Tampoco llevé nunca a casa a Charles Chase, pero por un motivo totalmente distinto.
En mejores circunstancias, Charles podría haber sido la clase de hombre que llevas a casa para presentárselo a tu madre. Era tierno, considerado y natural; estaba bien, pero no era lo bastante guapo como para levantar sospechas; y aunque casi no sabía nada de él, parecía un hombre bastante íntegro.
Pero no lo tenía claro.
La mayoría de veces nos encontrábamos en la cabaña del canal, cuya privacidad compensaba el ambiente que le faltaba.
Supuse que después de la separación de su mujer se había ido a vivir allí, pero podría estar equivocada. Nunca hablamos de ello.
Nunca hablamos de nada.
Nos limitábamos a… bueno, ya sabes.
Puede que sea por esto que a la gente le atrae la idea de tener aventuras. No hay complicaciones, ninguna de esas cosas cotidianas y aburridas que se inmiscuyen en la relación. Nada de calcetines tirados en el suelo, ni de rollos de papel higiénico acabados, ni de cestos de la ropa sucia ni de pantalones de gimnasia apestosos.
Sólo puro (o más bien impuro) sexo. El atolondramiento de un idilio sin la carga pesada de la realidad.
El problema es que a mí me gusta la realidad. A pesar del dolor que me ha ocasionado el rechazo de Robert, sigo deseando las cosas normales: la vida cotidiana compartida con otro ser humano, la conversación, los desafíos, la risa fácil, las bromas privadas, los recuerdos que construyen, uno a uno, una historia.
Quiero el compromiso.
Sólo que no lo quiero con Charles Chase.
Charles no tenía nada malo, excepto que era evidente que no quería tener una relación. Quería una aventura. De vez en cuando me llevaba a cenar a restaurantes sofisticados y caros en Tupelo y Tuscaloosa; sitios donde nadie nos reconocería. Me compraba flores y, una vez, me regaló un corazoncito de oro con su cadena. Me decía que era guapa, me abría las puertas y me trataba como si fuera una reina.
Pero jamás me dijo «te amo».
Amor.
Bueno, ése es un tema lo bastante importante como para que todos los psicoterapeutas del país naden en la abundancia. Especialmente si la paciente en cuestión ha sido educada para ser una dama sureña.
Descartemos de momento las imágenes apasionadas de la pantalla cinematográfica sobre la sexualidad de las mujeres sureñas: Natalie Wood, en Esplendor en la hierba, por ejemplo, o Elizabeth Taylor en La gata sobre el tejado de zinc. A las mujeres sureñas no se les enseña a disfrutar el sexo. Las mujeres sureñas son entrenadas para utilizar el sexo para conseguir y conservar el poder.
De acuerdo, lo admito: es una generalización. Es probable que algunas mujeres sureñas disfruten el sexo y tengan una vida íntima fructífera y satisfactoria con la pareja que han elegido o quienquiera que les apetezca. Pero las mujeres Bell, desde la trastarabuela Alberta hasta la actualidad, consideraban que copular era mucho más que un simple método de reproducción o un placer vespertino.
Todas las madres sureñas leían la misma biblia. El primer mandamiento es «Haz sentir orgullosa a tu madre». El segundo se derivaba del anterior: «Las buenas chicas no lo hacen».
Es una especie de principio para todo que puede aplicarse a diversas situaciones. Las buenas chicas no fuman, o si lo hacen, no lo hacen ostentosamente, en la calle ni en ningún otro sitio donde pueda verlas su pastor. Las buenas chicas no beben, o si lo hacen, piden una copa femenina como un dama rosa o un fuzzy navel, y siempre con moderación. Las buenas chicas no se emborrachan, o si lo hacen, lo hacen en la intimidad de su propio tocador, no en público.
Las buenas chicas no hacen muchas cosas. Pero, sobre todo, las buenas chicas no tienen relaciones prematrimoniales (o extramatrimoniales o no matrimoniales). Por otra parte, si tienen relaciones prematrimoniales, las buenas chicas no se quedan embarazadas. Y… si se quedan embarazadas, las buenas chicas no dejan que el cabrón que las preñó se vaya de rositas.
La forma en que una dama sureña aborda el sexo puede resultar muy confusa para una adolescente cuyas hormonas están empezando a reafirmarse. En cuanto yo iba a entrar en la pubertad, mamá empezó a intentar hablarme de «la vida».
Como si todavía no supiera de dónde venían los niños. Después de todo, mi mejor amiga, Lorene Clay, era la mayor de siete hermanos. Los dos menores habían nacido en casa, y Lorene había ayudado en el parto. Además, el dormitorio que Lorene compartía con dos de sus hermanas estaba separado del de sus padres por una pared delgadísima.
