Ruth se despertó dolorida. Le dolían los dedos y la muñeca. Sentía un picor áspero e intenso y salió de su saco de dormir, desesperada por apartarse del dolor. Era un acto reflejo tan básico como apartar la mano del fuego, pero aquellas ascuas estaban dentro de ella. La plaga de máquinas. Ruth lo sabía, pero se movió de todas formas y gritó en la oscuridad.
—¡Levantaos! ¡Levantaos!
Las estrellas brillaban cercanas con la intensa claridad de mil millones de fragmentos de luz. Incluso a través de las lentes de color bronce de las gafas protectoras, Ruth podía ver el cañón abierto de la calle residencial a su alrededor, pero al intentar levantarse se golpeó la rodilla con algo. Entonces el suelo tembló y resonó bajo sus pies. Estuvo a punto de caerse. Se agarró con los dos brazos y golpeó a Newcombe mientras éste se incorporaba.
Se encontraban en la caja de una camioneta Dodge. Habían encontrado una lancha al fin, horas antes de la puesta de sol, pero se pasaron unos cuarenta minutos buscando un vehículo capaz de remolcarla. Sacar la camioneta de las ruinas les había llevado otra hora. Para entonces, el sol se estaba poniendo y Cam sugirió utilizar el vehículo para acampar y que dos durmiesen mientras el otro hacía guardia. Las ruedas les servían de aislante, y empaparon el suelo de gasolina para protegerse de las hormigas y de las arañas.
—Pero ¿qué…? —exclamó Newcombe, pero se detuvo y se miró los guantes—. Joder.
El también lo había sentido.
—¡Estamos en un punto de concentración! —gritó Ruth cogiéndose el brazo herido mientras se levantaba como podía otra vez—. ¿Cam? Cam, ¿dónde estás? ¡Tenemos que irnos de aquí!
Un rayo de luz blanca atravesó la oscuridad desde el interior de la larga y estrecha lancha pesquera aparcada en el remolque. Entonces el foco de la linterna se elevó un poco y se reflejó en la pintura beige mientras Cam saltaba a la proa.
—Esperad —dijo—. Tranquilizaos.
—No podemos…
—Nos iremos, pero esperad. Coged vuestras cosas. Newcombe, será mejor que nos rociemos con más gasolina. A saber qué criaturas andarán despiertas ahora.
Su tono metódico debería haber ayudado a Ruth a controlarse. Tenía razón. Había demasiados peligros por ahí como para salir corriendo a ciegas en plena noche, pero el dolor era intenso y creciente y cada vez que inspiraba llevaba más nanos hacia sus pulmones.
El equipo de esquí sólo estaba pensado para proteger de la nieve y del frío. Las chaquetas, las gafas protectoras y las máscaras de tela no les servirían de nada contra la plaga. De hecho, las máscaras eran prácticamente inútiles. Llevaban aquella armadura provisional para reducir el contacto, pero era una batalla perdida. Miles de partículas microscópicas cubrían cada metro de suelo, con mayor concentración en unos puntos que en otros, como membranas invisibles que se dejaban arrastrar. Con cada paso levantaban grandes nubes de ellas y andar despacio no ayudaba en nada. Estaban en medio de un océano invisible. Nanos propagados por el aire cubrían el planeta entero y formaban amplios lagos y corrientes a merced del tiempo. Aquélla niebla era especialmente abundante allí, a nivel del mar. El viento podía elevarla y alejarla, pero la lluvia, las escorrentías y la gravedad hacían bajar a las máquinas subatómicas constantemente. Newcombe no había querido beber agua allí por temor a las bacterias, pero incluso de haber tenido pastillas depuradoras Ruth se lo habría impedido porque aquella orilla debía de estar infestada de nanos.
