Capítulo 6

Había prometido al idiota de mi psiquiatra que lo llamaría una vez a la semana para informarle sobre mis progresos. Le expliqué que estaba escribiendo un diario, le hablé de las nuevas percepciones que estaba adquiriendo sobre mi familia de origen y le conté el tiempo que pasaba con mamá y todos los sentimientos negativos que esta interacción me suscitaba. Eran básicamente paparruchas psicoterapéuticas, y seguro que se dio cuenta de ello en un nanosegundo si es que estaba medio despierto, pero todo este ritual nos hacía sentir mejor a ambos. Además, cobraba ochenta pavos la hora por fingir que me escuchaba, así que quería asegurarme de que se los ganara.

Lo que no le dije era que estaba mintiendo a mi madre diciéndole que iba a la biblioteca cuando, en realidad, me reunía y me acostaba con Charles Chase en una pequeña cabaña de pesca apartada a orillas del canal de Tennessee-Tombigbee.

La primera vez que habíamos ido a la cabaña del canal había sido por la tarde. Charles había ido en su coche y yo lo había seguido en el mío sin prestar demasiada atención, de modo que me costó mucho encontrar el sitio por mí misma a oscuras. Al final tuve que llamarlo al móvil tres veces y llegué frustrada, agotada y sintiéndome como una tonta desvalida.

Charles no pareció darse cuenta. Salió a buscarme al coche, me tomó la mano y subió conmigo los peldaños hasta un porche que daba al canal. Me sentí, aunque sólo por un instante, como Cenicienta en el baile.

Había visto la cabaña de día, y sabía que era rústica, pero esta noche parecía salida de un cuento de hadas, con velas encendidas en todas las superficies horizontales.

Charles me había puesto una mano en la zona lumbar para llevarme hacia el interior. Una vez dentro, me hizo sentar en un sofá combado y me puso una copa de vino blanco en la mano.

—He preparado la cena —anunció.

Oculté una sonrisa y fingí no ver la caja de comida preparada del supermercado en la encimera de la cocina.

Se sentó a mi lado con el brazo extendido con indiferencia sobre el respaldo del sofá de tal modo que el dedo pulgar me acariciaba el omoplato como si fuera por casualidad. El contacto me agudizó todos los sentidos desde el cuello para abajo y me dejó el cerebro totalmente aturdido.

Nos bebimos el vino, abrimos una segunda botella y nos la llevamos fuera, al porche con mosquitera, donde una rosa solitaria adornaba una mesa puesta para dos personas. La noche nos envolvió como una colcha oscura, cálida y pesada. Al otro lado de la mosquitera pude ver el brillo de la luna flotando en la superficie del agua.

Tendría que haber sido romántico. Estaba planeado para que fuera romántico, hasta el último detalle.

Aun así, faltaba algo. Pero había tomado demasiado vino para poder deducir qué era o por qué hacer el amor con Charles Chase me había dejado triste y vacía por dentro.

Tal vez los genes de la trastarabuela Alberta no se habían diluido lo suficiente cuando llegaron a mis retorcidas cadenas de ADN, pero me daba bastante igual si era herencia suya, si era el destino o si era pura rebeldía.

Charles es irresistible. O, para ser más exacta, todo el asunto es irresistible. Tener que hacerlo a hurtadillas. Que sea algo prohibido. La subida de adrenalina. El atolondramiento. Charles hace que me sienta una mujer sexy, atractiva, apetecible, y me acerco irresistiblemente a él como un colibrí al agua azucarada.

Corrijo: me hacía sentir como una jovencita.

Del mismo modo que había retrocedido hasta mi infancia en cuanto empecé a recorrer el camino de entrada hacia Belladonna, ahora rebobinaba hasta la adolescencia con sólo pensar en Charles Chase. Cuando lo tenía cerca, se me activaba el sistema nervioso al completo, y cuando no estaba a mi lado, pensaba constantemente en él. Repetía mentalmente nuestras conversaciones. Imaginaba su voz, sus ojos y su sonrisa. Escribía su nombre en la parte posterior de mi diario y después arrancaba las páginas, las rompía en mil pedacitos y las tiraba a la basura. Fantaseaba sobre él por la mañana y soñaba con él por la noche.

