No tenía más remedio que volver a la cafetería con Boone. Hacer otra cosa habría suscitado demasiadas preguntas, preguntas que ni siquiera quería plantearme a mí misma, y mucho menos contestar a ninguna otra persona.
Los años que me pasé presentándome a concursos de belleza me habían enseñado a sonreír cuando lo que quería era llorar, a interactuar cuando lo que quería era gritar y, sobre todo, a contener mis emociones y no dejar que interfirieran con lo que tuviera entre manos. Esa tarde hice la actuación de mi vida.
Aunque nadie habría notado la diferencia. Todo el mundo estaba demasiado concentrado en Scratch y en su detención.
Durante el rato que estuvimos fuera algo había pasado. Dell y Toni se habían reconciliado y volvían a ser buenas amigas. La curiosidad del escritor siempre me lleva a prestar atención a los detalles y me pregunté, sólo un momento, de qué clase podría ser su conflicto. Pero la idea pasó deprisa, absorbida por los asuntos de más peso que nos ocupaban en aquel instante.
Boone, Toni y Dell fueron a la oficina del sheriff para intentar ver a Scratch. Yo me quedé en la cafetería, aunque dejar a alguien en el local para proteger las cosas pareciera un poco inútil.
En cuanto salieron por la puerta, mi muro protector se derrumbó. Lloré, anduve arriba y abajo, describí círculos. Me planteé subirme al coche e irme de la ciudad sin decir una palabra. Quería estar lo más lejos de Chulahatchie que pudiera, lejos de Dell Haley y del Heartbreak Cafe, lejos de cualquiera al que hubiera osado llamar amigo mío desde que llegué.
Finalmente me hice un café, me senté en la mesa y abrí mi diario.
¿Puede ser verdad? ¿Era Charles Chase el marido de Dell? ¿Aquel osito de peluche tan tierno que se reía con todo el cuerpo y hacía malabarismos con la fruta en los pasillos del supermercado? ¿Había sido infiel a Dell conmigo?
Quería convencerme a mí misma de que no era así. Decir: «No es posible. Es un error. Un error espantoso, horrible». Pero habíamos ido allí. A la cabaña del canal donde él y yo hacíamos el amor. Donde tuvimos relaciones sexuales. O la expresión que sea de aplicación en este caso. Me vienen a la cabeza unas cuantas metáforas realmente asquerosas.
Cuando lo pienso, me vuelven a entrar ganas de vomitar.
Boone se había referido al marido de Dell como Chase. Y lo del nombre me tiene algo confundida. Charles Chase, Chase Haley. Pero ¿quién podría ser, si no?
¿Quién?
Era su cabaña. Su porche. Su muelle. Era el lugar que yo conocía tan bien, el lugar que podría contar todos mis detalles íntimos si las paredes tuviesen ojos para ver, orejas para oír y una lengua para chivarse.
Y le creí. Le creí. Creí que era divorciado, que estaba a punto de serlo; que su mujer era poco razonable, que lo trataba con cierta indiferencia y que no lo comprendía. Creí todas las mentiras. O, si no las creí, quizá deseé creerlas. Porque quería que me quisieran. Lo deseaba tanto que ni siquiera me detuve a pensar en a quién podría estar lastimando, en a quién podría destrozar con su infidelidad, en a quién podría dejar una cicatriz para siempre mi indiscreción.
¿Indiscreción? ¿Qué clase de palabra boba para justificarme a mí misma es ésa? No había sido una «indiscreción». No había sido una de esas «cosas que pasan». No había sido un «desliz»: vaya, deletreé mal la palabra y tengo que tacharla y corregirla.
No existe nada que pueda borrar algo así.
Para mí, ni para la mujer a la que llamo amiga.
¿Y qué pasa con Chase, o Charles, o comoquiera que se llamara? Mamá me dijo que el marido de Dell había muerto. ¿De un infarto? No lo recuerdo; no le había dado ninguna importancia (porque, por supuesto, no tenía nada que ver directamente conmigo).
Me siento como si estuviera flotando sobre mi cuerpo, viéndome a mí misma con los ojos de otra persona. Y lo que veo es una reina de belleza vieja, egocéntrica e infantil que intenta aferrarse desesperadamente a la imagen atractiva, apetecible y merecedora de recibir amor y atención que tiene de sí misma. Quiero asegurar que no soy así, pero incluso cuando pienso las palabras, me veo dando un pisotón fuerte en el suelo y poniéndome en jarras como una niña malcriada de cinco años.
Dios mío, libérame de este cautiverio.
