedes andar? Te bajaremos a la ciudad.
—Sí, señor —dijo Kotowych apretando los dientes. De repente, Tunis intervino.
—Señor. Lo siento, señor. Es que… Nosotros…
—Estabas enfadada —dijo Hernández con autoridad.
Tunis asintió. Durante un instante el comandante dejó que siguiera sintiéndose incómoda bajo su mirada. Después apartó los ojos de ella y dijo:
—Los demás volved al trabajo. Pero por el amor de Dios, tened más cuidado.
Los hombres dudaron. Hernández estuvo a punto de reprenderles, pero ocultó su frustración. Se dio cuenta de que no debía dejar a Tunis con ellos. Causaría problemas.
—Cógele por el otro lado —dijo.
Sujetando a Kotowych, el comandante y la marine se abrieron paso por el desfiladero hacia un sombrío campo de rocas musgosas. Nada crecía más alto que la espesa hierba y unas minúsculas flores. Predominaba la alfombra de musgo marrón entre las pálidas rocas oscurecidas por los líquenes. Miles de rocas. Rocas y nieve. De hecho, en muchas zonas la nieve nunca llegaba a derretirse del todo.
Allí arriba, el aire era gélido y seco. Los supervivientes se habían adaptado a la altitud o habían perecido, pero los dolores de cabeza y las náuseas estaban a la orden del día entre la población de Leadville, que estaba tres mil metros más abajo. Ochocientos metros más arriba, cualquier esfuerzo físico requería jadear para obtener el oxígeno suficiente y respirar demasiado rápido como para que el aire absorbiera el calor de los senos nasales. No era difícil dañarse los pulmones o congelarse de dentro hacia fuera, sufriendo un descenso de temperatura corporal antes de que uno se diera cuenta. La ansiedad era también un efecto secundario muy común de la hipoxia. Al no recibir el oxígeno suficiente, el cerebro generaba una sensación de pánico que no ayudaba en nada a aquellos que ya estaban bastante tensos. En catorce meses, Hernández había visto caer a muchos soldados, ya que las avanzadillas y las patrullas mandaban a sus bajas devuelta a Leadville.
Aquéllas cumbres eran lugares vacíos y milenarios que no estaban destinados para el ser humano. Las rocas de color gris anaranjado se habían alisado y cuarteado una y otra vez. Los elementos podían hacer lo mismo con ellos en mucho menos tiempo. Hernández había dado órdenes de cavar y construir sólo en las escasas horas del mediodía y haciendo turnos escalonados. Nadie trabajaba todos los días, por muy desesperada que fuese su situación. Su grupo había llegado a aquella ladera hacía tan sólo cuarenta y ocho horas y ya habían sufrido tres bajas, además de Kotowych, y no tenía ningún sentido cavar trincheras si nadie iba a poder luchar desde ellas.
«Y eso va también por ti», pensó. Tenía la espalda, las manos y las piernas doloridas. Frank Hernández apenas pasaba de los cuarenta y cinco años, pero el frío hacía que todo el mundo padeciese artritis.
Se había comprometido a participar en el trabajo duro en lugar de sentarse y dejar que los demás lo hiciesen todo. Le preocupaba demasiado la moral de sus hombres. Muchos de sus marines no se conocían entre ellos y se habían visto obligados a trabajar juntos. Eran lo que quedaba de cinco secciones. Había demasiados rumores y miedos. —Ya casi hemos llegado— le dijo a Kotowych. Sus pasos se perdieron en el cielo azul. Hernández estaba concentrado en mantener el equilibrio, pero la ladera de la montaña era tan empinada que era imposible no ver el inmenso horizonte, un contraste de picos oscuros, nieve y lejanos espacios abiertos. Era una distracción. Jadeando, Hernández miró al oeste. No había nada que ver, aparte de más montañas, claro, pero se imaginó a sí mismo atravesando las cuencas de Utah y de Nevada hasta la costa urbana, donde toda su vida se había visto truncada en un momento.