Era una estupidez. A pesar de todo, en el fondo sabía que no estaba enamorada. Y cuando el vacío y la soledad me invadían después de nuestras citas secretas, tenía que alejar esos sentimientos de mí para no echarme a llorar.

Había roto el primer y único mandamiento de la escritura efectiva de un diario: no estaba contando la verdad. Estaba escribiendo lo que quería sentir, lo que quería que fuera cierto. Escribiendo palabras que me daban una dosis emocional en el momento de plasmarlas en un papel, pero que constituían un relato ficticio, una cortina de humo, a pesar de que sabía que la realidad estaba a la vuelta de la esquina, a la espera de que la aceptara.

Pero después del rechazo de Robert y de la consiguiente debacle de mi autoestima, la lujuria parecía un sustituto aceptable del amor, y la sensación de ser el objeto de la lujuria de otra persona era mejor todavía. Especialmente para una reina de belleza envejecida y venida a menos, cuya autoestima entera se cimentaba en las arenas movedizas del aspecto externo.

Tenía ojos en la cara; podía ver lo que Robert veía, lo que Charles veía ahora. No me pasaban desapercibidas las patas de gallo, la papada, las cartucheras y las arrugas de la risa. Puede que Charles me estuviera usando para subirse un poco el ego alicaído, pero si tenía que ser totalmente sincera, era probable que yo también lo estuviera utilizando a él. La verdad pura y dura no me hacía sentir especialmente noble, pero por lo menos era transparente.

Más transparente que la trastarabuela Alberta.

Más transparente incluso que mi propia abuela GiGi.

Al terminar mi primer curso en la escuela en junio, mamá hizo las maletas y nos llevó a casa de GiGi a pasar todo el verano. Siempre íbamos una o dos semanas, pero esta vez era diferente. Había cierta urgencia en ello, un propósito.

Todo el mundo fingía que esta visita prolongada estaba pensada para «dar un respiro a mamá», pero yo sabía la verdad. Desde el desastre de las clases de ballet, estaba más claro que el agua que mamá necesitaba ayuda si deseaba transformar a una niña recalcitrante como yo en la perfecta damita sureña. Sólo había una alternativa viable a la desesperación total: pedir refuerzos.

Al fin y al cabo, su propia madre lo había conseguido con ella. Y cuatro ojos ven más que dos.

Mi hermano, Harry, también vino, pero su presencia era meramente testimonial. Melanie tenía diecinueve años e iba a pasar el verano en el lago con unas amigas de la universidad. Papá tenía que encargarse de su bufete de abogados, y Harry, que sólo tenía nueve años aunque parecía pensar que tenía dieciocho, no podía quedarse solo en casa durante el día.

Como era varón, y por tanto no era susceptible de acogerse al programa formativo de mi madre, Harry podía hacer bastante lo que le diera la gana. Mis abuelos vivían en Waterford, una ciudad pequeña, limpia y segregada, situada en la zona septentrional de Misisipí. Waterford disponía de una piscina nueva, un muelle de pesca en el río y una plaza con un cine y una heladería, por lo que Harry estaba en la gloria. Durante dos meses vivió su sueño de libertad masculina, yendo dondequiera que le apeteciera y recreándose en la independencia que se le concedía exclusivamente con motivo de sus genitales.

La mujer cínica que hay en mí cree que hay cosas que nunca cambian.

Harry se pasó todo el verano haciendo nuevos amigos en el campo de béisbol y en la piscina, yendo a pescar con ellos, viendo películas como Dos hombres y un destino y Ahí va ese bólido, y sorbiendo batidos ruidosa y desenfrenadamente. Mientras que yo, en cambio, vivía como una prisionera, atrapada en un círculo inacabable de correcciones sociales con mamá en un lado y mi abuela en el otro.

