El agua relucía al amanecer, clara y traicionera.
—Parad —dijo Cam, aunque él mismo continuó dando unos cuantos pasos más.
Pero esta vez avanzaba de lado en lugar de hacia delante y parecía desconfiado e inquieto.
Ésa mañana no soplaba viento y el valle que se extendía a sus pies albergaba un mar interior en calma que resplandecía con la luz. La carretera parecía desaparecer en él, pero Cam la había visto elevarse de nuevo a unos tres kilómetros de distancia. El agua no era profunda, pero se pudría a causa del estancamiento y estaba abarrotada de edificios, de cables de alta tensión, de vehículos y de telarañas, y miles de trocitos de seda colgaban de las ruinas.
—¿Dónde estamos? —preguntó Ruth tras él—. Para. Quédate ahí. —respondió Cam. Entonces se dio cuenta de que le había hablado con demasiada frialdad, sacudió la cabeza y añadió: —Perdona.
—¿Ya habías estado aquí? —dijo ella buscando su mirada a través de las polvorientas gafas—. Sí.
Cam sabía que Ruth había vivido en Ohio y en Florida y Newcombe dijo que se había criado en Delaware, pero no había duda de que los padres y los hermanos de Cam yacían muertos en algún lugar de aquellas mismas carreteras. Quizá habían conseguido llegar hasta allí. El norte de California llegó a equipararse a Los Ángeles en densidad de tráfico, porque el área de la bahía se asentaba sobre un delta inmenso repleto de ríos y barrancos, lo que implicaba la existencia de puentes, orillas y embotellamientos.
No estaba tan afligido como ella pensaba. Aquélla tierra era demasiado extraña y peligrosa para ser un hogar. Lo que más sentía Cam en aquellos momentos era frustración al intentar asimilar la magnitud del problema al que se enfrentaban.
Su objetivo parecía estar cerca. Querían propagar la vacuna para todos los supervivientes, pero las sierras formaban en el horizonte una imponente barrera de estribaciones y montañas oscuras, como un muro de pirámides con los picos más altos aún cubiertos de nieve. En otro tiempo habría llegado allí en coche en tres horas, pero aquellos recuerdos engañaban. Conforme la tierra se elevaba, se combaba, y caminar hasta allí habría sido un infierno de subidas y bajadas incluso sin tráfico o sin ruinas.
La ciudad que tenían delante era Citrus Heights, uno de los barrios residenciales más bonitos de la vasta extensión urbana que rodeaba Sacramento. Había ardido antes de hundirse. A pesar del nombre, la mayoría de sus zonas elevadas se encontraban en la misma llanura que las de sus vecinos. Ésta marisma tranquila debió de ser arrasada por un torrente la primera vez que se inundó, a juzgar por los escombros que había en las casas desplomadas y en los postes de teléfono a un metro de altura. Había barro sobre los coches volcados y I estos de maleza y de madera carbonizada, todo ello suavizado con el blanco reluciente de la seda de las telarañas y los sacos de huevos. El agua mantenía a las arañas a salvo de las hormigas.
—Vamos a mirar otra vez el mapa —dijo Cam.
Newcombe había tenido la misma idea y se acercó mientras desabrochaba uno de los bolsillos de su chaqueta.
Cam volvió a mirar el mar destellante. Hasta ahora habían tenido suerte de no encontrarse con más estanques ni pantanos. Por el norte de California se extendían cientos de kilómetros de terraplenes que canalizaban el agua desde las montañas. Dos inviernos sin ningún tipo de control habían causado estragos. Habían visto por todas partes vegetación en malas condiciones o destruida por completo, y sin hierba ni juncos, las orillas eran vulnerables.
—¿Qué opinas? —preguntó Cam—. ¿Vamos hacia el norte?
—Tenemos que ir hacia allí de todas formas. —Newcombe se agachó sin dificultad y dejó el mapa sobre el asfalto.
Entonces señaló con su guante la ruta que había trazado.
Cam se inclinó más despacio a causa de su rodilla derecha. Ruth se sentó de golpe. Estaba claramente desesperada por descansar, pero la escayola hacía que sus movimientos fuesen torpes.
—No me gusta —dijo Cam—. Mira.
