—¿Se ha vuelto loca o qué? —bramé por teléfono. Pude oír la risa contenida de Melanie al otro lado de la línea—. No tiene gracia —aseguré.
Melanie inspiró hondo y trató de recobrar la compostura.
—Ya lo sé —dijo.
—Harry no sirve para estas cosas. Tú eres la única con quien puedo hablar —aseguré—. Dime, ¿qué harías tú en mi lugar?
—Bueno, para empezar, yo no estaría en tu lugar —respondió Melanie—. ¿Por qué te crees que me fui a vivir a California?
—No te trasladaste al otro lado del país para alejarte de mamá —dije—. Te trasladaste porque tu marido consiguió un puesto de marketing increíble en la Universal.
—Bueno, sí. El motivo principal fue el trabajo de Walton, por así decirlo. Pero que un continente me separara de mamá era un plus considerable.
Se me hizo un nudo en el estómago.
—Melanie, no puedo hacer esto sola.
Un silencio largo y tenso nos envolvió.
—¿Quieres la casa? Porque te aseguro que Harry y yo no nos pelearemos contigo por ella, si es eso lo que te preocupa. En lo que a mí respecta, podría derrumbarse y acabar en ruinas, que ni siquiera iría a ver cómo el bulldozer retira los escombros. Mamá siempre quiso más esa casa que a ninguno de nosotros. Cuando mamá ya no esté, puedes hacer lo que quieras: venderla, vivir en ella, lo que quieras.
—Siempre y cuando me quede aquí a cuidar de mamá hasta entonces. Siempre y cuando deje que Harry y tú renunciéis a vuestras responsabilidades familiares.
—No te pases, Peach. No estás obligada a hacer nada. Tienes otras opciones. Tal vez podríamos encontrarle una plaza en Saint Agnes. ¿Tienes el control de las finanzas? Debe de haber dinero de sobra. Y si no lo hay, Walton y yo contribuiremos. Harry también pondrá una parte. Me aseguraré de ello.
Siguió hablando, urdiendo ideas y planes como si las palabras fueran a ayudar de algún modo. Al final, ya no pude soportarlo más.
—Cállate, Mel.
—¿Cómo?
—Que te calles de una puñetera vez. No necesito tu dinero, ni tampoco necesito tus planes. No necesito que tomes las riendas y arregles la situación. Necesito que seas mi hermana.
Estuvo un minuto o dos sin decir nada.
—No entiendo qué quieres decir —soltó después.
—Exacto —repliqué—. Y ése es precisamente el problema.
Después de hablar con Melanie, no me quedaron fuerzas para intentar ponerme en contacto con Harry, que seguramente estaría escalando el Kilimanjaro o algo así. Su casa estaba ahora en Louisville, Kentucky, no a un continente de distancia, pero lo bastante lejos. Era propietario de una agencia de viajes que prestaba sus servicios a las élites de Kentucky que criaban caballos de carreras multimillonarios. Al parecer los miembros del mundillo ecuestre se pasaban mucho tiempo viajando a lugares exóticos, con mi hermano como guía.
Me pregunté, y no era la primera vez, cómo era posible que a mis hermanos les hubiera ido tan bien la vida cuando la mía era un desastre mayúsculo. Y entonces pensé en la crisis nerviosa de Melanie tras la muerte de papá y en que Walton no había regresado a casa con ella para asistir al funeral porque (según dijo Melanie) tenía que reunirse con los mandamases de Hollywood para hablar de un nuevo proyecto. Pensé en Harry, el playboy soltero, que lucía su independencia como una medalla, reía demasiado fuerte y bebía demasiado, y que, aun así, parecía ser en el fondo un niñito triste y solitario. Podía cerrar los ojos y verlo, aquel día en el porche trasero, cuando me partí la crisma al caer del refrigerador de juguete, de pie a mi lado, gritando: «¡He ganado! ¡He ganado!».
Seguía ganando, ¿pero a qué precio?
«No estás obligada a hacer nada. Tienes otras opciones».
Las palabras de Melanie todavía me retumban en la cabeza, las mismas palabras que he oído a un puñado de psicoterapeutas a lo largo de los años: «Siempre hay opciones. Ejerce tu capacidad de decidir».
Llamé al viejo idiota canoso y lo puse al corriente de esta nueva circunstancia. Soltó una risita y dijo: «¡Vaya, qué interesante!».
