El Heartbreak Cafe no era la clase de restaurante en el que mamá fuera a poner nunca los pies, ni aun en el caso de que tuviera el pelo en llamas y esa jarra maltrecha de aluminio que hay en su interior contuviera la única agua que quedara sobre la faz de la tierra.
Y si tengo que ser totalmente sincera, era esta ausencia de mamá lo que hacía que el sitio fuera casi perfecto.
El local se acercaba bastante a lo que el nombre[1] sugería: no es que fuera deprimente exactamente, pero sí, bueno, anticuado. O, por lo menos, ésa era la impresión que te llevabas cuando entrabas por primera vez. En cuanto te acostumbrabas, no estaba tan mal, la verdad. Olía deliciosamente a beicon, a café y a manzana con canela. Nada lujoso, por más imaginación que se le echara, pero estaba aseado y tenía mucha luz. Un lugar limpio y bien iluminado.
Un lugar limpio y bien iluminado.
Recordaba haber estudiado este relato corto hacía años, en la universidad. Hemingway. Su prosa minimalista hacía que todo en la vida pareciera de algún modo lúgubre y austero, como imágenes fotográficas muy nítidas en blanco y negro. Esta historia concreta va, si no recuerdo mal, sobre un viejo borracho que intenta suicidarse sin éxito, y el único sitio al que puede ir a consolarse es un pequeño café, un lugar «limpio y bien iluminado».
¡Dios mío! Ahí tienes una buena metáfora. Un universo trágico y reducido, marcado por un sufrimiento tan profundo que pasa inadvertido, o por lo menos, sin el menor comentario.
Tal vez debería soltar esto al viejo idiota canoso para ver qué le parece.
Mientras tanto, doy gracias por disponer de un espacio lejos de Belladonna y de mamá. Aquí, en esta mesa, tengo lo mejor de ambos mundos. Puedo estar con gente sin tener que relacionarme con ella. La apariencia de una relación sin ninguna de sus exigencias.
No es algo que suene demasiado saludable emocionalmente, como estoy segura de que el psiquiatra se apresuraría a señalar, pero se supone que tengo que ser sincera y no limitarme a intentar quedar bien (¿delante de quién?). Y lo cierto es que, después del fiasco con Charles Chase, no tengo el menor deseo de tener ninguna clase de relación en este momento.
¿Fue un fiasco? No dejo de hacerme esta pregunta. ¿Tenía algún propósito, aparte del evidente, que era permitirme disfrutar un rato de la ilusión efímera de que sigo siendo atractiva y apetecible?
No me ha llamado. Yo intenté llamarlo unas cuantas veces al móvil, pero no me descolgó. No le dejé ningún mensaje.
No acabo de descifrar si realmente lo extraño o si sólo extraño la idea de estar con él. La idea de alguien que pudiera sacarme de la letárgica de un universo egocéntrico para preocuparse de si estaba viva. De si era feliz o no.
Una o dos veces, pasé con el coche por delante de la cabaña del canal pero no vi señales de vida. He llegado a la conclusión de que regresó con su esposa, y en mis mejores momentos le deseo lo mejor y espero que haya podido solucionar las cosas. En mis días menos nobles, me gustaría sentir el consuelo de un contacto humano. Una piel. La suya, o la de cualquier otro, en realidad…
—¿Quieres más café, Peach?
Cerré el diario de golpe y me puse en posición de firmes. El corazón me latía como un loco. Era aquella mujer, la del cabello entrecano y la expresión cansada en los ojos. Estaba bastante segura de que era la propietaria del local. Por lo menos, siempre estaba; ella y el corpulento hombre negro cuyo nombre parecía ser Scratch.
Y me había llamado por mi nombre.
—¿Perdón? —mascullé.
Me mostró la cafetera.
—Te pregunte si querías más café —respondió.
—Oh, sí. Gracias. —Empuje la taza hacia el borde de la mesa—. ¿Nos conocemos?
—Esto es Chulahatchie, cariño. Todo el mundo se conoce —aseguró, sonriendo de oreja a oreja—. Para ser más exactos, todo el mundo te conoce. Eres lo más parecido que tenemos a un famoso y…
Me vio algo en la cara, algo que no estaba ocultando demasiado bien, y se detuvo en seco.
—Perdona —se excusó—. Soy Dell Haley. La dueña de este local. —Sonrió de nuevo—. Bueno, técnicamente la propietaria es el Chulahatchie Savings and Loan, y yo se lo arriendo. Pero sigue siendo mío siempre y cuando vaya pagando.
—Encantada de conocerte, Dell —comente con la mano extendida. Dell dejó la cafetera, se limpió la mano en el delantal y me la estrechó.
—Yo ya estaba casada cuando tú empezaste la secundaria —comentó—, pero me imagino que recordaras a Boone Atkins.
Boone se levantó de la mesa para acercarse a mí, y lo único que pude pensar fue: «¡Vaya!».
—Hola, Peach —dijo—. Bienvenida a casa.
Se recostó en la mesa situada junto a Dell y se quedó allí plantado con una elegancia relajada y natural. Note que una pequeña sacudida eléctrica me oprimía el corazón cuando puso la mano en el hombro de Dell como si el gesto fuera tan habitual que no se daba cuenta de que lo hacía.
¿Podría ser que estuvieran…?
No, no era posible. Ella tenía que ser diez años mayor que él.
