Capítulo 11

La primavera llegó y se marchó, y cuando nos adentramos en el mes de junio, estuvo claro que nos esperaba uno de los habituales veranos asfixiantes de Misisipí. De la clase que no había extrañado nada desde que me había trasladado al clima más templado de las Montañas Azules.

Mi madre no estaba nada contenta con mi recién adquirida emancipación. Aunque tampoco había esperado que lo estuviera, claro. Había dejado de maquillarme y había empezado a vagar por la ciudad con unos viejos shorts vaqueros y unas camisetas del año catapún. Con el aspecto, en palabras de mamá, de una hippy de mediana edad con unas sandalias que le dejaban los dedos de los pies al descubierto pero, que Dios nos proteja, no llevaba las uñas pintadas.

—Por el amor de Dios, Priscilla —dijo mamá—, ¿qué te costaría arreglarte un poquito? Aunque sólo fuera una pizca de lápiz de labios. ¿No te importa lo que pueda pensar la gente?

La verdad era que no. Por primera vez en mi vida, no me preocupaba mi aspecto, mi imagen, ni la aprobación o desaprobación de los demás. Y era algo increíblemente liberador.

—¿Qué más da? —pregunté—. De todos modos, nadie me reconoce.

—Eso es una verdad como un templo —murmuró mamá entre dientes.

Se marchó al club de bridge sin decir otra palabra, pero sabía lo que estaba pensando. Yo era Priscilla Rondell, la niña bonita de Chulahatchie, le preciosa chiquilla que, al crecer, se había convertido en la Reina de la Soja, en Miss Universidad de Misisipí y en la tercera clasificada en el concurso de Miss Misisipí. Además de eso, era una Bell, de los Bell de Tennessee, y una mujer Bell se dejaría ver en público desnuda como Lady Godiva antes que sin el maquillaje y el peinado intactos.

Cuando cerró la puerta al salir, solté el aire, aliviada. Había sobrevivido estos meses manteniéndome a distancia de mamá, y ella de mí. Habíamos declarado una tregua incómoda: yo no tenía ningún otro sitio donde ir y ella no tenía a nadie más a quien criticar.

Mamá y yo: el encaje perfecto de dos neurosis. Cada mañana nos dedicamos cada una a lo suyo y cada noche nos sentamos para cenar e intercambiamos golpes.

O eso me gustaría pensar, si pudiera reescribir la historia a mi conveniencia. Se acerca más a la realidad decir que ella golpea y yo pongo la otra mejilla. Como siempre he hecho.

¿Por qué no puedo defenderme? Llevar shorts y camisetas no es exactamente lo que se dice adoptar una actitud firme. Es simplemente tocarle las narices. La irrita sobremanera, y por eso lo hago, porque lo sé. Pero eso no me hace ser más adulta, ni hace que nuestro trato sea más entre iguales, como implicaría decir que intercambiamos golpes.

¿Cómo he llegado a esto? ¿De dónde sale esta costumbre de ser sumisa? No es algo propio de mí, o por lo menos no me parece propio de mí. Y, sin embargo, cuando reviso mis relaciones, no sólo con mamá sino con todo el mundo que tengo cerca, no puedo negar que me he pasado la vida intentando complacer a los demás.

Intentándolo, y fracasando.

Intentándolo con más ahínco, y fracasando más estrepitosamente todavía.

Éste era exactamente el tipo de introspección que el viejo idiota de mi psicoterapeuta había esperado, exactamente el que aplaudiría. Así que me negué, obstinadamente, a darle la satisfacción. Durante nuestra sesión telefónica semanal, carraspeé, vacilé y mascullé cuando me preguntó qué estaba descubriendo, y le escuché hablar y hablar sobre lo importante que era para mí aprovechar al máximo este tiempo. Estuvo once minutos seguidos soltándome el rollo sin prácticamente detenerse para respirar.

Lo cronometré y, después, se lo deduje del importe del cheque.

Llevaba meses aferrándome con uñas y dientes al borde del precipicio. Había pasado así toda la primavera y el verano, y ya estaba cansada y harta de todo. Cansada y harta de pasarme todo el santo día con mamá, sin hacer nada. Cansada y harta de oír lo mucho que la decepcionaba. Cansada y harta de sentirme como una fracasada sin esperanza ni perspectivas.

Cansada y harta de estar cansada y harta.

«Necesito que pase algo —escribí en mi diario—. Algo. Lo que sea».

Y entonces pasó algo.