Su única protección real era la nano vacuna, pero ésta no era infalible. En una situación ideal, acabaría con la plaga en cuanto el invasor entrase en contacto con la piel o los pulmones. Pero en realidad su capacidad de acabar con la enfermedad era limitada y actuaba mejor en infecciones activas. Y eso era un problema. Una vez inhalada o absorbida de algún otro modo por un organismo, la plaga tardaba minutos o incluso horas en reactivarse, y durante ese espacio de tiempo podía extenderse más de lo que uno pudiera pensar. Un ser humano está compuesto de miles de venas, de tejidos, de órganos y de músculos, y una vez que las máquinas se duplicaban, el propio pulso del cuerpo se convertía en una debilidad, diseminando los nanos por todo el organismo.
La vacuna no era tan agresiva. Era imposible. Sólo podía reproducirse al aniquilar a su rival. De otro modo podría producirse otra plaga. Ruth le había enseñado a reconocer la única estructura del dispositivo calorífico de la plaga que compartían y le había proporcionado la capacidad de detectar las fracciones de caloría del calor residual que generaban los nanos constantemente al multiplicarse. Pero la vacuna siembre iba tras su antagonista. Siempre reaccionaba, y era más pequeña y más rápida, capaz de erradicar a su presa, pero sólo tras la persecución.
Por suerte, en cierto modo, la plaga tendía a aglomerarse en las extremidades y en las cicatrices, atacando así al cuerpo desde sus puntos más débiles. La vacuna se agrupaba del mismo modo, pero en más de una ocasión habían padecido molestias conforme la interminable batalla continuaba en su interior.
En el caso de Ruth era en su brazo roto. El tejido hinchado y coagulado parecía actuar como una pantalla que atrapaba a los nanos en su muñeca y los retenía en la mano, mientras la devoraban poco a poco. Tenía pánico a quedarse manca. Se preocupaba por eso porque no quería pensar en algo peor, como una hemorragia, un derrame cerebral, un ataque al corazón, o incluso la muerte.
Por un instante, miró a Cam temblando. Pero tras la luz blanca que llevaba en la mano no era más que una sombra distante y sin rostro. Ruth se agachó y cogió su mochila, alejándose de Newcombe mientras él encendía su propia linterna. No iba a molestarse en recoger su saco de dormir. Inmediatamente empezó a bajarse de la camioneta, apoyando un pie en uno de los lados.
—Ruth…
—¡Tú pesas treinta kilos más que yo! —gritó vencida por el miedo y la envidia—. ¡Maldita sea! ¡A mí siempre me va a afectar más! ¡Yo siempre llegaré antes a mi límite!
—Déjame ir delante —dijo Cam saltando desde la lancha.
La caída fue brusca. La luz de la linterna le alumbró el pecho, pero pronto se recompuso y se apartó de la camioneta.
Ruth dijo entre dientes:
—Tenemos que resguardarnos en algún lugar limpio.
—De acuerdo.
Cam iluminó la calle con la linterna y cambió de dirección. Después se volvió hacia Newcombe.
—Vamos —dijo—. Nos echaremos la gasolina por el camino.
Newcombe corrió hacia ellos con la segunda fuente de luz. Les alcanzó justo cuando llegaban a la acera y les hizo un gesto con la mano libre.
—Quedaos aquí —dijo—. Voy a inspeccionar esta casa. No os mováis de aquí.
Ruth emitió un sonido entre la risa y el llanto. Parecía una estupidez esperar junto al césped seco e irregular que había junto al buzón. En la oscuridad, aquel pequeño espacio tenía un aspecto perfectamente normal, a pesar del dolor, pero la decisión de Newcombe era indiscutible. Su sacrificio.
Si había esqueletos en el interior significaría que la casa estaba plagada de nanos. Había una gran concentración en la carretera, donde tanta gente se había desintegrado, pero también había sido reducida por el viento y la lluvia. Había pequeños lugares dispersos más seguros y, por lo general, tendían a resguardarse de cara al viento, y utilizaban sus propios nervios para calcular lo densa que era la plaga. Habían tenido mucha suerte intentando acampar en el interior. Una habitación sellada era una bendición, pero un solo cadáver podía significar millones de aquellas cosas, y tenían que evitar exponerse a altas concentraciones. Peor aún, podrían no advertir a simple vista que había cadáveres en el edificio. Como última medida desesperada, la mayoría de las personas se habían escondido, arrastrándose a los rincones y a los armarios.
