Una vez Harry se sumía en su rutina diaria, dividido entre la pesca, el béisbol, las películas y los batidos, mamá y GiGi se dedicaban a la tarea de «formarme».
Era una auténtica tortura, y lo más curioso de todo es que las dos parecían creer que tendría que gustarme, que tendría que pasármelo bien con ello. O que, si no me gustaba, por lo menos tendría que fingir que sí. Este arte del fingimiento fue una lección que me costó aprender.
Una de las principales directrices que rigen los actos de una dama sureña es que jamás, en ninguna circunstancia, debe permitir que los demás se sientan incómodos en su presencia. En su papel de anfitriona, sirve de catalizadora de la reunión, curando cualquier sentimiento herido, sonriendo, calmando las aguas entre sus invitados.
En los seis años y medio de mi corta vida había visto aquella expresión falsa en el rostro de mi propia madre, pero todavía carecía de la capacidad de articulación suficiente para explicarlo. La petrificada sonrisa forzada que no le llegaba a los ojos, la máscara de simpatía. La había llevado puesta el día que acompañó a mi amiga Dorrie a la puerta principal para que saliera para siempre de mi vida, y la llevaba puesta cada vez que tenía delante a alguien, en especial cuando ese alguien la irritaba. Al fin y al cabo, una dama sureña no cedía a las emociones negativas. Había que mantener las apariencias a toda costa.
Pero esta afabilidad refinada no parecía aplicarse a los miembros de la familia de una. Estaba conectada, de alguna forma metafísica y mística, con las bisagras de la puerta principal. Cuando ésta se cerraba después de marcharse el último invitado, la máscara se desvanecía y los sentimientos reales se reafirmaban. La traducción que hacía de esto mi mentalidad infantil a los seis años era: tienes que ser agradable con las personas que no te gustan, pero puedes ser lo desagradable que quieras con la gente a la que quieres.
Todo este fingimiento educado me confundía y me frustraba, especialmente porque mi madre era totalmente intratable con respecto a las mentiras. Ella no usaba la palabra «mentira», claro. Ella lo llamaba «tergiversación». Seguro que era la única niña de mi edad que sabía deletrear, definir y conjugar el verbo «tergiversar» sin pensárselo dos veces.
Y, para gran consternación de mi madre, yo tenía la costumbre de tergiversar. La adquirí de una forma bastante natural: como ya dije, mi padre era un cuentista consumado, y rara vez dejaba que una conciencia escrupulosa con la verdad se interpusiera en una buena historia. Si era buena, con el drama, el patetismo o el humor suficiente, la contaba. Y después volvía a contarla con las elaboraciones y los cambios editoriales pertinentes, según quién le escuchara.
Mamá, sin embargo, no tenía paciencia para contar historias. Y cuando yo contaba una, cuando tergiversaba o adornaba la verdad siquiera un poquito para lograr un mayor efecto, me soltaba un sermón que me dejaba tambaleando.
Mi madre jamás me pegó. Sus sermones, o incluso sus miradas silenciosas de reproche, bastaban para que me encogiera, sumisa. Cuando carraspeaba, yo dejaba de hacer lo que estuviera haciendo y me ponía rígida, a la espera de ser corregida. Una vez, cuando tenía unos cinco años, estaba tumbada en la alfombra del salón, absorta en un libro, y ella entró en la habitación y tosió. Dos veces.
Me levanté de un brinco, con el corazón acelerado, intentando discernir qué había hecho mal para poder confesarlo, entre lágrimas si era preciso. Se me quedó mirando con dureza mientras yo esperaba mi castigo en posición de firmes, y por un instante su expresión se suavizó para mostrar algo parecido a la compasión.
En aquel fugaz momento, creí que iba a disculparse y a decirme que sentía haber sido tan dura conmigo.
Se llevó entonces una mano a la garganta y comentó:
—Creo que he pillado un resfriado. —Se metió en el cuarto de baño y rebuscó el jarabe para la tos en el botiquín. Jamás hablamos de este incidente, pero viví durante años con la esperanza de volver a ver aparecer aquel punto débil.
Nada provocaba tanto la ira de mi madre como la falsedad, pero no parecía ver la relación entre mentir y la clase de farsa social que ella y mi abuela intentaron inculcarme durante aquel largo y caluroso verano en Misisipí.