AI este de la ciudad, el río American se había represado en dos tramos para formar un inmenso lago de cuatro esquinas. Una parte del inmenso dique debía de haber cedido. Cam cubrió una sección del mapa con su guante y dijo:
—Si todo este valle está inundado, deberíamos ir en dirección oeste para rodearlo. Así podríamos tardar siglos.
—Dijimos que iríamos hacia el norte —protestó Newcombe.
—Cam conoce la zona —dijo Ruth para alivio de Najarro.
Era algo infantil, pero se alegró y dijo:
—No queremos estar aquí más tiempo del necesario.
—Seguimos hacia el norte —insistió Newcombe señalando con el dedo un pequeño punto al sur del mapa—. Los otros tipos deben de estar por aquí, puede que un poco más lejos. No sería inteligente que nos agrupásemos para que les resultase más fácil encontrarnos.
Cam asintió dudoso.
En Sacramento habían sido dos personas más, el capitán Young y Todd Brayton, otro científico como Ruth. Los motivos de la separación eran obvios. De ese modo había más probabilidades de que alguno de ellos llegase a uno de los picos con la vacuna, de modo que se dividieron lo antes posible. Pero se enfrentaron a otro problema. El segundo día, Newcombe estaba convencido de que Leadville había establecido una base avanzada en las sierras, probablemente al este de Sacramento. Era la única manera de organizar tantos rastreos en helicóptero. La cordillera de Colorado estaba demasiado lejos.
Evitar esa base implicaba desviarse más hacia el norte o de nuevo hacia el sur, y Cam dudaba que a Ruth le quedasen fuerzas suficientes para hacerlo. Y puede que a él tampoco. Pero eso Newcombe no lo veía. Era demasiado fuerte, mientras que Cam sabía muy bien hasta qué punto una herida podía afectar y limitar a una persona. A su ánimo. A su imaginación.
Admiraba a Ruth. Era más fuerte de lo que parecía a simple vista, pero la verdad era que los dos estaban hechos un desastre. Cam tenía lesiones por todo el cuerpo a causa de antiguas infecciones provocadas por los nanos y una gruesa venda le cubría la mano izquierda tras una cuchillada recibida durante el enfrentamiento en Sacramento. Ruth tenía el brazo roto y, hasta hacía dieciséis días, había sido el eje de un programa nanotecnológico intensivo a bordo de la Estación Espacial Internacional durante más de un año, y había perdido masa ósea y muscular a pesar de la dieta específica, las vitaminas y el ejercicio.
Se cansaba con facilidad, y eso les había retrasado. Se encontraban tan sólo a veinte kilómetros del punto de partida, aunque en realidad debían de haber recorrido más de treinta. Habían tenido que avanzar y retroceder en zigzag a través de las calles abarrotadas, de los bichos y de otros obstáculos. Cam calculaba que caminarían durante semanas, no días.
La cosa tenía que mejorar. En teoría, las áreas de búsqueda de Leadville aumentarían demasiado y no tendrían que pasar tanto tiempo escondiéndose. Ruth se esforzaba lodo lo que podía porque sabía que era la más débil de los tres, pero si se desmayaba por el cansancio o tuviese fiebre o cualquier otra cosa, Cam dudaba seriamente que pudieran transportarla. El también quería acabar con aquello, pero era muy importante que ella descansase lo suficiente, incluso si eso suponía enfrentarse a otros peligros. En cambio, Newcombe no hacía más que alentarla a seguir con la mejor de las intenciones, y Ruth era demasiado compulsiva como para negarse. Cam se veía obligado a protegerla.
—¿Y si encontramos un barco? —dijo—. Una lancha motora. Allí casi todo el mundo era pescador o algo así. Podríamos atajar en línea recta o incluso remontar el río.
—Mmm… —murmuró Newcombe considerando la opción antes de girarse.
Cam siguió su mirada hacia las casas desplomadas y las minas.
—Tenemos que intentarlo —dijo mientras se ponía en pie.
Le dolía la espalda y tenía mordeduras de hormigas por cuello y los hombros y un nervio pinzado en la mano, pero aun así se inclinó para ayudar a Ruth.
Habían adoptado un ritmo familiar. Iban en fila india, con Cam delante, Ruth en medio y Newcombe detrás. Se dirigían hacia el sur, por donde habían vuelto, pero evitando la carretera.