Abrir todas las puertas era un buen modo de sobrecargar la vacuna, pero esa inspección era necesaria. Las viviendas con cadáveres eran también viviendas con insectos. O bien las hormigas habían entrado y habían establecido una colonia, o la podredumbre había convertido la casa en un paraíso para termitas y escarabajos.
Encorvada sobre su brazo, Ruth observaba a Newcombe mientras se acercaba al edificio de dos plantas. El joven enfocó la fachada con su linterna para comprobar que no había ninguna ventana rota.
—¿Qué otra cosa podemos hacer, Ruth? ¿Qué podemos hacer? —dijo Cam.
—Nada. Esperar.
«Dios mío», pensó ella. ¿O lo había dicho también en voz alta?
—Aquí tienes otra máscara. Póntela sobre la que llevas. ¿Necesitas ayuda? Espera.
Cam dejó su mochila y ajustó con cuidado la banda de tela por detrás de su capucha y sus gafas.
—Voy a inspeccionar la casa de al lado por si…
—¡Huesos! —gritó Newcombe.
Cam tiró de Ruth. —Vamos— dijo. —Vamos.
Hablaban como si les rodease un ruido intenso y repetían las palabras para que quedasen claras. Ruth se dio cuenta de que estaban separados y se apresuró a ponerse junto a Cam mientras Newcombe corría tras ellos. Tenían la terrible sensación de estar enjaulados, a pesar de que no había nada a su alrededor excepto la calle abierta. Estaban enjaulados por dentro.
Entonces Ruth se quedó a oscuras. Los dos hombres apuntaron con sus linternas hacia la siguiente vivienda. La puerta principal estaba colgando y Newcombe dijo:
—¡Dejadla! ¡Seguid avanzando!
Ruth resbaló en el borde de la acera y se golpeó la espinilla, pero se levantó como pudo, haciendo uso de la obstinación que tanto le había servido en su carrera. Su mente estaba centrada en un único pensamiento: «Seguir avanzando».
Cam la agarró de la chaqueta.
—No vayas tan rápido —dijo—. Debemos tener cuidado.
Ruth perseguía la luz de Newcombe. Sabía demasiado. Pocos adolescentes y ningún niño sobrevivían a una infección importante. Tener un cuerpo más pequeño era una desventaja, y ella siempre sería más propensa a sufrir los ataques que sus dos compañeros.
Sabía que el odio que sentía era absurdo y descabellado, pero no podía controlarlo. Intentaba ocultarlo.
—¡Vamos! —gritó.
No tenía nada que ganar acusándole pero ¿por qué no les había avisado Cam? Él estaba despierto. «Se suponía que estaba despierto», susurró su nuevo odio. Entonces volvió a tropezar. Su bota se enganchó en algo y cayó sobre un seto quebradizo. Fue como si alguien le hubiese dado una bofetada.
Se quedó allí tirada, temblando, en silencio, escuchando la agonía de su brazo. Incluso sus oscilantes emociones la habían abandonado.
—¡Te he dicho que fueras más despacio! —la linterna de Cam le recorrió el cuerpo.
El rayo de luz estaba lleno de polvo flotante y Ruth vio un farol negro de jardín enredado en su pierna, con el cable arrancado.
—¡Te podías haber roto la puta pierna! —dijo Cam enfadado mientras se arrodillaba.
Tiró del cable para liberarle pierna y, por primera vez, Ruth vio que tenía tics. Movía la cabeza una y otra vez para intentar frotarse la oreja con el hombro.
Entonces escuchó un ruido sordo y miró a su alrededor. Newcombe se encontraba ante la puerta principal, apoyando el hombro contra ella. De repente, el marco cedió y entró de golpe.
—Todo irá bien —dijo Cam, pero sus palabras no eran más que sonidos inútiles. Sonidos tranquilizadores.
