Capítulo 23

Me senté en la mecedora de la veranda trasera y observé el césped que se extendía desde la parte posterior de la casa hasta el río. La forsitia florecía y extendía sus tentáculos por la hierba y los ladrillos del camino. Las azaleas habían empezado a mostrar sus puñitos cerrados de color, y a lo largo del río, los árboles de Judas salpicaban de púrpura la orilla frente al amarillo verdoso de los cornejos de flor, a punto de abrirse.

Inspiré hondo, introduje toda esa fragancia en mis pulmones y me concentré de nuevo en mi diario.

La primavera sureña. Tendrían que embotellarla y venderla a tres mil pavos el litro. No existe ningún aroma igual en todo el universo.

¿Es posible que lleve de verdad aquí un año? ¿Cuatro estaciones, doce meses, casi quinientas páginas de diario, de recuerdos, de reflexiones, de angustia y de rabia?

El viejo idiota canoso tendría que estar orgulloso. No sé cuánto habré crecido y profundizado en este año, pero por lo menos he sobrevivido sin recurrir ni al asesinato ni al suicidio.

Un signo de progreso: llevaba semanas sin pensar en Robert hasta que los papeles definitivos del divorcio llegaron hace tres días. Mientras los firmaba y los metía en el sobre de envío, de repente lo vi clarísimo, la idea que me había estado dando vueltas por la cabeza, zumbando como un moscardón que buscara donde aterrizar, cobró sentido.

Y tomé conciencia absoluta de ella; una revelación total y absoluta: que Robert se divorciara de mí no era tanto un rechazo como una liberación. Yo jamás lo habría dejado, porque no habría tenido el valor suficiente, pero ahora que ya estaba hecho, sentí que me había quitado un peso enorme de encima.

Tal vez tendría que escribirle una nota de agradecimiento. Después de todo, es lo que una dama sureña como es debido haría después de recibir un regalo.

El regalo de estar abierta al amor, a la creatividad a los nuevos comienzos. Qué extraño es darme cuenta de que cuando regresé a Chulahatchie, a pesar de tener cuarenta y cinco años, no tenía ni la menor idea de lo que era el amor. Como una adolescente ingenua creía que consistía en el romanticismo, las rosas y las hormonas disparadas. Y entonces entré en el Heartbreak Cafe y descubrí una nueva definición totalmente distinta.

Había creído que quería a Robert, claro. Y es probable que él también hubiera creído que me quería a mí. Puede que nos hubiéramos querido todo lo que éramos capaces de querer. Pero mi amistad con Dell y Boone, con Scratch, Alyssa e Imani me ha enseñado muchas más cosas de las que jamás habría imaginado sobre el auténtico amor.

Ni siquiera dos ancianos chiflados y ariscos como Hoot Everett y Purdy Overstreet son inmunes a él. En dos semanas se casan. En el Heartbreak Cafe (¿dónde si no?).

El amor no consiste simplemente en impulsos irresistibles y en sentimientos efusivos a la luz de la luna. Consiste en encontrar personas que valoren tu forma de ser, que te ayuden a mantenerte centrado, que te pidan cuentas, que reafirmen tu valor intrínseco. Consiste en hacer lo mismo con ellas y en encontrar reciprocidad en la relación.

Quizás algún día vuelva a enamorarme. Quizás a los cincuenta o a los sesenta conoceré al amor de mi vida, o por lo menos al amor de esta vida, de esta nueva vida. Tal vez Dios, el destino o el universo me lancen a los brazos de mi último gran amor, el que me verá realmente, con mis cicatrices, mi celulitis, mis arrugas y todo lo demás, y me querrá tal como soy.

O tal vez no. Lo que sé es que a mis cuarenta y seis años estoy mucho menos preocupada por hacerme mayor y estar sola que a los cuarenta y cinco.

Finalmente llegó el cheque; la liquidación de mi relación con Robert. Puede que sea verdad que no puedes poner precio al amor, pero las casas, los coches y los muebles pueden dividirse a partes iguales.

Al final Robert se lo quedó todo: la casa Arts and Crafts de 1922 que compramos y renovamos juntos, todos los muebles de roble estilo misión que tanto me gustaban, e incluso las obras de arte. Por un milisegundo me pregunté si a su nueva pareja le gustaría demasiado vivir en la casa que yo había creado, pero pasado ese instante, descubrí que, en realidad, no me importaba. No quería nada de todo eso. Sólo quería ponerle punto final.

En su línea habitual, Robert me envío la documentación de todo: la valoración actual de la casa, una estimación detallada del valor de su contenido, todo muy generoso, todo muy civilizado. Más que suficiente para que pudiera empezar de cero, para comprarme mi propia casa y amueblarla, para regresar a mi vida y retomarla donde la había dejado.

