Lo estoy escribiendo todo en mi diario. Todos los recuerdos, todos los detalles de aquellos días de mi infancia con mamá y con GiGi en los que intentaron amoldarme a la imagen de la perfecta dama sureña y a prepararme para mi debut en el mundo de los concursos de belleza. Todos los sentimientos, todas las contradicciones. Páginas y páginas. Secuencias inéditas, sin editar, de mi educación, de mi renuente transformación de ángel que calzaba unas botas robadas en Reina de la Soja y Miss Universidad de Misisipí.
Por más que deteste admitirlo, puede que mi psicoterapeuta tuviera razón. Volver a casa para revivir los recuerdos familiares de mi infancia, como mamá, Belladonna o el mismo Chulahatchie, me trae a la memoria toda clase de cosas que creía que había olvidado para siempre. Dios sabe que no son recuerdos forzosamente felices, pero es lo que tiene ser un estereotipo psiquiátrico.
Me encantaría creer que la capacidad de aprender de las experiencias vividas aparece de forma innata e inevitable con la edad, como las hemorroides, las canas y las manchas de la vejez. Haría que todo este proceso fuera muchísimo más fácil. No tendría que esforzarme tanto; sólo tendría que esperar. Pero entonces miro a mamá y me doy cuenta de que si la sabiduría se obtiene automáticamente con la edad, ella tiene que haber encontrado la fuente de la inmadurez hacia los seis años, porque todavía sigue creyendo que el mundo gira a su alrededor.
Como mi psiquiatra me recuerda constantemente, no puedo controlar las elecciones de los demás. Sólo puedo elegir cómo reacciono ante ellas. Estoy intentando aprender a ser un termostato antes que un termómetro, pero incluso cuando llevas tu propio clima contigo, las madres saben cómo cambiar la previsión meteorológica y provocar tormentas sin avisar.
Como hoy.
—Priscilla —dijo mamá—. Me gustaría hablar contigo
Abrí los ojos de golpe, busqué a tientas el reloj de la mesita de noche, y miré qué hora era. Las siete menos cuarto. De la mañana.
Durante todo el tiempo que duraron mis dieciocho años de encarcelamiento bajo el techo de mamá, jamás necesité despertador. Cada bendita mañana de mi vida, se acercaba a la puerta de mi cuarto y me despertaba, normalmente dispuesta a soltarme alguna crítica que ya llevaba preparada, como si fuera un pecado mortal perder un solo segundo del día sin intentar corregir mi proceder descarriado.
—Por Dios —gruñí—. Dame un respiro, por favor. Ayer noche llegué tarde.
—Precisamente —respondió—. El desayuno se servirá en la veranda en quince minutos.
Café. Si no iba a dejarme dormir, necesitaba café. Quizá con un chorrito de alcohol para la resaca. Me levanté y me arrastré escaleras abajo, descalza, todavía con el pijama de rayas de algodón puesto.
Sabía que mamá tendría algo que decir sobre el pijama. No soporta esta prenda de ropa; no sólo este pijama concreto, sino ninguno. Insiste en que ninguna dama que se precie llevaría uno, y pone su colección de camisones y saltos de cama de raso a juego como ejemplo de la ropa de dormir adecuada. Hasta tiene zapatillas con una borlita que combinan con ellos.
Sospecho que está conectada con el fantasma de Loretta Young, pero no me atrevería a decirlo en voz alta.
El aroma a café y a beicon me llevó hacia la parte trasera de la casa, y me desvié hacia la cocina, donde la «chica» de mamá, Matilda, estaba delante de los fogones. Tildy, tal como la llamábamos, era una mujer de sesenta y tres años y algo más de metro noventa de altura, delgada como un fideo, que tenía el pelo ondulado lleno de canas, una espléndida piel morena y unos enormes pies planos. En cuanto me vio, apartó la sartén del fuego, la dejó a un lado y se secó las manos en el delantal.
—Hola, mi niña. —Tildy abrió los brazos y me dio un achuchón huesudo con el que me presionó toda la cabeza contra su pecho. Podía oír cómo le latía el corazón en la caja torácica tan nítidamente como si lo estuviera escuchando a través de un estetoscopio. Fuerte, regular y fiable, como la misma Matilda.