Ruth asintió. El no tenía la culpa de lo que estaba pasando. Podría ser que simplemente la camioneta tuviese una concentración de nanos más elevada que la lancha, y Cam tenía su tamaño a su favor. Hacía tiempo, él también había sufrido daños considerables en pies y manos y casi le habían devorado la oreja. Era difícil que ellos notasen una infección antes que ella. Era sólo que ella lo esperaba todo de él, por muy justo o injusto que fuera.
—¿Puedes levantarte? —preguntó Cam mientras se agachaba a ayudarla.
—¡Limpio! ¡Creo que está limpio! —chilló Newcombe desde dentro de la casa, y sus dos compañeros corrieron hacia la puerta con el felpudo de «Bienvenidos» todavía en su lugar. La entrada tenía el suelo de madera oscura. Ruth vislumbro el amplio comedor. Newcombe estaba junto a las escaleras que ascendían al segundo piso y les hizo un gesto con la mano.
—Por aquí-les indicó.
La linterna alumbró una serie de pequeños retratos enmarcados. Una familia. Rostros. Ruth obligó a sus piernas a arrastrarla. De repente se golpeó contra la pared y tiró al suelo dos de las fotografías. Cam pisó una e hizo añicos el cristal. Una vez arriba, Newcombe se dirigió hacia la izquierda, al cuarto de un niño. Las paredes eran azules y de ellas colgaban dos pósters de futbolistas en blanco y negro. La luz de las linternas iba recorriéndolo todo. Cam cerró la puerta. Newcombe se inclinó sobre la pequeña cama y tiró de las mantas. Después se arrodilló ante la puerta y tapó con ellas el hueco que había entre ésta y el suelo. —La ventana— dijo Ruth.
Cam abrió los cajones de la cómoda y los tiró al suelo. Cogió dos montones de ropa y cubrió la repisa de la ventana lo mejor que pudo con las camisas y la ropa interior. Los tres respiraban con dificultad. —¿Mejor?— preguntó.
Ruth negó y asintió con la cabeza confundida por el dolor. —Es todo lo que podemos hacer— respondió. —Empeorará. A salvo en aquel dormitorio, su vacuna sólo tenía que actuar contra la plaga que ya infectaba su sangre, las partículas que transportaban en la ropa y el movimiento. No obstante, al correr y sudar habían acelerado la absorción.
Ruth empezó a llorar. Ahora la plaga se cebaba también con su pie izquierdo y las heridas de la mano le ardían como lava, le consumían el hueso, y sentía calambres en todos los músculos.
Sus manos formaban una garra paralizada. En la penumbra, la habitación destrozada encajaba perfectamente con sus pensamientos: un caos incoherente plagado de organismos agitados. Su claustrofobia la invadió como un cáncer, entumeció su inteligencia y dejó paso únicamente a un terror y un remordimiento infantil.
Cam lo soportaba en silencio, pero Newcombe golpeó la pared con la mano.
—No —susurró Ruth—. No.
Por fin, el escozor pasó a convertirse en un dolor más normal. Todo había acabado. Se quitaron las máscaras y las gafas protectoras y se deleitaron con el aire viciado. Ruth evitaba sus miradas, se sentía demasiado vulnerable, avergonzada. Estaba agradecida, pero al mismo tiempo repugnada.
Cam se había convertido en un monstruo a causa de sus viejas heridas. Su oscura piel latina había sufrido decenas de erupciones, casi siempre en los mismos puntos, lo que le había dejado terribles protuberancias en una de las mejillas e irregularidades en el mentón. Lo peor eran sus manos. Estaban cubiertas de cicatrices y marcas de ampollas, y en la derecha sólo podía usar dos dedos y el pulgar. El meñique no era más que un gancho débil y retorcido de tejido muerto prácticamente devorado hasta el hueso.
Ruth Goldman no era especialmente religiosa. Durante la mayor parte de su vida adulta, el trabajo le ocupaba demasiado tiempo como para preocuparse por Hanukkah o por Pascua, a menos que fuese a visitar a su madre, pero ahora sus emociones rayaban lo místico. Demasiado fervientes y complejas para comprenderlas todas a la vez. Prefería morir antes que sufrir lo que él había sufrido, pero al mismo tiempo quería ser como él, poseer su calma y su fuerza.