Había llegado el momento de volver a casa.

Pero antes tenía que encargarme de un asunto importante.

Una vez, en la universidad, me apunté a un seminario sobre Flannery O’Connor. Recuerdo que la profesora me describió su proceso de escritura como «encontrar personajes interesantes y seguirlos para ver qué harán». A Flannery le habrían encantado Hoot Everett y Purdy Overstreet. Habría ido a su boda pasara lo que pasara.

Y yo tampoco iba a perdérmela por nada del mundo.

Era el uno de abril; el día de los Santos Inocentes en Estados Unidos. No voy a comentar la ironía de la elección. El Heartbreak Cafe estaba lleno de toda la gente que quería a Hoot y a Purdy, y de muchas personas que habían ido simplemente a curiosear.

Un pastel de bodas enorme de dos pisos reposaba sobre el centro de la barra de mármol, rodeado de un surtido extraño de platos que habían traído los presentes en fuentes disparejas, recipientes desechables y tupperwares. No sé cómo la nariz humana es capaz de distinguir entre olores tan mezclados, pero olí a pollo frito, a carne de cerdo a la barbacoa, a pan de maíz y a chocolate.

Quien ofició la ceremonia fue la reverenda Lily Frasier, la nueva capellana de la Residencia de Saint Agnes. La pobre hizo todo lo posible por mantener el orden y el decoro, pero con Hoot y Purdy de por medio eso no era tan fácil como parecía.

Apenas pudo decir sus nombres completos (Herman Melville Everett y Priscilla Mayben Overstreet) antes de que se armara un follón. No sabía que Purdy y yo lleváramos el mismo nombre de pila, pero tuve poco tiempo para pensar en aquella coincidencia. Las palabras de los novios se perdieron en medio del caos. Hoot interrumpió a la reverenda Lily gritando: «¡Sí, quiero!» antes de que ella le hubiera podido hacer la pregunta. Purdy le exigió que «se saltara las formalidades y acabara de una vez».

Pero, en el fondo, dio lo mismo. Todo el mundo vitoreó cuando Hoot besó a Purdy, y él lo tomó como una señal de que debería seguir haciéndolo. Y lo hizo, hasta que Purdy lo apartó de un empujón y bailó con él por el local mientras cantaba I’ll Be Seeing You a grito pelado.

Yo lo observaba todo desde mi mesa, en el fondo, pero aquel día no estaba escribiendo mi diario. Hay momentos para observar y momentos para participar.

Boone y Toni vinieron a sentarse conmigo, e Imani lo hizo en mi regazo. No había dicho a nadie que me iba de Chulahatchie; no me había parecido el momento más oportuno, especialmente un día así. Pero había llevado un regalo a Imani: la diadema que me impusieron como Reina de la Soja. Se la coloqué en la cabeza y le di un beso en la mejilla.

—¿Quieres decir que me la puedo quedar? —dijo—. ¿Para siempre jamás?

—Para siempre jamás —asentí.

Me abrazó por la cintura con tanta fuerza que creí que no podría volver a respirar bien en mi vida.

—Te quiero, tía Peach —dijo.

—Yo también te quiero.

Fue una suerte que la música sonara tan fuerte. Cuando se me saltaron las lágrimas, nadie me pilló secándome los ojos con una de las servilletas del enlace. Recobré la compostura, leí la frase estampada en letras doradas en la servilleta y solté una sonora carcajada:

Hoot y Purdy, viejos pero no muertos.

Cinco invitados a la boda de Hoot y Purdy me dijeron que estaba muy guapa. Y los creí. Me sentía guapa con aquel vestido suelto color berenjena que me había comprado en la tienda de ropa de segunda mano. Escondía la mayoría de los defectos de mi figura, pero aunque no lo hubiera hecho, tampoco me habría importado.

Oírlo de boca de Boone, de Dell y de Fart Unger fue algo diferente que oírselo decir a Charles Chase, o mejor dicho, Chase Haley. Nunca le creí realmente cuando me decía que estaba guapa. Pero estaba desesperada por creer que volvía a ser hermosa, y él lo sabía y lo utilizaba.

El día menos pensado, la historia con Chase parecerá muy antigua, se habrá convertido en una imagen tenue de una pesadilla medio olvidada. Estaba increíblemente agradecida a Dell por haberme perdonado, pero mientras esperaba a que el recuerdo se desvaneciera, tendría que vivir sabiendo que no era tan buena persona como yo creía.

Todavía no había dejado de reflexionar sobre ello cuando doblé la esquina hacia Belladonna y vi las luces centelleantes.