Capítulo 30

Al parecer, el mundo entero florecía el día de la madre.

Levanté a mamá, la peiné, la ayudé a vestirse y fuimos juntas a la iglesia. El pastor predicó, como era de prever, sobre la elevada y sagrada llamada de la maternidad y sobre todos los sacrificios que las madres hacían por sus hijos. El Evangelio según Hallmark.

La vieja rabia se despertó en mí de nuevo. Me pregunté por un momento si la Iglesia tenía que ponerte furioso. Esta vez, sin embargo, la rabia no iba dirigida a mamá, sino a una sociedad que nos llevaba a creer en esta clase de perfección inalcanzable.

Estaba divagando, y lo que surgió en medio de mis pensamientos aleatorios fue el nítido recuerdo de las penosas frasecitas que había visto dos días antes en una tienda de tarjetas de felicitación:

«Mamá, siempre has estado a mi lado».

No.

«El amor de una madre es para siempre».

Más bien no.

«Mamá, espero llegar a ser como tú».

¡Dios me libre!

Miré de soslayo a mamá. Parecía estar escuchando atentamente mientras le caía un poco de baba por el lado izquierdo. Me saqué un pañuelo de papel del bolso y se lo apliqué en la mejilla. Se volvió hacia mí.

No estaba babeando. Estaba llorando.

Al regresar a casa, quité a mamá la ropa de los domingos con que había ido a la iglesia, le puse el vestido de estar por casa y me dirigí a la cocina para calentar unas sobras para almorzar:

—¡Eh! —dijo para detenerme.

Cuando me giré, vi que sostenía en la mano el prendido que la iglesia había regalado a todas las madres. Dejaba mucho que desear, la verdad. Un par de claveles teñidos de azul lavanda, sujetos con una cinta de florista. Pero como quería llevarlo, se lo prendí en el vestido, donde desentonaba enormemente con las rayas azules y rosas.

—Voy a cambiarme de ropa y después preparé algo de comer —comenté.

Tanquila, estaré en el poche —dijo mamá.

Sonreí para mis adentros. Durante más de treinta años, desde que papá le compró Belladonna y la renovó para ella, mamá se había negado en redondo a emplear la palabra «porche» y corregía al instante a cualquiera que osara pronunciarla en su presencia. «Veranda», decía. Era una veranda, no un porche.

Supongo que los pobres tenían porche. Sólo los privilegiados tenían verandas.

A raíz del ictus, nuestra veranda trasera había sido rebajada de categoría. Ahora era el porche, la sala de lectura, el lugar donde comíamos, el sitio donde mamá se sentaba y veía pasar el mundo.

Y hoy el mundo le estaba ofreciendo un buen espectáculo.

En el jardín, las azaleas, que seguían en flor, lucían sus colores: rosa fuerte, rosa pálido y fucsia; lavanda, blanco y morado oscuro. Un muestrario curvo de tonalidades, salpicado de vez en cuando por un toque amarillo. Macizos de arbustos de las mariposas, tritomas y pampajaritos.

Salí y me senté a su lado, desde donde seguí su mirada hacia el río y respiré las fragancias mezcladas de la hierba, las flores y la fresca brisa primaveral. Cuando dejé que mis ojos se desenfocaran, los colores se combinaron y flotaron delante de mí como las luces navideñas, como un regalo que se desenvolvía solo poco a poco.

—Bonito, ¿vedá? —dijo mamá.

—Sí —respondí.

Y lo era. Me sentí como si estuviera viendo la primavera por primera vez. La hermosura de Belladonna, la quietud de primera hora de la tarde. Como si hubieran estado siempre ahí, pero ocultas tras un velo de recuerdos dolorosos.

Pensé en el consejo de Dell, cuando me dijo que si quería respuestas tendría que pedírselas a la única persona que las conocía.

—Mamá —dije—, ¿por qué decidiste dejarme a mí Belladonna? ¿Y por qué con la condición de que viviera aquí?

