La encontré, y no me costó, dada la información que había obtenido. ¿Una atractiva abogada negra de Atlanta con un padre poderoso? Estaba convencida de que todo el mundo conocería a Alyssa Greer, y tenía razón. Sólo tuve que hacer una llamada a Lydia, mi excompañera de cuarto en la residencia universitaria.
Conocí a Lydia a los dieciocho años, cuando cursaba primero. En segundo compartimos una habitación, y después yo me trasladé a la Universidad de Misisipí. Para cuando yo estudiaba el último curso y estaba a punto de ser coronada Miss Universidad de Misisipí, ella ya había terminado la licenciatura de derecho, estaba haciendo el doctorado e iba camino de convertirse en la jueza más joven que había pertenecido jamás al Tribunal Supremo del Estado de Georgia. La joven tímida de los dos primeros años en la universidad se había transformado en un genio de la abogacía.
—Caramba, Peach —dijo cuando oyó mi voz—. A estas alturas te imaginaba haciendo una gira como Miss Mediana Edad de América.
—¡Qué graciosa! Oye, tú conoces a todo el mundo en el sistema judicial de Georgia, ¿verdad?
—Podría decirse que sí —contestó—. ¿Planeas cometer algún crimen?
—Estoy buscando a alguien. Una abogada, creo. Una mujer llamada Alyssa Greer.
Rió entre dientes y pasaron unos segundos antes de que respondiera:
—Bueno, no tienes mal gusto.
Cuando conocí a Alyssa Greer, comprendí qué había querido decir Lydia. Para empezar, era la mujer más hermosa que había visto en mi vida, y participando como había participado en concursos de belleza, había visto a muchas de cerca, personalmente y casi desnudas. Pero Alyssa poseía algo que rebasaba el atractivo físico. Emanaba una fuerza, una seguridad en sí misma que me atrajeron y me confundieron a la vez.
En cinco minutos hizo lo que ninguno de nosotros había podido conseguir: imponerse al sheriff y lograr que Scratch quedara en libertad. Su encuentro en el Heartbreak Cafe fue digno de verse, uno de esos momentos en que el tiempo se detiene y el amor chispea como la electricidad estática en el aire. No podría haberme imaginado una escena mejor si la hubiera escrito yo misma.
Sí, me gustaba Alyssa. Me gustaba y la respetaba, y deseaba poder ser más como ella. Se trataba de una mujer que había vivido momentos muy difíciles y eso la había fortalecido. Una mujer de una fuerte personalidad, que no dejaba que un error cometido al principio de su vida la definiera.
Alyssa Greer era suave por fuera y dura por dentro.
Y, además de eso, introdujo fe en mi mundo.
Me acerqué a la niña pequeña en cuanto la vi.
—Hola —dije.
La niña agachó la cabeza, vacilante como una mariposa, pero le habían enseñado a dar la mano, y su apretón fue firme. Luego, alzó la vista y me miró con los ojos muy abiertos, unos ojos de cervatillo, color chocolate, y me sonrió.
Me derretí y ya no me recuperé.
Se llamaba Imani, «Fe» en suajili, y tenía ocho años. Nos hicimos muy buenas amigas. Coloreábamos juntas, nos contábamos historias, nos reíamos y, básicamente, nos manteníamos ocupadas mientras Alyssa y Scratch resolvían los aspectos legales de su situación, volvían a conocerse y procuraban ayudar a Dell a descubrir quién había robado en la cafetería.
Mamá se habría escandalizado: su preciosa hija, su niña bonita, inseparable de una chiquilla negra. Pero hacía siglos que no era tan feliz. Por primera vez en años, tenía la cabeza y el corazón pendientes de otra cosa que no era yo. Sin que la viera, la alegría, que siempre me eludía cuando la perseguía, se me había acercado de puntillas y me había caído encima como una bendición.