La nueva orilla era irregular. En algunos lugares, el agua se extendía tierra adentro e inundaba las calles, y en todas partes, las casas y las vallas eran un problema. Querían mirar en los jardines y en los garajes, pero todos los vecindarios tenían su propia trampa: o las calles no tenían salida porque estaban anegadas, o estaban plagadas de escombros de una inundación mayor o ambas cosas. En varias ocasiones, Cam tuvo que esquivar campos enteros de telarañas. Una vez encontró hormigas. Todo llevó su tiempo. Necesitaban comida y entraron con cautela en una casa que parecían normal, excepto por el montón de basura que rodeaba la base. Querían llenar de gasolina unas cuantas cantimploras más y Ruth se sentó inmediatamente mientras Newcombe se detenía junto a un pequeño Honda y se desprendía de su mochila.
—¿Estás bien? —le preguntó.
Ruth asintió, pero Cam se preguntó qué aspecto tendría tras las gafas y la máscara protectoras. Tenía una postura retorcida anormal.
—No he visto ningún reptil —dijo.
Típico de Ruth. A veces resultaba muy difícil imaginar en qué estaba pensando. Era como si de repente se diera cuenta de algo.
—Yo tampoco —añadió Cam.
—Pero los viste en las montañas —dijo Ruth.
—Sí. En la cima no, pero vimos demasiadas serpientes y campos enteros llenos de lagartos a setecientos metros. A seiscientos. A quinientos cincuenta —no bajó de ahí—. Estaban sin duda por debajo de la barrera.
—Puede que las hormigas ataquen sus huevos —pensó Ruth—. O a sus crías. Puede que los bichos ataquen a los más jóvenes antes de que sean lo bastante grandes para defenderse.
—No entiendo cómo puede haber algo vivo por aquí —dijo Newcombe.
—No se calientan tanto como las personas —dijo Cam.
—Sí lo hacen —aclaró Ruth—. A veces incluso más. Los seres de sangre fría no son fríos en realidad. Simplemente no generan calor corporal, excepto cuando corren o vuelan. Se calientan al sol. Y pueden ser muy precisos. Creo que la mayoría de los reptiles mantienen una temperatura de entre veinte y veintiséis grados centígrados, pero los insectos suelen adoptar la temperatura del entorno.
Cam asintió lentamente. La plaga de máquinas se valía del calor. Cuando la temperatura alcanzaba los treinta y dos grados, se activaba. Aunque, en su experiencia, la plaga tardaba de dos a tres horas en funcionar tras penetrar en un organismo. A mediodía, en verano, los nanos podían empezar a diezmar las poblaciones de insectos, pero al refrescar el día, también lo harían estas criaturas. Obviamente muchas de ellas habían sobrevivido y se reproducían en otoño, en invierno y en primavera.
Los peces y los anfibios estaban seguros en los ríos y en los lagos. Él había sido testigo de ello. Se mantenían bajo el umbral crítico, y con la altitud era lo mismo. Las bajas temperaturas protegían a los reptiles y a los insectos en las montañas y sus estribaciones. Debían de haber repoblado continuamente el mundo inferior con migraciones irregulares.
—Creo que aquí estos seres siempre están al borde del desastre —dijo Ruth—, pero me pregunto si habrán sobrevivido las ballenas, los delfines y las focas.
Negó con la cabeza y continuó:
—Intentamos averiguarlo algunas veces. Me refiero a la estación espacial. Están aislados por una gran capa de grasa, pero si se mantuviesen lo bastante fríos… Es posible que en el Ártico o en el Polo Sur…
Era un pensamiento agradable.
—Eso espero —dijo Cam intentando animarla.
Entonces se echó hacia atrás para mirar más allá de las casas. Cam se había acostumbrado a sentirse observado, rodeado de ventanas oscuras y vacías y de fantasmas, pero aquello era diferente. Un ruido. Hacía tiempo que los muertos se habían asentado, pero la putrefacción y el desequilibrio nunca dejaban de mover las cosas. Los edificios cambiaban, la basura se movía, pero, a pesar de todo, el subconsciente había detectado aquel sonido de entre el leve susurro que los rodeaba. Un sonido débil y distante como la brisa, aunque en la avanzada mañana el cielo permanecía despejado e inmóvil.
—¡Eh! —dijo Cam.
Newcombe se asomó por encima del Honda.
—¿Qué?
