Capítulo 27

—Pis —dijo mamá.

Levanté la vista de mi diario. Después de que Imani se marchara, me había reunido con mi madre en la veranda trasera, donde nos quedamos sentadas, encerradas en nuestras burbujas individuales, sin nada que decirnos una a otra. No era el silencio amigable de dos personas que se amaban y se comprendían mutuamente, sino el silencio rígido de dos estatuas esculpidas en piedra, de dos enemigos que están midiendo de reojo las fuerzas del contrario.

El sol que se ponía se inclinaba sobre el Tombigbee, y sus rayos, cada vez más largos, iluminaban un camino verde y dorado desde el río hasta el césped que tenía a mis pies. Era como una invitación a jugar, a quitarme los zapatos y correr descalza por la hierba hasta la orilla para meterme en el agua que circulaba lentamente.

Pero no lo hice. Los adultos no se lanzaban al río totalmente vestidos por puro capricho.

—Pis —dijo mamá de nuevo.

Iba a llamar a Tildy, pero entonces caí en la cuenta de que eran casi las cinco y media. Hacía rato que Tildy se había ido a casa, y ya no volvería hasta el lunes por la mañana. El fin de semana era yo quien se encargaba de mamá. Sólo yo.

Suspiré y me levanté.

—Muy bien, mamá, vamos; te ayudaré.

Llevé el andador delante de la mecedora y la alcé para que se apoyara en las barras. Entrecerró el ojo bueno y me dirigió una mirada apreciativa.

—Pipi, no. Pis —dijo.

Las palabras me despertaron un recuerdo en algún lugar de mi mente; era lo mismo que me había dicho el día que llegó a casa, después de que yo mandara a freír espárragos a Gladys y a Dymple Dalrymple. Me dio una palmadita en la mano y repitió:

—Pis. No pipi. Pis.

—Sí, sí, mamá —dije—. Venga, vamos.

La conduje al cuarto de baño de la planta baja, la instalé en el retrete y salí para que tuviera algo de privacidad. Mientras escuchaba a través de la puerta entreabierta, se me ocurrió lo ridículo que era que tuviera que ayudarla a ir al cuarto de baño pero siguiera volviéndome para que no se sintiera violenta.

Esperé. No oí el ruido del pipí. Me acerqué más a la puerta.

—¿Mamá? ¿Todo bien?

Me llegó un sonido: un sollozo ahogado, como el grito de un animal herido. Abrí la puerta de un empujón. Mamá estaba de pie, apoyada en el andador, con las bragas alrededor de las rodillas, intentando subírselas primero por un lado y después por el otro con una sola mano.

El tiempo pareció detenerse. Asimilé la escena como un cuadro vivo: mamá, que siempre iba hecha un pincel, con el peinado impecable y perfectamente maquillada, reducida ahora a llevar un sencillo vestido de estar por casa de algodón abrochado por delante con corchetes automáticos y unas zapatillas deportivas, con la cara lavada y arrugada, gastada como la franela vieja, con la permanente ya deshecha y las raíces desteñidas.

Las lágrimas que ella no podía derramar sirvieron para que se me hiciera a mí un nudo en la garganta, que intenté, en vano, tragar.

—Tranquila, mamá. Ya te ayudo —susurré.

—¡No! —gritó. Sacudió la cabeza de un lado a otro, y el movimiento me recordó un tigre enjaulado que había visto una vez en el zoo.

Levanté las dos manos.

—Muy bien, muy bien. Tómate el tiempo que necesites.

Me cerró la puerta de golpe en las narices y, finalmente, después de lo que me pareció una eternidad, la abrió de nuevo y salió arrastrando los pies. La seguí de regreso a la veranda. El sol ya estaba a punto de tocar el horizonte y confería un destello naranja, rosado y púrpura a las nubes que se veían a través de las ramas de los árboles.

Había refrescado. Entré otra vez en la casa, recogí una manta del salón y se la pasé sobre los hombros. No prestó atención; estaba concentrada, mirándome con el ojo bueno.

Ose —dijo—. Tenemos que habad.

Le dirigí una mirada que le debió de parecer tan vacía como mi cerebro. No tenía ni idea de lo que quería.

Entornó el ojo y se señaló la oreja con la mano derecha:

—¡Ose! —repitió, más fuerte esta vez, tal como le chillarías a una persona que habla otro idioma, como si el mero volumen fuera a salvar el vacío comunicativo.

Parecía el colmo de la ironía. Mamá y yo no habíamos hablado el mismo idioma en años. ¿Para qué empezar ahora?

Se inclinó hacia delante y me sujetó la mano izquierda con su mano derecha.

—Pis —dijo.

Solté el aire con fuerza.

—Acabas de ir a hacer pis.

Me dio una sonora palmada en la mano.

Pesta atensón —me ordenó, y aunque no entendí totalmente las palabras, conocía ese tono de voz. Lo había oído toda mi vida.

—¿Que preste atención? —repetí—. De acuerdo, mamá, te escucho.

Oye. Ose. Tenemos que hablar.

No la había oído. No le había pestado atensón. Pero, al parecer, Imani Greer, de nueve años, sí se la había prestado, porque ella y mamá lograban comunicarse la mar de bien.

