Capítulo 15

No hablé con mi psiquiatra de Dell, de Scratch, de Boone Atkins ni de ninguna otra persona del Heartbreak Cafe. No sé por qué; quizá la experiencia con mamá me descorazonó. No quería que pensara que estaba desesperada y era patética, como mi madre parecía creer.

«Pero la verdad es que puede que esté desesperada y sea patética —escribí en mi diario—. A lo mejor soy una fracasada».

Fracasada. La palabra que he estado evitando todos estos meses. La palabra que me devuelve a la parte de mi infancia que he reprimido adrede.

Quizá supiera, en el fondo, que no sería capaz de evitarla para siempre. Pero la esperanza mana eterna, como solía decir mamá. ¿Sabría el contexto de estas palabras tal como las había escrito Pope originariamente? «La esperanza mana eterna del seno humano. El hombre nunca es, pero siempre espera ser bendecido».

Dios mío, al viejo idiota le encantaría. Esta filosofía no se basaba precisamente en ver el vaso medio lleno.

Repaso las páginas que he escrito durante los meses que llevo en casa de mamá desde mi vuelta, y hay muchas cosas que no recordé hasta que empecé a plasmarlo todo en el papel. Tal vez Robert tuviera razón, tal vez el cordón umbilical es la principal herida que nuestras madres nos infligen, la que llega hasta el núcleo mismo de nuestro ser. Tal vez todos los estereotipos de la psicoterapia están firmemente arraigados en la realidad entre madres e hijas.

Visto desde fuera, podría parecer que no me había ido tan mal. Mis padres no me maltrataron, me abandonaron ni desatendieron. No éramos pobres; todo lo contrario, en realidad. Siempre tuve todo lo que necesitaba y casi todo lo que quería.

Salvo lo que más necesitaba y más quería.

Una madre.

Varios psiquiatras me han hablado en alguna ocasión sobre el principio de la esperanza intermitente, sobre cómo un momento fugaz de satisfacción puede tentar a nuestra psique para que crea que ha ocurrido un milagro, que se ha producido un cambio en alguien que deseamos profundamente que nos quiera. Cuando el objeto de nuestro anhelo vuelve a sus viejas actitudes de crueldad o de indiferencia, nos aferramos a ese hilo de esperanza y nos obligamos a creer que nos quiere, aunque la experiencia de toda una vida nos demuestre lo contrario.

Nunca lo hace, pero siempre lo esperamos…

Y en algún momento dirigimos el dedo de la culpa hacia nosotros mismos y nos calificamos con los únicos nombres que conocemos: Perdidos. Aborrecibles. Indignos. Perdedores. Fracasados.

Los nombres tienen mucho poder. Nos definen, escriben nuestro destino, si no en las estrellas, sí en nuestro propio corazón.

Leí y releí las palabras no sé cuántas veces mientras asimilaba la realidad. Mamá me había dado mi nombre, sí. Pero lo importante no era el apellido Bell. Me había calificado con sus expectativas, con su educación, con su narcisismo. El universo giraba a su alrededor, y yo era una partícula indefensa atrapada en su órbita.

Daba igual que me hubiera aficionado a llevar sudaderas andrajosas, que no me maquillara y que me negara a ir a la iglesia. Esta clase de rebelión externa no tenía ningún efecto sobre la niña que llevaba dentro. En el fondo, seguía siendo una chiquilla que quería y necesitaba la aprobación de su mamá.

—Tienes que seguir adelante —dijo mamá.

Tras años de olvido obligado, ahora lo recordaba con total claridad. No me preguntó: «¿Estás bien, cariño?», ni «¿Quieres que vayamos al médico?». Me dijo: «Tienes que seguir adelante».

No era la primera vez que oía estas palabras. Por desgracia, en todos los concursos de belleza en los que había participado desde que tenía seis años siempre me entraba el pánico cuando el foco se iluminaba y me tocaba actuar. Lo detestaba. Detestaba todo lo que conllevaba: los vestidos incómodos, los zapatos de claqué, los rulos, el maquillaje y la laca. Con los años había compensado con mi aspecto y mi encanto el talento que me faltaba, y las clases de canto que mamá me había obligado a tomar habían dado sus frutos, por lo menos lo suficiente como para que no me abuchearan cuando estaba en el escenario. Pero nada de todo esto era innato en mí como parecía serlo en las demás chicas. Como parecía serlo en mamá.

Aquella noche, el día de la clasificación previa del condado para el concurso de belleza juvenil, me planteé, por primera vez, si mamá habría soñado alguna vez con hacer aquello ella misma. A lo mejor había anhelado desesperadamente ser Miss Juvenil o Miss Misisipí, pero participar en un concurso de belleza no era barato, y estaba bastante segura de que GiGi y Chick no podrían haber dispuesto del dinero necesario.

Quizás, a mis dieciséis años, había madurado lo suficiente para empezar a ver a mi madre como una persona con sus propios sueños, esperanzas y anhelos frustrados.

Sin embargo, no era lo bastante madura como para tirar de ese hilo hasta llegar a su conclusión lógica.

