Mañana.
Siempre creemos que podemos solucionar las cosas mañana, hasta que el nuevo día amanece portando malas noticias. Hasta que se presenta con un inesperado cambio de rumbo que desbarata todas las ideas preconcebidas que tenías sobre cómo iban a ir las cosas.
El mañana no existe. Sólo el presente. Sólo el momento actual.
«Vivir el presente» podría parecer un objetivo que vale la pena perseguir, pero sólo si vale la pena vivirlo.
Es hora de que haya un cambio. Es hora de que Dios, el universo, o alguien me dé un respiro. No quiero vivir más de este modo.
Eché un vistazo a las palabras y me sentí como si las hubiera escrito otra persona.
No quiero vivir más de este modo.
Éstas fueron las palabras exactas que Charles Chase usó ayer por la noche cuando rompió conmigo. Dijo que regresaba con su esposa para intentar solucionar las cosas con ella. Yo le había ayudado a verse a sí mismo cómo era, le había ayudado a ser mejor hombre y siempre me estaría agradecido por ello.
Y por fin había pronunciado la palabra «amor». Sólo que no para referirse a mí.
¿Era así como estaba destinada a ser mi vida? ¿Cuarenta y cinco años, sola, una antigua reina de belleza echada a perder y de capa caída, abandonada por quienes habían afirmado amarla, o por lo menos quererla?
No quiero vivir más de este modo.
Leí la frase una y otra vez, impulsada por aquella molesta certeza que se tiene tras años de psicoterapia; la certeza de que algo que había leído, oído o sacado de contexto era exactamente la información que necesitaba, si podía encontrar la forma de aplicarla.
Me imaginaba a mi psicoterapeuta mirándome por encima de las gafas, sonriendo, ansioso. Esperando el momento de revelación que diera validez a su existencia y me cambiara para siempre.
Observé la frase hasta que me escocieron los ojos, como si las palabras pudieran de repente moverse y transformarse en algo distinto, como si fuera un mensaje cifrado que contuviera todas las respuestas del universo. Pero no se abrió ninguna puerta al mundo sobrenatural. No hubo ninguna magia. Sólo tinta azul en una página blanca con una letra pulcra y regular.
Sin ningún toque previo, la puerta de mi habitación se abrió sin avisar. Cerré el diario de golpe y alcé la vista. Mamá, vestida de punto en blanco con un traje de chaqueta de lino blanco y una blusa de seda color lavanda, me recorrió arriba y abajo con una mirada durísima.
—El oficio empieza en treinta minutos —anunció.
¿Oficio? No tenía ni idea de lo que estaba hablando. Y entonces caí en la cuenta. Domingo. Era domingo, y mamá esperaba que fuera a la iglesia con ella.
¡Dios mío! Me levanté y me pasé una mano por el pelo. Por un breve instante me planteé la posibilidad de hacer exactamente lo que mamá esperaba que hiciera: apresurarme a arreglarme, vestirme de domingo…
«No quiero vivir más de este modo».
Volví a sentarme en la cama.
—Gracias, mamá, pero creo que hoy pasaré de ir a la iglesia.
Se me quedó mirando como si, de repente, tuviera dos cabezas.
—¿Perdona? —preguntó.
—Prefiero quedarme en casa, prepararme el desayuno, sentarme en la veranda. Escribir un poco en el diario. —Alcé el cuadernito de piel marrón para que lo viera.
—Mira, jovencita…
—Mamá, esta mañana no quiero ir a la iglesia. Y ya puestas, tampoco sé por qué quieres ir tú. Me has dicho un centenar de veces lo mucho que desprecias al nuevo pastor.
Eso no viene al caso.
—¿No?
—No —aseguró mamá—. Se va a la iglesia porque es lo correcto.
Quise preguntarle para quién era lo correcto. Pero lo dejé correr, y cuando se dio cuenta de que no iba a cambiar de opinión sobre el tema, me dejó con mi pecado y se fue a rezar sin mí.
Preparé café, saqué el diario a la veranda trasera y empecé a reflexionar sobre la religión.
Mamá está equivocada. O vive engañada.
Puede que para ciertas personas ir a la iglesia sea cuestión de hacer lo correcto. Pero para otras se trata de fingir ser correctas.
Todos los sureños afirman ser cristianos. Pueden usar cañones de agua para dispersar una manifestación a favor de los derechos civiles o pasarse el sábado por la noche cubiertos con una sábana blanca, bebiendo alcohol de maíz y prendiendo fuego a cruces en el jardín delantero de los líderes de las comunidades negra y judía, pero cuando llega el domingo por la mañana, se engalanan con sus mejores prendas para calentar el banco de la familia y cantar góspel en la iglesia.