—¿No es evidete, celo?

—Para mí, no —aseguré, y quise añadir: «A no ser que quieras chantajearme para que me quede aquí en contra de mi voluntad». Pero algo me detuvo. La expresión de sus ojos: una expresión que no le había visto nunca, o si se la había visto, no la había reconocido, o descifrado.

Amor.

—Eres mi hija —dijo—. La menor, mi niña. Traté de educarte ben, enseñarte todo lo que sabía. No lo hice demasiado ben. Pero saliste muy ben, y ahora soy mayor y te toca a ti.

Se mordió el labio y contuvo las lágrimas que ahora casi siempre le afloraban al primer indicio de emoción.

—Nadie quere tener un itus —prosiguió—, pero una maldición sempre lleva consigo una bedición.

Me la quedé mirando mientras esperaba que siguiera hablando. ¿Era mi madre esa mujer que hablaba sobre bendiciones y maldiciones, y que dejaba fluir sus sentimientos para revelarse con semejante vulnerabilidad? No me atreví a hablar ni a moverme. Claro que tampoco tenía nada que decir.

—La bendición es compender las cosas. —Se frotó la mano paralizada, la del lado izquierdo, antes de añadir—: Sempre me procupé demasiado por las aparencias, por lo que pensaban los demás. Gente como Gaddie y aquella hija tan mentecata que tene.

Fui incapaz de contener una sonrisa. Mamá la vio y sonrió a su vez, agachando la cabeza del mismo modo que Imani cuando se mostraba tímida o avergonzada.

—Y mírame ahora. El itus me arrebató todo lo esterno y esto es lo único que me ha quedado. —Levantó la garra izquierda y la agitó torpemente.

Abrí la boca para protestar, pero me dirigió una mirada que me hizo callar al instante.

—Tengo ojos —aseguró—. Puedo ver. Y estar atrapada aquí dentro me ha eseñado algo: lo impotante es lo que hay en el interior. En el corazón. En el alma.

Fijó su ojo bueno en mí.

—¿Queres saber por qué te dejé Belladonna? —preguntó—. Porque no tego nada más que pueda darte. Este año te he estado viendo. Tenes buen corazón. Tenes amigos que te queren. Has sido bena comigo cuando Dios sabe que no tenías ningún motivo para serlo. No me abandonaste cuando me puse eferma.

—Por Dios, mamá, no habría podido…

Levantó la mano para que guardara silencio y volvió la cabeza hacia el río.

—Mira este sito —prosiguió—. Es traquilo y bonito, y… —Se detuvo para inspirar hondo—. Es tuyo. Es la clase de sito que debe tener una esquitora.

—¿Una escritora? —La miré con el ceño fruncido.

—Por supesto —respondió—. Todo el mudo sabe que eso es lo que queres hacer. Mani me lo dijo. Dell me lo dijo. Tu amigo marica, Boone, me lo dijo.

—Gay —la corregí.

Ignoró mi comentario.

—Es lo que haces todo el rato: esquibir en ese diario.

No me molesté en explicarle que escribir mi diario era una especie de terapia para mí, que si leía lo que había estado escribiendo sobre ella, se le pondrían los pelos tan de punta que jamás se le volverían a rizar por más permanentes que se hiciera. No le dije lo mucho que me asustaba la idea de vivir en esa casa y cuidar de ella lo que le quedara de vida.

—Pero mamá —dije en cambio—, Chulahatchie no es mi casa.

—Tu casa es donde te queren —replicó—. Tu casa está donde la gente te aceta tal como eres. —Se encogió de un solo hombro—. No es estraño que aquí nunca te sinteras en casa.

Era lo más cerca que había estado nunca de admitir la realidad de nuestra situación como madre e hija. Antes de que las lágrimas la superaran, se apresuró a terminar:

—Aquí tenes amigos, gente que te quere y te necesita. Familia, como Dell, Boone y Mani. Si no te sentes en casa, prologa un poco tu visita. Date tempo para esquibir ese libro que se está cocendo en tu cabeza.

