Capítulo 17

Los siguientes días me hicieron creer, por primera vez desde hacía meses, que podía merecer la pena vivir la vida. Pasé de la noche a la mañana de observar el mundo a integrarme en él.

Todos querían oír la historia de Hoot y Purdy, y saber qué pasó en urgencias. Dell y yo organizábamos los menús de Purdy, y Scratch y yo tuvimos una larga conversación sobre el Alzheimer y sobre cómo la demencia de cualquier tipo suprimía los filtros que nos impiden decir cosas escandalosas u ofensivas a los demás. Scratch habló de ella con tanta compasión y tanta comprensión que terminé por cambiar la descripción ficticia que había hecho de él como artista para convertirlo en enfermero o terapeuta. Fuera lo que fuera lo que hubiera sido en su otra vida, era más inteligente y más sensible que ningún pinche o ayudante de camarero que hubiera conocido en mi vida.

A la hora del almuerzo llevé a Scratch a casa de Hoot para entregar la comida a Purdy: pollo asado, pudin de maíz y pan de maíz, tal como había pedido. Suficiente para dos, además de medio pastel de manzana y arándanos recién salido del horno.

—Cumples muy bien los encargos —dijo cuando echó un vistazo a lo que había bajo las cubiertas de papel de aluminio. Era su forma de darme las gracias; la de Hoot fue pasarme un poco de moscatel cuando creía que Scratch no lo veía.

Por la tarde, Boone vino y se sentó un buen rato conmigo para ponerme al día de todo lo que había hecho desde la secundaria. No era mucho, la verdad sea dicha; había vivido en Chulahatchie toda su vida, excepto cuando fue a la Universidad de Misisipí para conseguir un máster en biblioteconomía. Me dio algo de pena; a pesar de tener un buen trabajo y buenos amigos, parecía sumido en una especie de soledad cósmica, como si estuviera visitando otro planeta donde los nativos lo habían aceptado pero seguía siendo el único de su especie.

Hay gente que cree que una familia es un grupo de personas a las que estás unido por el ADN. «La sangre es más espesa que el agua. Todo se lleva en la sangre. Los lazos más fuertes son los de sangre».

Pero una familia no es esto. La familia no es la gente que tiene que acogerte, del modo en que mamá me abrió a regañadientes la puerta de su casa cuando regresé a Chulahatchie. La familia es la gente que te hace sentir bien contigo mismo, que te acepta tal como eres, que no espera que seas perfecto, que te escucha cuando hablas y que te permite cambiar de parecer si tienes que hacerlo.

Boone me habló de Dell, y de Toni, la mejor amiga de Dell, y de Scratch, y hasta de Hoot y de Purdy, como de su familia. Los llamó su «familia elegida». La gente que tú mismo escoges. La gente cuya presencia hace que tu vida sea más profunda, más rica y más satisfactoria.

Es triste que a menudo las personas que tendrían que querernos bien nos quieran mal, ¿no?

Supongo que no lo hacen aposta. Pero es fácil no valorar a la llamada familia verdadera. Maridos y mujeres, padres e hijos, parejas y amantes acaban siendo tan conocidos que pasan a formar parte de los muebles de tu vida. Al final apenas piensas en ellos. Cuando estás enojado, triste o asustado, te desquitas con ellos porque siempre estarán ahí. Del mismo modo que das un puntapié a la pata de una mesa o lanzas una taza de café contra la pared.

Dios mío, espero no haber hecho eso con Robert. Espero no haberme acostumbrado tanto a tenerlo a mi lado que haya dejado de pensar realmente en cómo se sentía o en qué quería él de la vida. Y, de repente, estoy aquí, rodeada de personas que hasta hace unos meses me eran desconocidas y que ahora considero más de mi familia que mi propio marido…

O que mi propia madre.

Dejé de escribir y me quedé mirando el papel. Las palabras de la página se emborronaron como si las hubiera alcanzado el agua, con la nitidez perdida al entrar en contacto con unas lágrimas inesperadas. Al viejo idiota canoso de mi psicoterapeuta le encantaban momentos así, en que una revelación imprevista aparecía y me daba una soberana paliza. Le gustaba decir que sufrir significaba avanzar.

Puede que tuviera razón. Pero, de todas formas, el golpe me dejaba una herida profunda en el corazón.

Mi propia madre…

Contemplé las palabras otra vez, como si pertenecieran a un lenguaje incomprensible para mí. Aguardé, esperando que pudieran hundirse en la página y desaparecer. No era la primera vez que deseaba haber escrito el diario a lápiz para poder borrar pensamientos desagradables y fingir que nunca los había tenido. Pero la psicoterapia no funciona así, por supuesto. Anotas las ideas tal como te vienen a la cabeza, y aprendes a distinguir las importantes para seguirlas y ver hasta dónde te llevan.

Dejé unas líneas en blanco y empecé de nuevo:

Muy bien, como supongo que no puedo eludirlo, será mejor que me enfrente a ello. La principal herida, el tema central. Mi madre.

Tengo cuarenta y cinco años. ¿Es posible, o siquiera imaginable, que sea ésta la primera vez en casi medio siglo que me he planteado si mi madre podría tener sueños no realizados, o miedos que nunca imaginé, o un dolor que no veo? ¿Es posible, o siquiera imaginable, que me trate como me trata por algún motivo, un motivo que no sea la mera maldad, que no sea básicamente su decepción al ver la persona que he resultado ser?

Tengo que recordarme a mí misma, ya que el viejo idiota no está aquí para hacerlo, que un motivo no es ninguna excusa. No tengo que excusar a mi madre por tratarme como me ha tratado todos estos años, aunque llegue al punto de comprenderlo. Ni siquiera tengo que perdonarla.

Si voy a ser sincera (¿y por qué no iba a serlo si nadie más va a leer este diario?), en el fondo no quiero perdonarla, ni tan sólo comprenderlo. Si lo comprendo, podría tener que cambiar mi punto de vista, desprenderme de la rabia a la que me he aferrado todos estos años, abandonar la imagen que tengo de mí misma como la hija agraviada que sufre la injusticia de los malos tratos de su madre.

¡Vaya! Dicho así suena de lo más desagradable. Suena como si obtuviera algún tipo de placer perverso de ser incomprendida. Suena como si fuera una niña malcriada y egoísta que da una patada en el suelo y tiene un berrinche, y al mismo tiempo exige que se la tome en serio y se la trate como a una adulta.

No me gusta el rumbo que está tomando la cosa, y aun así, tengo que seguir. Es una de las normas. No se puede borrar nada, no se pueden suprimir los pensamientos desagradables, no se puede abandonar el camino cuando las zarzas se vuelven frondosas y nos hacen sangrar.

Pues nada. Si no me gusta verme como una mocosa malcriada, tal vez haya llegado la hora de comportarme como una persona adulta. De ver a mi madre como a una igual y no con los ojos de una niña de cinco años. De encontrar una forma de ir más allá de su control, sus manipulaciones y sus críticas para llegar a la persona que es realmente por dentro.

De repente tengo miedo. Tengo un nudo en el estómago, como solía cuando tenía que salir al escenario a actuar. Quizá no quiera ser tan sincera con ella, exponerme y correr el riesgo de volver a salir lastimada. Quizá no quiera oír lo que me diría si decidiera ser sincera conmigo.

Quizá tendría que marcharme y unirme a un circo. Recoger excrementos de elefante no es la peor profesión del mundo. A veces, es mucho mejor que ser hija.

O quizá sea el mismo trabajo con un nombre distinto.