Olía a beicon y a magnolias. Tomé mentalmente nota de la interesante yuxtaposición para poder detallarla después en mi diario. Podría tratarse simplemente del lavavajillas con fragancia de limón, pero me gustaba muchísimo más la idea de las magnolias.
—¿Cómo está mi dulce Peach? —preguntó—. ¿Y cómo es que no hemos tenido tiempo de hablar desde que volviste a casa?
—Ya sabes cómo me va. Mamá te lo cuenta todo.
—Supongo que sí. —Tildy sonrió—. Me sabe muy mal lo de Robert y tú.
Noté que los ojos se me llenaban de lágrimas y pestañeé para contenerlas.
—Estoy bien —aseguré.
—No lo estás —me contradijo—. Pero lo estarás. Tienes huevos.
—¿Tengo huevos? —dije con una carcajada—. Bueno, eso espero. Si son los que tú preparas para desayunar, quiero decir.
Tildy sacudió la cabeza, resignada.
—Revueltos con un poco de cebolleta, como a ti te gustan. Me imagino que querrás sémola de maíz con queso. En el horno hay galletas recién hechas.
—Perfecto —dije—. Después charlaremos. Tengo que tomar un café y enfrentarme al dragón.
—¿Está tu madre furiosa contigo por algo?
—¿Todavía respira? —pregunté, encogiéndome de hombros.
Tildy se rió como una niña pequeña y agachó la cabeza.
—¡Qué mala eres! Eres realmente mala.
—Puede que sí. Pero, por lo que veo, no me contradices.
Tildy me ahuyentó de la cocina hacia la veranda trasera, donde mamá me estaba esperando.
Como Belladonna está orientada al este, hacia la luz matutina, la veranda trasera está en la sombra y se mantiene fresca hasta media tarde incluso en pleno verano. Mamá estaba sentada a la mesa de mimbre blanco totalmente maquillada, luciendo un camisón lavanda suelto, su correspondiente salto de cama y unas zapatillas a juego, puesta como si realmente se creyera una estrella cinematográfica susceptible de ser fotografiada en cualquier momento.
A esta hora de la mañana, el suelo de ladrillos estaba frío para ir descalza. Me serví una taza humeante de la cafetera que había en el aparador, me senté y escondí los pies bajo el trasero. Un vistazo al semblante de mamá y deseé poder ocultarme toda yo con la misma facilidad.
Mamá no se había guardado un pensamiento para sí misma en toda su vida, por lo menos en lo que a su familia se refería. En público, podía mostrarse gentil en todo momento y conservar una apariencia propia de una dama tanto si estaba aburrida como una ostra como si le hervía la sangre.
Pero con nosotros, aun cuando tuviera la boca cerrada, que no era nada a menudo, su cara reflejaba todo lo que le pasaba por la cabeza. Esta mañana tenía aquella expresión tan suya con el rostro demacrado y contraído con la que mostraba su desaprobación. Estoy segura de que si pudiera verse en el espejo y se diera cuenta de la clase de arrugas que le salían al ponerla, jamás llegaría a reponerse.
Sorbí el café y esperé. Ella también esperó. La tensión entre ambas se fue estirando como el caramelo hilado, y cuando estaba a punto de romperse, las dos hablamos a la vez:
—Priscilla, eres una mujer adulta y no es asunto mío, pero…
—Mira, mamá, soy una mujer adulta y no es asunto tuyo…
Si hubiera sido cualquier otra persona, nos habríamos echado a reír. Por lo menos estábamos de acuerdo en dos cosas: en que yo era una mujer adulta y en que mi vida no era asunto suyo.
Salvo por aquella inofensiva palabrita bisílaba: «pero».
«Pero» era la preposición que regía la vida de mi madre y estropeaba cualquier palabra de aliento que pudiera haber salido alguna vez de su boca.
«Estás preciosa, mi vida, pero…».
«Claro que me gusta tu novio, pero…».
«Naturalmente que quiero que seas feliz, pero…».
