La víspera del Día de Acción de Gracias no fui al Heartbreak Cafe, a pesar de que era el sitio donde más me apetecía estar. Pero me quedé en casa y ayudé a Tildy a preparar pasteles, pan de maíz relleno y suflé de batata.
Mamá insistió en celebrar el Día de Acción de Gracias en Belladonna. Podríamos haber ido al club de campo y dejar que otros se encargaran del trabajo y del ajetreo, pero no quiso ni oír hablar de ello. Iba a «hacerlo ella misma», lo que significaba que Tildy haría la mayoría del trabajo y que yo la ayudaría. Mamá sólo puso el pavo en el horno y dejó que se asara mientras mirábamos la cabalgata de la cadena Macy por televisión.
Después de que el falso Santa Claus hubiera ido y venido, y los locutores estuvieran terminando sus resúmenes, subí a darme una ducha. Para dar gusto a mamá, me puse elegante, o lo más elegante que pude, si tenemos en cuenta que la mayoría de mis pertenencias estaban en un trastero de alquiler. Me puse unos bonitos pantalones negros y un jersey púrpura con lentejuelas que me había comprado en Near’bout New. A mamá le daría un telele si se enteraba de que me estaba comprando ropa usada, pero como jamás pondría un pie en un sitio así, me imaginé que ojos que no ven, corazón que no siente.
—Llevas un jersey muy bonito —comentó después de echarme un vistazo—. La hija de Gladdie Dalrymple había tenido uno exactamente igual. ¿Recuerdas a Gladdie, del club de campo?
Siguió entonces peleándose con el pavo para sacarlo de la fuente de horno y colocarlo en una fuente de servir. Un pavo enorme, de nueve kilos por lo menos. Lo bastante grande para alimentar a un pequeño país latinoamericano, y todavía sobraría para dos semanas.
¿Quién se creía que iba a comerse todo eso? Papá ya no estaba. A Melanie y a Harry jamás se les ocurriría pisar el umbral de la casa de mamá por cualquier motivo que no fuera un funeral. Estábamos sólo mamá y yo.
Mamá y yo, y al parecer, el pavo.
Dicen que la memoria está muy unida al sentido del olfato, que ciertos aromas pueden hacer aflorar a la superficie recuerdos largo tiempo enterrados. Retrocedí mentalmente a los días de Acción de Gracias de mi infancia: papá en la cocina con un delantal con peto y volantes, trasladando el pavo a su fuente y trinchándolo con delicadez y floritura mientras tarareaba entre dientes Come, Ye Thankful People, Come o cualquier otro conocido góspel.
Se me llenaron los ojos de lágrimas. ¿Qué debía de sentir mamá al ofrecer un banquete de Día de Acción de Gracias a una familia que jamás volvería a sentarse a su mesa? Seguro que en algún lugar profundo de su ser, se arrepentiría de algo, sabría que podría haberlo hecho mejor, sabría que nos había alejado a todos con sus críticas, su perfeccionismo, su absoluta insistencia en ser como es debido. Por más estoica que fuera la expresión que adoptaba, tenía que estar sufriendo. Tenía que extrañar a papá más que yo, más de lo que yo podría siquiera imaginar extrañarlo. Tenía que extrañar a sus hijos ausentes.
Me situé tras ella.
—Espera, que te ayudo —dije.
Se volvió y, al hacerlo, soltó el ave, que cayó en la fuente de horno con tanta brusquedad que me salpicó por completo el pelo, la cara, el pecho. Bajé la mirada y vi un pegote de grasa que me resbalaba entre las lentejuelas del jersey.
Y yo que me había puesto tan elegante…
—¡Mírate! —exclamó mamá. Ella, por supuesto, seguía impecable y perfecta, con el almidonado delantal blanco inmaculado, y el peinado intacto.
Recogí un pedacito de piel de pavo que me colgaba de la manga y me lo metí en la boca.
—Umm… Bueno. Diría que ya está hecho.
Mamá se me quedó mirando boquiabierta un par de minutos, y ambas nos echamos a reír. Reí tan fuerte que lloré, y después reí tan fuerte que se me escapó el pipí, no demasiado, sólo un poquito, pero lo suficiente como para tener que cambiarme los pantalones además del jersey.