Por necesidad, la guerra civil estadounidense era principalmente una guerra aérea. La urgente lucha por reclamar y saquear las antiguas ciudades que se encontraban por debajo de la barrera dependía de su capacidad de mantener los helicópteros y los aviones. La infantería y los blindados sólo podían atravesar las zonas de la plaga por vía aérea, y el territorio que le habían asignado era una tarea de primera línea, cuando hacía tan sólo una semana había sido el jefe de seguridad de los laboratorios de nanotecnología de Leadville y el enlace entre los científicos y los círculos más elevados del gobierno estadounidense. Hernández había sido elegido para dirigir la expedición en Sacramento porque confiaban en él, y porque la confianza era más valiosa que el alimento o las municiones. Ahora estaba en el exterior. Y lo peor de todo es que lo entendía.
Su misión no había fracasado totalmente. Volvieron a Leadville con varios ordenadores, archivos en papel y un montón de piezas de maquinaria. El coste oculto era la conspiración en sí. De los quince traidores, seis estaban muertos y cuatro habían sido capturados, pero su traición implicaba problemas más graves.
¿En quién se podía confiar? La rebelión había alcanzado los círculos internos de Leadville, aunque nadie se lo había dicho de una forma tan directa. Había visto la duda en sus ojos. El hecho de que no le hubiesen citado para encontrarse con el general Schraeder o con cualquiera de los líderes civiles también era muy revelador. Sus superiores se habían distanciado de él. No podían evitar sospechar que pudiese estar implicado. Además, todos conocían su amistad con James Hollister. Como encargado de los laboratorios, James había tenido un papel decisivo a la hora de reemplazar a los científicos que subieron al avión. Y, lo que es peor, los marines de Hernández fracasaron en su intento de frustrar el ataque de las Fuerzas Especiales.
Ninguno de los líderes había esperado esa traición. Les cogió por sorpresa. Hernández era el responsable y si se hubiese quedado la vacuna, probablemente los rebeldes no habrían lanzado nuevas ofensivas contra Leadville.
Él había sido el eje. Pero las cosas no estaban como para perder a un oficial, y menos con el repentino estallido de la guerra. Lo irónico del asunto le indignaba. La lucha le había salvado. No hubo consejos de guerra. Ni siguiera le degradaron. En vez de eso, le adjudicaron casi el doble de los soldados que tenía antes, un destacamento mixto de infantería y artillería de ochenta y un marines, una especialista en telecomunicaciones de la Marina y un médico inestimable, un recluta que había sido bombero en otra vida.
Se suponía que los rebeldes de Nuevo México estaban planeando una invasión en helicóptero, y ése era el motivo por el que se encontraba allí, dispuesto a vencer a las aeronaves o a las tropas terrestres que se atreviesen a pasar. Podía verse como una oportunidad para demostrar su lealtad. Estaban en la zona sur, a unos treinta kilómetros de Leadville, treinta kilómetros en línea recta, que, a pie, en aquel terreno irregular suponía más del doble de distancia. Las furgonetas que les habían llevado hasta la base de la montaña se habían marchado hacía tiempo. Allí Hernández disfrutaba de mucha independencia. Quería creer que los líderes querían confiar en él. Pero en realidad, su gente no era más que un badén. Un pequeño elemento de disuasión. Podían lanzarles unos cuantos misiles a las aeronaves enemigas pero después nadie les daría importancia o estarían muertos, bien a causa de las bombas o de un misil. Y sus hombres lo sabían. Les habían condenado a realizar trabajos forzados y a una muerte casi segura por el simple hecho de ser soldados y, por lo tanto, prescindibles.
—¡Eh! ¡Eh! —gritó un hombre que iba más atrás.
Hernández se giró y vio a cuatro soldados corriendo por la pendiente, entre los que se encontraban Powers y el médico. Traían varias chaquetas y una cantimplora.
—Buen trabajo a los dos —les dijo a Tunis y a Kotowych.
Los otros se acercaron.
—¿Qué ha pasado? —preguntó el médico.
—Llevémosle al refugio primero —dijo Hernández—. He cortado la hemorragia.
—Ése desfiladero nos está matando —dijo otro hombre.
Hernández se puso tenso, pero no era el momento de imponer su autoridad. «Están asustados», pensó. «Deja que se quejen». No obstante, no podía permitir aquel tipo de manifestaciones.
