Capítulo 14

—¿Puedo sentarme? —preguntó Boone.

Estaba tan absorta escribiendo que no lo había oído acercarse. Cerré el diario y alcé la mirada hacia él. Estaba sonriendo.

—Claro —respondí. Aunque la invitación sobraba porque ya se había acomodado al otro lado de la mesa.

El corpulento hombre negro que se llamaba Scratch trajo más café y tardó mucho rato en servirlo. Era evidente que la situación le divertía por alguna razón, porque no dejaba de mirarnos primero a uno y luego al otro con una sonrisa burlona.

—¿Qué le pasa? —dije cuando regresó a la cocina.

—Le gustas —contestó Boone tras reír entre dientes.

—Tiene algo distinto.

—¿Qué quieres decir, distinto?

En realidad no sabía muy bien qué quería decir.

—Es sólo una impresión. Como si escondiera algo.

No, no me había expresado bien.

—No me refiero a que esconda nada, exactamente. Nada malo. Sólo es que tengo la impresión de que es una persona más compleja de lo que parece.

—Todo el mundo es más complejo de lo que parece —comentó Boone.

Dejó la frase en suspense uno o dos minutos, mientras adquiría fuerza con el silencio.

—Mírate a ti, por ejemplo —sentenció.

—¿Qué pasa conmigo?

—Bueno, ése es el gran misterio.

—No tengo nada de misterioso. —Intenté tomármelo a risa.

—Ya lo creo que sí —me contradijo Boone—. Con todas las preguntas que un buen periodista podría hacer: ¿Quién es Peach Rondell en la actualidad, veinte años después de haberse ido? ¿Qué escribe en ese diario que lleva siempre encima? ¿Dónde está su marido, el profesor universitario? ¿Por qué parece siempre estar tan triste?

Se encogió de hombros y me dirigió aquella sonrisa suya tan espléndida, la sonrisa con la que lograría que cualquiera le perdonara lo que fuera, hasta meter sus preciosas narices en los asuntos personales de otra persona.

—Se te olvidó cuándo —dije.

—Vaya, tienes razón. —Se pinzó el entrecejo como si estuviera reflexionando profundamente—. Ya lo tengo. ¿Cuándo abrirá Peach su corazón y confiará en alguien para que sea su amigo?

Busqué mentalmente alguna repuesta aguda, ingeniosa y bromista, pero no encontré ninguna, y en lo que a humor se refiere, la rapidez de reacción lo es todo. Además, se me había hecho un nudo en la garganta de la emoción. De improviso me dio un ataque de verborrea y empecé a contar a Boone Atkins cosas que no había dicho siquiera a mi psicoterapeuta.

—Cuando hace años me fui de Chulahatchie, me juré que jamás volvería —expliqué—. Me había hartado del control y de las manipulaciones de mamá. Regresé una o dos veces para hacer una breve visita, simplemente porque no podía soportar castigar a papá por las intimidaciones de mamá, pero siempre me marchaba hecha un desastre, por lo menos a nivel emocional. Nada fue nunca lo bastante bueno para complacer a mamá. Yo no era lo bastante buena.

Me detuve y me arriesgué a mirar a Boone a la cara. Me estaba escuchando atentamente, y asintió para que prosiguiera mi relato.

—En cualquier caso, perdí el contacto con todo el mundo a quien conocí durante mi adolescencia. —Interrumpí de nuevo mi narración para replantearme esta afirmación—. No, eso no es verdad. Corté deliberadamente los lazos con todo el mundo. No quería que nada me recordara Chulahatchie, ni mi infancia, ni el hecho de que tiempo atrás había sido la Reina de la Soja y Miss Universidad de Misisipí.

Boone se rió entre dientes como si me comprendiera perfectamente y tomó un sorbito de café.

—Así que cuando papá murió y volví para el funeral, era una auténtica forastera en mi propia ciudad natal. No recordaba a ninguna de las personas que asistieron a la ceremonia religiosa, y no tenía ningún interés especial en recordarlas. Simplemente, me daba igual. Dije a mi hermana Melanie que la siguiente vez que pusiera los pies en Misisipí sería para liquidar el patrimonio de mamá. No contaba con que…

Me detuve. ¿Cómo podía decirle la verdad sobre el rechazo de Robert, sobre lo de volver a empezar y sobre lo desesperada y lo inútil que me sentía?

Confundió mi vacilación con otra cosa.

—Debes de echarlo de menos.

Noté una punzada dolorosa en el vientre, como el de una articulación dislocada o la descarga eléctrica de un dolor nervioso. Sin pensármelo dos veces, solté la verdad:

—No echo de menos a Robert —dije—. Echo de menos sentirme amada.

