Imani venía todos los días. La profecía de Tildy resultó cierta: la niña era filósofa y, además, hacia milagros.
Ahora mamá se pasaba la mayoría del tiempo en la veranda trasera, observando cómo abril sacudía su falda multicolor sobre unas enaguas verde hierba. Todo el universo parecía inclinarse y balancearse siguiendo la danza ancestral de veneración que celebraba la vuelta de la primavera.
Cuando no estaba sentada, meciéndose, sonriendo, tarareando para sí misma, mamá se dedicaba a recuperarse. Fisioterapia, logopedia, terapia ocupacional; lo hacía todo sin una sola palabra de queja. Su cerebro se reeducó para suplir el lenguaje perdido con el ictus. Poco a poco fue recuperando la fuerza, hasta que pudo desplazarse sola con la ayuda de un andador.
Cada tarde, a las dos y media, salía ella sola al porche, se instalaba en la mecedora y esperaba a que las clases se acabaran sujetando el ejemplar de El jardín secreto de Imani en la mano. No sé de qué hablaban las dos. Era su secreto, y aunque la tentación era casi insoportable, jamás interferí, jamás escuché a escondidas, jamás pregunté. Una vez oí que Imani llamaba a mi madre AbueDonna, y vi su abrazo tierno cuando se despedían.
Tendría que haber llorado de alegría. Pero, en cambio, algo rugía y se encendía en mi interior; una ira que no sabía que pudiera sentir. No había esperado ver semejante intimidad, no sabía que mi madre fuera capaz de ella. Y mi reacción me asombró y me avergonzó.
¿Por qué?
No puedo obviar la pregunta. Me persigue, me escuece como una erupción de la que no puedo librarme. ¿Cómo puede mi madre, que se ha pasado toda la vida criticándome y haciéndome sentir como si yo tuviera algo malo, entregarse ahora tan gustosa y cariñosamente a una niña que no es hija suya? Una niña negra. Una niña a la que, antes del ictus, habría evitado cruzando la calle. Y ahora mece a Imani en su regazo y le trenza el pelo, le canta, y la abraza como si el calor de su cuerpecito fuera un salvavidas que pudiera impedir que se ahogara.
Tendría que estar contenta; contenta de que mamá esté viva, contenta de que esta querida niña, a la que adoro como si fuera hija mía, pueda ser el catalizador que haga que mi madre se recupere.
¿No es esto lo que quería? ¿No es lo que esperaba cuando traje a Imani a Belladonna el primer día?
Es verdad, intentaba compaginar las cosas, encontrar una forma de pasar tiempo con Imani sin desatender a mamá. Pero ¿no esperaba que mamá reaccionara ante ella de algún modo, de la misma forma que los pacientes de Alzheimer reaccionan ante los niños pequeños o ante los perros de terapia? ¿No recé para que el resultado fuera éste: si no un milagro, sí por lo menos un rayo de luz en la oscuridad, un destello de luna, el parpadeo de una estrella?
Me avergüenza mi reacción, pero simplemente no puedo evitarla. Me enfurece pensar que a mi propia madre no le nacía quererme y valorarme, y sí, en cambio, a Imani. ¿Qué le da derecho a negarle el amor a su propia hija y dárselo a una desconocida? ¿Por qué es tan difícil quererme?
El viejo idiota canoso seguramente diría que por fin había llegado al meollo de la cuestión, al epicentro de los seísmos interiores de mi ser. Lo consideraría una gran victoria. Pero él no está aferrado con uñas y dientes al borde del precipicio para salvar su preciosa vida (o no tan preciosa). Soy yo quien tiene que contemplar sin hacer nada cómo mi propia madre me traiciona con cada sonrisa asimétrica y cada abrazo manco que da a otra niña.
Cuando era pequeña, me molestaba el espíritu crítico de mi madre y deseaba que fuera cariñosa, comprensiva, alentadora y accesible, como eran algunas de las madres de mis amigas. De mayor, me alejé de ella para intentar protegerme, para impedir que mi corazón sufriera más por su culpa. Creía que había superado el dolor y que lo único que me quedaba era rabia.
Y ahora me doy cuenta de que la rabia es lo que duele. La rabia no es nada más que una cortina de humo para tapar el sufrimiento y el miedo. Mantiene a raya el dolor, contiene el miedo. Pero al final del túnel, siguen ahí. Si estoy siempre que echo chispas, no tengo que admitir mis vulnerabilidades, no tengo que enfrentarme con la realidad de que estoy asustada y herida, y que puede que estas heridas jamás sanen del todo.
¿Y cómo podrían sanarse? Nunca han estado expuestas a la luz y al aire. Han estado vendadas, cubiertas con una costra, con un injerto. Pero el veneno sigue ahí, enconándose bajo la superficie, supurando, extendiendo sus tentáculos a otras relaciones.
¿Podría haber sido mi matrimonio con Robert diferente, mejor, si yo hubiera sido más abierta, más sincera, más consciente de mí misma? ¿Hasta qué punto la rabia que sentía por mamá se había filtrado a esa corriente subterránea y había contaminado las aguas? ¿Hasta qué punto la angustia de mi infancia me impedía sentirme feliz y contenta ahora que era adulta?
Siempre he querido sentirme aceptada, siempre. He querido que me quisieran y me cuidaran; he querido relajarme. Pero nunca ha pasado. Ni siquiera cuando me querían, porque no podía creérmelo, no podía disfrutarlo tranquilamente. Siempre he tenido miedo, siempre me he hurgado las viejas cicatrices. Siempre he buscado una prueba; una prueba que mi madre jamás pudo darme.