El ruido le recordó a Cam los vientos de tormenta de las montañas, pero allí no había viento, y el creciente susurro parecía estar localizado. Se giró para seguirlo, ahora estaba asustado. Entonces se dio cuenta de que era algo fuerte, y que provenía del norte. El entorno había cambiado de una manera tan drástica que la tierra se resquebrajaba y se cocía. ¿Podría ser que la diferencia de temperatura entre aquel mar de barro y la tierra seca estuviese provocando tornados?
—¡Dios mío! —exclamó Ruth justo en el momento en que Cam reconoció el zumbido resonante que venía del otro lado del agua.
Cazas.
Se escondieron uno tras otro en una alcantarilla. Olía a moho, pero estaba seca. Newcombe pensó que la cubierta de hormigón y la porquería del exterior les mantendría a salvo de los sensores de los aviones. Y conforme los cazas volvían a sobrevolarles, dijo que lo mejor era que se pusiesen cómodos. Sus aliados en Colorado habían transmitido instrucciones incorrectas a todos los satélites espía de los Estados Unidos bajo el control de Leadville, lo que provocó que descendiesen y se desintegrasen al entrar en la atmósfera, pero la nueva capital todavía conservaba un satélite termográfico que les sobrevolaría dos veces durante las próximas dos horas… a no ser que lo hubiesen desplazado.
Ocultarse del cielo era complicado. Leadville podría haber utilizado algunas reservas de combustible del satélite para alterar su órbita y su ritmo, y los aviones espía podían sobrevolarles a una distancia que los hiciera invisibles. La estación espacial también seguía allí arriba. Incluso deshabitada, la EEI era un buen satélite y sus cámaras se controlaban de manera remota desde Colorado. Newcombe no tenía información de cuál había sido su última ruta orbital.
Sólo podían trabajar con lo que sabían. Ésa era una de las razones por las que se desplazaban tan temprano todos los días, para avanzar unos cuantos kilómetros antes de tener que buscar un refugio de nuevo. Con su meticulosa manera de hacer las cosas, Newcombe había cogido cinco relojes de una tienda. Seguían funcionando perfectamente. Guardó tres de repuesto en la mochila y llevaba puestos los otros dos para mayor seguridad, con las alarmas programadas para darles al menos treinta minutos para buscar un lugar donde esconderse antes de que el satélite termográfico les sobrevolase. También parecía haber más insectos por la tarde, que respondían de manera inconsciente al mismo calor que les hacía vulnerables a la plaga, de modo que no era mal momento para ocultarse bajo tierra. Necesitaban comer, reorganizarse y descansar.
Primero se vaciaron encima medio litro de gasolina en la calle para cubrir su olor. Después compartieron cinco latas de sopa aceitosa sin calentar que les supo a gloria. Era rica en grasas y sodio. A Cam le dio un retortijón en el estómago. Había comido demasiado y demasiado deprisa, y se había bajado la máscara para beber directamente de la lata, pero poco a poco su estómago se relajó y pronto su cuerpo volvió a recuperar energías. Por desgracia, lo único que habían encontrado para beber eran cajas de zumo pasado que tenía un sabor extraño. Y no se fiaban del agua, convencidos de que estaría plagada de bacterias y de las típicas toxinas domésticas, como herbicidas, detergentes y aceite de motor. Al hervirla acabarían con cualquier parásito, pero no podían arriesgarse a encender un fuego.
—Los insectos tampoco tienen hemoglobina —dijo Ruth para concluir la conversación anterior.
Si una cosa estaba clara es que era una persona tenaz, y Cam sonrió para sus adentros.
—¿Y eso qué significa? —preguntó.
—Que no tienen hierro en la sangre como nosotros, y la plaga necesita carbono y hierro para reproducirse. Puede que eso les proteja un poco más. Podría confundir a los nanos.
Ruth cerró el puño con la mano sana y continuó:
—Aunque en los lugares que alcanzan temperaturas más altas que éste deben de haber desaparecido. En Arizona, Nuevo México y Texas. En muchas partes del sur.
—Sí. —Cam pensó en Asia y en África también, y en todos los países a lo largo del ecuador. En las selvas tropicales, el aire sería caliente y denso, lo que aumentaría las posibilidades de que los insectos y los reptiles estuviesen a merced de la plaga.