Cam sacó la poca agua que les quedaba, unas lonchas de cecina salpimentada y unas galletas. El estómago de Ruth era una bola de ácido, pero él la obligó a comer, lo cual ayudó un poco. También tenía una botella de ibuprofeno que repartió en cuatro dosis para cada uno, una pequeña sobredosis. Después intentaron relajarse de nuevo, estaban más que agotados. Cam y Newcombe le cedieron a ella la camita y despejaron el suelo para tumbarse, pero Ruth ya no volvió a dormirse aquella noche.
La habitación parecía más grande con el gris amarillento del amanecer y conservaba un aspecto ordenado por encima del suelo. Los pósters. Los robots de juguete y los libros en las estanterías. Ruth intentó que no le afectase, pero estaba muy cansada. Estaba dolorida. Y lloró por aquel niño anónimo y todo lo que él representaba, y en aquel lamento se escondía una fría y persistente ira.
Estaba lista para seguir adelante.
Sabía que valía la pena.
Por muy dura que se hubiese vuelto la vida en las montañas, no había excusa para las decisiones que había tomado el gobierno de Leadville. Si ellos ganaban, si dejaban que la mayor parte de los supervivientes del mundo, que se encontraban por encima de la barrera muriesen, sería en muchos sentidos un crimen peor aún que la plaga en sí. Lo que aquel lugar y todos los demás cementerios como él merecían era vida nueva. Una limpieza. Las ruinas que no pudiesen repararse deberían demolerse. Las zonas menos afectadas deberían repoblarse. Había ciudades desoladas por todo el planeta, muchas más de las que se podría reclamar durante generaciones. Ellos lo habían olvidado. Los líderes estaban demasiado aislados, atrapados en su fortaleza.
Ruth se obligó a comer con estos pensamientos desalentadores a pesar de que tenía un nudo en el estómago. El desayuno eran unas cuantas latas de ternera con patatas y una salsa fría y pegajosa. Cam comía como si le doliese, y Ruth quería decir algo, pero no sabía muy bien qué. Sus papilas gustativas reaccionaron al fresco olor a gasolina. Le daba dolor de cabeza, pero al menos mitigaba el hedor de la esquina del armario que habían utilizado como retrete. —Déjame ver el mapa otra vez— pidió. Newcombe dejó su lata y se desabrochó el bolsillo de la chaqueta. Siempre lo doblaba y se lo guardaba por si tenían que salir corriendo. «Es otra manera más de tenerlo todo controlado», pensó Ruth mientras observaba su rostro alargado de nariz aguileña, sus cejas rubias y su barba de tres días. Newcombe tenía un aspecto joven incluso bajo las mordeduras de las hormigas, la suciedad y las marcas rojas que le dejaban las gafas protectoras y la máscara.
No le gustaba su silencio. Newcombe estaba impaciente y empezó a desplegar el mapa cuando aún tenía una esquina metida en el bolsillo. Sí, todos estaban doloridos e irritables, y ya habían debatido sus opciones cuando los aviones se habían marchado, pero no podían permitirse tomar la decisión equivocada.
Su plan era volver corriendo a la furgoneta y alejarse conduciendo del punto de concentración lo más rápido posible. El remolque para la lancha ya estaba enganchado, y Newcombe había dejado al descubierto el encendido de la furgoneta para que arrancarla fuera sólo cuestión de conectar dos cables. Tras dos meses sin usar, la batería aún tenía suficiente energía como para arrancar el motor una vez. Después la tendrían encendida durante más de una hora para generar una carga. «Lo hemos hecho bien», había dicho Newcombe con un tono sorprendentemente suave mientras apoyaba la mano en el alto y amplio capó del vehículo. Sólo podía estar hablando de sí mismo, pero Ruth tenía la sensación de que a Newcombe le invadía el mismo orgullo melancólico que le rondaba a ella sentada en los restos del dormitorio de aquel niño. Se alegró. Ni siquiera el implacable soldado de las Fuerzas Especiales era impasible.
