Resulta extrañamente anacrónico ver coches de policía, ambulancias y coches de bomberos con sus luces rojas y azules agrupados en un lugar como Belladonna. La casa nació en una época más lenta, en una era de quinqués, de carruajes y del cotocloc de los cascos de los caballos. Una época más relajada, por lo menos para unos pocos privilegiados que vivían en casas opulentas como ésta. Puede que no fuera tan relajada para los esclavos que recolectaban el algodón, ni para los aparceros que trabajaron las tierras después de la emancipación. Puede que tampoco fueran tan relajada para los muchachos de ambos lados de la frontera que derramaron su sangre en los campos de Vicksburg, Sharpsburg y Shiloh.
Con la cabeza llena de imágenes de balas, bayonetas y sangre vertida, dejé estacionado mi Honda en la entrada y subí corriendo el camino de ladrillos. De pie, en la veranda delantera, con los brazos cruzados, estaba la última persona que quería ver en ese momento: el imbécil del sheriff que había detenido a Scratch el diciembre pasado.
—¿Qué ha pasado? —pregunté. Traté de entrar en casa pero él me lo impidió.
—La están sacando. —Señaló con la cabeza hacia dentro, y me asomé para ver qué ocurría en el interior. Los sanitarios salían del salón con mamá tumbada en una camilla con ruedas. Tenía los ojos cerrados, y la piel pálida y sudorosa. La idea absurda de que no podía estar muerta porque no le habían tapado la cara y llevaba una mascarilla de oxígeno puesta en la boca me pasó fugazmente por la cabeza.
Esta vez el sheriff no me opuso resistencia y me avancé para sujetar la barandilla de la camilla donde yacía mi madre.
—¿Qué ha pasado? —repetí.
La sanitaria que tenía delante me miró a los ojos. Tenía más o menos mi edad pero estaba morena y en forma, y tenía el aspecto de ser una mujer con objetivos claros en la vida. Por un instante me pregunté si me estaría sopesando y encontrándome carencias.
—Creemos que su madre ha tenido un ictus —me informó. Hablaba con voz comedida y calmada, dotada de una confianza tranquila que hizo que parte de mi ansiedad se disipara—. La vamos a llevar al hospital. Usted y su amiga podrían venir juntas.
¿Su amiga?
Miré a mi alrededor. Junto a la enorme puerta doble que daba al salón estaba Gladys Dalrymple, a quien todo el grupo del club de campo llamaba Gladdie. A pesar de lo mucho que su nombre recordaba la palabra «alegría» en inglés, era la mujer menos alegre que haya conocido o imaginado. Su hija, que se llamaba con igual ironía Dymple, era calcada a ella; una chica con cara avinagrada y que a pesar de lo que su nombre en inglés podría insinuar, no tenía ningún hoyuelo, a no ser que contaras aquella mueca que hacía como si estuviera mordiendo constantemente un limón.
Gladdie frunció el ceño cuando la miré.
—Esto es culpa tuya —siseó—. ¡Y después de todo lo que tu madre ha hecho por ti!
Abrí la boca para responderle y volví a cerrarla. Y entonces, sin dar a Gladdie la satisfacción de ver mi confusión y mi indignación, me volví y salí de la casa tras los sanitarios.
—No ha sido tan grave como podría haber sido —dijo el médico—. Tiene una leve parálisis en el lado izquierdo, y tendrá dificultades para hablar durante cierto tiempo, pero la última semana ha mejorado mucho. En un par de días más, le daré el alta y podrá irse a su casa. No recuperará todo lo que ha perdido, pero con terapia y algo de esfuerzo, estará bien.
Echó un vistazo al historial y volvió a alzar los ojos hacia mí.
—Vive con ella, ¿verdad?
—Sí, pero… —Me detuve—. Sólo temporalmente. Lo estaba preparando todo para regresar a casa en cuanto encontrara un lugar donde vivir.
—Por lo que se iría a vivir a… —Consultó de nuevo el historial.
—Asheville —le apunté—. En Carolina del Norte.
—¿Y queda eso muy lejos?
—A unas diez horas de viaje. —Me sentí como si me hundiera en unas arenas movedizas tan profundas que cabía la posibilidad de que jamás volviera a pisar tierra firme.