Lorene me contó que se quedaba despierta por la noche para oír cómo engendraban a su siguiente descendiente; un proceso salpicado de gemidos y gruñidos, y de repetidos «¡Dios mío!» (al parecer los Clay eran una familia muy religiosa), que culminaba con un crujido estremecedor de la vieja cama de hierro. Hasta les había visto hacerlo una vez el año que su padre estuvo en el paro, una tarde, cuando volvió a casa antes de hora de la escuela porque le dolía la tripa. Al parecer, se los había quedado mirando un buen rato, aterrada al ver aquella energía primaria, pero fascinada por la agilidad de su madre y la resistencia de su padre. Me había descrito el incidente con todo lujo de detalles.
No es extraño que mi madre no quisiera que me relacionara con la chusma blanca.
La charla sobre «la vida» que mamá tuvo conmigo omitió la mayoría de los aspectos destacados que había aprendido de Lorene Clay. Mamá me explicó lo que le estaba pasando a mi cuerpo («la maldición», como ella lo llamó) y que tendría que aguantar esta molestia todos los meses de mi vida hasta que fuera realmente mayor, puede que hasta los cuarenta o cincuenta años, y que entonces desaparecería. Mientras tanto, mientras tuviera esa «visita» mensual podría tener un hijo.
Una mujer era madre, según me contó mamá, cuando su marido «disfrutaba de ella». Sin usar ni una sola vez un término anatómicamente correcto, me dio la información básica sobre cómo esto sucedía. Pero el mensaje más importante que quería transmitirme era cómo una dama sureña manejaba esta anomalía, este extraño ritual del aparejamiento humano.
En primer lugar, mamá hizo especial hincapié en que una dama sureña nunca, jamás, lo hace hasta que no está casada. Dijo algo sobre comprar una vaca y dar la leche gratis. No comprendí la analogía bovina, pero sabía que no me estaba diciendo la verdad. Desde la trastarabuela Alberta, las mujeres Bell lo han hecho antes del matrimonio. GiGi me lo contó, o por lo menos me lo dio a entender. Si no, ¿cómo habría podido presionar Alberta a Adolphus Bell para obligarlo a casarse con ella?
En segundo lugar, mamá aseguró que una vez está casada, una dama sureña sólo lo hace con su marido, y a iniciativa de él. Lo llamó «obligación conyugal», lo que me dejó con la impresión de que las relaciones sexuales eran algo así como fregar el suelo de la cocina, es decir, algo que no figura en un lugar nada alto en la lista de actividades que apetecen a una mujer, pero necesario para el mantenimiento de un buen hogar. Algo que hacías una vez a la semana tanto si era necesario como si no.
Cuando estuvo convencida de que había comprendido los puntos básicos, mamá empezó a soltarme una diatriba titulada «Lo que quieren los hombres». Esta diatriba trataba sólo superficialmente la cuestión de la libido masculina; era, básicamente, un manual básico sobre cómo un dama sureña debía controlar el falo.
—Los hombres tienen ciertas necesidades, Priscilla —me dijo mi madre—. Necesidades que les inducen a querer… bueno, lo que quieren. Nosotras, las mujeres, somos más juiciosas, y si es inteligente, una auténtica dama sureña utiliza este poder de contención en lo que a la intimidad física se refiere.
Traducción: cuando tienes a un hombre cogido por las joyas de la familia, puedes conseguir prácticamente todo lo que desees.
Mi madre no lo sabía, pero yo ya había visto este principio en acción. Había observado, en ciertas ocasiones, sus sutiles intercambios con mi padre. Me había fijado cómo rechazaba sus insinuaciones románticas con una palabra o una mirada de desdén, y cómo cambiaba totalmente de actitud y le doraba la píldora cuando quería algo de él. Este vals de rechazo y deseo era una danza delicada. La seducción, incluso dentro de los vínculos sagrados del matrimonio, era el medio más efectivo que tenía una mujer de ejercer el control.
Y «control», especialmente en las cuestiones sexuales, era la palabra clave para una dama sureña.
—Es la chica quien tiene que decir «no» —recalcó mamá—. No puedes contar con que un chico, ni siquiera un chico sureño educado como es debido, se comporte como un caballero. La chica tiene que establecer los límites y mantenerlos.
Aún siendo adolescente fui consciente, aunque vagamente, de lo injusto que era a todas luces este sistema; injusto tanto para el chico como para la chica. Por otra parte, la chica era la encargada de «establecer los límites», según palabras de mamá, con lo que asumía siempre la responsabilidad de conservar la virginidad. Pero, al mismo tiempo, podía utilizar todas las artimañas sexuales que tuviera a su alcance para lograr que un chico la deseara, para luego frenarlo y dejarlo frustrado hasta el punto de que accediera a todos sus caprichos. El máximo capricho, por supuesto, era recorrer el pasillo de la iglesia.