Boone me dirigió la mirada más tierna que pueda uno imaginarse, y cuando habló, su voz era grave, baja, casi un susurro:

—Estaba hablando de tu padre —aclaró.

¡Dios mío! ¡Pero qué idiota era! Debido a un flagrante lapsus freudiano, había revelado demasiada información, y ahora me sentía tan vulnerable y expuesta como un cervatillo destripado.

Pero Boone no pareció darse cuenta. Se inclinó hacia delante y alargó la mano sobre la mesa hasta casi tocarme la mía, pero sin hacerlo.

—Está bien, tranquila.

—¡No está bien! —exclamé con más pasión y volumen del que había querido. Bajé la voz hasta un siseo—: No está bien que mi marido me haya dejado por otra y yo no tenga trabajo ni ninguna otra fuente de ingresos, ni tampoco ningún sitio donde ir. No está bien que haya tenido que volver para «visitar» a mi madre, y sí, pon la palabra entre comillas, porque sólo Dios sabe cuánto tiempo durará esta visita antes de que pueda recuperarme y largarme de aquí. No está bien que mi padre esté muerto y enterrado, y ya no esté aquí cuando lo necesito. No está bien que mi vida sea un asco y que la única persona que me haya mostrado algo de compasión fuera el marido de otra mujer, y que, al final, hasta él terminara dejándome para regresar con ella.

Boone esperó a que terminara de tocar fondo entre tartamudeos.

—Debes de pensar que soy horrible —dije.

—No pienso nada de eso.

Sacó un fajo de servilletas de papel del dispensador, me lo puso en la mano y esperó a que me sonara la nariz.

—Creo que te han lastimado, que últimamente tu vida ha sido difícil y que no sabes muy bien cómo manejar la situación —aseguró—. Puede parecer que Chulahatchie sigue anclada en la Edad Media, pero algunos de nosotros estamos bastante ilustrados. —Soltó una carcajada suave—. Si nos dejas, seguro que encuentras gente que te apoye.

Me quedé callada mientras intentaba asimilar las palabras, que me resonaban en la cabeza. Me sentía extraña, arropada y un poco asustada a la vez. Nadie me había aceptado así jamás, ni siquiera Robert cuando estábamos casados. Y aunque agradecí el respiro que esta aceptación me proporcionaba, también me provocó cierta ansiedad y aprensión. Si no sabía qué había hecho para merecerla, ¿cómo podía saber qué podría provocar que la perdiera?

Traté de no pensar en el vaso medio vacío. El viejo idiota de mi psiquiatra siempre me hablaba de la energía negativa y del karma, y de que me centrara y aceptara lo que la vida me daba con las manos abiertas. Claro que él no sabía que con mamá, si abrías las manos aunque sólo fuera un centímetro, te arrebataba lo que tuvieras en ellas.

No era exactamente una metáfora alentadora, pero lamentablemente, era cierta.

—¿Y qué estás escribiendo en ese diario? —me preguntó Boone.

—Tonterías —respondí—. Pensamientos. Recuerdos. Ideas. Cuando regresé a Chulahatchie, estaba segura de que me había muerto y había llegado al tercer círculo del infierno. Pero me ha sorprendido la cantidad de cosas que creía olvidadas y que he recordado. Estoy aprendiendo mucho sobre mí misma, comprendiéndolo todo mejor.

—Si lo que me has dicho sobre Scratch sirve de ejemplo, también tienes mucha intuición con respecto a los demás —comentó Boone—. Recuerdo que tiempo atrás me dijiste que querías escribir libros de ficción. Tal vez éste sea un buen momento para empezar. Por lo menos, en Chulahatchie encontrarás muchos personajes. No hay mal que por bien no venga.

—No sé lo del bien, pero el mal es enorme —aseguré.

El jurado sigue deliberando si creo que pueda haber algún bien en esto, pero Boone tenía razón sobre una cosa: Chulahatchie tiene una cantidad desmesurada de personajes.

Tomemos a Scratch, por ejemplo. Es un puzle dentro de un enigma envuelto de misterio. Al parecer es pinche, ayudante de camarero y recadero, pero hay algo más en él. Siempre que lo miro, y especialmente cuando hablo con él, me viene a la cabeza un traje carísimo de Brooks Brothers oculto bajo una camiseta y un delantal.

Si se tratara del personaje de una novela que estuviera escribiendo, sería un artista, o un músico, con un talento inmenso, perseguido por alguna circunstancia de su pasado que hace que se mantenga encerrado en sí mismo. Algún hecho doloroso que nadie conoce, algún sufrimiento oculto. Un amor que terminó mal, quizás. Un sueño que no se hizo realidad.