El médico sacudió la cabeza.
—No puede estar sola en aquella vieja casa tan grande. A no ser que quiera plantearse trasladarla a la Residencia de Saint Agnes, tiene que haber alguien con ella.
En aquel momento supe, naturalmente, quién sería ese alguien. En la semana que había pasado desde el ictus de mamá, había hablado todas las noches con Melanie y sólo una vez con Harry. Él estaba en la playa, en Belice, haciendo submarinismo en la Gran Barrera de coral australiana o algo así. Lo único que le saqué fue: «Te vas; no te oigo» y «Sé que harás lo que sea mejor para mamá. Te llamaré cuando esté de vuelta en Estados Unidos».
Melanie, en cambio, habló mucho. Como mamá no estaba en un peligro inmediato, no iba a volar a Misisipí desde California, pero comprendía lo complicada que era mi situación:
—Ya sé que no es responsabilidad tuya —dijo por enésima vez—, pero eres la única que está ahí. Mamá tiene mucho dinero. Podemos contratar a alguien para que la cuide. Podemos instalarla en un lugar realmente bonito donde esté bien atendida.
—No quiere irse de Belladonna —insistí, también por enésima vez—. Ya sabes lo mucho que quiere esa vieja casa.
—Sí, ya lo sé —aseguró Melanie. Se calló la otra mitad de la frase: «La quiere más que a ti o a mí»—. Pero ya no está en situación de tomar todas las decisiones, Peach. Por una vez en su vida, no puede tener todo lo que quiere.
Pero lo tuvo.
Como de costumbre.
Antes de llevar a mamá a casa, tuve una larga conversación con el banco y, después, otra todavía más larga con Tildy. Melanie tenía razón sobre una cosa: mamá podría permitirse todo lo que necesitara o deseara. Papá había hecho bien su trabajo, por lo menos de acuerdo con la filosofía imperante en su generación. El dinero no iba a ser ningún problema. A su familia no iba a faltarle de nada.
Una vez disipada esta preocupación, me dispuse a encargarme de los asuntos de mamá: poderes, control financiero del patrimonio; todas las formalidades legales que iba a necesitar para llevar la casa, emitir cheques, pagar facturas y encargarme de que mama recibiera la atención que precisaba.
En cuanto tuve poderes para emitir cheques, me senté con Tildy y le expuse mis planes:
—Te necesito, Tildy —dije—. Y mamá también te necesita. Será duro para ella no controlarlo todo…
—¿Te parece? —soltó Tildy con una sonrisa pícara en los labios.
—Sí, me parece. —Era la primera vez que reía desde la noche que, al regresar a casa, me encontré con aquellas luces centelleantes, y fue talmente como inspirar hondo después de haber estado sumergida bajo el agua. El oxígeno me inundó las neuronas, y todo pareció aclararse un poco.
Y así quedamos. Tildy vendría todos los días a tiempo para poder levantar, bañar y vestir a mamá, y también para prepararnos el desayuno a las dos. Se quedaría hasta las tres y media o las cuatro, lo que me permitiría salir a hacer recados y al supermercado y, tal vez, tener algo de tiempo para mí misma. Tildy dejaría la cena preparada. Los fines de semana tendría que apañármelas sola.
—El médico me advirtió que mamá no volverá a ser la misma de antes —expliqué a Tildy—. Así que tenemos que estar preparadas. El ictus puede haberle afectado partes del cerebro que se ocupan de los filtros sociales, ya sabes, el control de los impulsos, la discreción y esa clase de cosas. A lo mejor suelta lo primero que le venga a la cabeza sin tener en cuenta lo que puedan sentir los demás.
—Dicho de otro modo, doña Donna será exactamente la misma de antes, sólo que corregida y aumentada —soltó Tildy.
No podría habérselo rebatido aunque hubiera sido mi intención hacerlo.
La tarde que llevé a mamá a casa desde el hospital, todas las sillas de la veranda delantera estaban ocupadas por personas que nos estaban esperando. Tal como los veía desde el coche, mientras recorría el camino de entrada, recordaban un poco los Hatfield y los McCoy, con su guerra privada, o quizá la Unión y la Confederación.
