A lo largo de los años he visto muchas expresiones distintas de mi madre. La he visto enojada un montón de veces, e irritable, y exigente. La he visto taimada, manipuladora, egocéntrica y quejumbrosa. La he visto como una triunfadora exultante y como una perdedora malhumorada y descortés. La he observado, en palabras de T. S. Eliot, «poner una cara que coincida con las caras con las que uno coincide», y reconocía muy a menudo la sonrisa educada y gélida que enmascaraba una desaprobación rotunda.
Pero nunca este vacío, como un globo deshinchado. Nunca esta ausencia, esta inquietante quietud.
Se queda allí donde Tildy y yo la ponemos, ya sea en la cama, en el sofá, a la mesa del comedor o en la silla de ruedas. Es como el maniquí del escaparate de una tienda que vendiera ictus.
El médico dice que le llevará algo de tiempo empezar a volver a relacionarse con nosotros, que la depresión es una reacción normal ante esta clase de pérdida, y que lo único que podemos hacer es tener paciencia. Me pasé tantos años deseando que dejara de molestar… y ahora que lo ha hecho, ¿cómo voy a aprender a sobrellevarlo?
—¿Peach?
Alcé los ojos y vi que Dell y Scratch me estaban mirando.
—¿Te interrumpimos?
Cerré el diario con el bolígrafo dentro para que me sirviera de punto y me fijé en las pocas páginas en blanco que quedaban. Supuse que en una semana o dos tendría que ir en coche a Tupelo y buscar una tienda de material de oficina para comprarme otro.
Me encogí de hombros y les invité a sentarse con un movimiento de la mano.
—Sólo estaba intentando ordenar mis ideas sobre lo de mamá —expliqué—. Mañana por la tarde tengo una sesión telefónica con mi psicoterapeuta.
Están al corriente de mi actual relación con el viejo idiota canoso, por supuesto. Hace mucho que dejé de fingir con estos amigos. Simplemente, no tenía energía suficiente para hacerlo.
El fragmento de un recuerdo me pasó fugazmente por la cabeza. Se trataba de un viejo episodio de Star Trek en que una nave romulana está atacando el Enterprise:
«No pueden permanecer invisibles para siempre, capitán —decía Spock—. El dispositivo de ocultación está agotando sus reservas de energía».
Cierto. Permanecer oculta era de lo más agotador, ¿y qué iba a lograr con ello, de todas formas? Eran lo bastante listos como para darse cuenta de cuando fingía. Y, por primera vez en mi vida, tenía amigos que preferían verme sin doblez y hecha polvo antes que haciendo gala de una alegría ficticia.
Dell se sentó delante de mí, y Scratch acercó una silla de otra mesa.
—¿Estás bien? —preguntó Dell.
—Sí. Sólo estoy cansada. Exhausta, en realidad. Y preocupada.
—¿Cómo está tu madre? —dijo Scratch—. ¿Algún cambio?
—Sigue bastante igual. Come cuando la alimentamos y no se queja cuando la movemos de sitio, pero eso es todo. Ni siquiera trata de hablar. No sé qué hacer. Ayer por la noche, creí haber oído un ruido, y cuando entré para comprobar que estuviera bien, me la encontré allí, acostada a oscuras, mirando el techo.
Dell me dirigió una de esas miradas que parecían atravesarte completamente.
—Por más que estés haciendo lo correcto, resulta difícil cuando te sientes atrapada.
Me dio un vuelco el corazón.
—¿A qué te refieres? —pregunté.
Apoyó el mentón en una mano y se me quedó mirando.
—Estabas lista para regresar a casa para retomar tu vida donde la habías dejado y va y pasa esto.
La observé un instante.
—¿Cómo te enteraste? No se lo había contado a nadie. Apenas acababa de tomar la decisión cuando mamá…
—Era lo lógico —comentó Dell, encogiéndose de hombros—. El divorcio ya era definitivo, y ya se había hecho el reparto de los bienes. Ya no necesitabas quedarte más tiempo aquí. En Chulahatchie, quiero decir. Viviendo con tu madre.
No hizo falta que dijera el resto: «Ya no nos necesitabas a nosotros».
Percibí un reproche aunque sus palabras no escondían ninguno; no me lo hacía ella, sino yo misma, desde lo más profundo de mi ser.