Se acercaba mi séptimo cumpleaños, y la mayoría de la gente pensaría que era demasiado pequeña para estar sometida a semejantes rigores, demasiado inmadura para entender los principios que se me imponían. Pero la gente suele infravalorar la capacidad de comprensión de los niños. Además, mi madre se regía por la filosofía de que nunca era demasiado pronto para formar mi alma sensible y adecuarla al modelo de la dama sureña. Cuanto más fresca era la arcilla, más fácil era de moldear.

Aunque a esa temprana edad no tenía el vocabulario para articular todo lo que aprendí aquel verano, mi mente despierta e inquisitiva lo absorbió todo, mucho más, la verdad sea dicha, de lo que mi madre y mi abuela se imaginaban. Años después, cuando mi yo analítico pasó por el tamiz las capas acumuladas de experiencia infantil, salieron a la luz verdades que eran muy distintas a lo que mis antepasadas por vía materna habían querido enseñarme.

Los recuerdos me rebasaban. Brotaban como el agua de un embalse cuya presa se ha roto y me ahogaban, me dejaban exhausta y sin aire.

Fue un punto de inflexión. El verano en que tenía seis años cambió para siempre la forma en que veía a mi madre, a mi abuela y a mí misma.

Mi abuela, Georgia Bell Posner Barclay, a la que sus nietos llamaban GiGi, era el polo puesto de mi madre. GiGi era tan sumisa como mamá dominante. Cuando era pequeña, adoraba a GiGi y a mi abuelo, llamado Chick, precisamente porque no se parecían a los padres con los que compartía mi vida diaria. Pero aquel verano empecé a comprender que, mientras que mamá controlaba abiertamente, imponiendo su voluntad, GiGi lo hacía encubiertamente, sin que nadie se diera cuenta, mostrando una dulce pasividad.

Yo no era la única que adoraba a GiGi. Todo Waterford la adoraba, la veneraba en su altar, la consideraba el ejemplo de la perfecta dama sureña. Georgia Bell Posner Barclay no era una mujer, era una institución.

GiGi y Chick no tenían dinero que digamos; por lo menos, ya no. Tiempo atrás, según la leyenda familiar, el abuelo Chick había recibido una fortuna. Su padre, al que todo el mundo, Chick incluido, llamaba tío Bark, había logrado de algún modo sobrevivir a la Gran Depresión con su negocio maderero intacto. Había usado sus influencias con algún senador y se había hecho con un contrato para suministrar material al Works Projects Administration gubernamental para sus proyectos de obras públicas, así que cuando la Gran Depresión remitió, seguía llevando camisas de seda y contando con una bonita cantidad de dinero en el banco. Y sólo tenía un hijo: Clayton Barclay, mi abuelo. Cuando el tío Bark murió a los cincuenta y dos años de un infarto, Chick lo heredó todo: un legado económico que le debería haber permitido vivir por todo lo alto junto a mi abuela por el resto de sus días.

Pero Chick tenía talentos únicos. Si mi abuela GiGi era conocida en Waterford como la santa, Chick era el pecador. En menos de una década había logrado dilapidar su fortuna como consecuencia de inversiones absurdas, de una irresponsabilidad general y de bastantes viajes al canódromo, en West Memphis.

Para cuando Harry y yo llegamos, GiGi y Chick vivían en una modesta casita blanca en la esquina de las calles Third y Elm. Chick siempre hizo gran ostentación de ser el hombre de la casa; el señor del castillo que protegía a su mujercita. Pero entonces estaba empleado en el aserradero que todavía llevaba el apellido de su familia, y hacía veinticinco años que no tenía una camisa de seda.

El abuelo Chick lucía una estampa imponente, con la espalda ancha y abundante cabello cano en la cabeza. Siempre tuvo las mejillas rubicundas y una risa atronadora, y me sentaba en su regazo para hacerme cosquillas hasta que yo lloraba entre carcajadas y le suplicaba clemencia. Pero también lo había visto cuando olía a whisky y caminaba haciendo eses. Había estado despierta en la cama, en la habitación del desván, y había escuchado, sin respirar, cómo arrastraba las palabras con la voz cada vez más alta para gritar a GiGi. A pesar de lo mucho que lo quería, le tenía un poco de miedo.