Salí, ayudé a mamá a sentarse en la silla de ruedas plegable y la conduje hasta el porche.
A la izquierda estaban Boone, Scratch y Fart Unger, el amigo de Dell, junto con Dell, Alyssa e Imani. Como Fart tenía su caja de herramientas en la mano, deduje, sin miedo a equivocarme, que la rampa que ocupaba la mitad de los amplios peldaños que llevaban hasta la veranda era cosa suya. Cabía perfectamente una silla de ruedas y tenía una barandilla resistente.
Dell Haley se hallaba sentada en una mecedora con una enorme caja de cartón apoyada en los anchos brazos de madera de la silla. Sin necesidad de retirar el papel de aluminio, pude oler a pastel de pollo y jamón, tarta de compota de manzana, pan de maíz recién hecho y berzas.
Alyssa tenía a Imani en el regazo. La niña sostenía un enorme ramo de flores de primavera. En cuanto su madre le dio un empujoncito, se acercó y dejó el ramo sobre las rodillas de mamá.
—Tenga, señora Rondell —dijo antes de agachar la cabeza y rodear la silla para darme un abrazo.
—Ahora mismo no puede hablar demasiado bien —expliqué a Imani—. Pero muchas gracias; las flores son preciosas.
Ninguna de las personas situadas a la derecha del porche se había movido. Gladys Dalrymple y su hija, Dymple, estaban inmóviles, como si la Bruja Blanca de Narnia las hubiera convertido en estatuas. También había otras dos amigas del club de campo de mamá, delgadísimas, idénticas, con el pelo platino cardado y los dedos huesudos cubiertos de diamantes y rubíes. Recordaba que me las habían presentado, pero aunque en aquel momento me hubieran venido sus nombres a la cabeza, habría sido incapaz de distinguir cuál era cuál.
Lo que sí me vino a la memoria fue lo que Gladys me había dicho la noche que mamá acudió al hospital: «Esto es culpa tuya». Debido al trauma y a la ansiedad que el ictus de mamá me había provocado, y al estrés de tener que desempeñar de repente la función de cuidadora, se me había olvidado por completo justo hasta aquel instante.
Gladys, evidentemente, no lo había olvidado. Me clavó los ojos a través del espacio vacío que nos separaba, y después de mirarnos a mamá y a mí, dirigió la vista hacia Scratch, Dell y los demás.
Mi educación de dama sureña empezó a funcionar a toda marcha.
—Pasad, por favor —pedí a todos los presentes—. Es muy amable de vuestra parte apoyar así a mamá. Como podéis imaginar, está muy cansada, pero en cuanto la instale, podemos tomarnos un café.
Alyssa lanzó una mirada a Gladys y, de forma casi protectora, rodeó a Imani con un brazo para acercarla hacia ella.
—Quizá será mejor que volvamos otro día —comentó en voz baja—. Llámanos si necesitas algo, Peach. Ya nos veremos.
Hubo abrazos y besos, junto con algunas despedidas apresuradas, y todos los relacionados con el Heartbreak Cafe se fueron. Me quedé sola frente a las Dalrymple y las gemelas teñidas de rubio.
—Esto es la causa por la que tu madre está en esta silla de ruedas —aseguró Gladys Dalrymple con un resuello indignado, mientras señalaba en dirección a la ciudad, por donde el coche de Dell y también la camioneta de Fart estaban justo doblando la esquina—. ¡Cómo es posible que te relaciones con gente así, Priscilla! ¡Con lo que se esforzaría tu madre para intentar criarte como es debido!
No las invité una segunda vez a entrar, sino que empujé la silla de ruedas de mamá hacia la puerta y me volví hacia ellas en el umbral.
—Se crían vacas. Se crían vinos. A las damas sureñas se las educa.
Mientras Gladys me miraba boquiabierta, le cerré la puerta de Belladonna en las narices.
—Y no me llamo Priscilla —mascullé a la puerta cerrada—. Me llamo Peach. Peach.
Mamá levantó la mano derecha y me apretó los dedos.
—Pis —dijo—. No pipi. Pis.