—Una dama sureña es siempre educada y gentil, Priscilla, sin importar lo que piense de una persona. —GiGi repitió estas palabras por enésima vez—. Sonríe y entabla conversación sobre temas banales, y muestra siempre interés por lo que están diciendo los demás.
Había visto la técnica de cerca en la interacción de mi abuela con Cooter Randolph. Y aunque en aquel momento había admirado su comportamiento, el resultado final de la farsa me provocaba una sensación extraña.
Aparentemente era una idea amable, plenamente sureña: ser educado con la gente aunque no puedas verla ni en pintura. Pero bajo esa capa superior circulaba una corriente subterránea de agua contaminada, y yo había observado personalmente el daño que podía hacer si salía a la superficie. Me recordaba el lobo disfrazado con el camisón de la abuela en el cuento de Caperucita roja. ¡Qué dientes tan grandes tenía esta costumbre de cordial duplicidad!
Aquel verano tuve muchas ocasiones de practicar las sonrisas y la conversación banal. Prácticamente cada día venían señoras a tomar el té o nosotras íbamos a sus casas. En su mayoría eran amigas de mi abuela, y aunque algunas de ellas rozaban ya la senilidad, todas eran unas auténticas damas. Hasta la vieja Letitia Sutterfield, que no dejaba de insistir en que la prometida yanqui de su nieto era una espía soviética que había sido enviada allí para cargársela y robarle la herencia con objeto de expandir la causa del comunismo en el mundo libre.
—Ya lo sé, Tisha —dijo mi abuela mientras daba palmaditas en la mano a la anciana y le ofrecía pastitas de té—. Como Mata Hari. Pero no te preocupes, no te pasará nada.
Eran las palabras adecuadas, pero cuando doña Letitia no la veía, dirigió una mirada que lo decía todo a mi madre. Era una expresión que daba a entender que aquella viejecita tendría que estar encerrada. Por su propio bien, por supuesto.
Yo estaba ahí sentada, con la taza de té en la mano, dudando entre dos sentimientos contradictorios. Por una parte, tenía la tentación de reírme con ellas a costa de la vieja loca. Pero por otra parte, me daba pena. Podía estar un poco chiflada, pero era una viejecita encantadora que creía de verdad, aunque equivocadamente, que sus temores eran fundados.
Mi educación no me permitía contradecir a mi madre y a mi abuela en la cara, y mi conciencia no me dejaba convertir a la pobre Letitia Sutterfield en blanco de una broma cruel. Permanecí petrificada, con los labios paralizados formando la sonrisa de una dama sureña. Fue, según la expresión favorita de mi madre, «una experiencia didáctica».
Antes de que terminara el verano sabía esbozar a la perfección aquella sonrisa hueca. La conversación banal era más difícil de dominar.
Al parecer una de las características de una auténtica dama sureña es la capacidad de charlar un buen rato sin expresar una sola opinión que pueda ofender a alguien. Expresiones inofensivas como «¿De veras?», «¡Ay, caray!» o «No me digas» salpicaban el salón como servilletas abandonadas. Jamás oí una sola palabra que me pareciera interesante, salvo quizá la historia de doña Letitia sobre la espía. La mayoría de la conversación parecía pensada para atrofiar la imaginación más que para estimularla. Pero yo observaba fascinada y maravillada cómo mi madre y mi abuela jugaban a ese juego, siempre con aquella sonrisa en los labios, hasta que la puerta se cerraba con un crujido de finalidad y el té de la tarde había tocado a su fin.
Pero ese verano hubo una persona a la que encontré realmente interesante: la «chica» de mi abuela, Molly-Faith Johnston.
Molly, que tendría por lo menos sesenta años, era una mujer negra, corpulenta y pechugona con el cabello blanco y ondulado, y una piel lustrosa. Su marido, Stick, y ella trabajaban para GiGi y el abuelo Chick. Stick cuidaba del jardín y hacía arreglos en la casa, y Molly venía todos los días laborables a las nueve de la mañana para hacer la colada, limpiar y cocinar.
GiGi insistía en que Molly y Stick «formaban parte de la familia», pero incluso con seis años, yo sabía que no era así. La familia no se sentaba en el porche trasero a almorzar con el plato en el regazo mientras que todos los demás estaban en el comedor, alrededor de una gran mesa.
