Me gustaría decir que a partir de ese día pensé más en mamá que en mí misma, que tomé en consideración sus sentimientos, que la comprendí mejor, que hice un esfuerzo por avanzar afanosamente por el dificultoso pantano del dolor vivido y me relacioné con ella como un adulto con otro.
Me gustaría decir eso.
Pero la transformación interior es una cuestión de sinceridad, de llegar al núcleo de mis auténticos sentimientos, y si voy a hacer eso, tengo que admitir que no me convertí en la madre Teresa de Calcuta después de haber visto un resplandor camino de Damasco. Y sí, ya sé que estoy mezclando las metáforas, pero como no puedo identificarme completamente con Pablo, el gran apóstol del machismo, ni loca voy a utilizarlo como imagen de mi revelación.
Sólo diré una cosa: cuando empecé a escuchar, lo que oí fue peor de lo que me esperaba.
Alguien (no recuerdo quién; seguramente uno de los múltiples psicoterapeutas que pasaron por mi vida a lo largo de los años) me dijo que cuando exprimes un limón, no obtienes mermelada de uva. Yo entiendo que se refería a que cuando la vida te presiona, sale a la superficie lo que eres realmente por dentro.
El médico me lo había advertido. Me había dicho que debido al ictus, mamá carecería de filtros sociales. Que podría reaccionar como una persona que había tomado una copita de más, cuando los muros se desmoronan y las inhibiciones se liberan.
Yo lo había interpretado del mismo modo que Tildy, en el sentido de que mamá se volvería más criticona, más exigente, más egocéntrica y narcisista.
Pero en cambio, el ictus reveló un aspecto de mamá que jamás habría esperado ver. Y lo que mamá exteriorizó me puso los pelos de punta.
—Pis —dijo mamá.
Salí a la veranda trasera secándome las manos en un paño de cocina.
—La comida ya está casi lista —anuncié—. Llegarán en cualquier momento. He preparado jamón con judías de careta, berzas y pan de maíz. Tal como querías.
—Las judías me hacen echar pedos —dijo.
—Creía que te gustaban.
—No he dicho que no me guten —aclaró—. He dicho que me hacen echar pedos.
—Muy bien. Mira, mamá, si pudiéramos evitar hablar de pedos en la mesa, sería estupendo. Tendremos compañía, ¿sabes?
Otra de mis brillantes ideas, sugerir a mamá que podríamos invitar a unos cuantos amigos a casa. Me imaginé que tomaríamos un té a media tarde con las chicas del club de campo, una hora como mucho, con emparedados de pepino y rodajas de limón. Nada elaborado, nada que exigiera demasiado trabajo.
Pero terminamos haciendo una cena para ocho personas un sábado por la noche, cuando Tildy no estaba para echarme una mano. Había sido todo idea de mamá, o una idea que ella e Imani habían tramado juntas.
Mamá había dejado muy claro a quién había que invitar: ninguna de las chicas del club de campo ni del grupo de bridge. Quería que vinieran, en cambio, Scratch y Alyssa, Dell Haley y Fart Unger y Boone Atkins. E Imani, por supuesto.
Por alguna razón, esto me molestaba sobremanera. ¿Por qué me usurpaba a mis amigos cuando ella tenía los suyos propios? Da igual que fueran unos esnobs y unos idiotas redomados. Seguían siendo sus amigos, personas como Gladys, Dymple y los dos esqueletos teñidos de rubio platino cuyos nombres nunca consigo recordar.
Pero cuando se lo comenté, mamá se mostró inflexible:
—No —dijo—. Ellas no, hija. ¿Aputas? —Sonrió al oír el significado que podía darse a sus palabras debido a su mala pronunciación—. Los pades de Mani, Dell y su petendente… ¿cómo se tama?
—¿Fart Unger? —pregunté.
—Sí —asintió—. La quere. Lo sé por cómo la mira.
Yo iba anotando la lista.
—Y ese chico que te trajo a casa del baile. —Me hizo un gesto para que lo apuntara—. El marica del traje malo.
Me la quedé mirando un instante.
—¿Boone Atkins? —pregunté, sorprendida.
—Sí —asintió con vehemencia—. Es amigo tuyo, ¿no?
—Pues sí, pero…
—No me porté ben con él —dijo.
—Eso fue hace años, mamá. Estoy segura de que ni siquiera lo recuerda.
Estaba segura de que Boone lo recordaba, porque habíamos hablado al respecto, pero no iba a decir eso a mamá.
—Esta vez me portaré ben.
—Claro que sí, mamá —la tranquilicé, dándole unas palmaditas en la mano—. Tal vez sea mejor que no uses la palabra «marica». —Seguí elaborando la lista—. Compraré lasaña precocinada y prepararé una ensalada y pan de ajo. No será demasiado complicado.
—No —dijo mamá.