Estaban excavando la roca desde lo alto de la colina porque no quería descubrir su posición con un campo de zanjas abiertas. Requería un mayor esfuerzo, pero sus refugios armonizaban bastante bien con el entorno, montañas de granito sobre montañas de granito. Lo peor era la espera. Tenían unas cuantas barajas de cartas y un juego de backgammon, y sus soldados se entretenían escribiéndose nombres y dibujándose cosas en la piel con bolígrafos. Era mejor trabajar. Arrastrar rocas no era precisamente un gran reto, pero les obligaba a planificarse y a cooperar y a él le daba la oportunidad de analizarlos. Podía haber ordenado el uso de más explosivos, y suponía que tendría que hacerlo en un momento dado. El suelo era como el cemento, endurecido por eones de cortos deshielos y largos inviernos. El único modo en el que pudieron empezar a construir sus búnkeres fue detonando muchas minas antipersona boca abajo, contra el suelo, pero quería conservar toda la artillería posible.
El campamento que Hernández veía mientras ayudaban a Kotowych a atravesar una pequeña cresta estaba en las últimas: unos cuantos soldados desperdigados, unas lonas verdes medio perdidas en la ladera. Los refugios no bastarían. Incluso si Nuevo México atacase en otro lugar, las tiendas de campaña y los sacos de dormir no les protegerían del frío eternamente. A pesar de todo, el comandante estaba orgulloso. Se sentía todo lo bien que se podía sentir en aquella situación. Habían levantado aquello juntos y eso ya era algo, aunque no podía evitar controlar sus posiciones y reanalizar la distribución de las ametralladoras y de los misiles stinger. Los soldados tenían motivos para estar preocupados. Por suerte, los helicópteros estaban en desventaja a aquella altitud. El clima jugaba a su favor. Suponían que Nuevo México esperaría un frente de altas presiones para elevarse lo máximo posible. El terreno también era su aliado. Dirigiría cualquier acercamiento a sus pies, donde la pendiente se transformaba en un valle alineado con las curvas planas de las carreteras 82 y 24.
Llevaron a Kotowych al bunker 5. Dos soldados más salieron del interior.
—Lo tengo, señor —dijo uno de ellos. Hernández sacudió la cabeza. Quería quedarse con Kotowych.
El soldado insistió. —Por favor, señor.
El sargento Gilbride le sorprendió. Apareció por la parte pendiente del bunker acalorado por el esfuerzo. Su rostro barbado presentaba un color carmesí en las mejillas, nariz y orejas. Parecía que había atravesado el campamento corriendo, y Hernández se alarmó.
—Comandante, ¿puede venir un momento? —dijo Gilbride.
—Claro. —Hernández se separó de Kotowych—. ¿Estás bien?
—Sí, señor.
Gilbride empezó a descender de nuevo la colina y el comandante le seguía. Entonces escuchó alto y claro la voz de una mujer. Miró hacia atrás. Powers y otro hombre le estaban vigilando y pronto apartaron los ojos de él.
«No querían que entrase», advirtió de repente. «Mierda».
Casi todos sus soldados se habían acuartelado en Leadville antes de cambiar su disposición. Habían perdido a amantes y amigos junto con cualquier sensación de seguridad. Sus suboficiales decían que había al menos tres mujeres escondidas entre sus ochenta y tres soldados, tres mujeres que no eran marines, pero Hernández no había hecho nada. En su tropa sólo había once mujeres, de modo que la diferencia de número era importante, aunque tan sólo había habido un par de peleas, y Hernández no quería comenzar otra disputa impidiéndoles que confraternizasen. No podían permitirse más bocas que alimentar, pero tampoco podía arrebatarles las pocas cosas buenas que les quedaban en la vida, aún temiendo las posibles consecuencias. No podían permitirse embarazos. Continuó caminando con el ceño fruncido. Él también había dejado a alguien atrás. Una joven llamada Liz que tenía la suerte de tener un trabajo en la ciudad. Liz era botánica, y se encargaba de una planta entera de invernaderos protegida en el interior de uno de los antiguos hoteles. Era una tarea importante, pero al pensar en ella recordaba su cabello rojizo y el modo en que se lo colocaba por detrás de la oreja y dejaba al descubierto su cuello y su larga y perfecta clavícula. Volvió a preguntarse si debía habérsela llevado de Leadville con él. ¿Habría ido si se lo hubiese pedido? —Espera— dijo tocando el hombro de Gilbride. Estaban a medio camino del refugio principal, que se hallaba apartado en el campo en pendiente. Hernández no veía a nadie más que a un centinela junto al bunker 7.
—Ya lo he entendido —dijo—. Había alguien en el 5 que no querían que viese.
Gilbride negó con la cabeza e hizo un ademán para que le siguiera.