Nada ha sido jamás bastante bueno para ella. A los diez años, conseguí el papel de Glinda, la Bruja Buena, en la función escolar de El mago de Oz por encima de unas cuantas niñas que iban un par de cursos por delante de mí, pero ella estaba convencida de que tendría que haber sido Dorothy. Cuando pesaba cincuenta y cinco kilos, ella creía que podría soportar perder un par de kilos más. Después de que ganara el título de Reina de la Soja de Misisipí en la feria estatal, empezó a planear mi participación en el concurso de Miss Universidad de Misisipí antes de que la tiara perdiera su brillo. Y no hablemos de su reacción cuando sólo quedé tercera en el de Miss Misisipí
A pesar de toda una vida llena de ejemplos que demostraban lo contrario, creí ingenuamente que comprometerme con Robert, una estrella en alza entre los jóvenes profesores de la Universidad de Carolina del Norte en Asheville, podría ser suficiente para ella. Pero no. Le parecía que me habría ido mejor casándome con un doctor de verdad que con un simple doctor en filosofía.
—Al fin y al cabo —afirmó—, no es la clase de doctor que pueda ayudar de verdad a nadie.
De modo que ahí estaba de nuevo mamá, haciendo gala de sus «peros»: «No es asunto mío, pero…».
Suspiré y tomé un largo sorbo de café.
—¿Pero qué? —pregunté
—Sé que has estado saliendo con alguien; no lo niegues. Y sí, eres una mujer adulta que puede tomar sus propias decisiones, ¿pero no es un poco pronto para empezar otra relación? Todavía estás casada.
—Técnicamente —repliqué—. Estoy legalmente separada. Desde hace ya seis meses.
—Cinco —me corrigió—. Pero ésa no es la cuestión.
—De acuerdo, cinco meses y medio —dije—. ¿Cuál es la cuestión entonces?
—La cuestión es que Chulahatchie es una ciudad pequeña. Todo el mundo se conoce. Todo el mundo sabe lo que hacen los demás.
—La cuestión es que te preocupa lo que la gente pueda pensar de ti —concluí.
—Pues claro que sí —corroboró sin dudarlo ni un segundo—. Soy tu madre. A ver, ¿de quién se trata? ¿Es alguien como nosotros? ¿Estás siendo discreta?
Estaba loca. No le importaba si tenía relaciones extramatrimoniales. Lo único que le importaba era si las estaba teniendo con alguien que tuviera un buen apellido y un buen linaje familiar.
La clase adecuada de adúltero, la clase que habría hecho sentir orgullosa a una madre.
La gente adecuada. Gente como nosotros.
Una distinción más difícil de lo que cabría pensar.
Muchos forasteros creen, erróneamente, que la sociedad sureña se divide en dos categorías: los blancos y los negros. Sin duda, mi familia creía y defendía el principio de separación de las razas; como le gustaba decir a mi madre, las plumas y las aletas pertenecen a dos especies distintas. (Las confusiones sobre los mamíferos son un argumento habitual para defender el racismo en el sur).
Debo decir en mi favor que, aunque la tentación era inmensa, especialmente durante mis años adolescentes, logré evitar mencionar que hay mamíferos marinos y animales terrestres peludos que son ovíparos.
Además, el racismo no era realmente el quid de la cuestión. Cuando el movimiento a favor de los derechos civiles empezó a ejercer su inexorable influencia sobre todas las áreas de la vida sureña, descubrí, para mi sorpresa, que mi madre podía aceptar la presencia de una familia negra en la iglesia siempre y cuando sus miembros fueran guapos, educados, se expresaran bien y se parecieran a los Obama. Siempre y cuando el marido fuera médico o abogado y llevara trajes hechos a medida; siempre y cuando la mujer fuera esbelta, de piel clara y elegante; siempre y cuando los hijos (dos como máximo) se portaran bien y no llevaran la cabeza llena de rastas. Y, por supuesto, siempre y cuando los susodichos hijos no desearan salir ni casarse con los hijos de los blancos.
Prejuicio clasista. La convicción de que los cristianos inteligentes, reflexivos, dedicados a profesiones liberales no manuales deberían mantener cerrado su círculo social.
Esto era, desde luego, mucho más fácil antes de la aparición de la cultura igualitaria del siglo XX, con la que no siempre resulta fácil determinar quién es «gente adecuada» y quién no. Los negros, por lo general, no eran «gente adecuada», aunque se aceptaba que ocuparan su lugar en la sociedad, siempre y cuando supieran quedarse en él.
Los blancos eran un poco más difíciles de diferenciar, especialmente para un niño, incluso para una niña tan brillante como yo. Al fin y al cabo, el estado permitía a todo el mundo asistir a las escuelas públicas, fuera cual fuera su apellido o su legado. A menudo era cuestión de ir probando para descubrir qué amigos serían aceptables a ojos de mi madre.