Lo cierto era que eso era exactamente lo que había pensado hacer: volver a Asheville, retomar mi vida, y seguir adelante con lo que el futuro me deparara hasta que el año de mi exilio en Chulahatchie se desvaneciera y se convirtiera en un vago recuerdo, en la sombra de un sueño.
Recuerdo haber dicho una vez a mi psicoterapeuta que la salud mental estaba enormemente sobrevalorada. ¿Por qué había que poner tanto esfuerzo en adquirir conciencia de uno mismo cuando vivir negándose a aceptar la realidad es infinitamente más fácil y más cómodo?
Ahora, cuando me observaba a mí misma, veía algo que me impresionaba, algo que sacudía los barrotes de mi jaula y hacía que me estremeciera de repugnancia y de incredulidad. ¿Era posible que yo fuera así de egocéntrica, que aceptara encantada el amor y el apoyo que estos amigos me habían ofrecido y que después, cuando ya no los necesitaba, me largara sin volver siquiera la vista atrás? ¿Era posible que sólo me preocupara por lo que yo necesitaba, por lo que yo quería?
¿Era posible que fuera tan parecida a…?
¿Mi madre?
¿Y si…?
La idea se me acercó sigilosamente por detrás y me dio un manotazo tan fuerte en la cabeza que me flaquearon las rodillas y me retumbaron los oídos.
¿Y si ellos me necesitaban?
Seguramente iba a lamentarlo el resto de mi vida, pero la idea me nació de la cabeza totalmente formada como Atenea, la diosa de la sabiduría; como una visión o una vocación. No podría haberla negado aunque con ello hubiera salvado mi lamentable alma.
Me detuve en el porche delantero, me arrodillé y tomé las dos manos de Imani entre las mías.
—Tienes que entender que mi mamá está muy enferma, mi vida —dije—. Ha estado en el hospital y está muy débil, y puede que no reaccione al verte, o que se comporte como si estuviera enfadada. ¿Lo entiendes?
Imani me miró y asintió solemnemente.
—Papá me lo explicó. Tu mamá tuvo un ictus y has estado cuidando de ella. Por eso no nos hemos visto demasiado.
—Exacto. —La acerqué a mí y noté el calor de su cuerpecito contra el mío, la suavidad de su mejilla morena bajo los dedos—. Te he echado de menos.
—Y yo a ti. —Alzó los ojos para mirarme—. Sé que estás triste por lo de tu mamá —aseguró—. Pero no tienes que hacerlo todo tu sola. Tienes amigos que te quieren, tía Peach. Todos te vamos a ayudar.
Metió la mano en la mochila rosa y sacó de ella un ejemplar viejo de El jardín secreto, el que yo le había regalado, el que tenía ilustraciones en color a toda plana.
—Es mi libro favorito —dijo—. Pensé que tal vez podría leérselo a tu mamá.
—Es un detalle muy bonito, cariño —comenté con un nudo en la garganta.
Me obligué a sonreír, pero por dentro estaba acobardada. Aún medio paralizada por el ictus, mi madre era muy capaz de comerse a aquella encantadora niña para desayunar.
—Muy bien —dije por fin—. Entremos.
Abrí la puerta principal y entramos en casa. Imani se detuvo en el vestíbulo mirando la inmensa escalera que subía haciendo curva hasta el primer piso.
—Me recuerda la casa de mi abuelo —susurró.
—¿Te gustaba vivir con tu abuelo? —pregunté.
—No estaba mal. Me compraba muchas cosas, pero casi nunca jugaba conmigo porque se pasaba todo el tiempo trabajando. —Sonrió feliz—. Me gusta muchísimo más vivir en la cabaña del canal de la tía Dell. Papá me lleva a pescar, y buscamos cangrejos de río bajo la tierra.
La entendí perfectamente.
—Yo crecí aquí —le expliqué—. Después te llevaré a mi habitación y te dejaré jugar con mi casa de muñecas. Pero ahora hay alguien a quien tienes que conocer.
Crucé con ella la puerta de vaivén para acceder a la cocina, donde Tildy estaba espolvoreando azúcar glasé sobre una tarta de café que olía deliciosamente a mantequilla y a canela.
—No quiero oír ningún comentario —soltó todavía de espaldas a la puerta—. Es la preferida de tu madre, y nadie puede comer ni una migaja hasta que ella lo diga. Me pareció que podría incitarla a comer un poco.
Se giró, sonriente, y abrió unos ojos como platos al ver a Imani.
—Vaya, ¿a quién tenemos aquí?