Newcombe confiaba en que la camioneta arrancaría, y el enorme motor de la lancha también se había encendido. La pregunta era hacia dónde irían.
«La silla está contra la pared». Aquélla extraña frase lo había cambiado todo y había alterado el equilibrio que existía entre ellos. Era casi como si de repente hubiese otras personas entre ellos tres, justo cuando empezaba a adaptarse a estar tan absolutamente sola. Ruth se había acostumbrado a superar en número a Newcombe. Cam siempre la apoyaba, pero ahora Newcombe tenía un nuevo poder y Ruth pensó que Cam dudaba.
El código de la radio era un punto de encuentro. Pese al caos del Año de la Plaga, seguían estando en el siglo XXI. Los canadienses tenían los ojos puestos en el cielo. Los rebeldes controlaban tres satélites estadounidense. Leadville no podía ocultar su repentino tráfico radiofónico, y menos en aquel mundo vacío. Y tampoco el flujo repentino de aeronaves. Incluso si los canadienses no hubiesen participado en la conspiración prometiendo ayuda y refugio, se habrían dado cuenta de que algo importante estaba sucediendo.
La escuadra de Newcombe se había dirigido a Sacramento con al menos ocho planes de emergencia, cinco de los cuales llevaban a tramos de carretera abiertos donde los aviones podían aterrizar, y Ruth no tenía la menor duda de que aquellos hombres podrían haber alcanzado uno de sus puntos de encuentro hacía tiempo si hubiesen avanzado solos, incluso con los trajes de aislamiento, incluso portando bombonas de oxígeno extra.
Los canadienses habían planeado interceptarlos en la Columbia Británica. Las dos naciones norteamericanas habían sido aliadas durante casi trescientos años, pero ahora Canadá iba a asaltar la frontera a la fuerza y desplegaba cuatro alas de ataque que hacían de cortina contra cualquier caza de Leadville. Newcombe quería dirigirse a la autopista 65, justo al norte de Roseville, y a Ruth la idea le resultaba muy tentadora. Lo ansiaba. Seguridad, comida… y una ducha. Pero aquello implicaba seguir avanzando hacia el norte cuando hubieran atravesado el mar y quedarse en las tierras bajas en lugar de dirigirse al éste, hacia las montañas, y aquello le causaba un profundo temor.
—Mirad —dijo Newcombe mientras apoyaba el mapa en el suelo con las manos desnudas, exponiendo así sus nudillos heridos y magullados.
Después desplazó su dedo suavemente desde Citrus Heights hasta Roseville.
—Mirad lo cerca que estamos. Podríamos llegar dentro de un par de días.
—No lo sé —dijo Ruth tocándose las marcas de la cara producidas por la presión de las gafas protectoras.
Pensaba en la emboscada de paracaidistas que había acabado con la escuadra de Newcombe.
—Vendrían en uno de esos aviones de carga, ¿verdad? —preguntó.
—No necesariamente. Yo enviaría algo pequeño y rápido.
La idea de meterse en un avión le volvió a dar claustrofobia, y miró con inquietud las paredes de la habitación. No toda la tripulación de la EEI había sobrevivido al accidente de la lanzadera espacial Endeavour.
—Basta con un misil para derribamos —dijo Ruth—, y Leadville hará todo lo posible por evitar que otro obtenga la vacuna. Ya lo han demostrado.
—Existen maneras de defenderse contra los misiles aire-aire, sobre todo si nuestra escolta no deja que se acerque nadie —explicó Newcombe—. Y si no hacemos esto, tendremos que seguir jugando al escondite con los helicópteros. Hasta ahora hemos tenido suerte.
—¡Pero es que estamos tan cerca de las montañas! —Ruth le miró a los ojos azules como suplicándole—. La idea es facilitarle la vacuna al mayor número de personas posible para que nadie pueda controlarla o monopolizarla.