A fuerza de errores, había aprendido que seguir mis instintos me hacía vulnerable a información que no era de fiar. Mi amiga Dorrie parecía cumplir todos los requisitos: era amable, cortés, respetuosa, inteligente y vestía ropa bonita; por lo menos llevaba colores y estampados que combinaban bien, lo que yo creía que lo decía todo si teníamos en cuenta la clase de conjuntos con que algunos de mis compañeros se presentaban a clase el primer año que fui a la escuela.
Pero como descubrí en el decepcionante desenlace de mi amistad con Dorrie, las apariencias engañan. Su familia no era de clase baja, ni mucho menos. Vivía a sólo unas manzanas de nosotros y era gente respetable y trabajadora. Pero no formaba del todo parte de nuestro círculo social. Si a ello le añadimos la discapacidad de Dorrie, que hacía que los demás se sintieran incómodos en su presencia, no había vuelta de hoja; mi madre jamás podría incluirla entre la «gente adecuada».
Poco a poco fui aprendiendo a distinguirla, y cuando llegué a la secundaria, podía detectar a la chusma blanca en cuestión de segundos. Los chicos que pertenecían a este grupo llevaban las uñas sucias, normalmente usaban malas construcciones gramaticales al hablar y llevaban la misma ropa todos los días. Los niños de clase obrera llevaban la misma ropa todas las semanas, iban en el autocar escolar y llevaban el almuerzo preparado de casa en bolsas de papel marrón a la cafetería. Los niños de clase media, en cuyo caso tanto el padre como la madre trabajaban, iban al colegio en bicicleta y tenían llave de su casa.
Ya lo creo que aprendí a distinguirlos. El problema era que no me importaba. Por más que quería complacer a mamá, hacerla sentir orgullosa, no dejaba de darle vueltas a la agobiante cuestión de la personalidad.
El colegio tenía la culpa. Ahí estaba yo, una Bell, de los Bell de Clarksville, rodeada de personas de todos los tipos y los orígenes imaginables. ¿Qué se suponía que tenía que pensar cuando conocía a una chica como Lorene Clay, de los barrios bajos, que era la más ingeniosa, divertida e inteligente de mi clase? ¿O a un chico como Jay-Jay Dickens, más pobre que una rata pero, aun así, un perfecto caballero, con alma de poeta, que defendió mi honor cuando un puñado de chicos con un buen apellido y un buen legado quisieron divertirse manoseándome en el pasillo entre clase y clase?
¿Cómo se suponía que tenía que reaccionar cuando la gente con la que conectaba, mental y sentimentalmente, no era la gente que haría sentirse orgullosa a mamá?
Después de que se fuera a la peluquería, escribí todo esto en mi diario. Otra pieza del puzle de lo que significaba ser una mujer Bell.
Mi madre siempre decía que «todo se lleva en la sangre». Pues no sé que llevaría yo en la mía, pero lo cierto es que no quería tener nada que ver con los Thornton, los Van Buren, los McKenna y todos los demás cretinos cuyos apellidos los convertían en la clase de compañía adecuada para una chica que llevaba el honorable apellido Bell. En cambio, había encontrado mi sitio entre la multitudinaria plebe, cuya gente corriente no tenía apellido, ni influencias, ni acceso a ningún club de campo; ningún punto a favor salvo la nobleza de su alma y la integridad de su corazón.
Así, en las horas gloriosas y liberadas que iban de las ocho a las tres, vivía rodeada de un círculo de amigos que me hacía reír, me hacía pensar y, en el fondo, me obligaba a aceptarme a mí misma gracias a la fuerza irresistible de su aceptación incondicional, sin clases de por medio.
Había aprendido la lección de la debacle con Dorrie Meacham, pero no el precepto que mi madre había pretendido enseñarme. No evitaba hacer amistad con personas como Lorene Clay y Jay-Jay Dickens. De hecho, me entregaba a ellas con una vulnerabilidad emocional impropia de una dama sureña. Dejaba a un lado el poder de mi apellido, les contaba mis secretos sin ninguna vergüenza, y aprendía a querer y a dejarme querer sin reservas.
Simplemente, nunca las llevaba a casa.