—Debes de tener un retrato de Dorian Gray escondido en el armario —le comenté—. Estás exactamente igual.
—Lo mismo digo, Peach —aseguró—. Me alegro de verte.
Era mentira, claro. ¡Pero qué mentira tan delicada y compasiva! Estaba allí sentada, con unos veinte kilos de más, unos vaqueros, una camiseta sin mangas andrajosa de la Universidad de Misisipí y la cara lavada, sin pizca de maquillaje. Hecha unos zorros, vaya.
Charlamos, comentamos unas cuantas banalidades y se marchó. Pero no me lo podía quitar de la cabeza, allí de pie, mirándome con aquellos ojos espléndidos, trayéndome a la memoria uno de los recuerdos más dulces y más amargos de mi adolescencia.
Dios mío, ¿cómo podría olvidarlo? Boone Atkins, un chico bondadoso y guapísimo, el único además de Jay-Jay que me trató como si fuera una persona de verdad, de cuerpo y alma. Claro que recordaba a Boone. Boone fue quien me salvó. Y ni siquiera llegó a saberlo.
A mitad de curso trasladaron al padre de Jay-Jay Dickens a Oklahoma. O, por lo menos, eso es lo que él dijo a la gente. La verdad, que sólo sabíamos Lorene y yo, era que su padre se había quedado sin trabajo y no podía mantener a su familia, por lo que se iban al oeste para vivir con unos tíos del señor Dickens, en Enid.
Lorene y yo vimos cómo cargaban sus pertenencias en la camioneta del padre de Jay-Jay hasta que nos recordaron las familias que emigraban de las Grandes Llanuras en los años treinta o los Clampett, de la serie de los sesenta titulada Los nuevos ricos, cuando se dirigían a Beverly Hills después de encontrar petróleo en sus tierras, en la zona rural del país. Lo único que faltaba era la mecedora de la abuela en lo alto del montón de cosas.
Nos despedimos y nos fuimos al anochecer.
La mañana siguiente el rumor corrió por el instituto como la llamada «bacteria carnívora»: el padre de Jay-Jay se había suicidado. Se había puesto el cañón de una escopeta del calibre doce en la boca y se había disparado una bala en la cabeza apretando el gatillo con el dedo gordo del pie.
Sin decir una palabra a nadie, Lorene y yo salimos de clase pitando para ir a casa de Jay-Jay. El coche del sheriff se marchaba justo cuando nosotras llegamos.
—Entonces es cierto —dije, aunque la cara de Jay-Jay no dejaba lugar a dudas.
Asintió con la cabeza. Tenía la mirada vacía, como desenfocada.
—¿Qué vais a hacer ahora? —Era una pregunta estúpida, pero tenía que llenar los espacios vacíos de algún modo para intentar acercarme más a él, para intentar sacarlo de su aturdimiento.
—Supongo que iremos a Enid —aseguró, encogiéndose de hombros—. De todos modos, no podemos quedarnos aquí.
Abrí la boca para rebatirlo, pero me di cuenta de que tenía razón. Para empezar, la semana siguiente un nuevo inquilino se iba a instalar en su casita de alquiler. Y, sobre todo, quedarse en Chulahatchie significaría vivir para siempre con la vergüenza y el escándalo del suicidio de su padre.
Tres días después, estábamos en la orilla del Tombigbee observando cómo las cenizas del señor Dickens flotaban río abajo en la superficie del agua amarronada, avanzaban por el recodo y se perdían de vista. La señora Dickens, pálida y demacrada, se sentó al volante de la camioneta y se despidió con la mano como una autómata. Jay-Jay también nos saludó con la mano desde el asiento del copiloto, con la mandíbula tensa y los ojos entrecerrados de determinación. Pero no lloró. Tenía que ser fuerte. Tenía que cuidar de su madre. Se lo decía su padre en la nota que le había dejado; la misma nota en la que le explicaba lo del seguro de vida y que con eso no tendrían que preocuparse nunca más de nada.
Jay-Jay Dickens tenía catorce años el día que se convirtió en un hombre.
Su padre jamás supo que el seguro de vida había quedado rescindido en cuanto lo habían despedido. Ni que no cubría el suicidio.
Volví al instituto el día después de que Jay-Jay se fuera. Todo el mundo hablaba de ello, y todo el mundo sabía que yo era amiga de Jay-Jay. Así que vinieron a preguntarme los detalles escabrosos: ¿había visto el cadáver? ¿Había sangre por todas partes? ¿Quién lo había encontrado muerto? ¿Había sido Jay-Jay?
Me rodearon como una bandada de perros de caza que han olido sangre. Gruñendo, cerrando la mandíbula de golpe, cada vez más cerca.
—Dejadla en paz.
La voz, tranquila, baja y segura, los acalló como si se hubieran quedado mudos de golpe. Boone Atkins los miró con desdén a todos. Los hizo callar y los esparció como si fueran paja arrojada al viento. Me tomó la mano y me llevó a un aula vacía, donde nos saltamos la tercera clase y estuvimos sentados más de una hora sin decir nada. Cuando me eché a llorar, me sujetó la mano y habló conmigo para intentar que no me sintiera triste.
Con Boone no tenía que ser nadie especial. No tenía que fingir ni hacerme la reina de belleza ni contener las lágrimas para evitar que se me enrojecieran los ojos y me goteara la nariz.
Podía ser yo misma.
No creo que le agradeciera nunca aquel regalo.