Como Imani se volvió tímida de golpe ante aquella mujer negra de metro noventa, le di un empujoncito hacia delante.
—Te presento a Imani Greer —dije—. Imani, saluda a la señora Matilda Brown. Nosotras la llamamos Tildy.
Imani se armó de valor y alargó la mano.
—¿Cómo está, señora Tildy? Mucho gusto en conocerla.
Tildy le estrechó la mano.
—Igualmente. ¿Y a qué debemos el honor de esta visita?
—He venido a ver a la señora Rondell —respondió Imani—. He venido a ayudarla a sentirse mejor.
Tildy echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.
—¡Tenemos a alguien que hace milagros entre nosotras! —exclamó—. ¿Cuántos años tienes, jovencita?
—Acabo de cumplir nueve años. —Imani le dirigió una mirada llena de curiosidad—. ¿No cree en los milagros, señora Tildy?
—No tengo forma de saberlo. Me parece que nunca he visto ninguno.
—Puede que sí haya visto uno —la contradijo la niña—, sólo que no lo sabe. Papá dice que a veces las coincidencias son milagros disfrazados.
—Vaya, vaya… —me dijo Tildy—. Hace milagros y es filósofa. —Se agachó hasta ponerse a la altura de Imani—. ¿Has visto tú alguna vez un milagro?
—Sí.
—¿Y de qué clase exactamente? ¿Agua convertida en vino? ¿Alguien andando sobre las aguas? ¿Lázaro levantándose de entre los muertos?
—No —contestó Imani con una risita.
—¿Qué entonces, si puede saberse?
—Que mamá y papá vuelvan a estar juntos —dijo Imani.
Tildy se incorporó y se puso en jarras.
—Eso no hay quien lo discuta.
—¿Dónde está mamá? —pregunté.
—En la veranda trasera. La saqué porque me pareció que el aire fresco podría irle bien. Me da mucha pena. A tu madre siempre le encantó la primavera, y ésta es una de las más bonitas que recuerdo desde hace mucho, muchísimo tiempo. Es una lástima que no pueda apreciarla.
Dejé a Tildy terminando la tarta de café y llevé a Imani a la parte de atrás de la casa. Mamá estaba sentada en una de las mecedoras, contemplando el jardín en dirección al río. Golpeaba los ladrillos del porche con el pie derecho para que la mecedora no dejara de balancearse; la paralizada pierna izquierda seguía flácidamente el movimiento, y tenía la mano izquierda, cerrada como una garra, inmóvil en el regazo.
—¿Mamá? —dije.
Giró la cabeza hacia mí. Tenía el lado derecho de la cara normal, pero en el izquierdo, tenía el ojo desfigurado y la mandíbula torcida. Un hilillo de saliva le caía del lado izquierdo de la boca hasta el pecho, pero no lo notaba.
La mecedora se detuvo. Me miró de arriba abajo con el ojo bueno, y su desaprobación al verme sujetando la mano de una niñita negra avanzó hacia mí como las olas que se dirigen a la playa. Cuando iba a llevarme a Imani, la niña se soltó de mí y corrió hacia mi madre.
Sin esperar a que la invitara a hacerlo, se subió en el regazo de mamá, sacó un pañuelo de papel de la caja de la mesa y le secó la baba. Después, alargó la mano y acarició la mejilla izquierda de mamá, con suavidad, con cariño.
—Señora Rondell —susurró—, me llamó Imani, y si me deja, me gustaría ser su amiga. —Sonrió a la cara destrozada de mamá—. He traído un libro para que lo leamos —dijo, y lo sacó de la mochila para enseñárselo—. El jardín secreto. Va de una niña que necesita una familia, y de un niño enfermo que se cura porque sus amigos lo quieren.
Imani movió el cuerpecito para adoptar una posición cómoda y recostó la cabeza en el pecho de mi madre de modo que le quedaba la coronilla encajada bajo el mentón de mamá. Contuve el aliento. Mamá vaciló una fracción de segundo y, entonces, rodeó a la niña con el brazo derecho, la sujetó bien, y el lado derecho de su cara esbozó media sonrisa retorcida.
Alargó el pie derecho, lo apoyó en los ladrillos de la veranda y dio un empujón. La mecedora inició de nuevo su movimiento. Y entonces lo oí: un canturreo grave. Tardé un momento en reconocer la melodía, en recuperarla de lo más recóndito de mi memoria.
Era una canción de cuna. La que mamá solía cantarme.