Dios mío, no recuerdo haberme reído así con mi madre. Jamás.
—¿Sabes qué te digo? —pregunté cuando las dos habíamos recobrado la compostura—. Pondré el pavo en la fuente, lo trincharé y después iré a cambiarme de ropa. ¿Puedes encargarte de la salsa de carne?
Mamá me dirigió una mirada de desdén.
—He preparado salsa de carne desde antes de que tú nacieras —afirmó.
«Y siempre con grumos», pensé. Pero no dije nada. No tenía sentido arruinar un momento tierno con la verdad.
En todos los años que había vivido en casa, el Día de Acción de Gracias en Belladonna nunca fue como el Día de Acción de Gracias en casa de nadie más. Mientras que los demás tomaban una segunda ración de tarta y animaban a su equipo, o dormían hasta que se les pasaran los excesos, o se sentaban en el columpio del porche para huir del calor de la cocina, en casa de mamá todos estábamos trabajando.
El Día de Acción de Gracias era el día en que colgábamos las decoraciones navideñas, y en una casa tan grande como Belladonna, eso incluía un trillón de luces. Luces en el interior, en cada habitación, sobre la repisa de cada chimenea. Luces en el exterior, en cada arbusto y en cada árbol. Una fantasía de luces: blancas en el exterior y multicolores en el interior. Lucecitas de buen gusto; millares de ellas. Adornos vegetales por todas partes. Dos árboles inmensos: uno en el salón delantero y otro en el salón principal. En Navidad, la casa de mamá era como un desplegable de la revista de hogar y decoración Southern Living.
Llevaba años sin hacerlo, claro, pero lo recordaba, y lo temía. No sólo el pesado trabajo de decorar la casa, sino el dolor de hacerlo sin papá.
Sin embargo, cuando estábamos a medio comer el pavo con su relleno, mamá dejó el tenedor y me dirigió aquella mirada que significaba que más me valía prestarle atención.
—He tomado una decisión —dijo.
Contuve el aliento.
—Este año no parece razonable decorar tanto la casa. —Se encogió de hombros, como si fuera una frase sin importancia, pero la mirada de soslayo me indicó que estaba cargada de una importancia que mamá no quería admitir—. He pensado que tal vez podríamos poner sólo el árbol en el salón delantero y velas eléctricas en las ventanas. Algo sobrio. Elegante.
—¿Menos es más? —comenté.
—Exacto. —Mamá me miró con expresión de alivio—. ¿No te sabe mal?
—¡Qué va! Es un descanso —solté.
Mamá entrecerró los ojos.
—Bueno, ya sabes, como papá ya no está… —Intenté arreglarlo.
—Sí —dijo con demasiada alegría—. A tu padre siempre le gustaron las Navidades en Belladonna, con todas las luces y las decoraciones. La gente. Las fiestas.
Uno de los dones innatos de mi madre era su habilidad para moldear la realidad para adaptarla a su gusto. De hecho, papá detestaba la forma en que mamá convertía la Navidad en semejante espectáculo, detestaba las constantes idas y venidas de los socios del club de campo, detestaba las fiestas de puertas abiertas, las veladas inacabables y la actividad frenética que conllevaba prepararlo todo antes y recoger y limpiarlo todo después. Le habría encantado una Navidad tranquila con la familia y unos cuantos amigos, un buen leño en la chimenea, chocolate a la taza o ponche, historias alrededor del abeto.
Papá prefería la celebración hogareña. Mamá se decantaba por la ostentación desmesurada.
Mamá picó un pedazo de pavo y dibujó círculos con los dientes del tenedor en la salsa de carne.
—Mamá —dije—, ¿cómo llevas lo de que papá ya no esté?
—Estoy bien —afirmó, pero su voz no sonó normal.
Fue un brevísimo destello de la auténtica Donna Rondell, la humana, la que no lo tenía todo controlado a cada momento del día. Giró la cabeza para que no la viera, pero de todos modos observé las lágrimas que le llenaban los ojos, el nudo que se le había hecho en la garganta y que no conseguía tragar del todo.