Ahora le han dado a un interruptor en su interior y, de repente, se ha convertido en AbueDonna. Tierna. Cariñosa. Afectuosa. Y no puedo evitar preguntarme dónde estará la vaina y qué habrán hecho los alienígenas con mi auténtica madre.
Y acto seguido me pregunto si querría recuperar a mi auténtica madre si la encontrara.
—Se lo dije —comentó el médico—. Había que esperar cambios. La parte de su cerebro que filtra los pensamientos y las emociones ha quedado afectada. Es probable que diga y haga lo que quiere sin tener en cuenta en absoluto cómo afectará a los demás. No tendrá ningún tacto, ni buenos modales.
Me lo quedé mirando.
—Pero es que… bueno, no es ella.
—Sí que lo es —replicó—. Seguramente es más ella de lo que nunca había sido hasta ahora.
—Pero eso no tiene ningún sentido. Esperaba que fuera… —Me detuve—. Bueno, para serle franca, esperaba que fuera mala, gruñona e hipercrítica. Como ha sido siempre.
—Su madre está mejorando, Peach —dijo, encogiéndose de hombros—. Habla de forma más articulada, y aunque seguramente siempre tendrá cierta parálisis del lado izquierdo del cuerpo, su recuperación es notable. Sólo puedo decirle lo que hemos observado en casos como los de su madre: el ictus derriba la fachada. Cambia a las personas.
«Y que lo diga», pensé.
La pregunta era si yo podría sobrellevar el cambio.
Como esperaba, mi psicoterapeuta se puso eufórico por mi gran avance. A mí más bien me parecía un gran bajón, pero no me molesté en rebatirlo. Dejé que delirara sobre lo mucho que estaba aprendiendo y lo lejos que había llegado. Tarde o temprano sabría la verdad. Puede que mucho más tarde. Puede que nunca.
Cuando regresé a Chulahatchie después del divorcio creía que era difícil vivir con la antigua mamá, siempre tan criticona, pero aquello no era nada comparado con vivir con esta nueva mamá mejorada. Había perdido todas las aristas duras y lo único que quedaba era el suave núcleo interior. Cada vez que Imani aparecía, veía que los ojos de mamá se iluminaban con una luz que se reflejaba en el semblante de la niña.
La madre que nunca tuve y la hija que siempre anhelé. Se habían encontrado una a otra y yo las había perdido a ambas.
—Tía Peach —dijo Imani una tarde cuando se iba—, ¿estás bien?
No la miré a los ojos. No pude.
—¿Qué quieres decir?
Me tomó la mano y tiró de ella hacia abajo para que me sentara a su lado en los peldaños delanteros de Belladonna, junto a la obra maestra de Fart: la rampa para la silla de ruedas de mamá. Era última hora de la tarde y el sol se estaba poniendo tras la casa, lo que dejaba la veranda delantera a la sombra durante varias horas. Noté cómo el frío de los ladrillos me atravesaba la tela de los vaqueros y me estremecí.
—¿No te está esperando tu papá en el Heartbreak Cafe? —pregunté.
—Sabe que estoy aquí —respondió Imani—. Si no estoy en la cafetería cuando tenga que irse a casa, vendrá a recogerme.
Lo dijo con una certeza absoluta, segura del amor de su padre y de su capacidad de protegerla. Envidié la falta de miedo que proporcionaba semejante sensación de seguridad. La verdad es que envidiaba muchas cosas a Imani.
—¿Estás bien? —repitió.
—Sí —mentí—. ¿Por qué lo preguntas?
—No sé. Pareces… bueno, distinta de algún modo. Estás aquí, pero es como si estuvieras muy lejos.
Me mordí el labio y desvié la mirada. Aquella niña brillante y perspicaz carecía del lenguaje de un psicólogo y no podía decirme que estaba emocionalmente ausente, pero de todos modos lo había expresado a la perfección.
—He estado… —Intenté encontrar una palabra—. Ocupada —solté.
—Ya lo sé. AbueDonna me lo ha dicho. Dice que tienes muchas preocupaciones.
—¿Mi madre te ha dicho eso? ¿A ti?
Imani asintió.
—Hablamos de muchas cosas —me explicó—. Te echa de menos. —Y tras una breve pausa, añadió—: Y yo también.
Era una frase muy simple y sincera: la verdad de Imani, tal como la pensaba, sin fingimientos ni astucias.
No podía decir mi propia verdad a esta niña inocente. No podía decirle: «Mamá no puede echar de menos lo que jamás conoció». Así que me limité a decir:
—Yo también te echo de menos.
Captó la diferencia y ladeó la cabeza como haría un cachorro inteligente y curioso.
—¿Recuerdas cuando llegué a Chulahatchie? —preguntó—. ¿Cuando papá y mamá volvieron a verse desde hacía tanto tiempo?
—Pues claro que me acuerdo. —Le tomé la mano—. Fue cuando te conocí.
—Tenía miedo de papá, porque era tan corpulento y raro, tenía miedo de la novedad y de no saber qué iba a pasar. Y tú me dijiste que no tenía por qué gustarme papá pero que, por lo menos, debería darle una oportunidad.
Bajé los ojos hacia ella.
—Había olvidado que te había dicho eso.
—Bueno —comentó después de asentir con la cabeza—, a lo mejor eso es lo que tendrías que hacer tú.
Scratch dobló la esquina con su camioneta y tocó el claxon. Imani lo saludó con la mano y, después de ponerse de pie, se volvió para lanzarse a mis brazos.
—Te quiero, tía Peach —me susurró al oído—. Y AbueDonna también.
Se separó de mí, se colgó la mochila rosa de los Power Rangers al hombro y se marchó dando saltitos hasta donde su padre la estaba esperando.