No podían hacer nada al respecto. Ruth seguía abarcando más de lo que podía controlar, o tal vez sólo usaba aquel problema para distraerse.
Los dos cazas volvieron a sobrevolarles, dejando una estela de intenso sonido. Newcombe reconoció que se trataba de aviones F-22 Raptor y escribió unas notas en su diario, uno de los muchos cuadernos que había ido recogiendo. Esperaba tener que dar cuenta de sus acciones proporcionando un informe de todo lo que habían visto y hecho, y Cam apreciaba su seguridad más de lo que expresaba.
Ruth ya se estaba quedando dormida.
—Yo haré guardia —se ofreció Cam, y Newcombe se tumbó a dormir.
Cam se sentía sorprendentemente bien. Estaba herido, cansado, tenso y sucio, pero también lleno de determinación y de confianza. De compañerismo. Sí, discutían constantemente, pero era para bien. Todos ponían de su parte. La redención que necesitaba estaba allí, con aquellos dos. Cam tenía fe en lo que estaban haciendo.
Sin embargo, todo era muy extraño. Dependían mucho los unos de los otros. Día tras día, la supervivencia era una experiencia íntima que exigía cooperación y confianza, y lo cierto es que apenas se conocían. Nunca habían intercambiado más de unas cuantas palabras aquí y allá, siempre iban corriendo. Hacía días que Cam no les veía la cara. Sólo los reconocía por sus acciones.
Newcombe era un hombre inteligente, fuerte y con una gran resistencia, pero su mochila era la más pesada y ya había hecho dos veces la distancia que habían recorrido Ruth y Cam al avanzar y retroceder para colocar las trampas para los insectos. El día anterior también fue el que más padeció. Las hormigas le habían acribillado a mordiscos y Cam quería que descansase porque le necesitaba al cien por cien. Le preocupaba que su dinámica les resultase incómoda. Newcombe era un veterano de una unidad de combate de élite. Un sargento. Como era lógico, esperaba poder hacerse cargo de dos civiles. Pero Cam y Ruth también tenían su propia autoridad en sus respectivos campos.
Ruth. Cam se volvió y la encontró acurrucada contra su mochila como una niña pequeña. Se quedó un rato observándola.
Estaba totalmente fuera de su elemento. Su punto fuerte era el intelecto, pero él sabía que estaba cambiando. Se estaba volviendo más fuerte y más agresiva, e incluso más atractiva. Lo que más recordaba de ella eran sus ojos negros y su cabello rizado. No era lo que se diría una mujer despampanante, pero era esbelta, sana y auténtica.
No entendía su sentimiento de culpa. Nada de lo que había pasado era culpa suya, y el trabajo que había realizado era milagroso, y aun así estaba claro que sentía que había fracasado en algo. Aquélla era otra cosa que tenían en común, algo que les diferenciaba de Newcombe. Newcombe nunca fallaba. Sí, el asalto al laboratorio acabó convirtiéndose en un baño de sangre con cinco de sus compañeros muertos, pero él siempre reaccionaba lo mejor posible ante cualquier obstáculo. Ninguno de los errores era suyo. Simplemente no tenía heridas tan profundas como ellos dos. Era un lazo incómodo, pero allí estaba.
Cam apartó la mirada de ella y una araña marrón huyó asustada por su movimiento por la pared de hormigón. La aplastó. Observó las ruinas y las telarañas y se esforzó por calmarse.
Había aprendido a controlar sensaciones como el hambre y el miedo, pero con Ruth era distinto. Ruth era afectuosa e inteligente, y Cam ansiaba algo positivo. Era demasiado consciente de lo que podían llegar a conseguir juntos. La posibilidad de mejorar los nanos, de darles nuevos usos, era tan fantástica como siniestra. Había mucho más en juego que sus propias vidas.
El mundo que conocían estaba muriendo. Era 19 de mayo y apenas habían notado la llegada de la primavera. No había ni una sola flor, ni malas hierbas como las amapolas o los dientes de león. Los saltamontes, las hormigas y los escarabajos estaban arrasando con todo, pero muchas plantas parecían haber desaparecido simplemente porque no habían sido polinizadas. No había ni rastro de abejas, mariposas o polillas, y lo mismo sucedía en las montañas.