En Waterford todo el mundo sabía a lo que GiGi había renunciado por Chick. Aseguraban que podría haber sido una mujer de fortuna, con una casa elegante y una herencia que transmitir a sus hijos. Podría haberse divorciado de él y haberse casado con alguien que fuera digno de ella. Dios sabía que tenía motivos suficientes, con todo lo que Chick bebía, apostaba e iba de juerga.

Pero se había quedado con él, fiel al compromiso matrimonial que había adquirido solemnemente treinta años antes. Había aceptado su suerte en la vida y, para bien o para mal, se había dedicado a sacar algo de provecho de Chick. Santa Georgia se había martirizado ante el altar de la fidelidad matrimonial renunciando a su propia vida por la de su marido.

La dulce GiGi. La encantadora GiGi. La fiel, entregada y bendita GiGi, que hacía todo lo que podía para mantener a su réprobo marido por el buen camino. Yo también creía que era un genio y consideraba que era candidata a la canonización hasta que vi fugazmente cómo lo hacía.

Cooter Randolph, el productor local de whisky clandestino, era conocido por vender ilegalmente su licor a la mayoría de la población masculina de Waterford y de los tres condados circundantes. Mi abuelo no era ninguna excepción, y GiGi había decidido acabar con ello de una vez por otras.

Una tarde cálida de verano la seguí, evitando que me viera mientras recorría el bosque para ir a ver a Cooter. Llevaba una blusa y unas medias color azul lavanda pálido, unos guantes blancos y un sombrerito con unos pensamientos morados a un lado. Cuando llegó al alambique de Cooter, se encontró delante de una escopeta de caza de dos cañones, y me imaginé a mí misma interponiéndome en la línea de fuego para salvarle la vida.

Pero GiGi no pestañeó. Simplemente se sentó con cuidado en un tocón medio podrido, se puso bien los guantes y dijo en voz baja:

—Cooter, usted y yo tenemos que charlar un poco.

Yo había oído hablar de Cooter pero hasta ese momento nunca lo había visto. Corría el rumor que había cumplido sentencia en un centro penitenciario del estado por haber asesinado a un hombre que había entrado sin querer en sus tierras. Lo había matado de un disparo en el pecho sin preguntarle nada, según se contaba. Otra vez, al parecer, había cortado con un hacha la mano a un hombre que había intentado llevarse una caja de su licor sin pagarle nada por ella.

Se rumoreaba que Cooter Randolph era alguien con quien era mejor no meterse. Pero, visto de cerca, no tenía el aspecto de un asesino o de un monstruo. Tan sólo era un viejo triste y acabado, dominado por los temblores y alcoholizado. Era alto y larguirucho, con una barba de cuatro días y un puñado de dientes amarillentos. Miró a mi abuela con unos ojos llorosos y enrojecidos, y con una expresión patética y suplicante en la cara. Carraspeó y escupió un chorro de jugo de tabaco por el hueco que había entre sus dientes delanteros, y se sentó, tembloroso, en un tocón situado frente al que ocupaba ella.

—Supongo que esperaba su visita, doña Georgia —dijo.

Observé, detrás de él, las herramientas de su oficio: el alambique oxidado con su serpentín de cobre, el fuego lento bajo la caldera donde se destilaba el líquido, las hileras de jarras de arcilla y de frascos de cristal que esperaban recibir el licor casero que goteaba por el extremo de un tubo delgado. El aire del claro contenía las fragancias mezcladas del humo de madera y del alcohol de maíz.

GiGi lo miró fijamente con desdén.

—Si no me equivoco, Cooter, le ha estado vendiendo de nuevo whisky clandestino a Clayton, ¿verdad?