En el sur, ser cristiano y asistir regularmente a la iglesia es una declaración importante de tus valores. No puedes ser elegido para el cargo más simple, y mucho menos para ser alcalde, senador o gobernador, sin tener por lo menos una fotografía en los peldaños de una iglesia, sujetando en una mano una gran Biblia negra y rodeando con el otro brazo a tu sonriente esposa y a tus también sonrientes hijos. No viene al caso si nunca abres esa Biblia o si pasas olímpicamente de sus enseñanzas. No importa que seas un ateo convencido siempre y cuando seas un cristiano practicante. Lo que cuenta es la imagen.
Me quedé mirando la página, preguntándome de dónde había salido tanto cinismo. Creía en Dios, rezaba de vez en cuando y me gustaba mucho Jesús. Por lo menos, el Jesús humano y terrenal que vagaba por las páginas de los evangelios predicando amor, curando a la gente, tocando a los leprosos y aceptando a los marginados. Tenía que admitir que no me importaba demasiado el otro Jesús, el crítico que hoy en día parecía estar suspendido sobre los púlpitos conservadores, separando las ovejas de las cabras y asegurándose de que sólo la gente correcta pasara por la entrada estrecha de la que habla san Mateo.
Ahora mismo me iría bien una buena dosis del primer Jesús. Alguien, quien fuera, que me viera tal como soy, que me quisiera y me aceptara incondicionalmente, sin críticas, sin esperar una transformación increíble de mí.
Desde la calle Main, el tañido de las campanas del carillón se elevó por el aire matutino. La iglesia, metodista, tenía las campanas más melodiosas de Chulahatchie. Dejé el bolígrafo y escuché un rato aquella música góspel que me resultaba tan conocida como mi propio nombre: «Vuelve a casa, vuelve a casa… tú que estás cansado, vuelve a casa…».
Las notas de Softy and tenderly se me colaron en el alma y reavivaron un recuerdo que llevaba mucho tiempo enterrado en ella.
Vuelta a casa.
Un año, a finales de primavera, cuando yo debía de tener ocho o nueve años, hicimos un viaje a Tennessee para ir a la iglesia presbiteriana de Bell Cove, en el campo, cerca de Clarksville, para lo que mamá llamó una «vuelta a casa».
Pero el propósito de la «vuelta a casa» en Bell Cove era celebrar una reunión familiar del clan de los Bell más que asistir a la iglesia.
—Forma parte de tu legado, Priscilla —me dijo mamá con orgullo—. Ésta es nuestra iglesia.
Y al decir «nuestra iglesia» no se refería a que perteneciéramos a aquella congregación y asistiéramos a ella con mayor o menor regularidad. Los Bell de Tennessee no pertenecían a la iglesia; la iglesia les pertenecía. La iglesia presbiteriana de Bell Cove había sido literalmente propiedad de la familia Bell y de sus herederos hasta bien entrado el siglo XX.
Los primeros Bell habían construido ellos mismos el santuario en las tierras de la plantación de la familia, usando mano de obra esclava y ladrillos hechos a mano. Los Bell eran los propietarios del terreno y del edificio. Los Bell tomaban las decisiones sobre qué podía suceder entre las cuatro paredes de la iglesia, hasta la aprobación de cada nuevo pastor, y el voto que condenó a un desdichado organista al paro porque se sospechaba que era lo que mi abuela GiGi llamaba un invertido. Según ella, unos dedos «maricas» no podían tocar un órgano de los Bell.
La familia Bell, que incluía a mi trastarabuela y a sus hermanas, además de a GiGi y a sus primas, habían conservado la propiedad de la iglesia presbiteriana de Bell Cove hasta el último momento posible, cuando se terminó imponiendo la voluntad del Presbiterio Nacional. En 1935 se cedió finalmente el control del edificio, muy a regañadientes, al Presbiterio, no sin antes haber logrado que lo declararan Patrimonio Histórico Nacional y le hubieran colocado una placa enorme en homenaje a la familia Bell originaria y a su descendencia.
La primera vez que vi el viejo edificio religioso, cuando apenas era una niña, sentí un enorme orgullo. Un orgullo que pronto fue remplazado por la confusión. Era un edificio rectangular de ladrillos rojos, con un amplio porche delantero y columnas cuadradas de color blanco. Una iglesia sencilla y elegante, típicamente sureña, pero con una característica desconcertante. A cierta altura, donde podría haber habido la veranda de un primer piso, había un par de puertas estrechas pintadas de blanco. Sin escaleras ni ninguna forma de acceso. Sólo las puertas, cerradas a cal y canto.