No había llorado el día del funeral. Había estado demasiado ocupada dirigiendo a los demás; asegurándose de que mi hermana montara bien la sala de recepción, asegurándose de que mi hermano llevara el traje y la corbata adecuados para la ocasión. Daba igual que Melanie tuviera cincuenta y tantos años y fuera capaz de centrar sin ayuda un jarrón con flores. Daba igual que Harry llevara vistiéndose solo más de cuarenta años. Daba igual que todos nosotros estuviéramos destrozados por la repentina muerte de papá. Le diagnosticaron leucemia y a los diez días estaba muerto. Ni siquiera habíamos tenido la oportunidad de despedirnos de él.
La semana del funeral fue la gota que colmó el vaso para Harry y para Melanie. Durante años Harry había estado, según palabras de mi psicoterapeuta, emocionalmente ausente y desconectado del resto de la familia. Siempre supo qué hacer para que las críticas de mamá le resbalaran como el agua por las plumas de un pato. Envidiaba cómo conseguía que los reproches constantes de mamá no lo afectaran, aunque eso significara que se aislara de todos nosotros. Simplemente se inhibía, y esa inhibición significaba que lo único que veíamos de Harry era la imagen que él quería dar. Puede que papá supiera más cosas que el resto de nosotros, pero si era así, lo que pudiera saber del Harry interior murió con él.
Una vez intenté hablar con mi hermano sobre el modo en que las expectativas de mamá me hacían sentir sobre mí misma. Su respuesta fue: «No dejes que te afecte». Ésta era la respuesta de Harry para todo. Renunció a la familia y siguió su propio camino.
Melanie, en cambio, siempre había estado demasiado unida a mamá, se había esforzado demasiado por intentar complacerla, ser la hija perfecta. Satisfacía a mamá, pero adoraba a papá, y cuando éste murió, explotó.
—No le importa —me dijo durante la visita—. Mírala; no ha derramado una sola lágrima.
Melanie se mantuvo de una pieza mientras duraron las formalidades de la muerte y, después, se rompió en mil pedazos. Mamá nunca me dijo una palabra sobre la crisis nerviosa de mi hermana ni reconoció que había estado hospitalizada. Si mi madre no admitía algo, no existía. Estas cosas no pasan a la «gente como nosotros».
La semana del funeral de papá había sido la última vez que Melanie había puesto los pies en Chulahatchie y, que yo sepa, la última que había hablado con mamá.
—No pasa nada, mamá —dije ahora—. Es normal que lo extrañes. Es normal que llores.
—No estoy llorando. Sólo pensaba que… bueno, como sólo estaremos las dos, no tiene ningún sentido que decoremos la casa de una forma tan espectacular, ¿no te parece?
—Mira, mamá, si quieres hablar de… algo…
Dio un brinco al instante.
—¿De qué? —preguntó.
—No sé, de lo que sea. Cómo estás desde la muerte de papá. Qué piensas y… —vacilé—. Y qué sientes.
Dicho así, no sonó franco ni compasivo, sino estúpido. Tendría que haberlo meditado más. Tal vez había subestimado al viejo idiota del terapeuta. Tal vez supiera más lo que hacía de lo que yo creía.
Volví a intentarlo.
—Nunca me hablaste sobre la muerte de papá.
—Tú no me has hablado sobre lo que pasó con Robert —replicó.
Tenía razón. No lo había hecho. Había hablado más sobre mi ruptura matrimonial con Dell Haley y con Boone Atkins que con mi propia madre. Pero tenía más motivos para esperar que Dell y Boone fueran comprensivos y me apoyaran.
Pero si sufrir significaba avanzar, tenía que intentarlo.
—No sé cómo explicarlo. Fuimos a cenar para celebrar mi cumpleaños. Fue una velada agradable y romántica con unos amigos. Y justo después me dejó un mensaje de voz informándome de que había conocido a otra y me dejaba. —Inspiré entrecortadamente y traté de reprimir la oleada de emociones que amenazaba con aflorar a la superficie—. ¡Un mensaje de voz! Ni siquiera tuvo las agallas de decírmelo a la cara.
—¿Qué hiciste? —preguntó mamá.
—No sabía qué hacer. Estaba consternada. No…
Agitó una mano desdeñosa en el aire.