Era feliz. Tan feliz que casi me olvidé de Charles, de Dell, de la cabaña de pesca, de la aventura amorosa y de la vergüenza que me consumía.
Casi.
Hasta que Dell ofreció la cabaña del canal a Scratch, Alyssa e Imani.
Podría ser capaz de olvidarlo si no tuviera que pensar que Imani estaba allí todos los benditos días.
Ahora no me lo puedo quitar de la cabeza. Las habitaciones rústicas, iluminadas con velas, la imagen de mi flacidez de mediana edad y de Charles Chase haciendo locuras como adolescentes con las hormonas por las nubes, el miedo a que hubiera quedado algún indicio de todo ello, algo que me vinculara con la cabaña del canal, con Charles y con mi culpa.
No sé qué hacer, si confesarlo todo y descargar mi conciencia o vivir con la culpa como castigo por mis pecados. Recuerdo que Charles me dijo una vez que los católicos tenían algo de razón, que existe un purgatorio, sólo que es en esta vida y no en la otra. ¿Es esta mi penitencia: guardar silencio y soportar el peso de saber que lo único que conseguiría al hablar es lastimar a la gente a la que quiero?
¿O es ésta la actitud de una persona cobarde: no decir nada y esperar que nadie lo descubra para no tener que enfrentarme con la expresión ultrajada de Dell Haley?
¡Dios mío, qué carga tan pesada es vivir con un secreto que podría destruir todo lo que valoras! Esta gente es amiga mía, y ahora que he conectado con ellos, son como una tabla de salvación, como un cordón umbilical que me une a la realidad y me nutre el alma. Son mi familia. No quiero sentir su dolor, su enojo ni su decepción. Pero tampoco quiero esconderles nada de mí, ni siquiera las partes de las que me avergüenzo.
Estoy bastante segura de lo que me diría el viejo idiota de mi terapeuta: «No puedes estar seguro del amor de otra persona hasta que no dejas que los demás te vean como eres realmente».
Pero ¿y si dejo que me vean y me rechazan?
Al final, Dell Haley me ahorró la molestia de seguir mirándome el ombligo.
La tercera semana de diciembre, después de que Scratch, Alyssa e Imani llevaran un tiempo viviendo en la cabaña del canal, estaba sentada en mi mesa habitual del Heartbreak Cafe, escribiendo frenéticamente en mi diario, como si el hecho de poner palabras en un papel pudiera salvarme la vida.
Dell se acercó con la cafetera y me llenó de nuevo la taza.
—¿Tienes un minuto, Peach?
Cerré el diario de golpe y tragué saliva con fuerza.
—Claro. Siéntate.
Se sentó. Esperé. Tenía una expresión extraña, enigmática en la cara, como si prefiriera estar en cualquier otra parte del mundo antes que sentada allí, delante de mí.
—Mira, Peach —dijo—. Tengo que hablar de algo contigo.
—Muy bien. —Me incliné hacia delante, convencida de que Dell podría oír los latidos fortísimos de mi corazón—. ¿Pasa algo?
—Es sobre… bueno, sobre tu diario.
—¿Qué pasa con él?
—¿Recuerdas el día en que Purdy Overstreet se torció el tobillo? ¿Y te dejaste el diario en el café cuando fuiste al hospital de modo que tuviste que venir a buscarlo al día siguiente?
—Lo recuerdo.
—Es que…
La miré a los ojos, y en ese momento lo supe. Lo había leído. Lo sabía todo. Procuré mantener la voz tranquila y regular.
—¿Lo leíste?
—Lo siento, Peach. No tendría que haberlo hecho.
—No, no tendrías que haberlo hecho. Confié en ti.
—Pero la cuestión es que hay algo escrito que tengo que saber —prosiguió con mucho esfuerzo—, y tú eres la única que puede decírmelo.
Trató de tomar un sorbo de café, pero como le tembló la mano, se limitó a sujetar la taza para seguir hablando:
—Escribiste sobre mi marido, Chase, y sobre la mujer con quien tenía una aventura. La cabaña del canal. Cuando se conocieron. ¿Quién era, Peach? ¿Y cómo te enteraste de todo?