—Sí, señora —contestó Cooter con la cabeza gacha, como un niño al que están riñendo en clase por armar escándalo.

—Creía que habíamos llegado a un acuerdo al respecto.

—Sí, señora. Pero…

—¿Pero qué, Cooter? —La voz de mi abuela era suave, suplicante.

—Pero tengo que ganarme la vida, doña Georgia. Las cosas están muy mal y…

—Ya lo sé, Cooter —aseguró GiGi mientras le daba unas palmaditas en el mugriento brazo—. Y créame que lo comprendo. Pero ya sabe lo que opino sobre el whisky clandestino. Especialmente cuando llega a manos de mi marido.

Cooter empezó a estremecerse de pies a cabeza.

—No me denunciará al sheriff, ¿verdad, doña Georgia? —suplicó—. El médico dice que tengo mal el hígado, y si tuviera que ir a la cárcel, bueno, no lo resistiría, le juro por Dios que no.

—¿Está casado, Cooter? —preguntó la abuela tras reflexionar un instante.

—Lo estuve —gruñó Cooter.

—¿Y vive en esa cabaña de ahí? —GiGi señaló con un inmaculado dedo enguantado una choza de la que el bosque prácticamente se había adueñado de nuevo.

Cooter asintió. Su mirada chocó con la de mi abuela y se desvió rápidamente.

—Muy bien —lo calmó—, le diré qué vamos a hacer. Usted dejará de vender su licor casero a mi marido y yo me encargaré de que usted coma caliente todos los días. Da la impresión de que le iría bien comer como es debido, ¿verdad, Cooter?

—Sí, señora —asintió el hombre con una sonrisa avergonzada—. Últimamente no como demasiado.

—Haré los preparativos. ¿Quedamos de acuerdo, entonces? —Le dirigió una sonrisa extraña, fría.

—Sí, supongo que sí.

—Me alegra que nos hayamos entendido. —GiGi se levantó y se alisó la falda—. Bueno, ya me tengo que marchar.

Cooter se puso de pie de un brinco.

—Le pido disculpas por haberla molestado, doña Georgia. No volverá a pasar.

—Estoy segura de que no, Cooter —dijo la abuela con soltura—. Muy segura.

—Iría con usted hasta la carretera, doña Georgia, pero tengo que vigilar el alambique —comentó Cooter tras despedirse caballerosamente con la cabeza casi a modo de reverencia.

—No hace falta que me acompañe —dijo GiGi como si se estuviera marchando de una fiesta. Y entonces, dio la espalda a Cooter Randolph, a su alambique y a su escopeta cargada y regresó a casa por donde había ido.

La seguí todo el camino hasta la ciudad y observé cómo andaba, con la cabeza muy alta, mientras los pensamientos del sombrerito cabeceaban suavemente. Pensé que era una auténtica dama, que se preocupaba por los menos afortunados. Hasta había tratado a alguien como Cooter Randolph con respeto. Iba a proporcionarle comida para que no se muriera de hambre allí, en el bosque. Tenía una abuela de lo más humanitaria, que se ocupaba de las necesidades de un pobre alcohólico que producía whisky clandestino. Me sentí orgullosa y humilde por llevar los apellidos Bell y Posner.

La burbuja de euforia familiar en la que me había aislado estalló esa misma tarde. Estaba sentada en el porche trasero comiendo una rodaja de sandía, algo que GiGi no permitía dentro de la casa, y oí por casualidad cómo ella y mi madre hablaban sobre su encuentro con Cooter Randolph.

—¿Le dijiste que le suministrarías comida caliente todos los días? —La risa suave de mi madre contenía un tono de reprimenda burlona—. No me lo puedo creer, mamá. ¡Le mentiste!

—Una dama jamás miente —la corrigió GiGi con altanería—. Le dije que me encargaría de que comiera caliente todos los días. Y eso es exactamente lo que hice. En la cárcel estará bien alimentado.

¿La cárcel? ¿Estaba mi abuela, la dulce santa de Waterford, enviando a aquel pobre viejo enfermo a la cárcel?