—No, me refiero a qué hiciste para que Robert decidiera irse de esta forma.
Me la quedé mirando, totalmente atónita, mientras oía la carcajada burlona y perversa de la esperanza intermitente en mi cabeza. Era de cajón que pensaría que la culpa era mía. Tenía que haber hecho algo mal porque jamás había hecho nada en la vida que mereciera la aprobación de Donna Rondell.
Los que se ponen nostálgicos y escriben canciones sobre «volver a casa durante las fiestas» nunca tuvieron una casa como Belladonna ni unas fiestas como las que se pasan con mamá. Preparar la cena de Acción de Gracias nos llevó dos días; comerla, unos diecisiete minutos y medio, sin contar el postre y el café.
Para cuando terminé de recoger la comida y de lavar a mano la cristalería y la vajilla, mamá había sacado las decoraciones del altillo, distribuido velas eléctricas por todas las ventanas, llenado la repisa de la chimenea de adornos vegetales y luces, y colgado luces blancas con forma de carámbano a lo largo del perímetro de la barandilla del porche delantero.
Ésta era la idea que tenía mama de unas Navidades minimalistas.
—Tendremos que dejar lo demás para el lunes —me informó, señalando vagamente con la mano el rincón de donde se había desplazado un sofá para dejar sitio al árbol de Navidad. Ya nos habían entregado el abeto en sí, que estaba plantado en un cubo de agua detrás de la cochera. Mamá había reclutado a Glover, el sobrino de Tildy, para que viniera el lunes por la mañana para entrarlo en la casa y montarlo.
Glover era defensa exterior del Alabama Crimson Tide, y seguramente podría levantar el abeto de dos metros y medio, incluida la base de hierro fundido, con una sola mano como haría con una pesa en el banco de musculación. Era un muchacho bondadoso y amable que sonreía sin cesar y tarareaba cánticos entre dientes. Mañana se enfrentaría a una temible línea ofensiva, y tendría que placar y empujar sonriendo y tarareando todo el rato.
Ni a mamá ni a mí nos gustaba demasiado el fútbol americano, pero prometimos a Tildy que miraríamos el partido por la tele. Al parecer, Glover nos saludaría desde el banquillo.
—Supongo que eso es todo por hoy —dijo mamá, que parecía casi triste ante la idea de no tener nada más que hacer.
—Hace muy buen día —comenté—. Me parece que saldré a dar un paseo.
Antes de que pudiera detenerme o encontrar otra cosa que hubiera que hacerse, corrí escaleras arriba, tomé mi diario y salí pitando por la puerta principal, cuya mosquitera oí golpear detrás de mí al cerrarse.
La tarde era cálida y soleada, y las calles de Chulahatchie estaban extraordinariamente tranquilas. Se oía algún que otro ladrido, o los gritos de ánimo a través de la mosquitera de una puerta abierta de quienes seguían el partido de fútbol. En el patio del instituto un par de adolescentes jugaban un uno contra uno de baloncesto mientras una niña pequeña describía círculos con una bicicleta rosa fuera de la pista.
—No bajes de la acera —indicó uno de los chicos, y la niña asintió con la cabeza. El hermano mayor que cuidaba de su hermanita, supuse.
Sin ser consciente de ello, mis pasos me llevaron más allá del patio del instituto, más allá de la plaza y me hicieron seguir la calle East hasta la calle Cypress, donde se extendía el ondulante y vasto césped del cementerio.
Allí estaba, en lo alto de una colina, situada a la izquierda del gran mausoleo y el círculo de cipreses. La tumba de papá.
Subí la colina, tan escarpada que notaba la tensión en las pantorrillas, hasta llegar por fin a la lápida que ponía «Rondell» en letras góticas mayúsculas. En un lado, estaban grabados el nombre de papá y sus fechas de nacimiento y defunción, y debajo, en cursiva, las palabras que elegí en contra de la voluntad de mamá: «El mundo es peor sin ti».
En realidad, había sido un golpe de suerte. Mamá había encargado «Amado marido y padre» o una tontería parecida sin sentido alguno. Pero fui yo quien contestó el teléfono cuando el grabador llamó para confirmar cómo se deletreaba el apellido de papá, y aproveché para cambiar las palabras sin que mamá llegara a saberlo.
