Boone me hizo también otros regalos.
Nadie ocuparía el lugar de Jay-Jay en mi vida. Pero de repente, allí estaba Boone Atkins, que había aparecido de la nada como un ilusionista para llenar por lo menos una parte del espacio vacío.
Tal como lo digo, es como si fuera Jay-Jay quien se había muerto. Era la impresión que me daba, aunque recibía alguna que otra carta de él en la que intentaba convencerme de lo bien que le iban las cosas. Él y su madre llegaron a Oklahoma justo cuando empezaba el boom del petróleo en los años ochenta.
Dejó de estudiar para irse a trabajar con su tío en los pozos, ganó algo de dinero y diez años más tarde lo invirtió en un pequeño negocio. Un primo suyo que había estudiado en Stanford conocía a un par de chicos que estaban trabajando en un programa informático que llamaban BackRub.
Que después se conocería como Google.
A Jay-Jay le fue bien, por lo menos en cuanto al éxito material se refiere. Pero de algún modo todo aquello me parecía bastante triste. Era muy listo, muy bueno y muy compasivo, pero jamás terminó sus estudios. Y me pregunto cuánta de la bondad le arrebatarían en el duro mundo de las perforaciones petrolíferas.
Supongo que una parte de Jay-Jay se murió con su padre aquella noche. Su esperanza, quizá. Su optimismo, sus sueños.
Cabría pensar que mamá se alegraría de ver que Jay-Jay se iba. Nunca lo conoció personalmente, pero me oía hablar de él muy a menudo, y yo sabía, sin tener que molestarme siquiera en preguntarlo, que Jay-Jay Dickens no era «alguien como nosotros».
El problema era que tampoco lo era Boone. Su familia era muy maja, pero eso, a mamá, le daba igual. No le importaba en absoluto que fuera guapo, cortés y listo, ni que tratara a los demás con respeto. Sus padres no tenían demasiado en lo que a dinero se refiere, pero esto no era lo principal. Boone era motivo de habladurías, y eso ya era suficiente para mamá.
—No te conviene —me decía cada vez que le sacaba el tema.
—Pero mamá…
—Nada de peros —replicaba—. Confía en mí, Priscilla. Ese muchacho no te conviene.
—¡Ni siquiera lo conoces!
—Mientras vivas bajo mi techo, harás lo que yo te diga, jovencita.
Dios mío, si no había oído esta frase mil veces, no la había oído ninguna. No me vio burlarme de ella, imitando a sus espaldas cómo decía esas palabras, y fue una suerte. Porque podría haber sido el último playback de mi corta pero singular vida.
Citas.
El macho de la especie tiende a considerar este ritual como una caza: se acecha a la presa escurridiza, se separa a la mejor y más bonita del rebaño, se estrecha el cerco y, después, gracias a una inteligencia y una astucia superiores, se sigue a la elegida a cierta distancia hasta que cae delicadamente en la red. Pero para una chica sureña a la que se educa para que se convierta en una dama sureña, las citas son como unas compras ampliadas, donde se elige entre todo tipo de posibles parejas en busca del color, la combinación, el estilo y el tamaño compatibles.
Después de que mi madre me hablara sobre «la vida», mi padre, que normalmente se quedaba al margen y dejaba mi educación en las manos competentes de mamá, quiso añadir un sabio consejo a la mezcla.
—Peach, cielo —dijo—, jamás aconsejaría a una hija mía que se casara por dinero. Pero recuerda que es igual de fácil enamorarse de un hombre rico que entregarle tu corazón a un pobretón.
Mi madre aclaró el consejo de papá con una metáfora de las suyas:
—Si buscas un vestido de diseñador, no vas a comprar a una tienda barata, Priscilla.
Comprendí lo que se esperaba de mí. A pesar de la rabia que le dio a mi corazón quinceañero, acepté una invitación para asistir al baile del instituto con William Robeson McKenna III, el primogénito del socio del bufete de mi padre. Teníamos que ir con otra pareja, la de Sarah Thornton y su novio, Walter Stubblefield.
Conocía a Sarah desde que ambas estábamos en primaria, claro, y me gustaba tan poco ahora como cuando estudiábamos primero y se metía con Dorrie Meacham en el patio. Todavía seguía metiéndose con la gente, aunque de una forma mucho más refinada y elegante, pero como era hija de uno de los clientes más adinerados de papá, tenía que soportar su compañía más a menudo de lo que me habría gustado, es decir, nunca.
Walter, que a sus dieciséis años tenía carné de conducir y un descapotable nuevo, creía que estaba como un tren. En el instituto, Sarah se aferraba a él como si estuviera resbalando de la cubierta del Titanic y él fuera su única tabla de salvación. A lo mejor lo era. Sarah, después de todo, era la prueba palpable de la gran dicotomía de la secundaria en que la chica más popular del instituto, es decir, la que acaba siendo animadora, reina del baile inicial y la acompañante más deseada en el de graduación suele ser la persona que peor cae del mundo.
Yo tuve dos peticiones viables para mi primera cita; no está mal, si tenemos en cuenta que era conocida como la princesa de los concursos de belleza, y en lo que a accesibilidad se refiere, podría haber sido perfectamente una supermodelo africana de metro noventa. La mayoría de chicos estaban demasiado aterrados para acercárseme.
También era demasiado lista para mi propio bien.