A la científica le preocupaba que el gobierno canadiense resultase ser igual de egoísta. En general habían perdido mucho más que los Estados Unidos, y podrían ver también la vacuna nanotecnológica como una oportunidad de conquista y de renacimiento.
—No estamos tan cerca —dijo Newcombe—. Mirad. Mirad donde estamos. Estamos a cientos de kilómetros de las sierras y el camino será cada vez más cuesta arriba. Aún nos faltan semanas para llegar a un punto lo bastante elevado. Y ni siquiera sabéis si allí habrá alguien con vida. Podríamos seguir caminando durante otro mes más buscando una montaña donde alguien haya sobrevivido todo este tiempo.
«Y podrían ser peligrosos», pensó Ruth, incapaz de dejar de mirar a Cam. Era una auténtica preocupación. Algunos de aquellos supervivientes estarían demasiado desesperados como para preocuparse de por qué o cómo habían llegado, pero no dijo nada. No le daría a Newcombe ningún argumento para utilizarlo en su contra. Ruth estaba convencida de que la mayoría de la gente les ayudaría, y de que una vez hubiesen llegado hasta cuatro o cinco grupos serían imparables, avanzarían en todas direcciones y harían llegar a las zonas de mortalidad por plaga a una nueva marea humana.
—Ésta es nuestra mejor oportunidad de llegar a alguna parte —dijo Newcombe.
«Soy más fuerte que tú», pensó Ruth, pero tenía que ir con cuidado. No podía permitirse tenerle en su contra.
—No me gusta la idea —sentenció.
Por fin, Cam intervino y Ruth lo agradeció.
—Esto es lo que yo haría —dijo—. Éste terreno no les sirve para nada si nosotros nos marchamos. Si yo fuese Leadville y pensase que los canadienses iban a despegar con nosotros, bombardearía con armas nucleares toda la zona. Mirad. Oregón. Podrían poner una bomba en cualquier sitio de nuestra Hita. Un avión no tendría manera de defenderse, ¿verdad?
—Eso es una locura —dijo Newcombe—. Éste territorio es suyo. Es suelo estadounidense.
—No. Ya no.
—Usarán armas convencionales —insistió el militar—. Escuchad, de un modo u otro, es un juego, así que tenemos que apostar sobre seguro. El respaldo de los rebeldes y los canadienses.
Ruth apretó el brazo dentro de la escayola y se preguntó hasta qué punto su entrenamiento habría afectado a su malicia de pensar y a su necesidad de organización. Newcombe era un militar increíble e improvisaba con facilidad en cualquier situación, pero al fin y al cabo seguía siendo un soldado con expectativas de alcanzar un rango más alto. Iba a ser un problema.
—¿Quieres quedarte aquí? —le preguntó a Ruth señalando su brazo.
¿Le habría visto el puño?
«Las infecciones de anoche le asustaron», pensó ella, «y a mí también». Pero al menos sabía lo poco frecuente que sería topar con una zona de tanta concentración, y menos habiendo salido del delta.
—Están dispuestos a arriesgar muchas vidas —dijo Newcombe—. Combustible, aviones. El plan siempre ha sido llevarte al norte, meterte en un laboratorio, mejorar la vacuna y extenderla por todas partes.
—Aun podemos hacerlo —dijo lentamente Ruth—. Podemos hacer eso cuando hayamos llevado la vacuna a unas cuantas personas.
Cam la sorprendió. —Podríamos separarnos— dijo.
Ruth acertó al pensar que Cam vacilaba, pero se equivocó sobre la gran duda que le rondaba la cabeza. Pensaba que estaba a punto de apoyar a Newcombe respecto a lo de subirse al avión, y sin embargo, sugirió otra alternativa.
Estaba dispuesto a dejarla atrás, y aquello le molestó más de lo que había imaginado. La indignó.
—¿Por qué no nos separamos? —dijo Cam—. Yo iré hacia las montañas mientras vosotros vais al punto de encuentro. Se sintió traicionada.