Una semana no es demasiado tiempo a no ser que estés esperando que suceda algo, porque entonces se hace eterna.
Como Dell había cerrado el Heartbreak Cafe y se había ido no sé dónde, no tenía ningún sitio en el que poder refugiarme y terminé quedándome en casa, con mamá. Me pasé una semana entera metida en mi cuarto (aunque con algunas interrupciones para comer sobras de pavo, relleno y tarta de calabaza cuando mamá no estaba para criticarme). Me sentaba en el escritorio para escribir mi diario. Me sentaba junto a la ventana para mirar el paisaje.
Andaba arriba y abajo. Escribía. Pensaba. Intentaba no pensar.
No podía sacarme de la cabeza lo que mamá me había dicho sobre el fracaso de mi matrimonio. La implicación de que, de algún modo, era culpa mía. Que había hecho algo atroz que lo había provocado.
Está todo en mi diario: el dolor, el auto-odio, la vergüenza y la culpa. ¿Qué podría haber hecho de otra forma para lograr que Robert me quisiera? ¿Cómo podría haber cambiado, haberme reinventado, haberme convertido en la persona que él quería que fuera? ¿Cómo podía yo, a mis cuarenta y cinco años, volverme más joven, más sexy, más atractiva, más… interesante?
Y en el otro lado de la balanza: la rabia más absoluta y la indignación. ¿Cómo se atrevía a dejarme? ¿Cómo podía hacerlo? ¿Cómo podía ser tan inconstante, corto de miras y rematadamente idiota como para creer que su vida sería mejor sin mí, cuando yo había sido una esposa buena y fiel todos estos años?
La realidad se encuentra, por supuesto, en un punto intermedio, en ese grisáceo mundo de las tinieblas marital, un espacio lúgubre y sombrío donde las palabras «nos distanciamos» tenían sentido y no eran una excusa pobre y patética.
Por fin, escribí sobre mí con un mínimo de equilibro y de coherencia:
En verdad, no creo que Robert sea una mala persona ni que se propusiera lastimarme deliberadamente.
Lo que sí creo es que es la clase de hombre que necesita una aprobación constante y, básicamente, yo lo conocía demasiado bien. En cualquier matrimonio llega un momento en que ya no te asombra el intelecto impresionante de tu pareja ni estás dispuesta a adorar su superioridad. Y Robert necesitaba ser venerado en todo momento. Necesitaba que alguien le puliera el pedestal, lo mirara amorosamente e hiciera la vista gorda a su humanidad.
Por otra parte, supongo que yo era una compañía bastante aburrida. La mayoría de trabajos que tuve a lo largo de nuestro matrimonio eran puestos administrativos de poca importancia, nada que ver con la carrera profesional que me había imaginado cuando estudiaba en la universidad. No eran lo bastante interesantes como para hablar de ellos durante la cena y, desde luego, no eran rival para sus filosofías profundas.
Nunca conté a Robert mi deseo de escribir ni traté de perseguir ese sueño. Para empezar, él era quien pensaba, quien escribía, quien tenía las ideas. Publicar artículos obtusos en revistas filosóficas poco conocidas lo convertía en algo así como un experto, y también un entendido en literatura. Nunca tuvo paciencia para lo que él denominaba, con una mueca de desprecio en los labios, «escritura comercial», que era cualquier cosa, tanto del género de ficción como del de ensayo, que permitiera ganarse la vida o fuera conocido por una persona moderadamente culta.
Además, Robert no quería que yo tuviera sueños, ni que hiciera otra cosa que no fuera facilitarle el ascenso en su carrera académica. Cuando lo nombraron jefe del Departamento de Filosofía, le faltó tiempo para que yo dejara de trabajar. Quería que estuviera disponible en cualquier momento para preparar una comida de la facultad o para recibir a sus estudiantes de posgrado, que se apropiaban de nuestra casa y de nuestro hogar, y se quedaban hasta pasada la medianoche bebiendo vino barato y comentando incomprensibles conceptos filosóficos.
Ahora Robert tiene muchas posibilidades de ser nombrado vicerrector y puede que incluso, más adelante, llegar a rector. Necesita, si no una esposa joven para lucirla ante los demás, como mínimo una mujer que lo adore y cuyo momento de gloria se base en un talento más erudito que el de ser Miss Universidad de Misisipí y tercera clasificada en el concurso de Miss Misisipí.