—No —dijo el comandante—. Tengo que hacer al menos otro viaje a por más roca. —Por favor, señor.
La voz del sargento era ronca y gangosa. Sus tejidos sinusales habían respondido al aire seco produciendo más mucosidad que le impedía respirar.
Pero aquello no fue lo que hizo que Hernández buscase la mirada de su amigo. «Señor». Aquélla formalidad era rara en Gilbride. Sabía que no era necesaria cuando estaban solos. Nathan Gilbride era uno de los cuatro marines que habían volado a Sacramento con Hernández, e incluso antes de eso, ya se había ganado todos los privilegios. Habían pasado juntos todo el Año de la Plaga. El comandante se sentía responsable y le invadía la ira. Gilbride no merecía estar allí. Pero al mismo tiempo, se alegraba de tenerlo a su lado, lo que en cierto modo le hacía sentirse culpable, porque confiaba en él aunque los líderes de Leadville no lo hicieran. Sabía que era un buen barómetro para averiguar cómo estaban los soldados, y Gilbride estaba nervioso.
—No nos servirás de nada si estás agotado —le dijo Gilbride con razón—. Venga, haz un descanso.
Hernández podía no haberle hecho caso, pero buscó en el bolsillo de su chaqueta para mirar su reloj. Las 13:21 horas. Era pronto para acabar, y si lo hacía, tendría que enviar a alguien a decirle a todo el mundo que parase. Y entonces la jornada del día siguiente también debería ser corta o la gente empezaría a criticar, lo que significa que perdería dos tardes de trabajo. «Mierda».
—De acuerdo —dijo—. Pero tendremos que decirles a todos que paren.
—No hay problema —contestó Gilbride. El bunker principal no era distinto al resto. Era una simple zanja con dos tiendas de campaña unidas, rodeadas de rocas. No tenían madera ni acero. Ya habían tenido que subir una cantidad considerable de material hasta la montaña como para subir también aquello, de modo que los refugios no tenían techo. Eso les hacía más vulnerables a los misiles, las armas y la nieve. A aquella altura se formaban tormentas en cualquier época del año.
Las bajas temperaturas tenían una ventaja. Al construir las paredes de roca, llenaron de tierra los agujeros y vertieron orina. El líquido congelado sirvió de cemento para unir la tierra y la roca. Beber agua era todo un hijo, a pesar de que habían encontrado ocho riachuelos y filtraciones en la zona. —Te he hecho un café— dijo Gilbride abriendo la cremallera de la larga tienda de campaña.
Su morada era oscura y en ella había infinidad de armas, sacos de dormir y un cubo que hacía las veces de retrete y que apenas olía gracias al aire gélido y enrarecido. A pesar de lodo, a Hernández le sorprendió encontrar dentro sólo a la especialista en telecomunicaciones de la Marina McKay sentada con un libro destrozado cerca de su rostro. Estaba partido en dos para que otro soldado pudiese leer la otra parte.
Les miró sólo por un momento y después volvió a levantar la mirada. Hernández advirtió algo de miedo en sus ojos castaños.
—Señor. Buenas tardes, señor —saludó.
—¿Hemos recibido alguna llamada por radio?
—No, señor.
«Pero ella también está nerviosa», pensó.
Sus muebles consistían en cajas de acero de munición y un cajón de madera que servía de escritorio y de cocina. Gilbride sacó el hornillo, un Coleman civil de dos fogones. No era seguro cocinar dentro, no sólo por el peligro de incendio, sino porque podían intoxicarse con el monóxido de carbono, pero nadie se quedaba fuera si no estaban trabajando. Hernández tampoco les había obligado a cumplir esta regla, pero animaba a sus suboficiales a que recordasen constantemente a los soldados que abriesen algún respiradero antes de encender los hornillos.
—McKay, necesito un mensajero —dijo Gilbride con voz áspera—. Diles a todos que dejen de trabajar. Hoy tendremos un turno corto.
McKay asintió.
—Sí, sargento.
«Está muy dispuesta a irse», pensó Hernández. «¿Y dónde está Anderson?». El sabía que sólo Bleeker y Wang estaban en lo alto de la colina, extrayendo roca. Gilbride era demasiado eficiente. Todo estaba demasiado bien preparado, y Hernández también empezó a ponerse nervioso.
«Son malas noticias», pensó.