Como le gusta decir al viejo idiota canoso, a veces se avanza a una velocidad glacial y a veces se da un salto espectacular hacia delante. Miré a mi madre a los ojos y en aquel momento el amor se despertó, se apoderó de mí y relegó el deber al olvido.
—Quédate, mamá —pedí—. Quiero que estés aquí conmigo. Lo que tengamos que resolver, lo resolveremos juntas.
Melanie estaba segura de que había sufrido una crisis nerviosa como ella. Pero mi hermana no ve a nuestra madre sentada aquí, con su vestido de estar por casa de rayas azules, sin maquillaje, observando la puesta de sol sobre el río. No sabe cómo la luz del atardecer se refleja en el pelo blanco de mamá y le confiere los tonos entre rojizos y castaños de su juventud ni cómo le ilumina el semblante como la luz de una vela, ni cómo convierte esa burbuja de baba de su labio en un diamante.
No estoy diciendo que vaya a ser siempre así. Estoy segura de que habrá momentos en que querré retorcerle el pescuezo y seguramente otros en los que ella, a su vez, querría matarme si tuviera dos manos buenas. Pero cuando le dije que quería que se quedara, era verdad. Lo dije de todo corazón.
Todavía es verdad.
Como todas las demás personas de este mundo, lo hago lo mejor que puedo.