Cuando vuelvo la vista atrás y pienso en mi vida con Robert, no puedo evitar preguntarme: ¿qué cantidad de mí misma supedité a sus ambiciones? ¿A qué cantidad de mi personalidad renuncié? A mí no me importaba la política universitaria. A él no le importaba nada más.
He pensado mucho sobre lo que Boone me dijo. Aquello de que la vida tiene sus ciclos, como las estaciones o las mareas, y aunque no podemos controlar los cambios, podemos encontrar la parte positiva y disfrutarla.
Creo que, por fin, ya sé cuál es la parte positiva.
La estoy sujetando entre mis manos.
Cuando el teléfono sonó finalmente el domingo por la tarde, el corazón me latió con fuerza al oír la voz de Boone Atkins al otro lado.
Y entonces me dio un vuelco.
—¿Robado? —grité al auricular, y la voz de Boone me llegó de vuelta, suave, temblorosa. Sí, habían entrado en el local de Dell para robar. Y acusaban del delito a Scratch, el querido, tierno, amable y compasivo Scratch.
Me marché sin decir a mamá dónde iba y llegué al Heartbreak Cafe al mismo tiempo que Boone y Toni.
—¿Qué ha pasado?
Boone señaló la puerta principal, que colgaba estrambóticamente de una bisagra.
—Sabemos tanto como tú. Vamos.
Toni ya estaba dentro, dando un abrazo fortísimo a Dell. Me pregunté si sería la única que se percataba de que Dell no le devolvía el abrazo. ¿Qué estaría pasando entre ellas? Pero no tuve tiempo de averiguarlo.
Dell se sentó y se tapó la cara con las manos.
—Quienquiera que lo haya hecho se ha llevado todo lo que había en la caja y puede que también la recaudación de la semana pasada. El sheriff esta segurísimo de que ha sido cosa de Scratch. Parece que ahora mismo lo están buscando.
Dirigí la mirada de ella a Toni y de nuevo a ella.
—Pues tenemos que encontrarlo primero —dije.
—El sheriff todavía no ha podido encontrado —comentó—. ¿Qué te hace pensar que nosotros sí podremos?
—No lo sé, pero tenemos que intentarlo. —Tiré de la mano de Boone para que se levantara—. Vamos.
Hice salir apresuradamente a Boone de la cafetería y le puse las llaves del coche en la mano.
—Conduce tú —ordené—. Tengo que pensar.
Rodeamos el palacio de justicia y nos dirigimos a las afueras de la ciudad, hacia el río, sin rumbo fijo, mirando a ambos lados de la calzada.
—¿Dónde vamos? —preguntó Boone.
—No lo sé. Es que teníamos que irnos para que Dell y Toni tuvieran algo de privacidad.
—¿Qué quieres decir? —Me lanzó una mirada confundida.
—Es evidente que pasa algo entre ellas y que necesitan hablarlo.
—¿Cómo diablos puedes saber eso?
Me encogí de hombros.
—Observo a la gente —respondí—. Me fijo.
—Si decides hacer algo aparte de ser escritora, quizá que pruebes con la psicología —dijo—. Se te da realmente bien.
Solté una carcajada, pero me salió más bien como un rugido sarcástico.
—Sí, seguro. Todas las relaciones disfuncionales que he tenido en la vida discreparían contigo.
—Todos hemos hecho cosas mal —dijo—, y todos tenemos un pasado. Pero tú eres muy perspicaz. Saldrás adelante.
—Espero que sea antes de morirme. Y, mientras tanto, no sabes la cantidad de material que tendré para escribir «la gran novela americana».
Boone guardó silencio varios minutos, y cuando volvió a hablar, su voz destilaba cierta nostalgia.
—Recuerdo cuando éramos amigos hace años, ¿sabes? —me comentó—. Si la memoria no me falla, no le gustaba demasiado a tu madre. Mi familia no estaba al mismo nivel que la vuestra, ya sabes, club de campo, asociaciones como la Cámara Júnior y todo eso.