«¡Dios mío! —pensé—. Cree que es otra persona».
Las palabras me salieron por la boca en forma de un quejido involuntario:
—¡Dios mío!
No podría mentirle ni aunque tuviera el cuello bajo la guillotina y una sola falsedad fuera a impedir que la hoja cayera a toda velocidad. Me eché a llorar, a sollozar con tanta fuerza que fue como si me arrancaran el alma del cuerpo.
—No —oí que alguien gemía—. No, por favor.
Era mi voz que se lamentaba, mi corazón que se partía en mil pedazos. Creía que había conocido el dolor, pero la pérdida de mi relación con Robert no fue nada, nada, comparado con la pérdida de esta amiga que me había aceptado con tanta gentileza.
—Dios mío, Dell. Lo siento muchísimo.
—¿Qué sientes? Soy yo quien tiene que disculparse. Por violar tu intimidad. Por leer tu diario.
Me la quedé mirando. No lo entendía. No lo sabía.
—El hombre —logré decir—, la cabaña del canal. La mujer. Era yo.
—No eras tú. Era una mujer rubia, alta y delgada. Era…
De repente, lo comprendí. Animada por Boone, había escrito unas cuantas entradas de mi diario como si fueran escenas de una novela. Ésta tenía apenas unos párrafos; una escena breve en la que probé de narrar mi relación con Charles Chase desde el punto de vista de una tercera persona. La seducción inicial, el primer encuentro. No del modo en que sucedió de verdad, por supuesto, pero ¿para qué sirve la ficción si no es para mejorar la materia prima de la vida personal de uno?
Dell jamás habría reconocido a la mujer que describí en la entrada de mi diario. Había descrito a la otra mujer, a mí, como era antes, como tal vez puede que me gustaría seguir siendo. Por lo menos, como Charles me hacía sentir por uno o dos instantes: delgada. Hermosa. Apetecible.
—No sabía nada, Dell —aseguré—. No sabía que era tu marido. Ni siquiera sabía que fuera el marido de nadie. Me dijo que estaba divorciado.
Vi la punzada de dolor que le recorría la cara, como si alguien se la hubiera cruzado con una hoja.
—Me dijo que se llamaba Charles —insistí.
Dell se mordió el labio.
—Es que se llamaba Charles —dijo—. Chase era un apodo. Todo el mundo lo llamaba así.
Mascullé unas cuantas frases más, sobre la cabaña del canal, sobre lo discretos que fuimos y sobre la certeza de que nadie lo sabía. Cosas, todas ellas, carentes de sentido. Nada importaba, ni el dolor ni la racionalización.
Al ver la expresión impenetrable de su rostro tuve aquella sensación de que te han cerrado la puerta y te has quedado fuera. Era, ni más ni menos, lo que me merecía, claro, pero aun así dolía muchísimo. Quería irme, salir corriendo y no volver a presentarme en el Heartbreak Cafe nunca más. Pero había una cosa más que tenía que hacer, una verdad más que tenía que decir.
—Dell —dije—, la última vez que estuve con él, me dijo que no podíamos volver a vernos. Me dijo que estaba casado y que iba a intentar solucionar las cosas con su mujer. —Solté el aliento para intentar expulsar el estrés de mi interior—. Te quería, Dell. Siempre te quiso.
¿Esperaba una reacción, el perdón de Dell? No lo sé. Lo que recibí fue la misma mirada vacía, la misma puerta cerrada.
Seguí el camino difícil en lugar de hacer lo que haría una persona cobarde. Y ya ves de qué sirven la integridad, la autenticidad y todos aquellos conceptos tan nobles de los que mi psiquiatra no dejaba de hablar. Había dicho la verdad, toda la verdad, y no me había creído. Ni una sola palabra.