Nos acercábamos a la última prueba de talento. Yo había estado esperando, en lo más profundo de mi ser, que apareciera alguien que pudiera ser la versión de la ex Miss América y actriz Mary Ann Mobley de mi generación, pero desafortunadamente, las pésimas actuaciones a nivel del condado habían dejado claro que sólo tenía una contrincante importante. Se llamaba Astrid y era una chica listísima pero sin el menor gancho, cuyo talento se basaba en la lectura dramatizada del decreto sobre los siervos de Catalina la Grande.

—Todo va sobre ruedas —dijo mamá durante la cena esa noche—. No te comas eso; te dará gases. —Me retiró un par de cabezuelas de brócoli de la parte superior de la ensalada.

Jugueteé con la lechuga y el tomate.

—Venga —dijo mamá—. Tienes que comer.

—No tengo hambre —comenté—. Estoy mala.

—Te encuentras mal —me corrigió automáticamente—. Sólo son nervios. No te preocupes por la cena; después habrá una recepción.

Pero no eran sólo nervios. Sabía distinguirlos. Me dolía la tripa y me notaba un sudor frío por todo el cuerpo. Cuando regresamos al auditorio, sabía que estaba en apuros. Y de los buenos. Corrí al lavabo de señoras y casi no llegué a tiempo. Cuando volví a salir, mamá estaba mirando la hora.

—Tienes quince minutos —dijo—. Ve a retocarte el maquillaje.

—Estoy fatal, mamá —expliqué tras apoyarme en la pared—. No sé si es una intoxicación por algo que comí o qué. Tengo una diarrea muy fuerte, y también muchas ganas de vomitar.

—No vas a vomitar —aseguró—. Y no puede ser intoxicación alimentaria; las dos comimos lo mismo.

—No es verdad. Mi ensalada no llevaba la misma salsa que la tuya.

Me tiró del codo con tanta fuerza que oí que la articulación chasqueaba.

—Sólo son nervios —insistió con los dientes apretados—. Ve, vamos. —Me empujó hacia el camerino.

Fui. Me salpiqué la cara con agua fría y me retoqué el maquillaje. Inspiré hondo varias veces. Traté de recordar todo lo que había aprendido sobre cómo tranquilizarme.

Y entonces oí al presentador:

—Y a continuación, demos una calurosa acogida a Priscilla Bell Rondell, de Chulahatchie, que nos cantará «I Have Dreamed», de El rey y yo.

Me dirigí al escenario. El acompañante ya había empezado a tocar las notas que me daban la entrada, y mamá me había enseñado a aparecer en escena de forma elegante y triunfal a la vez que sonaba la música. Todo el mundo aplaudió. Me acerqué al micrófono situado junto al piano de cola.

Pero no llegué.

Noté que la bilis me llegaba a la boca y contuve la arcada. El pianista tocó mi entrada una segunda vez.

Iba a pasar y no podía hacer nada para impedirlo. Di media vuelta y corrí hacia bastidores, donde deposité la salsa de la ensalada sobre los zapatos del tramoyista.

Alguien me sujetó y me ayudó a incorporarme. Por un instante, creí que era mamá y me imaginé una escena tierna en la que se disculpaba y me prometía que nunca volvería a obligarme a salir a un escenario.

Pero no era ella. Era papá, que se había levantado de la platea como una bala en cuanto se había percatado de que me pasaba algo. Me sujetó mientras tenía más arcadas, ignoró el hedor y me llevó corriendo a urgencias.

Mamá no vino para nada al hospital. Nunca se disculpó, ni siquiera cuando el médico dijo que, efectivamente, tenía intoxicación alimentaria y me tuvo ingresada aquella noche para asegurarse de que el tratamiento me surtía efecto y de que no me deshidrataba. Papá se quedó y durmió en una incómoda butaca de escay al lado de mi cama.

Al día siguiente, cuando regresamos a casa, mamá me informó de que Astrid había llevado a los siervos a la victoria y que representaría al condado en el concurso de belleza juvenil del estado.

Algo me decía que Astrid no necesitaba realmente el dinero de la beca escolar que se conseguía al ganar el concurso. Tal vez su madre y la mía habían aprendido del mismo libro. Tal vez en aquel mismo instante su madre lo estaba celebrando mientras Astrid estaba en el cuarto de baño devolviendo al pensar que tendría que repetirlo todo ante un público más numeroso.

Durante años intenté, sin lograrlo nunca, olvidar lo que mamá me dijo ese día:

Priscilla, en este mundo hay dos clases de personas: las triunfadoras y las perdedoras. Y yo no te eduqué para que fueras una perdedora.

Los nombres. Son algo muy poderoso. La palabra «perdedora» me incitó a ganar el título de Reina de la Soja del condado y me llevó a quedar tercera clasificada en el concurso de Miss Misisipí. Estaba resuelta a demostrar que mamá estaba equivocada. A demostrar que todos estaban equivocados.

Al final, demostré que estaba en lo cierto. La tercera clasificada sigue siendo una perdedora.

Quedarse cerca vale en el juego de la herradura, pero jamás valió nada para mamá.