Me preguntaba si se habría dado cuenta. Me preguntaba si vendría aquí alguna vez a sentarse, a hablar con papá, a llorarlo. No tenía ni idea. Puede que jamás lo supiera.
A la derecha estaba el nombre de mamá y su fecha de nacimiento, con la fecha de defunción en blanco. Pensé despreocupadamente qué se grabaría debajo. ¿El mundo es mejor sin ti?
Más apacible, desde luego.
Me apoyé en la esquina de la lápida, sobre el nombre de mamá, para comprobar si aguantaría mi peso. Como no se movió, descansé el trasero en ella y me senté. Si iba a ser sacrílega, o como mínimo, irrespetuosa, me pareció que debería serlo en el lado de mamá.
—Bueno, papá —dije—. Estoy en casa. Siempre me preguntabas por qué no venía y me decías lo mucho que mamá me extrañaba. Estoy convencida de que eras tú quien me extrañaba y no ella. Yo también te extrañaba a ti. Pero espero que ahora lo entiendas mejor, por lo menos si lo que nos enseñaban en catequesis es cierto, aunque sólo sea a medias.
Hice una pausa y escuché la tenue música del viento entre las ramas de los cipreses. ¿Por qué se plantan tradicionalmente cipreses en los cementerios? ¿Es porque son de hoja perenne y simbolizan la vida eterna? ¿O porque se elevan amenazadores como seres aterradores de la noche, esperando el momento oportuno para recoger sus raíces y echarse a andar?
Aparté los ojos con algo de esfuerzo de las ramas arqueadas del ciprés y dirigí la atención a la lápida de mi padre.
—Estar de vuelta en Chulahatchie me resulta extraño —dije—. Éste no es mi lugar, y sin embargo…
Dejé la frase a medias, el pensamiento inacabado. ¿Y sin embargo qué?
Y sin embargo mi lugar tampoco estaba ya al lado de Robert.
No tengo lugar… en ningún sitio. Al lado de nadie.
Eso no era del todo cierto; lo supe incluso antes de decirlo, cuando las palabras se me formaron dentro del cráneo. Aquí tenía amigos, o por lo menos empezaba a tenerlos. Estaban Boone y Dell, y todos los habituales del Heartbreak Cafe.
Pero no podía obviar los rechazos: Charles Chase, Robert, mi propia madre.
—¿Qué hice mal? —susurré. A mi padre, al viento, a los cipreses. A Dios, al destino o a quienquiera que pudiera oírme y contestarme.
No hubo respuesta, ni siquiera del viento entre las ramas.
Lo dije de nuevo, en voz más alta:
—¿Qué hice mal?
Y una voz suave me respondió desde detrás:
—Puede que nada.
Me giré sobresaltada. Tenía a Boone Atkins a menos de dos metros detrás de mí.
—¡Joder, Boone! —exclamé—. Creí que eras Dios.
—Es la primera vez que me confunden con él —dijo, riendo entre dientes.
—Bueno, está bien; no Dios, exactamente. Pero me has dado un susto de muerte. —Y, pasado un momento, añadí—. Casi me pongo a rezar.
Un brillo le iluminó los ojos, y esta vez soltó una carcajada sonora.
—Recibí una educación católica, Peach. El catolicismo ha querido convertir a la gente utilizando el miedo y no funciona demasiado bien, créeme.
—¿Qué haces aquí un Día de Acción de Gracias por la tarde? —pregunté.
—Visitar una tumba. —Señaló más abajo, hacia una parcela junto a la que había pasado al subir la colina—. Mi madre murió un veintiséis de noviembre —explicó—. Vengo todos los años.
—Lo siento. —Las palabras de condolencia sonaron huecas y vacías, pero no sabía qué más decir.
—Yo también —aseguró mientras se sentaba en la hierba fresca y señalaba con la cabeza la lápida de papá—. ¿Estás obteniendo alguna respuesta?