Separé a mi padre del grupo y le pregunté para qué servían, y me explicó que tiempo atrás, la iglesia había tenido una terraza, derribada hacía muchos años, y unas escaleras exteriores que conducían hasta las puertas misteriosas.
—Por ahí es por donde los esclavos accedían a los oficios religiosos —dijo. Desde la terraza del exterior del edificio, sin acceso al santuario principal.
Lo dijo con orgullo, como si al permitir que los negros pudieran acceder de algún modo al edificio, los Bell hubieran dado algún tipo de impulso inicial a la defensa de los derechos civiles. Yo sólo atiné a pensar en el aspecto tan espeluznante que tenían las puertas, colgadas allá arriba, como si las hubieran linchado y dejado morir.
Ningún semblante negro acudió al oficio aquel domingo de nuestra vuelta a casa, aunque oí que unas cuantas de las señoras que charlaban mientras distribuían un banquete en las mesas situadas a la sombra de los árboles comentaban lo mucho que sus «chicas» habían trabajado toda la semana para preparar aquellas tartas y pasteles, y para cocinar el pollo y los guisos. Después de comer, mientras las mujeres cotilleaban y los hombres lanzaban herraduras, fui a dar una vuelta y bajé por la colina desde la parte posterior de la iglesia, donde estaba el cementerio que se remontaba a principios del siglo XIX.
Vi el apellido de mi familia en casi todas las tumbas: Claudia Stone Bell, que murió a los cuatro años de escarlatina. Ronald William Bell, del primer Regimiento de Tennessee, que combatió valientemente y murió a los veinte años debido a las heridas de guerra. Y a lo largo del perímetro, unas cuantas lápidas más pequeñas entre las malas hierbas: «Sassy y Marcus», «Brownie y Rooster Joe». Y una que me impactó como si me hubieran dado un fuerte puñetazo: «La pequeña Peach».
No sé cuánto rato me quedé allí plantada, mirando aquella piedra erosionada con sus tres sencillas palabras. No sé cuántas veces tuvo que llamarme mamá desde lo alto de la colina antes de que la oyera gritarme que el helado casero estaba a punto y que tendría que dejar de ser tan poco sociable e ir a jugar con mis primas.
Lo único que oía en medio de la brisa que susurraba entre los cedros que rodeaban el cementerio eran los ecos suaves de los espirituales negros que se elevaban hacia el cielo. Música de esclavos, la clase de canciones que Molly-Faith Johnston cantaba en la cocina de mi abuela mientras se dedicaba a sus quehaceres y despertaba en mi la sospecha de que podría estar relacionada con ella por la sangre además de por el corazón. Canciones de una fe que sabía, instintivamente, que era más profunda que la idea que mi madre tenía de la religión como medio de aceptación social. Canciones de esperanza. Canciones de libertad. Una música largo tiempo silenciada en la iglesia presbiteriana de Bell Cove por aquellas pequeñas y erosionadas lápidas en el cementerio.
Algún día aprendería esas canciones y las cantaría yo misma.
Algún día.
Mamá podría ser la que estaba sentada en el banco, pero creo que fui yo la que fue a la iglesia. Aquí, con mi pijama a rayas, en la veranda trasera, tomando café y escribiendo mi diario.
Hasta que lo escribí, no había recordado todo aquello sobre la iglesia presbiteriana de Bell Cove y su cementerio ni lo que sentí al ver mi nombre en la lápida de una niña esclava.
Al parecer, había olvidado muchas cosas. Volver a Belladonna me había removido los sentimientos y me había traído todo tipo de recuerdos a la cabeza. Recuerdos, sueños y anhelos que había ahogado, enterrado o perdido a lo largo del camino. Había vivido del modo que mamá esperaba para intentar complacerla, para intentar ser la persona que ella quería que fuera. Luego, me casé con Robert y simplemente adopté sus valores y sus expectativas.
Retrocedí unas cuantas páginas y releí las palabras que no comprendía:
No quiero vivir más de este modo.
Algo se tambaleó en mi interior, como un movimiento sísmico del corazón, un terremoto invisible, y por fin lo comprendí. Jamás me había emancipado. Ni de mamá. Ni de Robert. Ni de mi propia debilidad.
En cuarenta y cinco años, nunca había cantado aquellas canciones de libertad para mí. Ni una sola nota.
Y ya iba siendo hora.