De vez en cuando, se revela y ves esa chispa, esa ternura en él. Como cuando habla con Purdy Overstreet, que prácticamente ha sucumbido al Alzheimer. Purdy tiene debilidad por Scratch; se echa en sus brazos cada vez que entra alborozadamente en el local. Él es siempre muy amable con ella, muy cariñoso y comprensivo.

Y Purdy es otro personaje, desde luego. Me la imagino como una abuela canosa a quien hicieron de repente un trasplante de personalidad. Se tiñe el pelo de naranja y lleva minifaldas con medias de rejilla. Y siempre va con una boa de plumas alrededor del cuello. Me recuerda a Lola, la corista de Copacabana, aquella vieja canción de Barry Manilow.

Y para completar el triángulo, por supuesto, está Hoot Everett, que puede que sea un anciano desdentado de ochenta y tantos, pero no está nada falto de pasión. Está loco por Purdy, de eso no hay duda. Es un cachorro enamorado que no puede entender por qué ella se pasa todo el tiempo babeando por Scratch. Si estuviera escribiendo su historia, los dos acabarían juntos y demostrarían al mundo que el amor sobrevive a la belleza, al cerebro y a la vitalidad física.

Voy a seguir el consejo de Boone, y además de anotar cosas en mi diario para la psicoterapia, voy a empezar a escribir también ficción. Algo sencillo para empezar: esbozos de personajes, escenas breves. Algunas cosas a partir de la observación y otras a partir de mi experiencia personal, quizá. Veré cómo me va y decidiré qué hago.

¿Qué puedo perder? No tengo dónde ir y me sobra el tiempo.

Y si del mal resulta un bien, me tragaré gustosamente mis palabras, con pan integral y un poco de mantequilla, por favor.

—Sales casi todos los días —dijo mamá.

Mamá nunca hacía un comentario inocente. O bien era una crítica o bien se trataba de una pregunta, pero siempre estaba formulado de forma que podía asegurar que no había querido decir nada en absoluto con él. Si te molestabas, era problema tuyo, no de ella.

Estábamos sentadas en la veranda trasera tomando café en el frescor de la mañana. El otoño había conllevado perspectivas de cambio, con aquella fragancia característica del ambiente, cuando el aire sabe a manzana y todas las brisas huelen a humo de hojas quemadas. El otoño era mi estación favorita, y ni siquiera estar en Misisipí con mamá podía reducir la sensación de bienestar que me proporcionaba la llegada del tiempo más templado. La sensación de algo que estaba a la vuelta de la esquina, de algo apasionante, desafiante y…

—Priscilla, te he hecho una pregunta. ¿Podrías tener la gentileza de contestar?

Contuve un suspiro, dejé escapar la sensación de bienestar y observé cómo se dispersaba como el humo y se desvanecía hasta quedar reducida a nada.

—No sabía que me hubieras preguntado nada —solté.

Mamá me dirigió «la mirada».

—Dije que…

—Ya sé qué dijiste —la interrumpí—. Dijiste que he estado saliendo todos los días. Eso no es ninguna pregunta, es una afirmación.

—Viene a ser lo mismo, y tú lo sabes —replicó mamá.

—Bueno, pues ya que quieres saberlo, he estado yendo al local de Dell Haley, el Heartbreak Cafe, en la calle West Main.

Mamá se me quedó mirando, abrió la boca y volvió a cerrarla. Sorbió el café y reflexionó.

—Supongo que no podía hacer otra cosa después de que su marido se muriera tan de repente y todo eso.

Algo se me retorció en el estómago como una lubina acabada de pescar en el sedal.

—¿Dell tuvo un marido que se murió? ¿Hace poco?

—Esta primavera, creo. No los conocía, la verdad. O, por lo menos, no los conocía bien. No formaban parte, bueno, de nuestro círculo. Pero supongo que decidiría abrir esa deprimente cafetería después de que su marido muriera. Para llegar a fin de mes.

Por algún motivo, sentí la necesidad de intervenir y defender a Dell:

—No es deprimente. La comida es espléndida. La gente es muy simpática. Y a Dell parecer irle muy bien el negocio.

Ninguna reacción.

—Ha sido muy amable conmigo —proseguí tozudamente—. Me siento en una mesa, me pongo a escribir y…

—Sí, bueno —dijo mamá, encogiéndose de hombros—. No es amiga tuya, Priscilla. Ser amable forma parte de su trabajo. Tenlo presente y no le des la lata.

«No des la lata. Compórtate como una dama. Asegúrate de que te hayan invitado. Resérvate las opiniones. No te acerques demasiado a la clase de gente que no te conviene».

Era el tipo de cosa que podría haberme dicho cuando tenía cuatro años. Toda mi vida ha estropeado todo lo que he apreciado.

¿Cuándo iba a aprender a tener la boca cerrada y a guardar en secreto mis preciados tesoros?