Capítulo 22

De algún modo, Dell Haley fue capaz de perdonarme. No sé cómo sucedió. Nunca volvimos a hablar de la infidelidad de Chase, pero en Nochebuena, Boone me llamó para darme una mala y una buena noticia. Primero me contó que debido al robo, Dell no tenía dinero para pagar el arriendo e iban a desahuciarla. En segundo lugar, había decidido acabar por todo lo alto, con una comida de Navidad en el Heartbreak Cafe para todos sus amigos. Y yo estaba invitada.

Estaba invitada.

Soy una mujer de palabras, y aun así, me maravilla lo mucho que puede cambiar las cosas una sola palabra.

Solitaria.

Querida.

Rechazada.

Invitada.

Naturalmente, dejar a mamá el día de Navidad no fue tan fácil como había esperado. Bebió un poco de vino y se puso a hablarme muy sensiblera y llorona; conversación que estaba segura de que lamentaría cuando estuviera sobria. Iba sobre cómo todo el mundo quería a papá más que a ella, incluidos sus propios hijos. Sobre cómo nadie quería pasar las Navidades con ella («¿acaso soy una piltrafilla?»). En resumen, sobre lo decepcionada que estaba de todos nosotros y de la vida en general.

Cuando yo ya casi no podía más y tenía que esforzarme por no gritar, dijo que creía que iba a acostarse y a descansar un rato.

En cuanto oí que la puerta de su habitación se cerraba, fui corriendo al coche.

Una vez tuve una larga discusión sobre el tema del perdón durante una sesión de psicoterapia. No con el viejo idiota canoso que me envió a casa, a Belladonna, sino con una idiota pelirroja, más joven, que seguramente me habría enviado de vuelta a Chulahatchie hace años si hubiera seguido yendo a su consulta el tiempo suficiente.

En cualquier caso, la psicoterapeuta del día (su nombre era Erin, creo) parecía haber aprendido su oficio en la Universidad Internacional de Ayuda Psicológica y Actuaciones de Feria. Siempre salía de sus sesiones sintiéndome como si me hubiera pasado cincuenta minutos con la espalda apoyada en una diana mientras ella lanzaba cuchillos en mi dirección para intentar ver lo cerca de mí que podía llegar sin herirme.

En una de estas ocasiones, el tema fue el perdón. Erin me apremió a perdonar a mi madre. Por «perdonar» no se refería a «aprobar» ni a «aceptar», sino simplemente a reconocer la historia y las limitaciones de mi madre y a darme cuenta de que no había tenido intención de lastimarme.

—Nunca te librarás del control que ejerce sobre ti hasta que no aprendas a perdonarla —dijo Erin.

—No me libraré de ella hasta que esté muerta —aseguré.

No fue mi momento más brillante, pero fue sincero. Tremendamente sincero.

Erin sonrió y me sostuvo la mirada.

—¿Estás segura de que quieres esperar tanto tiempo? —me preguntó.

Mierda. Por esta razón detesto a los psicoterapeutas.

Pero estoy divagando. Estaba hablando sobre el perdón.

La tarde del día de Navidad entré en el Heartbreak Cafe con un cosquilleo en el estómago y la ansiedad devorándome el cuerpo. Dell alzó la mirada y me sonrió.

Eso fue todo. Me sonrió.

Me senté al lado de Imani, y la niña me sujetó la mano para tirar de mí hacia abajo y contarme un secreto al oído.

—Cuando sea mayor —dijo—, quiero ser una reina de belleza, igual que tú.

Rebusqué en mi bolso y saqué la corona de diamantes de imitación de mis días de Miss Universidad de Misisipí.

—Tus deseos serán cumplidos —aseguré, y le puse la diadema reluciente en la cabeza—. Yo te corono reina del Pudin de Maíz, duquesa del Aliño, princesa de la Calabaza, monarca de las Magdalenas.

Imani se echó a reír. Todo el mundo vitoreó y aplaudió.

Miré a mi alrededor, y la ansiedad que había sentido desde mi última conversación con Dell se disipó. En su lugar, noté una calidez parecida a la que se siente al beber el mejor de los coñacs.

Si esto era lo que hacía sentir el perdón, puede que Erin no anduviera tan desencaminada después de todo.

Veintiséis de diciembre.

Si no me equivoco, es el día en que los británicos suelen abrir los presentes navideños. En Belladonna, se trataba de no estar presente cuando mamá aparecía para evitar la zurra.

Jamás nos golpeó, por supuesto. Físicamente, al menos. Mamá tenía un modo mucho más efectivo de imponernos su voluntad. Una palabra, una mirada, un gesto de desaprobación bastaba para que me encogiera figuradamente como un perro acobardado a la espera de una reprimenda pero con la esperanza, que nunca perdía, de una palmadita de aprobación.

Una vez el día de Navidad había «terminado» oficialmente y no tenía nada en perspectiva, mamá se sumía en una depresión que nos corroía como el ácido de una batería. Nunca sabíamos qué la provocaba exactamente, si nuestra falta de acierto al comprar el regalo, un desaire real o imaginario, una mancha en las Navidades que de otro modo serían dignas de la revista Southern Living o una sensación vaga e indefinida de estar infravalorada. Fuera cual fuera la causa, se iba a la cama, exhausta, con una migraña que le duraba un par de días.