—Sí —dije—. Y todo eso.
Rió entre dientes.
—Cuando nos hacemos mayores, empezamos a darnos cuenta de lo absurdas que pueden ser esta clase de distinciones. Cómo nos separan de personas que realmente podrían ser nuestra alma gemela.
—Mamá tiene setenta y nueve años, y todavía tiene que aprender esta lección —aseguré—. Además, cuesta mucho saber quién es tu alma gemela si eres incapaz de reconocer tu propia alma.
—¿Recuerdas aquel baile, cuando te llevé a casa después de que a tu acompañante le rompieran la nariz?
—Fue la mandíbula, de hecho —lo rectifiqué con una sonrisa—. Pobre Robbie. No tenía nada que hacer con Marshall Threadgood.
—En realidad, ha resultado que tenía mucho que hacer con él —dijo Boone—. Llevan juntos casi veinte años.
—¿Son socios en algún negocio?
—No, son pareja —respondió Boone—. Sí. Marsh y Robbie. Viven en Tuscaloosa. Robbie es profesor titular de Historia Medieval en Alabama. Marsh es ayudante de entrenador de fútbol americano en uno de los institutos de la ciudad.
—Me estás tomando el pelo —dije, y noté que me quedaba boquiabierta.
—No. Te lo juro. —Boone me dirigió una sonrisa enorme—. Como con ellos de vez en cuando —explicó—. Marsh se fue al oeste e hizo un curso en una escuela culinaria. Cocina muy bien.
Giró a la derecha para enfilar una carretera de grava.
—No sé cuánto tiempo estarás en Chulahatchie, pero a lo mejor podrías venir conmigo algún día.
—Me gustaría mucho.
Volví la cabeza parar mirar por la ventanilla. Estábamos a principio de diciembre; los árboles estaban pelados y la tierra donde en primavera y en verano florecería una maleza que llegaría hasta la altura de la rodilla estaba cubierta ahora de una gruesa capa de hojas y agujas de pino caídas. Aun así, la carretera me resultaba vagamente familiar.
—¿Dónde vamos? —quise saber.
—He tenido una idea —respondió Boone—. Se me ha ocurrido un lugar dónde podría haber ido Scratch. Puede que sea una pérdida de tiempo, pero…
La carretera giró, y, a pesar de lo distinta que se veía la arboleda, la casita seguía estando allí, seguía siendo la misma. Una estructura cuadrada construida sobre pilotes, con un porche protegido con una mosquitera con vistas al canal y una pasarela que conducía a un muelle sobre las aguas amarronadas del Tennessee-Tombigbee.
La cabaña en el canal de Charles Chase.
Una coincidencia. Tenía que ser eso. Así que contuve el aliento y desvié la mirada, esperando que pasáramos de largo.
Pero Boone tomó el camino de entrada. Delante de la cabaña vi el coche del sheriff con las luces centelleantes.
—¿Qué hacemos aquí? —pregunté. Esperaba que no me respondiera. Esperaba no tener que oír una verdad con la que no me quería enfrentar.
—Ésta es la casa de Dell —contestó Boone distraídamente.
No me estaba prestando atención, sino que estaba observando el drama que tenía lugar en el muelle. Se desarrollaba como una película muda: el sheriff que recorría la pasarela de madera con la mano en la culata de la pistola; Scratch que se levantaba y lo miraba; las esposas, el largo recorrido de vuelta al coche…
—¿Qué quieres decir con eso de que es la casa de Dell? —dije.
—Bueno, es una cabaña de pesca —comentó Boone con el ceño fruncido—. Pertenecía al marido de Dell, Chase, antes de que se muriera. Ahora es suya. Pero hace meses que no se usa.
—¿Cómo sabías que Scratch estaría aquí?
—Ha sido una suposición.
Salió del coche y se acercó a Scratch y al sheriff. Vi que hacía gestos, que discutía, pero fui incapaz de mirarlos. Sólo podía verme a mí misma en mis recuerdos subiendo aquellos peldaños o sentándome en el extremo de aquel muelle a la luz de la luna o…
Abrí la puerta del coche, corrí hacia los árboles y vomité sobre las hojas que cubrían los límites del bosque.
Nadie se dio cuenta.