Yo adoraba a Molly, que me tenía fascinada. Se reía a carcajadas sonoras y campechanas, su abrazo era suave y mullido, y no me hablaba con aires de superioridad ni se comportaba como si mis preguntas fueran estúpidas o carecieran de importancia. Mientras se dedicaba a sus quehaceres, cantaba espirituales negros con una voz grave y melodiosa, y cuando le pregunté qué significaban, me habló sobre sus antepasados que llegaron a Misisipí en las bodegas oscuras de un barco negrero para trabajar en las plantaciones. Me habló sobre la libertad y la esperanza, y sobre su precioso Jesús, que amaba a todas las personas, fuera cual fuera el color de su piel.
—Por Dios, chiquilla —me dijo un día después de que me hubiera pasado una hora sentada en un taburete a su lado—, ¿no te han contado nada sobre tu linaje? Con esos ojos castaños que tienes, seguro que tienes a alguien tirando a carbón en alguna parte.
Rió hasta que las lágrimas le resbalaron por la gruesa nariz negra y, a continuación, empezó a contarme cómo los amos blancos del sur habían engendrado a menudo niños mulatos con las bonitas chicas jóvenes que trabajaban en sus casas y en sus campos. Aquello era una novedad para mí; una novedad que me fascinó y que me alarmó. Sabía lo suficiente sobre los hombres y las mujeres para darme cuenta de que era posible, pero jamás me había planteado las ramificaciones. Siempre me habían enseñado que las razas jamás se mezclaban. Según mi madre y mi abuela, mi linaje Bell era blanco como la nieve e inmaculado.
Y ahora Molly se partía de risa y señalaba mis ojos castaños como prueba de que algunos de los Bell, incluida yo, al parecer, podríamos tener una o dos gotas de sangre africana en las venas.
La idea no me ofendió en absoluto; al contrario, me intrigó. Me dio un motivo que justificaba la conexión que tenía con Molly, y me llenó de una sensación de poder. Aquella posibilidad de que yo, una Bell-Posner y una dama sureña en ciernes pudiera ser portadora de alguna anomalía genética clandestina que mi familia había mantenido oculta a ojos de todo el mundo era deliciosamente subversiva.
Me habían enseñado la guerra de Secesión, naturalmente. Me habían contado cómo mis antepasados habían luchado valientemente, aunque en vano, para conservar sus plantaciones y sus vidas. Me habían explicado que los Bell trataban bien a sus «negras», que las querían y cuidaban de ellas como uno haría con una mascota muy apreciada por la familia. Pero nunca, hasta aquel momento, se me había ocurrido pensar en el otro lado de la historia.
Fue el segundo paso en mi descenso, la segunda oportunidad que tuve ese verano de identificarme con los intocables. No se lo conté a mi abuela ni a mi madre, por supuesto. Había aprendido la lección a raíz del incidente con Cooter Randolph, y no tenía la menor intención de ver cómo Molly se convertía en la siguiente víctima de las maquinaciones de mi abuela.
Me guardé mis pensamientos para mí, y los atesoré, ocultos a los demás, en lo más profundo de mi corazón. Mis conversaciones con Molly me provocaron una sensación que tardé años en identificar y comprender. Lo único que sabía entonces era que se trataba de una sensación buena, la sensación de estar enterada de un gran secreto vital que mi familia no sabía, o si lo sabía, se negaba a admitir.
Todo aquel verano, dividí mi tiempo entre las sesiones de formación que mamá y GiGi me habían organizado y esas horas preciosas en la cocina, absorbiendo la sabiduría, la esperanza y el amor de Molly. Y cuanto más tiempo pasaba con Molly, más vacíos y falsos me parecían los buenos modales que me estaban inculcando en mi cabecita infantil.
Mi madre creyó que el verano había sido una gran victoria, una idea brillante, un éxito apabullante. Había aprendido a poner una mesa estupenda y a comportare con cierta apariencia de elegancia, o si no con elegancia, por lo menos con menos torpeza. Había dominado el arte de la sonrisa, de sostener una taza de té sin que tintineara, y de parecer estar interesada al oír una conversación insustancial. Me habían enseñado a pensar antes de hablar, a ser educada con gente detestable, a no levantar la voz.
Lo que mamá no sabía era que había aprendido otra lección, una que ella nunca se había planteado enseñarme. Esta lección, que Molly-Faith Johnston me enseñó con su ejemplo más que con preceptos, consistía en valorar mis opiniones personales y no dejar que nadie me convenciera para que actuara en contra de mi propio criterio.
Consistía en ser consecuente conmigo misma.