—Realmente no. —Me volví hacia él—. Dios mío, Boone, este último año mi vida ha sido horrible. Lo que pasó con Robert me pilló totalmente por sorpresa, y no supe cómo manejarlo. Luego, regresé a casa, y fue un error inmenso, ¿pero qué otra opción me quedaba? Y entonces… bueno, ya sabes. Otra metedura de pata descomunal. Es como si el universo conspirara en mi contra. Como si tuviera un karma muy, pero que muy malo. Repito la pregunta: «¿Qué hice mal?».
—Y yo repito la repuesta: «Puede que nada».
—¿Qué quieres decir? —me sorprendí, mirándolo fijamente.
—Tengo la impresión de que crees que en esta vida sólo recibes lo que has dado.
—Pues sí. ¿Tú no? ¿No dice la máxima que uno recoge lo que ha sembrado?
—Técnicamente —admitió—. Pero creo que no lo ves desde una perspectiva lo suficientemente amplia. Que tu vida sea difícil en este momento no significa necesariamente que hayas hecho algo horrible para merecerlo. A lo mejor la vida tiene ciclos, como las estaciones, o como las mareas. El invierno llega porque toca. Y la primavera también llega. Puede que no tan rápido como nos gustaría, pero siempre llega en su momento.
—Quieres decir que todo pasa por alguna razón.
—No. Hay cosas que pasan sin más. Mira tu relación con Robert, por ejemplo. A lo mejor había indicios que podías haber visto, pero aunque los hubieras visto, ¿podrías haber impedido el resultado final? Si tu marido estaba decidido a irse, no hay nada que pudieras haber hecho para detenerlo. No sabemos por qué razón pasan las cosas, y aun en el caso de que la sepamos, eso no implica que podamos cambiar los ritmos de la vida. Lo que podemos hacer es encontrar la parte positiva del cambio, y aprender a disfrutar esa parte positiva.
Se levantó y me puso una mano en el hombro.
—No te resistas tanto —me aconsejó—. Respira. Déjate llevar un rato por la corriente. Tómate un descanso. Al final la encontrarás.
Esa noche, después de que mamá se acostara, tomé el teléfono, salí a la veranda trasera y llamé a Melanie.
—¿Te lo puedes creer? —dije—. ¡Me engatusó para que le hablara sobre mi ruptura con Robert y entonces se revolvió en mi contra y me culpó a mí de todo!
—¿Y qué esperabas? —replicó Melanie—. Ya sabes cómo es.
—Ya lo sé. Sólo pensé que…
—Sólo pensaste que esta vez sería distinto. —Melanie se mostró seca e irritable conmigo—. Pero no es distinto, y jamás será distinto. Estamos hablando de nuestra madre.
Noté que algo se retorcía dentro de mí; algo viejo y conocido, como el recuerdo de algún cataclismo de la infancia que mi cerebro adulto había bloqueado pero que mi cuerpo recordaba.
—No para de levantar muros entre nosotras, Mel. No consigo llegar a ella.
—Bueno, si tú no puedes, nadie puede —dijo Melanie—. Siempre fuiste su predilecta. Nunca existió nadie más.
La tierra tembló, y casi me caí de la silla. ¿Yo era la predilecta de mamá? No. Este rol le correspondía a Melanie. La elegante Melanie. La perfecta Melanie.
—Pero ¿qué dices? —exclamé—. Me pasé toda la vida intentado estar a tu altura, sin llegar a conseguirlo nunca.
—No hablarás en serio… —replicó—. Fuiste Miss Universidad de Misisipí. Segunda clasificada en el concurso de Miss Misisipí.
—Tercera clasificada —la corregí—. Y jamás ha dejado que lo olvide.
—Escúchame —dijo Melanie—. Nunca podrás complacer a esa mujer. Nunca. Nunca estarás a la altura de sus niveles de perfección. Y si lo intentas, acabarás sufriendo una crisis nerviosa. Sé lo que te digo. Créeme.
La forma en que dijo estas últimas palabras me heló la sangre. «Sé lo que te digo. Créeme».
—Sí, ya lo sé —susurré, medio esperando que no lo oyera—. Es lo que te pasó a ti.
Un silencio larguísimo se extendió entre nosotras: yo, en Chulahatchie; Melanie, en California, lo más lejos que le permitía la extensión del continente.
—Feliz Día de Acción de Gracias, hermanita —dijo—. Cuídate mucho.
Y colgó.