—Clayton me llevó directamente donde Cooter —prosiguió GiGi—. Y no se dio ni cuenta de que lo estaba siguiendo. El sheriff Ketchum lleva meses buscando ese alambique. Ahora dispone de una información anónima que incluye indicaciones que le conducirán al sitio exacto mejor que un mapa de carreteras. Mañana, a esta hora, aquel trasto del demonio acabará hecho mil pedazos y quemado, y si también se incendia aquella vieja choza, mejor. Nadie sabrá jamás que yo tuve nada que ver en ello.

Pasiva. Siempre había creído que mi abuela era la clase de dama sureña pasiva. Jamás se me había ocurrido pensar que una dama pasiva pudiera lograr lo que quería y, aun así, encontrar la forma de conservar intacta su fama de dulzura. Años después, cuando estudié psicología y me crucé por primera vez con el término «pasivo-agresivo», me vino a la cabeza una imagen que aguardaba ser etiquetada: GiGi, delante de la escopeta de Cooter Randolph, con la espalda tiesa como un palo y una expresión sonriente, fría y calculadora en los ojos.

No me pude terminar la sandía. Con un nudo en la garganta y los ojos llenos de lágrimas me imaginé al tambaleante Cooter con el semblante triste y acabado. Estaba segura de que la cárcel iba a matarlo, y aunque no fuera así, ¿qué le quedaría cuando saliera? ¿Los restos calcinados de una cabaña que había sido su hogar tiempo atrás? ¿El recuerdo de que una dama sureña refinada y mañosa lo había engañado y le había arrebatado su patética vida?

En aquel momento, la adulación que sentía por mi abuela sufrió un daño irreparable. Su santidad. Su pasividad melosa. Todo había sido un engaño. Un engaño muy bueno, pero un engaño al fin y al cabo.

Cooter Randolph nunca vendió otra gota de licor al abuelo Chick. Ni a nadie más, en realidad. Murió a las seis semanas de su condena de tres meses, y fue enterrado sin ceremonias en tierra de nadie, entre el cementerio de los blancos y las parcelas reservadas a los negros. A partir de aquel día, el jefe del Aserradero Barclay entregaba la paga de mi abuelo personalmente a GiGi todos los viernes. Y el director del banco, el señor Longchamps, no le daba un centavo de su propia cuenta sin hacer antes una llamada telefónica a doña Georgia para que le diera el visto bueno.

El bosque, después de todo, estaba lleno de personajes como Cooter, y Chick los encontraría si tenía un dólar en el bolsillo. Según oí que GiGi decía a mamá, lo hacía todo por el bien del abuelo Chick.

Narré la historia con todos los detalles que pude recordar y me senté después un buen rato pensando en la manipulación de mi trastarabuela, en el engaño de mi abuela, en el control de mi madre. Pasado un rato, empecé a escribir de nuevo:

¿Es ésta la herencia de las mujeres Bell, el legado que estoy destinada a perpetuar?

Algunas mujeres, como mi madre, dominaban ejerciendo la considerable fuerza de su voluntad. Otras, como GiGi, lo hacían mediante la manipulación mientras conservaban una fachada de sumisión y de dulce feminidad. Pero el resultado era el mismo: una dama sureña siempre consigue lo que quiere. Y si se le da realmente bien, como a mi abuela, aparece como la sufrida víctima de la insensibilidad de otras personas. Un modelo de rectitud y honradez. Una mártir.

El día en que Cooter Randolph fue a la cárcel, la frágil red de mi inocencia infantil empezó a desenredarse. La aureola de santa Georgia empezó a perder el brillo. Y yo, a la temprana edad de seis años, empecé a recorrer un camino que acabaría llevándome a desbaratar los planes para convertirme en una dama sureña que tenía mi madre.

En ese momento inicial de simpatía por el pobre y enfermo Cooter Randolph, hice algo inimaginable, impensable.

Tomé partido por los desvalidos.