Reaparecía sobre el veintisiete o el veintiocho, murmurando (lo bastante alto para que todos la oyéramos) sobre lo mucho que le afectaba el desorden y la cantidad de trabajo que le esperaba para descolgar las decoraciones y guardarlas hasta el año siguiente.

—Ver así la casa me ataca los nervios —decía, de forma tan previsible que podía darle la entrada cuando iba a hacerlo—. ¿A nadie más le importa?

Y entonces, naturalmente, todos nos movilizábamos de inmediato para satisfacer la necesidad de orden de mamá y evitar tener que oír su letanía de quejas ni un minuto más de lo que fuera absolutamente necesario.

Este año, mientras mamá se recuperaba de su dolor de cabeza posnavideño, decidí avanzarme a ella y guardar las decoraciones. No había tantas como de costumbre, dadas las festividades minimalistas que habíamos pasado las dos solas. Y, además, así tenía algo que hacer con las manos mientras dejaba que mi cabeza diera vueltas a una nube de ideas no maduradas que iba creciendo en mi horizonte mental.

Hace tiempo mi psiquiatra, el viejo idiota canoso, y, ahora que lo pienso, también la joven idiota pelirroja, me habían sugerido, ninguno de los dos con demasiada suavidad, que vivía como si no pudiera controlar el rumbo que tomaba mi propio destino.

Mi reacción inicial fue: «¡Bah!».

Nadie controlaba su propio destino. Tenías que aceptar lo que venía y vivir con las consecuencias.

Ahora no estaba tan convencida de esta teoría. Según esta filosofía, Dell se merecía de algún modo acabar desahuciada y perder todo el trabajo que había dedicado al Heartbreak Cafe. Dios, el destino o las estrellas se habían alineado en su contra, y no había nada que nadie pudiera hacer.

Tal vez Boone tuviera razón. Tal vez simplemente la vida tuviera ciclos, y el poder de la persona no radicaba en controlar los resultados sino en reaccionar de forma positiva ante el desafío.

Quité los adornos del abeto, los envolví en papel de seda, y los metí en su caja correspondiente. Luego, saqué como pude el árbol de Navidad por la puerta y lo llevé hasta la calle. Cuando lo estaba arrastrando por la acera para dejarlo arrinconado para que lo recogieran, oí un sonido.

Un tenue tintineo. Como el ruido de la campanilla de la puerta del Heartbreak Cafe.

Di la vuelta al árbol y le palpé las ramas. Y allí estaba: el inevitable «último adorno», el que se esconde hasta que todo está guardado. Lo extraje del entramado de agujas y lo sostuve en alto. Era un angelito de cristal que sujetaba una campanilla de metal que tintineaba al moverse.

Levanté el ángel y lo agité, y sentí que el tono claro y puro de la campanilla me provocaba un placer desconocido. El débil sol de diciembre se reflejó en el cristal y su luz se dividió de repente en un prisma de colores. Y con la misma brusquedad, mis nubes mentales se despejaron y un rayo de inspiración iluminó mis pensamientos.

Dell Haley era mi heroína, mi inspiración: una mujer fuerte, capaz, que había sacado el máximo partido de una situación difícil, que se había forjado una nueva vida y una nueva profesión a partir de las cenizas. Yo la había lastimado terriblemente con mi egoísmo, y que lo hubiera hecho sin saberlo no era excusa suficiente. No podía devolverle el marido, ni el matrimonio, ni la vida de antes, pero tenía que hacer algo. Y sabía qué.

Algo tangible. Algo real.

Puede que no saliera bien. Pero tenía que intentarlo. Por Dell, y por mi propia conciencia.

Corrí hacia la casa con el ángel delante como si llevara un trofeo, descolgué el teléfono y marqué el número de Boone Atkins.

Contestó al segundo timbre.

—¿Peach? —dijo—. ¿Oigo tintinear campanas?

Solté una carcajada.

—¿Boone, has visto la película ¡Qué bello es vivir!?

—Por supuesto —respondió—. Cada Navidad.

—Perfecto. Porque una plegaria va a recibir respuesta, y un ángel va a ganarse las alas.

Al final, recaudamos más de veintiocho mil dólares para que Dell diera una entrada para el Heartbreak Cafe. Nadie supo que yo lo había capitaneado todo. Nadie excepto Boone, y le hice jurar que me guardaría el secreto. Todas las cantidades que nos llegaron fueron pequeñas, de cinco, diez y veinte dólares, procedentes de camioneros y del personal del Tenn-Tom Plastics y de las señoras mayores que venían a tomar un café con un pedazo de tarta por la tarde.

Todos queríamos a Dell. Todos creíamos en ella. Lo que pasaba era que no creíamos en nosotros mismos, en nuestra capacidad de cambiar el futuro, hasta que todos unimos fuerzas para hacerlo juntos.

Cinco, diez o veinte dólares no son nada. Una vela en una habitación oscura no da demasiada luz. Pero si sumas todos esos dólares, reúnes todas esas velas y las enciendes para que formen una sola llama, tienes bastante. Bastantes recursos, bastante iluminación…

Bastante de todo lo que importa.