En caso de que lograsen su objetivo, si alguna vez la humanidad reclamaba el mundo bajo los tres mil metros de altitud, habría una larga lucha por la supervivencia, ya que el entorno seguía desmoronándose. Al cabo de varias generadones, sus nietos seguirían combatiendo los insectos, los desiertos estériles y las inundaciones, a no ser que desarrollasen nuevas nanoherramientas, máquinas para luchar y máquinas para construir. Ruth había dicho que no era imposible, y entonces Cam se dio cuenta de que la estaba mirando de nuevo cuando debería estar vigilando el exterior.
—Mierda —dijo.
La barrera hombremujer ya se había presentado en su relación. Para empezar, orinaba lejos de ellos, mientras que Cam y Newcombe lo hacían con la despreocupación que caracteriza a los hombres al respecto. Pero había otros matices, como las manos de ambos al escalar por el alambre curvo de una valla o su gesto de agradecimiento cuando él abría una lata de peras y se la daba a ella primero. ¿Habría hecho lo mismo por Newcombe? Suponía que sí. Más de una vez le había agarrado del brazo para ayudarle a pasar un coche siniestrado. La noche anterior incluso le había ofrecido a él la lata de sirope de chocolate primero porque Ruth aún estaba comiéndose una lata de jamón. Pero con Newcombe, estos gestos eran directos y espontáneos.
Con Ruth, le daba más vueltas a todo. Sentía esperanza, lo cual era bueno y le enojaba al mismo tiempo. Cam no esperaba que ella le viera del mismo modo, no con su rugoso rostro lleno de ampollas y sus manos ásperas.
Podía haberse enfadado, pero había visto lo que esa clase de amargura les había hecho a muchos otros: Sawyer, Erin, Manny, Jim. Todos estaban muertos. Cam se había distanciado lo suficiente de aquellos recuerdos como para ver a aquella gente desde una perspectiva distinta y para verse también a sí mismo de otra manera. O descubres cómo vivir contigo mismo o te autodestruyes, bien poco a poco de cien maneras distintas o de golpe, y Cam daba gracias por formar parte de algo mucho más grande que él mismo, por ser una persona nueva.
«Pero no puedes decírselo», pensó. «Las cosas ya son bastante complicadas de por sí, y es imposible que ella…».
De repente, unas explosiones hicieron temblar la tierra. Las vibraciones golpearon en tres o cuatro impactos, y Cam se puso de rodillas y asomó la cabeza por la boca de la alcantarilla en busca de fuego o de humo.
Newcombe le apartó violentamente. —Déjame ver—. Ha sido por ahí. Entonces escucharon un ruido más constante, un conjunto de bramidos de motor que procedían del suroeste. Los cazas. Cam cayó en la cuenta de que lo que en un principio había confundido con impactos de misiles había sido en realidad el estruendo producido por los aviones al acelerar y romper la barrera del sonido a poca altura por encima de la ciudad. Pero entonces, durante un instante, vio dos pequeñas manchas que se dirigían al este a toda velocidad, en un ángulo que no correspondía con la dirección de las turbulencias por encima de sus cabezas.
En el cielo había otros aviones virando. Se encontraban ya a kilómetros de distancia, y Cam se quedó parado intentando visualizar la persecución para buscar un modo de beneficiarse de ella. ¿Debían aprovechar aquella oportunidad para correr? ¿Adonde?
—Joder. Soy idiota —dijo Newcombe girándose para agarrar la mochila y sacar la radio.
—¿Qué pasa? —preguntó Ruth tras los dos hombres que le bloqueaban el paso.
—Los primeros aviones son de los rebeldes, puede que de Canadá —explicó Newcombe—. Eso es bueno, nos ayudarán. Es que no pensaba que fuesen a arriesgarse.
Cam frunció el ceño mientras se giraba hacia él compartiendo su indignación. Todos habían asumido lo peor, siempre pendientes del cielo, pero era lógico actuar como si estuviesen solos. A excepción de la nueva base avanzada de Leadville, no había fuerzas organizadas a lo largo de la costa, ni rebeldes ni partidarios. Las montañas de California y de Oregón no ofrecían más que unas cuantas zonas aisladas y dispersas por encima de la barrera con unos pocos supervivientes. Sus aliados más cercanos estaban en Arizona y al norte de Colorado y Idaho, donde las poblaciones de refugiados se habían declarado independientes de Leadville. Pero con la mejor parte de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos, Leadville había reivindicado su superioridad militar incluso antes de desarrollar los nanos como arma. Cam y Newcombe no esperaban que nadie interfiriese.