Sabía cuál tenía que ser mi respuesta. Lo había sabido incluso antes de que iniciáramos aquella conversación, pero eso no me facilitaba las cosas. Toda la pesadumbre que sentía en aquel momento me salió contenida en un suspiro.

—Muy bien, mamá. Me quedaré.

Tengo que admitir que mamá tiene razón en algo. Aquí hay gente que me quiere, que me quiere lo suficiente como para perdonarme cuando meto la pata, que me quiere lo bastante como para no reprocharme mi dolor. Es más de lo que podía decirse del sitio que antes llamaba «mi casa». Lo único que tengo allí es un exmarido que me cambió por una modelo más joven y que, si la falta de comunicación sirve de indicación, se quedó con todos nuestros amigos mutuos.

Me he quedado en Chulahatchie de momento, no porque mamá me haya traspasado Belladonna sino porque es lo correcto. Actualmente, mi motivación está compuesta en un ochenta por ciento por el deber y en un veinte por ciento por el amor, pero tengo la esperanza de que, con el tiempo, llegaré al punto en que el amor pase ocupar un lugar destacado y el deber quede relegado a un segundo plano.

De todos modos, el deber no es un motivo tan malo en lo que a madres e hijas se refiere. Jamás me lo planteé desde este punto de vista, pero tal vez ser madre también esté a veces compuesto en un ochenta por ciento por el deber y en un veinte por ciento por el amor. Y si mamá lo había hecho lo mejor que había podido conmigo, bueno, pues supongo que yo lo haré lo mejor que pueda con ella.

Se lo conté todo a mi psicoterapeuta, y me hizo una pregunta en la que no había pensado: ¿importa realmente cuál sea el motivo? ¿No importa más hacer lo correcto y dejar que los sentimientos se vayan componiendo a su propio ritmo?

Puede que el viejo idiota se merezca los ochenta pavos la hora.

Sigo trabajando en ello, en esto de dejar que los sentimientos se vayan componiendo. No se me da demasiado bien tener paciencia. No se me da demasiado bien esperar, dejar que la vida siga su curso.

Según me cuenta Boone, es el método budista: centrarme en mi realidad, olvidarme de los resultados, confiar en el universo para que las cosas se solucionen. Un budista católico; bueno, parece un oxímoron bastante elocuente, pero es que Boone siempre ha bailado al son de su propia música.

—¿Pis?

Alcé la mirada y vi que mi madre salía a la veranda trasera arrastrando los pies, apoyada en el andador.

—Hola, mamá.

—No quería interrumpirte.

—Tranquila, mamá. Solo estaba escribiendo mi diario.

Se dejó caer en la silla que estaba a mi lado, alargó la mano buena y empezó a acariciarme los dedos.

—He habado con Jane Lee Custer, de Saint Anes —anunció—. Tenen un estudio disponible; me puedo tasladar la semana que vene.

Puede que tuviera un ligero ataque isquémico transitorio; sus palabras me pasaron zumbando sin que pareciera poder retenerlas.

—¿De qué estás hablando, mamá? ¿Qué quieres decir con eso de trasladarte?

Me contempló con la expresión más tierna que le había visto jamás en la cara. Aun teniéndola destrozada y torcida, nunca había estado tan hermosa.

—No te di Belladonna para que me cuidaras, cariño. Tenes otras cosas que hacer. Cosas impotantes. ¿No te imaginarías que iba a vivir aquí cotigo y esperaría que te ocuparas de mí?

—Pues sí. Creía que te ibas a quedar —comenté—. Creía que se trataba de eso precisamente.

—¿De eso? —Su expresión de ternura pasó a ser de una tristeza indescriptible—. ¿Creíste que te daba Belladonna a cambio de…?

Sacudió la cabeza.

—Era un regalo, cariño. Sempre fue un regalo. No un soborno.