Mamá me miró fijamente a los ojos.

Pis —dijo—. No pipi.

Me encogí de hombros y sacudí la cabeza.

Peeeea-ch. No pipiiilla —repitió, esforzándose más aún—. Gaddie tamó Pipi a Pis —prosiguió—. Pero Pis, no Pipi. Gaddie es tota.

Cuando era pequeña, me sentaba delante del árbol de Navidad y desenfocaba los ojos para que todo lo que veía se llenara de una centelleante luz multicolor. Ahora la escuché del mismo modo. Observé la cara torcida de mi madre y desenfoqué mi mente para poder oír lo que quería decir en lugar de lo que decía.

Gladys Dalrymple. Estaba diciendo que Gladdie era tonta por haberme llamado Priscilla cuando el nombre que me correspondía era Peach.

Mamá jamás me había llamado Peach en toda su vida, y ahora me apretó la mano y me dijo:

—Perdona, Pis.

—No tengo nada que perdonarte —dije. Las dos sabíamos que era mentira, pero la frase superó el verdadómetro con una pequeña oscilación de emoción.

—¿Sabes por qué te puse Pipilla? —me preguntó mamá.

Negué con la cabeza.

Pipilla Oterstreet —respondió—. Es una bena amiga. Como una hermana mayor. Una metora.

—¿Una metora? —repetí—. ¿Quieres decir una mentora?

Mamá asintió.

—¿Estás hablando de Purdy Overstreet? ¿Esa vieja corista que acaba de casarse con Hoot Everett?

Mamá sonrió, y hasta el lado izquierdo de la cara se le levantó, aunque sólo un poquito.

—Ella me etendía, como nunca hizo tu abela GiGi.

Estaba empezando a entender con mayor claridad las palabras, pero no podía creer lo que estaba oyendo.

—Espera un minuto. GiGi y tú erais inseparables. Las dos erais iguales.

—Iguales no —aseguró mamá—. Sólo quería compacerla. Me esforzaba, pero… —Se encogió de hombros, como si quisiera decir que era imposible complacer a la abuela—. Pipilla me compendia, y yo la defaudé.

Agachó la cabeza y se quedó mirando los ladrillos del suelo de la veranda.

—Menuda pédida de tiepo —murmuró, en voz tan baja que apenas podía oírla—. Todos esos años itetando haced lo que ella quería: concusos de belleza, cub de campo, todo.

No dije nada, con la esperanza de oír la disculpa completa que había anhelado toda mi vida. La admisión de que había sido una mala madre, de que sólo había pensado en sí misma y que había estado siempre emocionalmente ausente, que nunca me había apoyado cuando la había necesitado, que jamás me había aceptado tal como era.

Pero eso no sucedió.

Giró la cara de nuevo hacia el río y se quedó contemplando la luz menguante del anochecer. Y, en ese momento, me di cuenta de lo que ella veía. No el final del día, sino el final de una vida. Una vida llena de expectativas de los demás, guiada por principios y prioridades que no eran los suyos.

Vi a Melanie dándole la espalda y cruzando los brazos en un gesto de desafío adolescente; a Harry de pie, inmóvil, como un canto rodado en el río, dejando que la corriente familiar lo cubriera sin moverse jamás de sitio; a mí misma, tirando de la falda de mamá, reclamando atención. Vi a papá dedicado a sus negocios con clientes importantes; vi a GiGi señalando a mamá agitando el dedo a modo de advertencia; vi al abuelo Chick dando un trago a una petaca cuando nadie lo estaba mirando.

¿Dónde estaban los sueños de mamá en esta vida que ahora se había perdido? ¿Dónde estaban sus ambiciones, sus esperanzas, sus alegrías y sus relaciones? ¿Dónde estaban sus pesares, sus anhelos insatisfechos, sus perspectivas de futuro?

¿Dónde, en este claustrofóbico envoltorio de otredad, había tenido siquiera la posibilidad de respirar? Apenas atisbaba su realidad, y lo poco que veía bastaba para salir corriendo como alma que lleva el diablo.

Y otra verdad salió fugazmente a la superficie y volvió a hundirse, como en un último esfuerzo por no sumergirse para siempre:

«Lo había hecho lo mejor que había podido».

Puede que no fuera lo que yo hubiera deseado para mí misma, ni para Melanie, ni para Harry. Puede que no fuera lo que hubiera complacido a mi abuela GiGi, ni impresionado a papá, ni apaciguado a Chick, ni lo que le hubiera valido el premio a la Madre del Año. Desde luego, no era lo que hubiera querido grabado en su lápida, pero aun así ésa era la realidad.

«Lo había hecho lo mejor que había podido».

Un sonido me sacó de mi ensueño. Un gemido bajo. Miré a mi madre, convertida ahora en una silueta recortada contra la luz que se apagaba. Estaba llorando. Se balanceaba, se estremecía, se aferraba a la manta que la envolvía con la mano derecha, la buena, y se inclinaba hacia delante como si quisiera seguir los últimos rayos de la puesta de sol hacia el ocaso.

Expresaba su rabia ante la luz agonizante del día.