La radio era pequeña y estaba rota. Constaba de unos auriculares y una caja de control. Estaba diseñada para usarla con el traje de aislamiento, con el auricular y el micrófono por denno y los controles por fuera, a la altura de la cintura. La habían cortado del traje de Newcombe el primer día y luego habían vuelto a empalmar los cables. También habían guardado las radios de Cam y de Ruth como repuestos.
Newcombe levantó los auriculares y escucharon a una mujer que susurraba dentro de su pequeño escondite de cemento. Era la misma mujer de siempre. Todos los días y todas las noches, Newcombe intentaba dar con una señal que no fuera aquella transmisión en bucle que intentaba persuadirles de que se rindieran, pero la radio del traje actuaba más como un walkietalkie que como una unidad de campo real.
Sus palabras eran tranquilas y estudiadas:
—… venid, donde quiera que estéis, salvaos, contestadme…
En la ciudad y en la carretera también se habían encontrado con radios de la policía, los bomberos y el ejército. Y fusiles, aunque Cam no podía usar un arma tan grande con la cuchillada de la mano.
Durante los primeros días de la plaga, las autoridades locales y federales habían intentado enfrentarse a la amenaza de todas las formas posibles, a menudo con intenciones contradictorias. Hubo controles de carretera, caravanas que se dirigían al este y escoltas. Una vez se encontraron con un antiguo campo de batalla donde un cuerpo de seguridad armado había cortado el paso inútilmente a la patrulla de carreteras de California y a las unidades del sheriff. Todo formaba parte del caos.
El problema era encontrar buenas baterías. Muchas radios, civiles y militares, se habían quedado encendidas al huir o morir los operadores, tal vez con la vana esperanza de recibir ayuda. Incluso cuando Newcombe consiguió que una funcionara, las frecuencias civiles estaban abandonadas, y las sierras facilitaban que la base avanzada de Leadville anulase las frecuencias militares. Asentada sobre una inmensa muralla de montañas, Leadville conseguía acallar cualquier otra voz.
La mujer les hostigaba:
—Si estáis heridos, si estáis cansados, aquí tenemos personal médico y…
Newcombe buscó rápidamente en todas las emisoras. Estática.
—Ésos putos aviones nos han estado buscando todo este tiempo —dijo—. Por eso vuelan tan bajo, para que no les afecte el bloqueo de radio. Para escapar a la red de radares de Leadville.
—Pero ¿qué pueden hacer? —preguntó Ruth—. ¿Crees que aterrizarán?
No. Los cazas no. Aquí no. Pero pueden darnos información y pueden quitarnos de encima a Leadville. Teníamos protocolos de emergencia. Teníamos…
Entonces sucedieron muchas cosas muy deprisa. Dos de los aviones regresaron y pasaron de nuevo casi por encima de sus cabezas, un par de estelas de propulsión azotaron las ruinas. Fue como si una mano gigante hubiese pasado dos dedos sobre las casas y el agua, elevando olas y escombros, y dentro de aquel huracán, una ráfaga de chispas al rojo vivo fue rodando hacia el mar, con tal fulgor que un combate de sombras se cernió sobre la ciudad hundida, oscura incluso a plena luz del día. Eran señuelos, una herramienta defensiva para cegar y distraer a los misiles termo dirigidos. Pero si había algún misil, Cam no lo había visto. Una estela de destrucción más pequeña salió en pos de los aviones, abriéndose paso a través de los montones de barro, los edificios y los coches. Cañonazos. Cam vio cómo los explosivos de gran calibre derribaban una casa entera, atravesando la madera y el ladrillo como si fuera papel. Se estremeció y se agachó. Tres aviones más pasaron rugiendo.
Newcombe hizo un gesto triunfante. Por debajo del sonido, en la radio se escuchó la voz de un hombre alta y clara:
—… silla está contra la pared, la silla está contra…
Y enmudeció. Los aviones se habían marchado. Cam no entendía la extraña frase, pero Newcombe asentía. El sargento pulsó dos veces su botón de «ENVIAR», una señal de respuesta rápida e imposible de localizar que indicaba que había comprendido el mensaje y miró a Cam y a Ruth.
—Buenas noticias —dijo.