Puede que para él. A mí más bien me parece la manipulación del siglo.
Y ése es el meollo de la cuestión, ¿no? Estoy furiosa con mamá, furiosa porque estoy, usando la palabra de Dell Haley, atrapada. Estoy enojada con la situación, con el ictus de mamá, con la renuncia de mis hermanos. Me cabrea enormemente que me dejen colgada y tenga que manejar esto yo sola sin ninguna ayuda ni apoyo.
Lo que siento es rabia. Una furia pura, intensa. Pero si la rabia es la manifestación del miedo o del dolor, tengo que sumergirme bajo la superficie y preguntarme a mí misma de qué tengo miedo y qué me duele tanto.
El miedo es el pánico a que las arenas movedizas tiren de mí hacia abajo de tal forma que jamás pueda liberarme. Esto es bastante fácil de deducir. Lo del dolor es más difícil. ¿Me duele porque es un ejemplo más de cómo mamá intenta controlarme? ¿Me duele porque me siento terriblemente sola?
Melanie y Harry pueden poner todo el dinero del mundo, pero eso no me dará lo que realmente necesito. ¿Cómo voy a enviar a mamá a Saint Agnes, donde un desconocido tendrá que ayudarla a sentarse en el retrete y a subirle después las bragas? Puedo ponerme muy furiosa con ella pero no puedo darle la espalda y quedarme tan tranquila.
Estaba preparada para marcharme, para dejar Chulahatchie y retomar mi vida. Ahora ha caído un rayo y soy ese árbol solitario, plantado en medio de la nada, que ha quedado partido por la mitad, en llamas.
—¿Por qué? —exclamé. Era la pregunta que no he dejado de hacerme a mí misma desde el momento en que mamá dejó caer la bomba durante la cena el sábado por la noche. Ahora se la estaba haciendo a Dell.
—No lo sé —respondió Dell—. A lo mejor está asustada, Peach. Tu madre ha sido siempre una mujer muy independiente y capaz.
—¿Te parece? —comenté con mi mejor sonrisa sarcástica en los labios.
Dell no picó el anzuelo. Sonrió y siguió hablando:
—Ahora ha tenido el ictus y toda su vida ha cambiado. Ha perdido su identidad. Ha perdido su libertad. Se está ahogando.
—¿Y quiere que yo me ahogue con ella?
—Dudo que tenga ninguna intención malévola en mente. Me imagino que simplemente está asustada.
—Pues mira, ya somos dos.
Dell me miró intensamente.
—¿De qué tienes miedo?
Reflexioné un minuto antes de contestar.
—Toda mi vida he estado enredada en los planes que mi madre tenía para mí, Dell. Estaba resuelta a educarme para que fuera una dama sureña. La Reina de la Soja, Miss Universidad de Misisipí, todo lo que serlo conlleva. ¡Pero si ya había pensado dónde pondría mi corona de Miss América cuando tenía seis años, por el amor de Dios! Y cuando no lo logré, lo pagué carísimo, como cada vez que la decepcionaba.
Tomé un sorbo de café y jugueteé con el pedazo de tarta de chocolate que tenía delante.
—Y siempre la decepcionaba, Dell. Siempre. Nada era suficiente para ella. Lo único que yo siempre quise fue que estuviera orgullosa de mí. De mí. No de lo que hacía, lograba o ganaba, sino de mí. Simplemente de mí. Que estuviera orgullosa de la persona en la que me había convertido.
—¿Lo estás tú? —preguntó Dell.
—¿Perdona?
—¿Estás tú orgullosa de ti? —repitió—. ¿Te gusta cómo eres, la persona en quien te has convertido? ¿Estás a la altura que tú quieres?
—Bueno, sí —contesté—. Mayormente. Quiero decir que no estoy orgullosa de algunas de las cosas que he hecho, pero este último año he madurado mucho. Me notó más centrada, más cómoda conmigo misma. —Alargué la mano para tocar la de ella, muy ligeramente, y luego la aparté—. Tengo amigos.
—¿Importa realmente entonces lo que crea tu madre?
Nos quedamos en silencio mientras la pregunta quedaba suspendida en el aire. Pasado un instante, Dell se levantó, me dio un beso rápido en la coronilla y me apretó el hombro.
—Si realmente quieres saber por qué tu madre ha hecho esto —dijo—, te sugiero que se lo preguntes a la única persona que lo sabe.