¿Es esto una plegaria? No lo sé. Estoy lo bastante desesperada como para rezar, por más que no lo haya hecho en años. Pero aun cuando exista un dios o una diosa que me esté escuchando, alguna benevolencia universal capaz de intervenir en la vida humana (y dispuesta a hacerlo), aun así, ¿qué le pediría? No es ningún genio que pueda concederme tres deseos, y además, he leído infinidad de libros y sé que hay que tener mucho cuidado con lo que se desea.
Me quedé mirando la página, con sus esquinas redondeadas y sus tenues rayas azules, y con su tinta azul más oscura. La letra no era tan regular ni tan proporcionada como antes, sino temblorosa e irregular, exactamente como me sentía por dentro.
Tenía que hacer algo. Tenía que cambiar algo.
Y, sin embargo, no había nada que pudiera cambiarse. Charles era el marido de Dell Haley, y estaba muerto. La parte lógica de mi mente no dejaba de decirme que no era culpable de su muerte y, aun así, tenía la impresión de haberlo matado.
Había matado algo, de todas formas. Una amistad, sin duda. Una relación. Quizás el último vestigio de mi propia valía.
Volví a la página y escribí dos palabras:
«Adúltera. Asesina».
La admisión no me aligeró la culpa que llevaba a cuestas. Me estaba asfixiando con su peso, que me empujaba bajo el agua y me retenía en ella para que me ahogara.
Oí entonces el tintineo de la campanilla al girar la puerta rota en su sola bisagra.
Dell y los demás habían vuelto.
Boone y Toni me pusieron al corriente. Dell estaba sentada con la cabeza entre las manos, dejando que el café se le enfriara mientras la conversación se desarrollaba a su alrededor. Puse mi mejor cara de póquer y escuché atentamente. Por suerte, no tuve que mirar a Dell a los ojos.
—El sheriff supone que Scratch lo hizo —dijo Toni—, aunque no tiene el menor sentido. ¿Por qué rayos iba a echar la puerta abajo si tiene llaves del local? ¿Y si robó el dinero, dónde está? ¿Y por qué iba a quedarse en la ciudad, sentado tranquilamente en el muelle de la cabaña de pesca de Chase, esperando a que alguien fuera a detenerlo?
Me estremecí al oír mencionar la cabaña del canal pero mantuve la mirada puesta en Toni Champion. Era mayor que yo, unos diez años más o menos, pero tenía la clase de belleza clásica que mejora con la edad. Me recordaba a Katharine Hepburn: alta, delgada y segura de sí misma, con un cuello elegante y unos ojos penetrantes. Se comportaba con la elegancia de un animal salvaje, extremadamente independiente, dispuesta a defender hasta la muerte a quienes amaba. Me pregunté qué haría si supiera que había traicionado a Dell acostándome con Charles.
Esperaba que jamás lo descubriera.
—Bueno —dijo Boone, que prosiguió el relato donde Toni lo había dejado—, averiguamos muchas cosas sobre Scratch que nadie sabía. Había estado casado, con una mujer llamada Alyssa, y tenía una hija. Estudiaba medicina, y su mujer, derecho.
—¿Scratch? ¿Medicina? —Recordé los esbozos de los personajes que llenaban las páginas de mi diario, la caracterización que hice de él primero como artista frustrado y después como enfermero con un obstáculo misterioso que le impedía ejercer su profesión. Por lo visto, no andaba demasiado desencaminada. ¿Y su mujer, abogada?—. Suena a pareja perfecta —comenté.
—Parecería que sí —dijo Toni—. Pero su suegro, que también era abogado, y muy próspero e importante por cierto, estaba en contra del matrimonio.
—Lo estaba tanto que logró que lo detuvieran por allanamiento de morada —prosiguió Boone—. Y…
—No —lo interrumpió Toni—. Por agresión. Un delito grave.
—Eso —dijo Boone—. Creo que estuvo cinco años en la cárcel. Por esto ha podido el sheriff retenerlo sin pruebas para acusarlo del robo. Dijo que había violado la libertad condicional y que no podría salir en libertad hasta que se hubiera hecho todo el papeleo.
Pensé en Scratch en la celda de la cárcel, y la imagen que me vino a la cabeza fue la de una pantera esbelta y muscular andando arriba y abajo en la jaula reducida de un zoológico.
—¿Y ahora qué? —pregunté.
En todo este rato, Dell no había dicho una palabra. Seguía sentada mirando la taza de café que tenía delante, haciendo un dibujo con el dedo en el tablero de formica de la mesa.
—¿Me puedes decir cuál es el nombre completo de Scratch? —pregunté.
Dell respondió sin alzar la mirada:
—John Michael Greer.
—¿Y su esposa?
—Alyssa, creo.
Saqué una servilleta de papel del dispensador y anoté los nombres.
No podía hacer nada para ayudar a Dell ni a su difunto marido, ni tampoco a mí misma. Lo menos que podía hacer era intentar ayudar a Scratch.