—¿Cómo que no? —Me quedé boquiabierta.
—A Mani le gusta el jamón, las bezas y el pan de miz.
—Imani puede comer jamón, berzas y pan de maíz todos los benditos días de la semana en el Heartbreak Cafe —dije—. No voy a cocer un jamón ni a cocinar yo misma las berzas.
Al final, por supuesto, eso fue exactamente lo que hice. Y, además, preparé un pudin de plátano casero, que era el postre preferido de Imani.
Puede que fuera yo quien cocinara, pero incluso con una mano atada a la espalda, o en este caso, paralizada en el regazo, mamá fue la anfitriona que da su toque especial a la reunión.
Comimos fuera, en la veranda, y observamos cómo el sol se ponía sobre el río. Mamá contó anécdotas divertidas que habían sucedido cuando yo participaba en los concursos de belleza, y todo el mundo se rió y se lo pasó estupendamente, sin parecer darse cuenta de que pronunciaba mal las palabras y le caía la baba de vez en cuando.
Una vez terminado el pudin de plátano y servido el café, mamá dejó caer la bomba.
—Gracias por venir —dijo—. Cuando Pis y yo hablamos de ivitar a unos amigos a senar, Pis creyó que hablaba de mis vejos amigos, los que tenía antes. Pero ya no son mis amigos. Cuando tuve el itus y estaba destozada y cofudida, no feron ellos los que vineron a ayudarme.
Echó un vistazo alrededor de la mesa.
—Fart, tú me hisiste una rampa para que entrara y salera de casa. Tenes un apodo raro —comentó, haciendo referencia, sin duda, a que uno de los significados de fart en inglés es «pedo»—, pero Dell te quere y estoy segura de que tú tambén a ella.
Fart se puso colorado como un tomate hasta la parte superior de la reluciente calva.
—Dell, tú me tajiste comida cuando Tildy no etaba. Lo sé porque Pis no cosina demasiado ben. —Me dirigió una sonrisa enorme—. Anque hoy lo ha hecho muy ben.
Todo el mundo soltó una carcajada.
—Scatch y Lyssa, vosotros me hisisteis el mejor regalo de todos. Me dejasteis ser AbueDonna de esta maravillosa niña, y ella me devolvó a la vida. De nuevo.
Mamá se secó una burbuja de baba del lado izquierdo de la boca y prosiguió:
—Supogo que no he sido una pesona demasiado amable durante mi vida —dijo—. Y no meresco que nadie lo sea comigo ahora. Pero a veces recibimos más de lo que merecemos. Vosotros habéis sido como de la familia para mi Pis y habéis cudado de ella como yo no podía o no sabía hacer. —Las lágrimas de emoción la obligaron a detenerse.
¿Era esa mi madre? ¿Aquella mujer que jamás admitía haberse equivocado en nada? ¿Aquella mujer que me había dado a luz y se había pasado después toda la vida intentado rehacerme a su propia imagen y semejanza?
Cuando el médico me había dicho que el ictus podía haberle afectado las inhibiciones, me había preparado para un exceso de mala leche. No para esta personalidad tierna y empalagosa, para esta efusión de emoción, sensiblería y franqueza. Quería detenerla, evitar que se pusiera en evidencia.
Evitar que me pusiera a mí en evidencia.
Pero mamá no había terminado.
—Todo el mudo sabe, o por lo menos sospecha que tengo dinero —decía—. No hice nada para ganarlo salvo casarme con el pade de Pis, y la mayor pate de mi vida lo he gastado en mí mima. Pero ahora todo ha cambiado. No hay que esperar a morirse para decir a las pesonas a las que queres que las queres. Entoces es demasiado tade. Por eso haré lo siguente: dividiré mi patimonio y daré una tecerapate a cada uno de mis hijos. Con una ecepción: esta casa y todo lo que contene será para Pis.
La escena que se proyectaba ante mis ojos empezó a saltar y a moverse después a cámara lenta. ¿Mamá me estaba dando Belladonna? Esa casa, con todos sus muebles de época, tenía que valer una pequeña fortuna, puede que incluso más que el valor en efectivo del patrimonio.
¿Qué pensarían Melanie y Harry? Y entonces una idea se abrió paso bruscamente hasta ocupar un lugar destacado en mi mente: ¿era aquello una bendición o una maldición?
Mamá seguía hablando.
—Con una condición —dijo—. Que viva aquí y no la venda.
Ahí estaba: la maldición oculta en la bendición.
La impresión me dejó paralizada. No podía moverme ni reaccionar. Y no era la única. Ninguno de los sentados alrededor de la mesa en medio de la oscuridad creciente pestañeó ni emitió un solo sonido.
Y, mientras tanto, la segunda condición se quedó en el aire, suspendida como una soga que se balancea con el viento.
«Con la condición de que viva aquí… conmigo».