Una vez celebrado el matrimonio, sin embargo, las normas del juego cambiaban. La chica podía ahora decir que sí. De hecho, estaba obligada a decir que sí. Se esperaba de ella que la noche de bodas abandonara todos los años de contención y de condicionamiento y se entregara al novio con los brazos abiertos, que sacrificara su virginidad en aras de la obligación conyugal. Pero no debía esperar gozar de su recién ganada libertad, sino que se le enseñaba a quedarse tumbada y dejar que él «disfrutara de ella» a su costa. Su premio de consolación por este gesto de generosidad era un diamante, a poder ser mayor de lo que el hombre se pudiera permitir, una casa, un coche, unos ingresos regulares, quizás uno o dos hijos, y un círculo social totalmente nuevo de amigas que estaban felizmente casadas.
Antes de la boda, según mi madre, una dama sureña negaba el máximo favor sexual a cambio de una alianza de oro; en resumen, se conservaba casta para que la persiguieran. Después de que un soltero cotizado «la persiguiera hasta que ella lo pescaba», intercambiaba el «acto» por otros bienes y servicios.
A mí me sonaba de lo más horrible: una prostitución encubierta, santificada ante el altar y disfrazada bajo un vestido de encaje con aljófares. No quería tener nada que ver con algo así. Jamás.
Pero, naturalmente, no se lo dije a mi madre. Para una dama sureña, sólo había una cosa peor que tener una hija promiscua: tener una hija soltera. Si tu hija se quedaba embarazada, podías explicar a tus amigos que un sinvergüenza embaucador se había aprovechado de la pobre muchacha. O, si el chico en cuestión era socialmente aceptable para casarla con él, podías apresurarte a organizar una boda rápida antes de que fuera demasiado tarde para el vestido blanco. Podías derramar unas lágrimas felices de cocodrilo durante la ceremonia, como si tus amigos no supieran la verdad. Y después podías jactarte de tu increíble buena suerte cuando tu nieto «prematuro» de tres kilos y medio llegara al mundo seis meses después.
Pero no podías, en ningún caso, aducir un motivo que justificara que tu hija eligiera quedarse soltera, dedicarse a su carrera profesional y vivir por su cuenta. Que tu hija se negara a jugar el juego siguiendo norma alguna. La virginidad era un premio que había que salvaguardar, pero sólo hasta cierto punto. Más allá de él, bueno, la gente podría empezar a murmurar. Y si llegaba a susurrar a sus espaldas la palabra que empieza por «l», lo mejor que podía hacer la pobre madre era cortarse las venas para poner fin a su sufrimiento.
Mamá nunca lo dijo abiertamente, pero me dejó perfectamente claro que mi responsabilidad como dama sureña era decir primero que no, decir después «sí, quiero» y decir finalmente que sí. Dentro de los límites de lo razonable, claro, y cuando me conviniera para alcanzar mis propósitos.
Las buenas chicas no lo hacían. A no ser que tuvieran algo que ganar.
«A no ser que tuvieran algo que ganar…».
Eso fue exactamente lo que me enseñaron, aunque mamá jamás lo habría admitido, ni en un millón de años.
La pregunta era, pues, qué esperaba ganar con Charles Chase. Era una mujer adulta, capaz de tomar sus propias decisiones, que ya no se guiaba por las expectativas de los demás. ¿Qué sacaba de esta aventura con Charles que me hacía seguir volviendo a él una y otra vez?
No era amor, eso seguro. Él evitaba deliberadamente utilizar la palabra, quizás intentando, sin motivo alguno, no ilusionarme. Tampoco era el sexo porque aunque soy bastante capaz de disfrutar la experiencia, también soy lo bastante mayor, y espero que lo suficientemente inteligente, como para darme cuenta de que la intimidad física es sólo un pequeño componente del conjunto de una relación.
No, era otra cosa. Algo que no sabía definir.
O algo que no quería definir.
Ahí estaba de nuevo el viejo idiota canoso, soplándome al oído: «Ya posees toda la información que necesitas. La has interiorizado. Conoces la respuesta. Búscala. Encuéntrala. Deja que salga a la superficie de tu conciencia».
A lo mejor tenía razón. A lo mejor la verdad estaba oculta en algún lugar de mí mente. Pero no iba a sacarla a la luz ahora. Estaba exhausta, y todavía me tenía que arreglar para la cita que tenía con Charles a las siete.
Seguiría el ejemplo de Scarlett y pensaría en todo esto mañana.
Después de todo, mañana será otro día.