Las chicas sureñas aprenden pronto que si son inteligentes, lo mejor que pueden hacer es disimularlo, y rápido. Mamá me dijo que a los chicos no les gustan las muchachas brillantes, pero cuando decidió impartirme este valioso consejo, ya era demasiado tarde. Yo sabía que no era así. Lo que no gustaba a los chicos eran las muchachas que les intimidaban. Querían sentirse superiores, aunque fuera un engaño. Y, por supuesto, una dama sureña educada como es debido les permite disfrutar de su pretensión de supremacía y se aprovecha de ello.
Además, mis amigos no eran «gente adecuada». Una vez Sarah me advirtió, con aquel tono presumido y de superioridad que siempre utilizaba, que sería mejor que me alejara de los pobres si quería que me tomaran en serio.
La verdad es que habría preferido ir al baile con Boone, pero como eso era imposible, elegí el menor de los dos males. Por lo menos Robbie McKenna era guapo y tenía los ojos bonitos, aunque fuera una nenaza. El otro que me había pedido que lo acompañara era Marshall Threadgood, ala izquierda del equipo de fútbol americano. Sarah me había animado a aceptar la invitación, parca y gruñida, de Marsh: «¿Quieres ir al baile conmigo?». Sarah me dijo que Marsh era una estrella en alza, y que si tenía un novio deportista, seguro que la temporada siguiente formaría parte de las animadoras.
Pero Marsh se sentaba en la última fila durante la clase de literatura, con lo que había tenido la desafortunada oportunidad de conocer de primera mano su lasciva perspectiva sobre una selección de grandes autores, especialmente sobre Shakespeare:
—¿Poemas de amor a un hombre? Me gustaría decirle una cosita o dos sobre dónde podría metérselos. —La estrella deportiva de Marshall Threadgood podría estar en alza, pero su cerebro se situaba a mucha menos altura.
Robbie McKenna era, pues, la única alternativa sensata, por lo menos si tenía alguna intención de conservar la cordura además de la castidad.
Aquella primera cita marcó la pauta de los años posteriores.
Había elegido a Robbie, cuyo nacimiento y linaje tendrían que convertirlo en un muchacho que me convenía, y cuyas maneras gentiles tendrían que haberme protegido. Pero no había contado con que Marshall Threadgood me dirigiría gestos obscenos y se pelearía después con Robbie en la pista de baile. El pobre Robbie trató de defender mi honor, pero no estaba dotado para ello. Titubeó, recibió un gancho de derecha y cayó redondo, como un saco de patatas.
Rápidamente expulsaron a Marsh de la fiesta, pero el daño ya estaba hecho. Vino una ambulancia y se llevó corriendo a Robbie a urgencias para que le inmovilizaran la mandíbula rota. Sarah se quedó deshecha y suplicó a Walter que la llevara a casa. Y cuando las sirenas dejaron de oírse en medio de la oscuridad de la noche, noté un suave tirón en el codo.
Me volví. Detrás de mí estaba Boone Atkins, con su resplandeciente traje nuevo de color azul, observándome con una mirada tierna.
—¿Me concede este baile, señorita Rondell? —me preguntó con una carcajada grave—. Parece que tu acompañante ha quedado… bueno, temporalmente incapacitado.
Tomé la mano que me ofrecía y lo seguí hasta la pista. Bajo la tenue luz de los farolillos colgados alrededor del gimnasio, dudo que nadie viera la etiqueta de la tienda que le colgaba debajo del sobaco del traje. Se la arranqué y me la metí en el bolso.
Mamá me estaba esperando en la puerta cuando Boone me llevó a casa en el Chevrolet de diez años de su padre. Me explicó que el padre de Sarah había llamado para contarles lo que había sucedido. ¡Qué mal tenía que haberlo pasado, y más siendo, como era, mi primera cita!
—Me lo pasé muy bien —aseguré mientras soltaba la mano de Boone—. Mamá, creo que no conoces a Boone Atkins. Ha tenido la amabilidad de traerme a casa.
—Gracias por cuidar de mi hija, joven. —Mamá asintió ceremoniosamente, con aquella sonrisa gélida dibujada en los labios. Alzó los ojos hacia la cara de Boone y volvió a bajarlos para observar el horrible traje reluciente que llevaba. Pero yo sabía que no estaba pensando en su indumentaria.
—Así que es ése —soltó mamá en tono desdeñoso en cuanto cerró la puerta tras la marcha de Boone—. Desde luego no es alguien que te convenga.
—Sí que me conviene, mamá —dije—. Es un caballero.
Y dicho esto, la dejé plantada en medio del salón, me fui a mi habitación y cerré la puerta.
Seguro que mañana me caería una buena bronca por relacionarme con gente como Boone Atkins. Mañana recibiría un duro sermón sobre la responsabilidad que tenía una dama sureña de mostrarse siempre decorosa. Mañana las cosas volverían a la normalidad.
Aun así, fue liberador, fuera cuales fueran las consecuencias, sentirme un poco mejor conmigo misma, darme uno o dos centímetros más de margen para moverme. Me quité el vestido y lo colgué en la puerta. Vacié entonces el contenido del bolso para buscar la etiqueta del valioso traje de Boone. Azul claro especial; rebajado a treinta y nueve con noventa y cinco dólares.
Guardé esta etiqueta todo el tiempo que estuve soltera y hasta mucho después también de haberme casado con Robert y marchado de Chulahatchie. Era mi resguardo de un recuerdo tierno, un recordatorio de que no todo lo que tiene valor se consigue en las tiendas lujosas.